Si no supiésemos de antemano que Álvaro de Campos no existe, que
no existe Ricardo Reis ni Bernardo Soares ni Alberto Caeiro ni Alexander
Search, no sospecharíamos que todas esas personas provienen de una sola
persona.
Yo soy una
antología.
Escribo
tan diversamente
que, con
poca o mucha valía,
de mis
poemas nadie diría
que el
poeta es uno solamente.
(AP 780).
127 heterónimos le cuenta Cavalcanti Filho; para Pizarro y Ferrari[1]
son 136. Entre ellos hay africanos, alemanes, brasileños, franceses, ingleses y
portugueses. Hay monárquicos y republicanos. Hay aristócratas, astrólogos,
adivinos, filósofos, paganos, espíritus incorpóreos y periodistas; hay un clínico
general, un psicólogo y psiquiatra, un geógrafo, un grafólogo, un descifrador, un
emperador romano, un mandarín, un maharajá, un pachá, un alquimista, un brujo,
un panfletario y especialista en capoeira, un contable, un cristiano nuevo, un
reverendo, un sir… Personajes muy diversos que tienen, todos ellos, una sola
cosa en común: ser, a los ojos del mundo, unos miserables fracasados. No existe
entre ellos “un único gran hombre, un héroe eminente, un hombre de éxito o
miembro de la nobleza, alguien que sea reconocido u honrado por sus
conciudadanos” (CF, p. 439). Ni
reconocidos ni honrados: el ejército de heterónimos corrió la misma suerte que
le tocó (en vida) a su creador.
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