Además de por mascar chicle, se los conoce a los
norteamericanos por otras aficiones, como por ejemplo la de ajusticiar a los
delincuentes. Al principio fue la ley de Lynch (nunca tuvo categoría de
auténtica ley, aclaremos), que permitía ahorcar al sospechoso cuando las
condiciones no estaban dadas para que se produjese un juicio, aunque fuese
sumario; sospechoso que por lo general era un negro, en los estados del sur, o
un amerindio en los estados del oeste. Pasaron los años y con el ingreso al
siglo XX los norteamericanos se volvieron tecnófilos. Llegó el momento en que
las ejecuciones a través de la soga se les antojaron arcaicas. Y como ya el
negocio de la electricidad, pese a que recién empezaba, quería diversificar sus
productos, alguien propuso la creación de una silla que, en vez utilizarse para
descansar como el resto de las sillas, se utilizara para electrocutar al
desgraciado que osara sentarse en ella. El éxito fue total, porque se suponía
que a través de este medio el condenado sufría menos que cuando se le quitaba
la respiración ahorcándolo, y esto era un signo de progreso carcelario y de
compasión. Pero si algún procedimiento es éticamente incorrecto, como muchos creemos
que lo es este del asesinato en nombre del bien común, ¿conviene suavizarlo? ¿No
es mejor que se presente sin maquillaje, con toda su brutalidad a flor de piel,
para que los contribuyentes no se engañen y sepan perfectamente de lo que se
trata? Algo así opinaba julio Camba:
Hay
partidarios de la pena de muerte que se interesan, indudablemente, por los
últimos adelantos científicos, y quizá el reaccionario sea yo; pero yo opino
que si somos todavía lo suficientemente bárbaros para seguir matando a los
hombres en nombre de la Justicia, debemos matarlos del modo más bárbaro
posible. Con el garrote. Con el hacha. Con la rueda. A las doce del día, en la
plaza mayor de la ciudad, y no de noche, en el patio de una prisión. Así, la
modernidad del procedimiento no haría resaltar de un modo tan ofensivo el
medievalismo del acto. Aplicada de ese modo, o bien resultaría que la pena de
muerte era incompatible con nuestra sensibilidad, imponiéndose, por tanto, su
abolición inmediata, o bien no lo resultaría, demostrándose, en este último
caso, que desde el siglo XIII acá la Humanidad no había adelantado nada (Sobre casi nada, pp. 76-7).
Interesante
prueba sería para la sociedad norteamericana el que le cortaran el gañote a sus
condenados en pleno Central Park y con un serrucho de carnicero. ¿Marcharían a
sus casas horrorizados los espectadores o se regocijarían como se regocijaban
los franceses del siglo XVIII presenciando el funcionamiento de su guillotina?
Porque como la evolución de una camada de personas está dada por el grado de
compasión que es capaz de sentir frente a sus congéneres en desgracia, sería
este cruel espectáculo un termómetro de lo que acontece en el corazón de los yanquis.
Pero no. Se mata utilizando la silla o, mejor aún, un par de inyecciones, y se
prohíbe el ingreso del público general a presenciar el evento. Se prohíbe,
creo, por eso mismo, porque las autoridades sospechan que, pese a lo indoloro del
procedimiento, el populacho se va a regocijar, quedando así demostrado que los
yanquis, por mucho que hayan adelantado en ciencia, en tecnología y en
armamentos, en ética no han progresado nada.
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