¿Cuántos soy?
Bernardo
Soares, Libro del desasosiego
Jorge Borges, El Hacedor
Lo contrario de no ser nada
ni nadie no es ser alguien, hacer de sí mismo el más irreemplazable de los
seres, sino ser muchos, mucho, todo el mundo.
Robert
Bréchon, Extraño extranjero
Jorge Borges,
nuestro mayor escritor, le escribe, un año antes de morir (2/1/1985), una carta
simbólica al mayor escritor portugués:
La sangre de los Borges de Moncorvo y de los Acevedo (o Azevedo) sin geografía
puede ayudarme a comprenderte, Pessoa. Nada te costó renunciar a las escuelas y
sus dogmas, a las vanidosas figuras de la retórica y al trabajoso empeño de
representar a un país, a una clase o a un tiempo. Acaso no pensaste nunca en tu
sitio en la historia de la literatura. Tengo la certidumbre de que te asombran
estos homenajes sonoros, de que te asombran y de que los agradeces, sonriente.
Eres ahora el poeta de Portugal. Alguien, inevitablemente, pronunciará el
nombre de Camões. No faltarán las fechas, caras a toda celebración. Escribiste
para ti, no para la fama. Juntos, hemos compartido tus versos; déjame ser tu
amigo (citado en POT, pos. 7730).
Creo que Borges se equivoca: Pessoa no escribía para él mismo sino
para la fama. Para la fama póstuma.
Treinta años antes
de escribir esta carta, su amigo Bioy Casares le preguntó: “¿Quiénes son los
escritores que morirían si no escribieran sus libros?”. Borges desestimó a
varios pesos pesados: a Wilde (“escribía para el show off”), a Wells y a Chesterton (“no diría que obedecían a una
necesidad, sí que escribían divirtiéndose”). Bioy le propone a Conrad y a
Cervantes, pero no les permite el ingreso a ese selecto grupo. El único
escritor que cumple este requisito a los ojos de Borges, es Kafka (cf. Adolfo
Bioy Casares, Borges, p. 1040). Buen
ejemplo, pero se olvidó de uno que habría muerto, si le retiraran la pluma,
mucho antes que el checo, y con mayores muestras de infortunio. Se olvidó de
Fernando Pessoa[1].
7:13 P.M.
Escribe Pessoa en 1915:
Se
dice que los herméticos de la Rosa-Cruz, secta esotérica y mágica,
descubrieron, desde el inicio de los tiempos, el secreto de la vida eterna, el
elixir de la vida; que, nunca muriendo, pasan de época en época, a través de
los ciclos y de las civilizaciones, desapercibidos, ningunos y, con todo, por
la grandeza de la cosa trascendental que crearon, mayores que todos los genios
de la evidencia humana. De su secta es el precepto, que cumplen, de no darse
nunca a conocer. Su presencia eterna, que vive al margen de nuestra
trascendencia, vive también fuera de nuestra pequeñez.
Se me van los ojos del alma en esas figuras supuestas— ¿y
quién sabe hasta qué punto reales?— que, verdaderamente, realizan el supremo
destino del hombre: el máximo poder en lo mínimo de la exhibición; el mínimo de
exhibición por cierto, por tener el máximo del poder. El sentido de sus vidas
es divino y lejano. Me place creer que ellos existan para que pueda pensar
noblemente de la humanidad (AP 2026).
Cualquiera que posea el máximo de
poder procurará, necesitará, implorará un mínimo de exhibición. Hace poco cité
a Alberto Caeiro:
No
creo en Dios porque nunca lo vi.
Si
Él quisiera que yo creyera en Él,
Sin
duda que vendría a hablar conmigo
Y
entraría adentro por mi puerta
Diciéndome,
¡Aquí estoy!
Dios nunca se le presentaría porque, poseyendo el máximo
poder, necesita el mínimo de exhibición. Si Dios se presentase ante todo el
mundo a cada momento sería un dios exhibicionista, es decir, no sería Dios.
Pessoa contradice a Caeiro. ¿Quién lleva la razón? En este caso, creo que
Pessoa.
Esto
vale también para los humanos, para los humanos que quieren acercarse a Dios,
que quieren imitarlo. Los rosacruces, haciendo gala de una gran sabiduría,
mantenían su identidad en la total penumbra. Intentemos también nosotros hacer
el bien a escondidas, sin que nadie nos descubra. Y en lo que concierne a los
escritores, escribamos, sí, porque si no escribimos no somos escritores, y
procuremos que nuestro mensaje se difunda, pero siempre agazapados, encogidos,
escondidos detrás de algo, de una pared o de un seudónimo. Exhibamos nuestro
mensaje y ocultemos nuestro espíritu.
Tiremos la piedra y escondamos la mano. Seamos un poco rosacruces y un
poco dioses.
[1] Octavio Paz
coincide conmigo: “Como todos los grandes perezosos se pasa la vida
haciendo catálogos de obras que nunca escribirá; y según les ocurre también a
los abúlicos, cuando son apasionados e imaginativos, para no estallar, para no
volverse loco, casi a hurtadillas, al margen de sus grandes proyectos, todos
los días escribe un poema, un artículo, una reflexión. Dispersión y tensión.
Todo marcado por una misma señal: esos textos fueron escritos por necesidad. Y
esto, la fatalidad, es lo que distingue a un escritor auténtico de uno que
simplemente tiene talento” (“Fernando Pessoa: el desconocido de sí mismo”,
artículo disponible en internet). Y en relación a
Borges y su no inclusión de Pessoa en la lista que le propone Bioy Casares,
digamos que el mayor escritor argentino desconocía casi toda la obra del
portugués en aquel entonces. Borges descubre a Pessoa recién en 1960, en
ocasión de un artículo que redacta junto a su amiga Alicia Jurado sobre la
literatura portuguesa del siglo XX.
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