Lo que le molesta a Julio Camba no es la mecanización
de la industria norteamericana sino la mecanización de la vida norteamericana.
No detesta las máquinas, no es un ludita, pero se indigna (¡cuándo no!) desde
el momento en que la máquina deja de ser un mero instrumento y pasa a dirigir
los destinos del hombre:
Siempre ha
habido máquinas en el mundo, y si míster Ford se imagina haber determinado por
sí mismo una revolución industrial con su automóvil, permítame decirle que está
muy equivocado. Esa revolución la inició hace miles de años un hombre mucho más
grande que él: el inventor de la rueda. ¡La rueda, la quilla, la vela, el
timón...! Siempre ha habido máquinas en el mundo, pero jamás como un fin, sino
como un medio, y así como antes lo primero era un propósito a realizar y luego
la máquina para realizarlo, ahora se comienza por inventar la máquina, luego se
ve a qué propósito puede responder, y después se realiza este supuesto
propósito como si, efectivamente, fuese un propósito de alguien. Y este es el
hecho monstruoso de la civilización moderna (La ciudad automática, p. 151).
Todo
depende ahora de las máquinas, o mejor dicho, todos dependemos de las máquinas,
y si ya tenemos bastantes necesidades nuevas que satisfacer, necesidades que
las nuevas máquinas van creando por sí solas, no por eso no se siguen
inventando nuevas máquinas que crearán, a su vez, otros nuevos nichos de
necesidades, necesidades futuras que ahora no nos molestan porque ni las
imaginamos siquiera y que las nuevas máquinas, y solo ellas, satisfarán. ¿Se
entiende cuál es la diferencia? La rueda se inventó porque el hombre primitivo
tenía ya la necesidad de trasladar objetos y la rueda vino a suplir esa
necesidad; pero ¿quién tenía necesidad de estarse dos, tres o catorce horas
diarias frente a una caja emisora de imágenes? Nadie; pero se inventó el
televisor y ahora no podemos pasarnos sin él. Una multiplicación sin sentido de
necesidades: a eso apunta, y no a otra cosa, la tecnología de hoy en día.
Y lo más cómico es que se inventan máquinas para
cualquier cosa, excepto para las cosas más interesantes. ¿Existe, por ejemplo,
una máquina que produzca no digamos felicidad, pero al menos contento o
alegría? No, nadie ha patentado aún ese invento. Claro que los estadounidenses,
ni cortos ni perezosos, no pudiendo inventar la máquina de la alegría,
inventaron la máquina de hacer reír: el parque de diversiones. Y ellos piensan
que subiendo a la montaña rusa y riendo a carcajadas, se ponen alegres, y tal
vez tengan razón, pero no es lo tradicional. Lo tradicional es reírse a la
europea:
En Europa,
primero se pone usted alegre y luego se ríe usted. Aquí ocurre todo lo
contrario. Nadie ha conseguido aún inventar una máquina de alegrar a las
gentes, sino tan solo máquinas de hacerlas reír; pero los americanos cuando se
ríen mucho creen que están muy alegres, y el resultado es el mismo. [...] Todo
lo cual viene a cuento de la inauguración [del parque de diversiones] de Coney
Island. La gran orgía va a comenzar. ¡Adelante, señoras y señores! Va a
comenzar la gran orgía mecánica. Va a dar principio la fabulosa juerga
automática (ibíd., p. 149-50).
Por
desgracia para los norteamericanos --y para el mundo todo, que ya es un poco
norteamericano--, el vaivén de la cola de un perro es la consecuencia y no la
causa de su alegría, y ya puedo estarme horas zarandeándole el rabo manualmente
al pobre animal que no conseguiré alegrarlo en lo más mínimo. Y así las cosas,
podré yo reírme hasta que se me desencaje la mandíbula subido a un autito
chocador, pero si soy un infeliz, seguiré siéndolo ni bien baje del autito y
hasta tanto no corrija los disvalores que existen en mi persona y que me tornan
desdichado. Hay ciertas necesidades que ni las máquinas, ni el dinero, ni el
automatismo de la vida cotidiana ni nada que venga de los Estados Unidos pueden
satisfacer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario