El desastre marxista no está en los fines, sino en los medios. Eliminando la burguesía e implantando la igualdad económica por coacción, producimos en la sociedad, o mejor dicho en las mentes de los individuos que la componen, una perturbación negativa que habrá de marcarlos para siempre. Serán, si la revolución política triunfa, más prósperos económicamente, pero menos virtuosos y, por ende, menos felices. Tal vez el amor al prójimo, al prójimo lejano, sea, como creía Popper, imposible de manifestarse, y peor aún el amor hacia quien consideramos nuestro enemigo; pero si el amor no aparece, que aparezca la decisión racional de respetarlo a como dé lugar, sin importarnos cuán errado sea su accionar y/o su pensamiento de acuerdo a nuestro propio punto de vista. Si no lo hacemos, instalamos en la mente de nuestro pueblo el germen del autoritarismo y el de la venganza, y entonces la dicha --la dicha relativa, se entiende, nunca la absoluta-- estará más lejos que nunca, por más que no falten el pan, el abrigo y algunos lujos en la vida diaria de cualquier ciudadano.
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jueves, 28 de julio de 2011
miércoles, 27 de julio de 2011
Los caminos de Marx hacia la virtud
Pensaba Marx que bajo la influencia de un sistema económico similar al que propugnaba, la gente disfrutaría de una mejor calidad de vida en lo que al aspecto material se refiere, y que al mejorar el aspecto material mejoraría, por añadidura, su aspecto espiritual, vale decir, sería más feliz y, por qué no, más virtuosa. Yo creo que el marxismo, aplicado tal como lo entendía su creador, no como lo entendieron los rusos, efectivamente mejoraría el aspecto material de la inmensa mayoría del pueblo; sin embargo, de ahí a que mejore su vida espiritual hay un paso muy grande que no siempre, por no decir casi nunca, se cumple. Me niego a creer que la clase media de un determinado país aporte más felicidad y virtud que su clase baja. Los únicos terrenos en donde la virtud está impedida de ingresar (excepto casos muy puntuales) son los de la opulencia y la indigencia[1]. Y aquí está, según mi criterio, el gran acierto espiritual del comunismo marxista: eliminando tanto la pobreza extrema como la extrema riqueza, dos grandes polos infecciosos desaparecerían de la civilización, quedando el camino de la virtud bastante más allanado. Marx desconoce la ruta que, transitándola, nos conduce al virtuosismo, pero suple tal desconocimiento pavimentando todas las rutas, una de las cuales, forzosamente, será la que transite la humanidad madura en su anhelo de paz material, de lucha espiritual y de armonía divina.
[1] Respecto de la indigencia, dijo sabiamente Dostoievski a través de un corrompido personaje de su obra cumbre: "Cuando se es pobre, uno conserva el orgullo nativo de sus sentimientos; pero cuando se es indigente no se conserva nada. La indigencia no se arroja entre los humanos a palos, sino a escobazos, lo que con razón resulta más humillante, porque el indigente es siempre el primero que está dispuesto a envilecerse por sí mismo" (Crimen y castigo, primera parte, cap. II).
martes, 26 de julio de 2011
La causa detonante de la decadencia moral del mundo moderno (parte II)
A modo de primer examen parcial de la materia, el licenciado Matías Zitello, mi profesor de sociología, nos ha encargado el análisis y el comentario de dos textos, debiendo nutrirlos con referencias a libros ya leídos durante el transcurso del ciclo lectivo. El primer texto pertenece a la Crítica de la razón instrumental de Max Horkheimer (p. 51) y dice así:
La cosificación es un proceso que puede ser observado remontándose hasta los comienzos de la sociedad organizada o del empleo de herramientas. Sin embargo, la transmutación de todos los productos de la actividad humana en mercancías sólo puede llevarse a cabo con el advenimiento de la sociedad industrial. Las funciones ejercidas otrora por la razón objetiva, por la religión autoritaria o la metafísica han sido adoptadas por los mecanismos cosificantes del aparato económico anónimo. Lo que determina la colocabilidad de la mercancía comercial es el precio que se paga en el mercado y así se determina también la productividad de una forma específica de trabajo. Se estigmatiza como carentes de sentido o superfluas, como lujo, a las actividades que no son útiles o no contribuyen, como en tiempos de guerra, el mantenimiento y la seguridad de las condiciones generales necesarias para que prospere la industria.
Las reflexiones que estas palabras me despertaron son las siguientes:
Es innegable que subsiste una conexión entre crisis del humanismo y muerte de Dios.
Gianni Vattimo, El fin de la modernidad, cap. II
Pocos son los sociólogos que dudan de la existencia de este proceso de cosificación, de la instauración en las sociedades occidentales del concepto de hombre-mercancía que hoy día rige más que nunca, pero pocos aciertan a descubrir cuál fue, y sigue siendo, la causa detonante de esta casi total deshumanización, de este mercantilismo a todo trance que nos está dejando baldados por dentro, tullidos en el espíritu. Yo adoptaré la tesis de que la causa principal de esta cosificación –no la causa única, pero sí la de mayor peso-- debe buscarse no tanto en la revolución industrial y sus consecuencias sino en el cambio del paradigma religioso que se viene operando desde los comienzos del Renacimiento y que cada vez adquiere mayor predominio sobre las conciencias.
La cosificación es un proceso que puede ser observado remontándose hasta los comienzos de la sociedad organizada o del empleo de herramientas. Sin embargo, la transmutación de todos los productos de la actividad humana en mercancías sólo puede llevarse a cabo con el advenimiento de la sociedad industrial. Las funciones ejercidas otrora por la razón objetiva, por la religión autoritaria o la metafísica han sido adoptadas por los mecanismos cosificantes del aparato económico anónimo. Lo que determina la colocabilidad de la mercancía comercial es el precio que se paga en el mercado y así se determina también la productividad de una forma específica de trabajo. Se estigmatiza como carentes de sentido o superfluas, como lujo, a las actividades que no son útiles o no contribuyen, como en tiempos de guerra, el mantenimiento y la seguridad de las condiciones generales necesarias para que prospere la industria.
Las reflexiones que estas palabras me despertaron son las siguientes:
Es innegable que subsiste una conexión entre crisis del humanismo y muerte de Dios.
Gianni Vattimo, El fin de la modernidad, cap. II
Pocos son los sociólogos que dudan de la existencia de este proceso de cosificación, de la instauración en las sociedades occidentales del concepto de hombre-mercancía que hoy día rige más que nunca, pero pocos aciertan a descubrir cuál fue, y sigue siendo, la causa detonante de esta casi total deshumanización, de este mercantilismo a todo trance que nos está dejando baldados por dentro, tullidos en el espíritu. Yo adoptaré la tesis de que la causa principal de esta cosificación –no la causa única, pero sí la de mayor peso-- debe buscarse no tanto en la revolución industrial y sus consecuencias sino en el cambio del paradigma religioso que se viene operando desde los comienzos del Renacimiento y que cada vez adquiere mayor predominio sobre las conciencias.
Desde que el hombre se concibió a sí mismo como tal, experimentó la sensación de ser un sujeto insignificante zangoloteado por fuerzas misteriosas, por fuerzas cósmicas, a las que no podía controlar. Estas fuerzas estuvieron representadas ora por los elementos naturales, ora por los animales, ora por los espíritus de los muertos, ora por los diferentes dioses a los que cada civilización rindió culto, ora por el dios único. Este último, a modo de fuerza ininteligible y organizadora, barrió con todas las mitologías y se alzó como la gran Autoridad a la que había que temer e idolatrar.
Transcurrió la edad media, época oscurantista en el decir la mayoría de los historiadores, y se alzó, victoriosa, la edad moderna, trayendo consigo diversos mensajes, pero ninguno tan explícito ni tan revolucionario como el que poco a poco, de boca en boca y sin levantar mucho la voz, comenzó a esparcirse por las prósperas ciudades, ávidas de nuevas experiencias y un poco cansadas de la sofocación litúrgica. Ese mensaje decía, a veces con matices, a veces sin ellos, lo siguiente: “Dios no existe”.
Louis Althusser perfeccionó la teoría marxista al afirmar que los gobiernos mantienen a sus gobernados a raya no sólo mediante la represión, sino fundamentalmente valiéndose de lo que denominó “aparatos ideológicos de Estado”. El mismo Althusser comenta[1] que en la Edad Media, el aparato ideológico de mayor influencia y poder lo constituía la Iglesia. Con esto quiere decir que la Iglesia no era una institución coactiva en el sentido pleno del término, no “obligaba”, látigo en mano, a que se rinda culto a sus santos y se comulgue todos los domingos, sino que los fieles, por propia iniciativa, accedían gustosos, en la mayoría de los casos, a comportarse del modo en que la Iglesia lo aconsejaba. Pero sucedió que la Iglesia, aliada incondicional de los nobles y los terratenientes que estaban cayendo en desgracia, terminó perdiendo gran parte de su poder político, y esto posibilitó que los aparatos ideológicos de los diferentes Estados europeos cambiaran de táctica. La Iglesia comenzó a ser ignorada o amonestada por los principales intelectuales de la naciente burguesía que aspiraba a eternizarse, y cuando esta burguesía, a principios del siglo XIX, se instaló definitivamente en el poder, le declaró abiertamente la guerra a esa milenaria institución que potencialmente podría, como ninguna otra, comprometer sus espacios de poder si se mantenía firme como hasta entonces. Y la propaganda anticlerical, a la postre, rindió sus frutos. El creyente, ciertamente, no se hizo ateo, pero sí sus hijos o los hijos de sus hijos. O se hicieron agnósticos, que a los efectos de la presente hipótesis es prácticamente lo mismo.
El país a imitar era Francia, y en Francia, de la mano del Comte y del positivismo, se pretendió remplazar a Dios por la Diosa Razón. Pero el concepto de razón es demasiado abstracto para que el pueblo lo idolatre; la masa necesita algo concreto, tangible o visualizable, a lo que poder adorar, y lo necesita imperiosamente, porque la sumisión y la idolatría están en su sangre. ¿Qué adorar entonces, ahora que no hay Dios o que no nos interesa su existencia?
Cito a Marx: “
¿Cuál es el fundamento secular del judaísmo? La necesidad práctica, el interés egoísta. […] ¿Cuál es su dios secular? El dinero […]. El dinero es el celoso Dios de Israel, ante el que no puede legítimamente prevalecer ningún otro dios […]. El Dios de los judíos se ha secularizado, se ha convertido en Dios universal. La letra de cambio es el dios real del judío”[2].
Estas polémicas afirmaciones, teñidas, si se quiere, de antisemitismo, no dejan de tener visos de certeza. La imprecisión del célebre pensador estriba en haber mencionado únicamente a los judíos, cuando la realidad indicaba que ya desde su época e incluso antes, esta postración ante el dinero la venían ejercitando casi todos los hombres que ostentaban una posición económica relativamente holgada, sin distinción de razas ni religiones. Pero el judío amaba el dinero por el dinero mismo, mientras que el cristiano devenido ateo lo amaba como medio. Aquí conviene solicitar el auxilio de Max Weber.
Según Weber, las acciones de los hombres, no sólo las acciones sociales sino cualquier tipo de acción que un ser humano pueda emprender, estarían necesariamente motivadas por alguna o algunas de estas fuerzas psicológicas: 1) Racionalidad con arreglo a fines; 2) racionalidad con arreglo a valores; 3) afectividad (determinada por estados sentimentales); 4) tradicionalismo (determinado por una costumbre arraigada)[3]. Yo concluyo, en relación a esta clasificación, que, desde el Renacimiento hasta nuestros días, la conducta de la clase dominante primero, luego también la del proletariado, ha dejado de ser primordialmente valorativa (con el valor ontológico de Dios a la cabeza) para inclinarse decididamente hacia la racionalidad teleológica. Y ¿cuál es la finalidad, tácita o explícita, de la razón práctica del ser humano? Pues la felicidad, para los más ambiciosos, o el mero placer para los conformistas. Pero la felicidad aquí, en la tierra, pues la ciencia burguesa ya nos ha “confirmado” que no existe otra vida, que lo que hay que hacer es disfrutar a pleno de la vida presente, a como dé lugar y sin que nada ni nadie se interponga en esa búsqueda del perpetuo jolgorio. ¿Y cuál es nuestro “seguro de felicidad”, a decir de la propaganda ideológica que ya se enquistó en el corazón de las sociedades? ¡Pues el dinero, ni más ni menos! Y a eso nos atenemos, a huir de la infelicidad en base a la persecución del dinero y de los objetos que el dinero puede comprar. No será, pues, escapando de la racionalidad lógico-matemática y del positivismo que se ha hecho carne en la ciencia y en la tecnología como podremos salir de este atolladero --que es lo que suponía Marcuse[4]--, ni mucho menos sublevando al proletariado enajenado para que tome las armas y acabe con el poder de turno según lo aconseja Marx en su Manifiesto, pretendiendo además que la creencia en una divinidad es una traba y no un auxilio en esta cruzada, cuando la traba está más bien en contemplar el mundo exclusivamente con ojos de economista. Niega Marx al dios-dinero pero lo estudia, cuando lo que hay que hacer es ignorarlo. Pues ese falso dios que hoy se alza con brutal tiranía se desplomará irremediablemente cuando en vez de adorarlo o estudiarlo se le dé la espalda, poniéndonos de frente a esas eternas realidades mucho más dignas de ser adoradas y estudiadas[5].
[1] Cf. Louis Althusser, Ideología y aparatos ideológicos de Estado (Buenos Aires, Nueva Visión, 1974), p. 30.
[2] Karl Marx, La cuestión judía (Buenos Aires, Coyoacán, s/f), pp. 11, 15 y 16.
[3] Cf. Max Weber, Economía y sociedad (México, Fondo de Cultura Económica, 1944), p. 20.
[4] Cf. Herbert Marcuse, El hombre unidimensional (México, Joaquín Mortiz, 1968), cap. 6.
[5] Si, como dice José Luis Romero, “lo típico de la mentalidad burguesa es la omisión deliberada, metódica y paulatina de los problemas últimos” (Estudio de la mentalidad burguesa, cap. I, secc. 2), podemos deducir con todo rigor que Marx es un pensador adicto a la burguesía.
[2] Karl Marx, La cuestión judía (Buenos Aires, Coyoacán, s/f), pp. 11, 15 y 16.
[3] Cf. Max Weber, Economía y sociedad (México, Fondo de Cultura Económica, 1944), p. 20.
[4] Cf. Herbert Marcuse, El hombre unidimensional (México, Joaquín Mortiz, 1968), cap. 6.
[5] Si, como dice José Luis Romero, “lo típico de la mentalidad burguesa es la omisión deliberada, metódica y paulatina de los problemas últimos” (Estudio de la mentalidad burguesa, cap. I, secc. 2), podemos deducir con todo rigor que Marx es un pensador adicto a la burguesía.
domingo, 24 de julio de 2011
La causa detonante de la decadencia moral del mundo moderno
La hipótesis que sostienen Max Horkheimer y Theodor Adorno en su Dialéctica del iluminismo es la de que la misma concepción iluminista de la vida, que comenzó allá por el siglo XVIII y se hace fuerte en nuestros días, es la responsable de la debacle moral del mundo contemporáneo y del mayor paradigma de esta debacle: el movimiento nazi.
No tenemos ninguna duda –y es nuestra petición de principio-- respecto a que la libertad en la sociedad es inseparable del pensamiento iluminista. Pero consideramos haber descubierto con igual claridad que el concepto mismo de tal pensamiento, no menos que las formas históricas concretas y las instituciones sociales a las que se halla estrechamente ligado, implican ya el germen de la regresión que hoy se verifica por doquier. Si el iluminismo no acoge en sí la conciencia de este momento regresivo, firma su propia condena (ibíd., p. 9).
El problema radica, según estos autores, en que a partir del siglo de las luces se ha comenzado a utilizar a la razón únicamente a modo de instrumento para lograr dominar a la naturaleza (razón instrumental), olvidándose por completo el hombre de que la razón tiene otras misiones mucho más importante que cumplir. “Lo que los hombres quieren aprender de la naturaleza es la forma de utilizarla para lograr el dominio integral de la naturaleza y de los hombres” (ibíd., pp. 16-7). Se comienza dominando a la naturaleza para luego, por inercia, dominar también a los seres que la habitan, humanos incluidos. Pero yo me pregunto, ¿es esta utilización de la inteligencia o de la razón como mero instrumento la que nos ha llevado a la decadencia ética que hoy experimenta el mundo civilizado? Ha contribuido, sin duda, a la debacle, pero ésta no se habría producido de la manera en que se produjo de no ser por otro factor, este sí fundamental y detonante: el descrédito de la metafísica, que se viene produciendo, en el ámbito de la filosofía, desde hace varios siglos, habiendo comenzado con el Renacimiento y habiéndose patentizado con sobrada fuerza a partir del positivismo. Y como la filosofía que impera en una determinada época y lugar a la postre termina indefectiblemente filtrándose hacia las masas, las que tienden a identificarse (conciente o inconcientemente) con ese pensamiento que les llega desde arriba, el descrédito de la metafísica ha concluido con el descrédito de la (hasta entonces, prácticamente universal) idea de Dios, trasmutada en la idea del azar; y muerto Dios, muertas aparecen también las concepciones de los valores éticos absolutos que en Él se apoyaban. Si la bondad ya no existe por sí misma, con independencia de los hombres, entonces ya no tiene sentido perseguirla. ¿Qué perseguiremos en su reemplazo? El propio interés, desde luego (y este es el verdadero origen, diga Max Weber lo que quiera, de la proliferación del capitalismo salvaje), o el mero placer sensitivo para las personas de menor rango intelectual. He aquí el signo, la causa, el quid del materialismo y del desprecio por el prójimo reinantes en esta desconsoladora época.
No tenemos ninguna duda –y es nuestra petición de principio-- respecto a que la libertad en la sociedad es inseparable del pensamiento iluminista. Pero consideramos haber descubierto con igual claridad que el concepto mismo de tal pensamiento, no menos que las formas históricas concretas y las instituciones sociales a las que se halla estrechamente ligado, implican ya el germen de la regresión que hoy se verifica por doquier. Si el iluminismo no acoge en sí la conciencia de este momento regresivo, firma su propia condena (ibíd., p. 9).
El problema radica, según estos autores, en que a partir del siglo de las luces se ha comenzado a utilizar a la razón únicamente a modo de instrumento para lograr dominar a la naturaleza (razón instrumental), olvidándose por completo el hombre de que la razón tiene otras misiones mucho más importante que cumplir. “Lo que los hombres quieren aprender de la naturaleza es la forma de utilizarla para lograr el dominio integral de la naturaleza y de los hombres” (ibíd., pp. 16-7). Se comienza dominando a la naturaleza para luego, por inercia, dominar también a los seres que la habitan, humanos incluidos. Pero yo me pregunto, ¿es esta utilización de la inteligencia o de la razón como mero instrumento la que nos ha llevado a la decadencia ética que hoy experimenta el mundo civilizado? Ha contribuido, sin duda, a la debacle, pero ésta no se habría producido de la manera en que se produjo de no ser por otro factor, este sí fundamental y detonante: el descrédito de la metafísica, que se viene produciendo, en el ámbito de la filosofía, desde hace varios siglos, habiendo comenzado con el Renacimiento y habiéndose patentizado con sobrada fuerza a partir del positivismo. Y como la filosofía que impera en una determinada época y lugar a la postre termina indefectiblemente filtrándose hacia las masas, las que tienden a identificarse (conciente o inconcientemente) con ese pensamiento que les llega desde arriba, el descrédito de la metafísica ha concluido con el descrédito de la (hasta entonces, prácticamente universal) idea de Dios, trasmutada en la idea del azar; y muerto Dios, muertas aparecen también las concepciones de los valores éticos absolutos que en Él se apoyaban. Si la bondad ya no existe por sí misma, con independencia de los hombres, entonces ya no tiene sentido perseguirla. ¿Qué perseguiremos en su reemplazo? El propio interés, desde luego (y este es el verdadero origen, diga Max Weber lo que quiera, de la proliferación del capitalismo salvaje), o el mero placer sensitivo para las personas de menor rango intelectual. He aquí el signo, la causa, el quid del materialismo y del desprecio por el prójimo reinantes en esta desconsoladora época.
Las masas no leen filosofía, pero se empapan de ella a través de sus poros sin siquiera notarlo. Todas las mañanas se dan un baño de filosofía contemporánea ni bien leen el diario, encienden la televisión o conversan con sus vecinos. Pero este baño de filosofía, ¿es higiénico? Pues eso dependerá del líquido elemento que utilicen para hidratarse. Y ahí está el problema, porque las aguas filosóficas con la que hoy se acicala Occidente distan mucho de asemejarse a las de un arroyo cristalino. Se parecen, más bien, a las empetroladas aguas de Riachuelo. Y así anda nuestra gente, impermeabilizada de pies a cabeza y con sus poros axiológicos bien tapados.
¿Y será imposible limpiar de una vez el Riachuelo? Muchos lo han prometido, ninguno lo ha logrado. Pero no perdamos las esperanzas. Algunas grúas siguen trabajando allí, y de vez en cuando logran pescar el oxidado esqueleto de alguno de los viejos barcos hundidos que todavía siguen emponzoñando la cuenca.
jueves, 21 de julio de 2011
Contra la vacunación (parte II)
Pienso que el famoso microbio, explicativo de todos los males, y al cual la medicina contemporánea da tanta importancia, debe ser y no puede ser otra cosa que la más sutil mentira del viejo Enemigo. ¿De qué se trata, en efecto, sino de "probar" que todas las causas mórbidas son naturales y no ESPIRITUALES, como siempre lo creyeron los hombres en quienes habitaba el Dios viviente? Los filósofos "han visto" al microbio, lo han visto con ojos de asombro. Pero esos buenos señores, después de tanto esfuerzo, no han llegado a comprender que esa es la forma que tomó para ellos el mismo Príncipe del mal, el viejo Demonio, que fue un Espíritu celeste. No han llegado a comprender que su microbio es el último disfraz de la Desobediencia.
León Bloy, El mendigo ingrato, 29/5/1892
Alguien se preguntará si, llevando al extremo mi espíritu de consecuencia, soy capaz de apologizar, junto con la hepatitis, al virus del sida. Ciertamente sí, sí soy capaz --aunque dudo de que mi apología convenza a la mayoría de los sidosos.
León Bloy, El mendigo ingrato, 29/5/1892
Alguien se preguntará si, llevando al extremo mi espíritu de consecuencia, soy capaz de apologizar, junto con la hepatitis, al virus del sida. Ciertamente sí, sí soy capaz --aunque dudo de que mi apología convenza a la mayoría de los sidosos.
Todo aquel que presentare conductas de riesgo relacionadas históricamente con el contagio del virus VIH, tiene para consigo mismo y para con su prójimo la obligación moral de realizarse periódicamente un análisis de sangre que le indique si está o no infectado. Si no lo está, se sentirá aliviado y continuará con su licenciosa vidurria matizada de promiscuidades venéreas, excesos digestivos, tabaquismo, alcoholismo y/o drogadicción, vida que más tarde o más temprano lo sumirá en una degradante decadencia y posterior fallecimiento. Que podrá ser corporal o sólo espiritual, pero que no dejará nunca de ser una defunción. No sucederá lo mismo con quien reciba un "reactivo" como respuesta de sus temores. Esta persona, si es consciente de su potencial de vida, sabrá que aún el virus, por haberse detectado a tiempo, es perfectamente controlable y erradicable siempre y cuando adopte de ahí en adelante las medidas higiénicas más estrictas, sobre todo las relacionadas con la nutrición, el ejercicio y el aire puro. Así será que gracias al VIH, el individuo habrá modificado sustancialmente su estilo de vida; habrá pasado de ser un hombre devorado por los apetitos de la carne a ser alguien con dominio de sí mismo... y con salud. Sí, con más salud que la que tenía cuando no tenía VIH.
Esto en cuanto a los que se contagiaron por causa de sus pervertidos procederes, pero ¿qué hay de los hemofílicos, o de quienes se afeitaron con una navaja extranjera, o de los recién nacidos contagiados de sus madres? Pues hay lo mismo, con la única diferencia, con la única ventaja, de que no tendrán que batallar contra una carnalidad en desboque; pasando de una vida medianamente higiénica como la que llevaban a una vida de higiene impoluta, los trastornos que puede conllevar la portación del VIH les pasarán por completo inadvertidos, y hasta conjeturo que si efectuasen un ayuno extremo, de esos que nos dejan a las puertas mismas de la muerte por inanición, terminarían de plano y en pocos días con un problema que otros, los que desdeñan la higiene y se refugian en la medicación farmacológica, cargan durante años, si es que siguen vivos como para cargarlo. Es un procedimiento, este del ayuno extremo, delicadísimo y harto riesgoso, pero quien no arriesga no gana. La cobardía, la pusilanimidad, el poco aguante --junto con la ignorancia, claro está--, llevan de la mano al virus, lo pasean por toda nuestra anatomía y lo prohíjan.
Por último están los infectados que, por carecer de recursos o por no saber emplearlos, no pueden adoptar las medidas higiénicas de rigor para temperar los síntomas; en este cuadro entraría la gran mayoría de los sidosos del mundo subdesarrollado. ¿Es también para ellos una bendición el hecho de que se hayan contagiado? Pues no, no es una bendición sino todo lo contrario. Que sirva esto de advertencia para todos aquellos que se aferran a una hipótesis deontológica creyendo así librarse del sopesamiento necesario de cada uno de los casos en que cabe aplicarla. "Las enfermedades infecciosas son preferibles a las enfermedades crónicas": esta sí me parece una verdad metafísica que, como tal, se aplica en todo momento y en toda circunstancia. Pero la proposición "las enfermedades infecciosas son deseables en sí mismas" no es más que una hipótesis sanitaria que no siempre se verifica. Es una hipótesis cordial y heterodoxa --y es más cordial precisamente por su heterodoxia--, pero guárdenos el Señor de pretender elevarla al rango de normativa ética. Sopesar, sopesar y sopesar: he ahí el trabajo inagotable del deontologista benthamiano.
¿Se desprende del anterior párrafo la conclusión de que si llegase a descubrirse una vacuna contra el sida, sería éticamente deseable administrarla? ¡No, no y mil veces no! Si los laboratorios farmacéuticos desean hacer algo ético, que donen la totalidad de sus ganancias para la construcción de redes de agua potable allí donde más se necesitan, para la forestación con árboles y arbustos frutales donde hoy no crecen sino cardos incomestibles, o bien para la educación de aquellos pueblos que nada saben de medicina higiénica y que mañana podrán, merced a esta educación, controlarse a sí mismos y así evitar para siempre los fantasmas de la pandemia.
La vacunación masiva sería una solución de compromiso, meramente temporal, nunca definitiva, y de todo punto improcedente si nos atenemos a sus consecuencias en el largo plazo. No descarto que pudiera eliminar de raíz, de toda la faz de la tierra, al virus que ha sido motivo de todas estas modestas reflexiones; pero ¿y los demás? ¿Y los que vendrán detrás? Porque no tengan dudas de que vendrán si es que se les sigue apuntando con vacunas y no con inteligencia, compasión y caridad. El único antígeno capaz de rescatar al mundo de las garras de toda enfermedad está compuesto de amor razonado y activado. Si no entendemos esto, cualquier terapéutica o cualquier medida higiénica estarán destinadas al fracaso[1].
[1] Pero ¿es en verdad el VIH la causa detonante del sida o es meramente una causa concomitante a la causa detonante? Prestemos atención a este largo e instructivo pasaje redactado por alguien que ha estudiado a fondo la etiología de las enfermedades que afectan al sistema inmunológico: "La aparición del cuadro agudo viral, en algunas personas, luego de la infección por VIH y su correspondiente tiempo de incubación, es un proceso natural, lógico, donde se establece una relación ecológica entre parásito y huésped. Lo que ocurre después puede tener dos salidas: o bien el huésped no acepta el virus y lo erradica definitivamente, o lo acepta, estableciendo con él un equilibrio, donde ninguna de las partes se perjudique. Pero, pudiera ocurrir, que el sistema defensivo del huésped posea alguna falla especial, adquirida o heredada, que se manifiesta por algún otro factor, y la cual hace incapaz al huésped, no sólo de desembarazarse del invasor, sino de llegar a controlar su crecimiento. Es esta falla del sistema inmunológico del huésped, la verdadera causa que provoca la progresión crónica de la infección, hacia la inmunodeficiencia grave. Esta no es una situación rara ni extraordinaria con los virus [...]; en la infección por poliovirus, algunos pacientes continúan progresando hacia la forma paralítica de la enfermedad, mientras que la gran mayoría sólo sufren de un cuadro viral agudo de poca intensidad. En el sarampión, algunos individuos son incapaces de erradicar los virus, y éstos se alojan en su cerebro, donde quedan latentes, hasta que aproximadamente a los seis años luego de la infección, aparece una grave enfermedad [...], la cual culmina, la mayoría de las veces, con la muerte, cuando no deja lisiado al paciente. [...] ¿Estaríamos actuando lógicamente, si dijésemos que estos casos especiales, atípicos y azarosos, son causados por los virus involucrados, de la misma manera como causan las enfermedades corrientes y típicas? Evidentemente que no. Tenemos que buscar otras causas, unos «cofactores», que nos permitan explicar estos casos excepcionales. Ya sabemos que, la gran mayoría de las veces, la razón está en la anormalidad por falla o exceso, del propio sistema inmunológico del paciente" (Álvaro Martínez Arcaya, La conjura del sida, pp. 409-10).
Mucha gente piensa --médicos incluidos-- que es el VIH quien socava el sistema inmunológico, pero las estadísticas indican que sólo unos pocos infectados contraen el sida. Si el VIH fuese él mismo el socavador, no se explicaría por qué la mayoría de la gente infectada con este virus no desarrolla ninguna inmunodeficiencia que ponga en peligro su vida. Es verdad que al acercarse a la vejez, los individuos seropositivos aumentan sus probabilidades de desarrollar el sida, pero esto es así porque la vejez misma, con todo su desgaste fisiológico a cuestas, es uno de los más efectivos inmunosupresores que se conocen. Son, pues, los agentes inmunosupresores los auténticos arietes utilizados por el VIH para tomar por asalto nuestro cuerpo y doblegarlo, de suerte que de no existir este ariete, el VIH no puede ingresar a nuestras células fagocitarias por más que su concentración en nuestra sangre sea elevadísima. Y así como los gerontes seropositivos son proclives a contraer el sida porque la vejez misma es un agente inmunosupresor (y es por eso que los viejos, más aún que los jóvenes, deben evitar por todos los medios "jugar con fuego" para no exponerse a la infección, y es también por eso que los jóvenes que ya están infectados deben intentar por todos los medios la erradicación del virus antes de que les llegue la vejez y con ella la debilidad inmunológica), así también los africanos pobres tienen grandes probabilidades de padecer este trastorno: el agente inmunosupresor es para ellos la malnutrición o la desnutrición crónica. Son éstos --la malnutrición y la vejez-- los agentes inmunosupresores naturales más extendidos, pero también existen los inmunosupresores artificiales, entre los cuales sobresalen las drogas sintéticas recreativas (especialmente los poppers), el alcohol, el tabaco, la promiscuidad, las ondas electromagnéticas, el estrés, la melancolía y la contaminación del aire, del agua y de los alimentos. Tanto los naturales como los artificiales (quizá sea más correcto decir los no-artificiales y los artificiales) encuadran dentro de la rama de los agentes inmunosupresores adquiridos, la que se complementa con los inmunosupresores genéticamente determinados y con los congénitos (adquiridos durante la gestación), que no enumeraré por no estar bien al tanto de cuáles sean los de mayor extensión o "eficacia".
En el desierto no germinan ni las mejores semillas. Lo mismo, inversamente, sucede con nuestro cuerpo: si lo cuidamos como lo que es, como el instrumento más excelso de la creación, ni la más ponzoñosa epidemia lo pondrá en peligro. El sida está entre nosotros por causa de la vida moderna y sus aberraciones, de sus excesos y de sus carencias, no por causa de un virus oportunista.
[1] Pero ¿es en verdad el VIH la causa detonante del sida o es meramente una causa concomitante a la causa detonante? Prestemos atención a este largo e instructivo pasaje redactado por alguien que ha estudiado a fondo la etiología de las enfermedades que afectan al sistema inmunológico: "La aparición del cuadro agudo viral, en algunas personas, luego de la infección por VIH y su correspondiente tiempo de incubación, es un proceso natural, lógico, donde se establece una relación ecológica entre parásito y huésped. Lo que ocurre después puede tener dos salidas: o bien el huésped no acepta el virus y lo erradica definitivamente, o lo acepta, estableciendo con él un equilibrio, donde ninguna de las partes se perjudique. Pero, pudiera ocurrir, que el sistema defensivo del huésped posea alguna falla especial, adquirida o heredada, que se manifiesta por algún otro factor, y la cual hace incapaz al huésped, no sólo de desembarazarse del invasor, sino de llegar a controlar su crecimiento. Es esta falla del sistema inmunológico del huésped, la verdadera causa que provoca la progresión crónica de la infección, hacia la inmunodeficiencia grave. Esta no es una situación rara ni extraordinaria con los virus [...]; en la infección por poliovirus, algunos pacientes continúan progresando hacia la forma paralítica de la enfermedad, mientras que la gran mayoría sólo sufren de un cuadro viral agudo de poca intensidad. En el sarampión, algunos individuos son incapaces de erradicar los virus, y éstos se alojan en su cerebro, donde quedan latentes, hasta que aproximadamente a los seis años luego de la infección, aparece una grave enfermedad [...], la cual culmina, la mayoría de las veces, con la muerte, cuando no deja lisiado al paciente. [...] ¿Estaríamos actuando lógicamente, si dijésemos que estos casos especiales, atípicos y azarosos, son causados por los virus involucrados, de la misma manera como causan las enfermedades corrientes y típicas? Evidentemente que no. Tenemos que buscar otras causas, unos «cofactores», que nos permitan explicar estos casos excepcionales. Ya sabemos que, la gran mayoría de las veces, la razón está en la anormalidad por falla o exceso, del propio sistema inmunológico del paciente" (Álvaro Martínez Arcaya, La conjura del sida, pp. 409-10).
Mucha gente piensa --médicos incluidos-- que es el VIH quien socava el sistema inmunológico, pero las estadísticas indican que sólo unos pocos infectados contraen el sida. Si el VIH fuese él mismo el socavador, no se explicaría por qué la mayoría de la gente infectada con este virus no desarrolla ninguna inmunodeficiencia que ponga en peligro su vida. Es verdad que al acercarse a la vejez, los individuos seropositivos aumentan sus probabilidades de desarrollar el sida, pero esto es así porque la vejez misma, con todo su desgaste fisiológico a cuestas, es uno de los más efectivos inmunosupresores que se conocen. Son, pues, los agentes inmunosupresores los auténticos arietes utilizados por el VIH para tomar por asalto nuestro cuerpo y doblegarlo, de suerte que de no existir este ariete, el VIH no puede ingresar a nuestras células fagocitarias por más que su concentración en nuestra sangre sea elevadísima. Y así como los gerontes seropositivos son proclives a contraer el sida porque la vejez misma es un agente inmunosupresor (y es por eso que los viejos, más aún que los jóvenes, deben evitar por todos los medios "jugar con fuego" para no exponerse a la infección, y es también por eso que los jóvenes que ya están infectados deben intentar por todos los medios la erradicación del virus antes de que les llegue la vejez y con ella la debilidad inmunológica), así también los africanos pobres tienen grandes probabilidades de padecer este trastorno: el agente inmunosupresor es para ellos la malnutrición o la desnutrición crónica. Son éstos --la malnutrición y la vejez-- los agentes inmunosupresores naturales más extendidos, pero también existen los inmunosupresores artificiales, entre los cuales sobresalen las drogas sintéticas recreativas (especialmente los poppers), el alcohol, el tabaco, la promiscuidad, las ondas electromagnéticas, el estrés, la melancolía y la contaminación del aire, del agua y de los alimentos. Tanto los naturales como los artificiales (quizá sea más correcto decir los no-artificiales y los artificiales) encuadran dentro de la rama de los agentes inmunosupresores adquiridos, la que se complementa con los inmunosupresores genéticamente determinados y con los congénitos (adquiridos durante la gestación), que no enumeraré por no estar bien al tanto de cuáles sean los de mayor extensión o "eficacia".
En el desierto no germinan ni las mejores semillas. Lo mismo, inversamente, sucede con nuestro cuerpo: si lo cuidamos como lo que es, como el instrumento más excelso de la creación, ni la más ponzoñosa epidemia lo pondrá en peligro. El sida está entre nosotros por causa de la vida moderna y sus aberraciones, de sus excesos y de sus carencias, no por causa de un virus oportunista.
martes, 19 de julio de 2011
Contra la vacunación (parte I)
El virus que ocasiona la hepatitis B podría revelarse como uno de los más peligrosos para el hombre, puesto que, bajo ciertas condiciones que todavía estamos lejos de comprender de forma precisa, el material genético del virus puede penetrar en el interior de los cromosomas. Al adoptar el estado de un «provirus», puede activar unas zonas particulares del cromosoma infectado, llamadas «secuencias oncogénicas», y desencadenar así cánceres primitivos del hígado, generalmente incurables. Los trabajos de investigadores [...] han establecido que existe una relación de causalidad evidente entre la presencia en los cromosomas de un provirus y la prevalencia de este tipo de cánceres. Vacunar contra la hepatitis B equivale, pues, a prevenir también uno de los cánceres humanos más perniciosos.
François Gros, La ingeniería de la vida, cap. IV
Le contesto a mesié Gros. Le contesto con una pregunta: ¿Qué le sucede al borracho inveterado que no acusa síntomas de haber ingresado a su torrente sanguíneo el virus de la hepatitis B? Pues le sucede que sigue bebiendo como si nada, con total impunidad, hasta que por fin la cirrosis lo encajona. Si, en cambio, el virus aparece, el beodo sufrirá las consecuencias y, si algo de cerebro le queda, dejará de beber, posibilitando así la recuperación de su hígado antes de que el cáncer se presente. Puede que el virus de la hepatitis B, si no es rechazado por nuestros anticuerpos en forma rápida y terminante, acabe dentro de nuestros cromosomas y produzca el cáncer, pero al menos este virus avisa: "¡Guarda el hilo! --Parece decirnos--. Si no me elimináis presto, os eliminaré a vosotros". Distinto es el caso de los virus oncogénicos no infecciosos. Éstos nunca se sabe cuándo entran; entran silenciosos, sin hacer escándalo ni molestar siquiera un poco a nuestra conciencia sensitiva. Luego, al carecer de síntomas, no nos preocupamos por adoptar las medidas higiénicas necesarias --y suficientes-- para erradicarlo antes de que forme manadas, y sucumbimos a la invasión, que sólo es advertida cuando el tumor ya se ha desarrollado en demasía.
Quien se vacuna contra la hepatitis B se libera de padecer un cáncer de hígado producido por este virus. ¡Bien por él! Sólo le resta vacunarse contra los mil quichicientos otros virus que producen el mismo tipo de cáncer y que, de yapa, lo producen sin pedir permiso. ¡Déjenme con mi hepatitis, señores vacunofílicos infilosóficos! ¡Déjenme con esta bendición que me ha caído del cielo y que me ha hecho ver lo hermosa que es la vida, dándome tiempo para enmendar mis errores y prepararme a disfrutarla! [...] ¡¿Y quieren que no hable pestes de la vacuna que la inhibe?!
El camino al infierno --dice aquel sabio aforismo-- está empedrado de buenas intenciones. Y en ese camino hay millones de adoquines que se hacen llamar médicos vacunadores[1].
[1] (Nota posterior.) En África y en Asia está muriendo muchísima gente víctima de cánceres hepáticos generados por el virus HBV (las estadísticas sanitarias dicen que el 80% de los cánceres de hígado se originan a partir de una infección masiva de este virus). Esta es gente casi siempre inculta y de bajísimos recursos económicos, de la cual es utópico esperar que regenere su vida y abandone sus vicios por el solo hecho de haber contraído una hepatitis. Tal vez no sea, visto y considerando estas circunstancias, necesariamente inética la vacunación masiva contra la hepatitis B en estas zonas; y si alguno me tilda de vacilante o de contradictorio por afirmar esto, remítolo sin más a la segunda parte de este informe.
lunes, 18 de julio de 2011
Filosofía y retórica (parte VI)
Esto del grado de universalidad del auditorio tiene incumbencia también en el terreno del arte. Podríamos llamar entonces “persuasivo” al artista que se dirige, a través de sus obras, a un público selecto, mientras que el verdadero artista, el artista convincente, pretende conmover al mundo todo, tanto al hombre culto como al ignorante, tanto al anciano como al niño, tanto a los hombres como a las mujeres. Este objetivo no es fácil de implementar, pero tenerlo siempre en la mente durante el proceso creativo es lo que diferencia a los artistas de primera línea de los artistas de salón, de los que nunca llegarán a trascender la barrera de los tiempos. ¿Un ejemplo de arte convincente, de arte universalista de amplio espectro? Cómo no: el Quijote. Humor y literatura para todos fue la consigna de Cervantes[1].
En el arte del humor podemos desenmascarar fácilmente al artista persuasivo del convincente. El humor convincente hace reír a todo el mundo; el humor persuasivo tiene un target determinado y de ahí no pasa. Ciertos cortometrajes de Los tres chiflados tienen más de 70 años de existencia y aún siguen haciendo reír a todo tipo de público y en cualquier país del mundo, no como Chaplin, mucho mejor posicionado según la crítica especializada pero que hoy día no hace sonreír a casi nadie[2].
La serie de dibujos animados Los Simpson merece un párrafo aparte por su calidad humorística y también como ejemplo de lo que significa la decadencia en el arte. Desde 1989, año de su aparición en el aire televisivo, hasta mediados de la década del 90, Los Simpson constituyeron un fenómeno único y tal vez irrepetible: hicieron carcajear –no meramente reír o sonreír-- a una buena porción del globo terráqueo, en principio porque apuntaban a eso, y fundamentalmente porque lo consiguieron (pues muchos también apuntan y casi nadie lo consigue). Pero sucedió que la magia de los libretistas se fue apagando y, al verse acorralados por la falta de ideas, decidieron restringir su target y circunscribirlo meramente al territorio de los Estados Unidos. La aparición de personajes que sólo en aquel país son conocidos es el signo mayor de aquella ingrata transmutación, que se completa también con la proliferación de canciones, que pierden cualquier atisbo de humor al ser traducidas, y detalles autóctonos de todo tipo que, insertados como piezas fundamentales dentro del sketch, deja descolocado a cualquier espectador no estadounidense. No es que los guionistas hayan decidido restringir el universalismo de la serie, simplemente sucede que, a falta de ideas, la labor del humorista se simplifica considerablemente si se apunta sólo a un grupo. Entre admitir la decadencia y retirarse, o restringirse, la producción de Los Simpson optó por esto último. Un público menos pretencioso que yo, el que constituyen los niños fundamentalmente, no se ha percatado aún de este proceso, pero con el paso del tiempo y las generaciones todos comprenderán que los Simpson, artísticamente hablando, han volado alto solamente durante sus primeros años, cuando su gráfica era más desprolija y más prolijo su desparpajo.
[1] Siendo despectivo no con Cervantes, sino con los lectores de su obra cumbre, comenta Hernán Benítez que “la mayoría muy mayor de las gentes van al Quijote a reír, como van al circo” (El drama religioso de Unamuno, p. 49). ¿Y está mal eso? ¿Está mal que se rían con el Quijote aquellos que no pueden, por incapacidad cultural o genética, aprovecharlo mejor de otro modo? Cada quien se aprovecha de las obras de arte como puede, y a falta de otras enseñanzas o emociones, el factor comicidad no tiene por qué desdeñarse. El Quijote es mucho más que una comedia, pero eso no debe hacernos olvidar que también es una comedia, y que no es un pecado artístico el recurrir a sus páginas en busca de una simple sonrisa.
[2] Se objetará que la labor de Chaplin era más compleja porque carecía del instrumento de la palabra, pero no es imposible lograr un humor eficaz y universalista sin ella: El Show de Benny Hill es la prueba.
[2] Se objetará que la labor de Chaplin era más compleja porque carecía del instrumento de la palabra, pero no es imposible lograr un humor eficaz y universalista sin ella: El Show de Benny Hill es la prueba.
domingo, 17 de julio de 2011
Filosofía y retórica (parte V)
La retórica ¿busca persuadir o convencer? En el habla común se da por sentado que estos dos vocablos significan lo mismo, pero no es así en la jerga filosófica. Kant, por ejemplo, postula una fundamental diferencia entre ambos términos:
El tener algo por verdadero es un acontecimiento de nuestro entendimiento, y puede basarse en fundamentos objetivos, pero requiere también causas subjetivas en el psiquismo del que formula el juicio. Cuando éste es válido para todo ser que posea razón, su fundamento es objetivamente suficiente, y, en este caso, el tener por verdadero se llama convicción. Si sólo se basa en la índole especial del sujeto, se llama persuasión. La persuasión es una mera apariencia, ya que el fundamento del juicio, fundamento que únicamente se halla en el sujeto, se toma por objetivo. […] Sólo puedo afirmar –es decir, formular como juicio necesariamente válido para todos-- lo que produce convicción. La persuasión puedo conservarla para mí, si me siento a gusto con ella, pero no puedo ni debo pretender hacerla pasar por válida fuera de mí (Crítica de la razón pura, B 848, 849 y 850).
Si damos crédito a este punto de vista, tenemos que descartar toda persuasión como algo engañoso, como algo que no se corresponde con la realidad objetiva, o que se corresponde por casualidad y sin ningún fundamento racional. Y asimismo, de lo único que puedo estar convencido fehacientemente es de lo mismo que ya está convencida toda la humanidad pensante, lo que deja muy mal parada cualquier propedéutica filosófica que quiera incursionar más allá del ámbito de la lógica y de las ciencias exactas: intentar convencer al oyente o al lector no tiene sentido, pues ya viene convencido de antemano, y tampoco es lícito persuadirlo, pues mi persuasión es una mera apariencia de conocimiento.
El tener algo por verdadero es un acontecimiento de nuestro entendimiento, y puede basarse en fundamentos objetivos, pero requiere también causas subjetivas en el psiquismo del que formula el juicio. Cuando éste es válido para todo ser que posea razón, su fundamento es objetivamente suficiente, y, en este caso, el tener por verdadero se llama convicción. Si sólo se basa en la índole especial del sujeto, se llama persuasión. La persuasión es una mera apariencia, ya que el fundamento del juicio, fundamento que únicamente se halla en el sujeto, se toma por objetivo. […] Sólo puedo afirmar –es decir, formular como juicio necesariamente válido para todos-- lo que produce convicción. La persuasión puedo conservarla para mí, si me siento a gusto con ella, pero no puedo ni debo pretender hacerla pasar por válida fuera de mí (Crítica de la razón pura, B 848, 849 y 850).
Si damos crédito a este punto de vista, tenemos que descartar toda persuasión como algo engañoso, como algo que no se corresponde con la realidad objetiva, o que se corresponde por casualidad y sin ningún fundamento racional. Y asimismo, de lo único que puedo estar convencido fehacientemente es de lo mismo que ya está convencida toda la humanidad pensante, lo que deja muy mal parada cualquier propedéutica filosófica que quiera incursionar más allá del ámbito de la lógica y de las ciencias exactas: intentar convencer al oyente o al lector no tiene sentido, pues ya viene convencido de antemano, y tampoco es lícito persuadirlo, pues mi persuasión es una mera apariencia de conocimiento.
El genio de Königsberg no ha sabido ayudarnos en este trance, más bien ha complicado la cosa. Refugiémonos entonces en algunas definiciones menos pretenciosas y más productivas. Persuadir, dicen los pragmáticos, es un arte o una ciencia superior al convencer, porque persuadir significa mover a la acción, mientras que quien convence sólo inserta una idea en la mente del otro, sin que dicha idea tenga todavía poder sobre su voluntad. Así, yo puedo estar convencido de que masticar con lentitud es beneficioso para mi fisiología y sin embargo no hacerlo, porque mi convencimiento no llegó hasta la persuasión. Los racionalistas, en cambio, opinan que la convicción es preferible a la persuasión, justamente porque no pide acción sino conocimiento. La convicción sería el paso previo y necesario a la persuasión racional; el persuadir sin convencer sería posible, pero sin intermediación del raciocinio: gritándole, persuadimos a nuestro perro de que se siente a nuestro lado, o persuadimos a un hipnotizado, sin que comprenda nada, de que debe hacer tal o cual cosa.
Yo adoptaré, de aquí en adelante, la diferenciación propuesta por Chaïm Perelman, que no se basa en la distinción objetividad-subjetividad del conocimiento que propone Kant ni en la subordinación de la persuasión racional respecto de la convicción. Nosotros
nos proponemos llamar persuasiva a la argumentación que sólo pretende servir para un auditorio particular, y nominar convincente a la que se supone que obtiene la adhesión de todo ente de razón (Tratado de la argumentación, 6).
El político busca persuadir, porque se dirige a los electores de su distrito y sólo a ellos; el publicista busca persuadir, porque se dirige a los potenciales compradores de tal producto o servicio y sólo a ellos. El escritor filosófico, en cambio, busca convencer, porque sus argumentos tienen que ser aceptados por cualquier ser pensante y en cualquier tiempo y lugar. Tanto el político como el publicista utilizan la lógica (además de la estética y la emotividad) para procurar insertar un juicio de valor en las mentes del auditorio con el propósito de que dicho juicio de valor active una acción, a saber, el votarlo, en el caso del político, o el comprar el producto que el publicista recomienda. El escritor filosófico no se cuida tanto de sugerir comportamientos como de establecer paradigmas que, según las circunstancias temporales o espaciales, podrán aplicarse de diferente manera. Si nos la pasamos sugiriendo en nuestros escritos que “se debe hacer” tal cosa o se debe dejar de hacer tal otra, ya dejamos de ser pensadores filosóficos para ingresar al terreno de la política o la publicidad, pues nos estaremos dirigiendo por fuerza a una platea reducida y nuestro interés estará centrado en un resultado pragmático y no en una toma de conciencia universal que redundará, sí, en pragmatismo y en acciones, pero sólo como consecuencia directa del esclarecimiento intelectual de las masas, que necesitan razones encadenadas o juicios intuitivos avalados con el ejemplo y nunca órdenes o imperativos[1]. Este principio tiene cuatro excepciones, que corresponden a cada una de las cuatro virtudes cardinales que yo postulo. Los únicos imperativos pragmáticos que un pensador filosófico, en tanto que tal, puede prescribir al auditorio universal entero, sin distinción de razas, credos, nivel cultural, inserción social futurista o arcaica, etc., son los siguientes: 1) Utiliza tu bondad con discernimiento y discriminación, midiendo siempre sus posibles consecuencias; 2) sé veraz siempre y en toda circunstancia, excepto si con tu veracidad delatas a un tercero y pones en riesgo su salud física o espiritual; 3) cultiva la inteligencia trascendente en mayor medida que la inteligencia utilitaria; 4) procura crear una o varias obras de arte. Estos cuatro mandatos –tres de los cuales aparecen bastante difusos respecto de su implementación, siendo sólo el de la veracidad completamente inteligible y “fácil” de aplicar--, si es que se corresponden con la realidad ética objetiva o más o menos se le acercan, podrán y deberán ser aceptados por cualquier ente de razón en cualquier época y lugar, pero hasta aquí llegan las imposiciones. Cualquier otro “deber” estaría de más, no porque implique un juicio falso, sino porque dicho deber estaría circunscrito a una persona o grupo de personas y no a la totalidad de los entes racionales. Un pensador que aconseja “debes hacer tal cosa, no porque te beneficiarás con ello, sino porque la ética lo pide”, no está mintiendo necesariamente, a menos que dicho consejo aspire a ser universal y no esté subsumido en alguno de los cuatro casos antedichos. Pero si el concejo no tiene pretensiones universalistas, sino que va dirigido a unos pocos elegidos, ahí se intenta persuadir y no convencer, y el juicio, verdadero o falso, deja de pertenecer al ámbito de la filosofía.
Yo adoptaré, de aquí en adelante, la diferenciación propuesta por Chaïm Perelman, que no se basa en la distinción objetividad-subjetividad del conocimiento que propone Kant ni en la subordinación de la persuasión racional respecto de la convicción. Nosotros
nos proponemos llamar persuasiva a la argumentación que sólo pretende servir para un auditorio particular, y nominar convincente a la que se supone que obtiene la adhesión de todo ente de razón (Tratado de la argumentación, 6).
El político busca persuadir, porque se dirige a los electores de su distrito y sólo a ellos; el publicista busca persuadir, porque se dirige a los potenciales compradores de tal producto o servicio y sólo a ellos. El escritor filosófico, en cambio, busca convencer, porque sus argumentos tienen que ser aceptados por cualquier ser pensante y en cualquier tiempo y lugar. Tanto el político como el publicista utilizan la lógica (además de la estética y la emotividad) para procurar insertar un juicio de valor en las mentes del auditorio con el propósito de que dicho juicio de valor active una acción, a saber, el votarlo, en el caso del político, o el comprar el producto que el publicista recomienda. El escritor filosófico no se cuida tanto de sugerir comportamientos como de establecer paradigmas que, según las circunstancias temporales o espaciales, podrán aplicarse de diferente manera. Si nos la pasamos sugiriendo en nuestros escritos que “se debe hacer” tal cosa o se debe dejar de hacer tal otra, ya dejamos de ser pensadores filosóficos para ingresar al terreno de la política o la publicidad, pues nos estaremos dirigiendo por fuerza a una platea reducida y nuestro interés estará centrado en un resultado pragmático y no en una toma de conciencia universal que redundará, sí, en pragmatismo y en acciones, pero sólo como consecuencia directa del esclarecimiento intelectual de las masas, que necesitan razones encadenadas o juicios intuitivos avalados con el ejemplo y nunca órdenes o imperativos[1]. Este principio tiene cuatro excepciones, que corresponden a cada una de las cuatro virtudes cardinales que yo postulo. Los únicos imperativos pragmáticos que un pensador filosófico, en tanto que tal, puede prescribir al auditorio universal entero, sin distinción de razas, credos, nivel cultural, inserción social futurista o arcaica, etc., son los siguientes: 1) Utiliza tu bondad con discernimiento y discriminación, midiendo siempre sus posibles consecuencias; 2) sé veraz siempre y en toda circunstancia, excepto si con tu veracidad delatas a un tercero y pones en riesgo su salud física o espiritual; 3) cultiva la inteligencia trascendente en mayor medida que la inteligencia utilitaria; 4) procura crear una o varias obras de arte. Estos cuatro mandatos –tres de los cuales aparecen bastante difusos respecto de su implementación, siendo sólo el de la veracidad completamente inteligible y “fácil” de aplicar--, si es que se corresponden con la realidad ética objetiva o más o menos se le acercan, podrán y deberán ser aceptados por cualquier ente de razón en cualquier época y lugar, pero hasta aquí llegan las imposiciones. Cualquier otro “deber” estaría de más, no porque implique un juicio falso, sino porque dicho deber estaría circunscrito a una persona o grupo de personas y no a la totalidad de los entes racionales. Un pensador que aconseja “debes hacer tal cosa, no porque te beneficiarás con ello, sino porque la ética lo pide”, no está mintiendo necesariamente, a menos que dicho consejo aspire a ser universal y no esté subsumido en alguno de los cuatro casos antedichos. Pero si el concejo no tiene pretensiones universalistas, sino que va dirigido a unos pocos elegidos, ahí se intenta persuadir y no convencer, y el juicio, verdadero o falso, deja de pertenecer al ámbito de la filosofía.
[1] Esto en cuanto a la filosofía práctica, pero también está la filosofía teórica, que busca convencimientos cuya naturaleza no sugiere al convencido ningún tipo de acto o acción (verdades de orden cosmológico, epistemológico, etc.).
sábado, 16 de julio de 2011
Filosofía y retórica (parte IV)
Gran método de parimiento de ideas es la mayéutica, pero tiene sus contraindicaciones, como ya dije. No sirve para quien no posee facilidad de palabra ni tampoco para quien no tiene a mano maestros o discípulos idóneos. Además, se requiere de una agilidad mental extraordinaria para poder responder cuestiones filosóficas intrincadas en un parpadeo, porque el diálogo pide ritmo continuo y precipitado y sólo de mala gana admite las pausas. Los requisitos para ser un buen aprendiz o instructor en el arte de la mayéutica son, pues, demasiado severos; sólo a un Sócrates o a un Platón podría convenir este sistema. Y sin embargo, tenemos hoy en día, al alcance de la mano, un avance tecnológico que podría potencialmente utilizar la principal ventaja del arte de la mayéutica –el poder interactuar el maestro con el alumno— y desdeñar todos sus inconvenientes. Me refiero al chat. Al entablar un diálogo filosófico con la computadora como intermediaria podemos pensar tranquilamente nuestras preguntas y nuestras respuestas, porque no veremos el rostro de nuestro interlocutor y entonces no nos sentiremos obligados a responder o a preguntar con rapidez. La palabra escrita se presta mucho mejor al análisis filosófico que la oral, porque para escribir necesitamos más tiempo que para hablar y entonces pensamos mejor lo que decimos. Si alguien habla y luego se arrepiente de lo dicho, generalmente trata de ocultar este desliz para que no se lo tome por tonto, con lo que la discusión ya empieza a bastardearse; con el chat esto no sucede, porque tenemos todo el tiempo que queramos para pensar antes de apretar la tecla “intro”. Si se nos suministra algún dato, nombre propio, fórmula química, lo que sea, que ignoramos por completo, podemos entrar a internet y en un par de minutos tener una idea superficial de lo que se nos dice y comprender así mejor la idea general que el interlocutor plantea; si esto sucede durante un diálogo tradicional, nos quedamos paralizados sin entender nada, o a veces asentimos para que no se nos tome por ignorantes y ya perdemos el hilo de la argumentación, o nos quedamos con la duda de si estamos siendo engañados con aquel dato que no conocemos. Me quejaba yo de que en Buenos Aires no existían las personas interesadas en cuestiones filosóficas, pero lo cierto es que existen, sólo que no se dejan ver a mi alrededor. Este es otro inconveniente que el chat suple: nos conecta en un parpadeo con la gente más idónea a este respecto, no sólo de Buenos Aires, sino de cualquier parte del mundo. Son muchas, demasiadas las ventajas que nos brinda el chateo mayéutico respecto de cualquier otro método de enseñanza o aprendizaje. El único inconveniente, claro está, es el vínculo imprescindible de la computadora, a la cual muchos grandes pensadores hispanoparlantes no tienen acceso todavía. Cuando este punto se solucione, las grandes discusiones que la filosofía necesita podrán entablarse dentro de foros virtuales en los que cada quien preguntará o responderá para desasnarse o desasnar al prójimo, y entonces el sueño de Sócrates se hará realidad. Superpoblación de ideas, y no de gente, habrá en los siglos venideros cuando, para dar a luz, en vez de abrir las piernas tengamos que abrir la cabeza, guardando siempre la precaución de tener a mano un comadrón o comadrona por si el parto se complica.
jueves, 7 de julio de 2011
Filosofía y retórica (parte III)
Volviendo a Hitler y a la mala retórica –que no es mala porque no funcione sino porque se aparta de la lógica o de la ética--, cabe la siguiente pregunta: ¿Era Hitler quien persuadía a su auditorio, o el auditorio ya venía persuadido y lo que hacía Hitler era sólo adularlo y confirmarle la sensatez de sus pervertidas ideas e instintos? Si Demóstenes viviera, entendería que no fue Hitler quien contagió su antisemitismo y su belicosidad a los alemanes, sino que se valió de ellos para llegar al poder:
En ningún momento los oradores os hacen perversos u hombre de provecho, sino vosotros los hacéis ser de un extremo o del otro, según queráis. Pues no sois vosotros los que aspiráis a lo que ellos desean, sino que son ellos los que aspiran a lo que estimen que vosotros deseáis. Así pues, es necesario que seáis vosotros los primeros en fomentar nobles deseos, y todo irá bien; pues, en ese caso, o nadie propondrá ningún mal consejo, o bien ningún interés le reportará el proponerlo por no disponer de quienes le hagan caso (Demóstenes, Discursos políticos, tomo I, párrafo final del discurso titulado “Sobre la organización financiera”).
¡Brillante observación! Y es que es muy difícil educar a la masa, o a un auditorio más o menos ignorante, valiéndose de un discurso, pero es muy fácil adularlo[1] y confirmarle sus creencias, sobre todo si tienen éstas una raíz instintiva. En eso consiste la demagogia, en ir a favor de las ideas del pueblo y nunca en contra por más que dichas ideas sean política o económicamente disparatadas o redondamente inmorales. La buena retórica, por el contrario, se cuida muy poco de las opiniones y los prejuicios de tal o cual auditorio particular, porque se dirige a un auditorio universal, a la totalidad de los seres pensantes existentes y, sobre todo, por existir, sin importar que en el preciso momento en que se gesta el discurso o el escrito haya tales o cuales sujetos percibiéndolo, o no haya ninguno. El auditorio siempre estará presente en la mente del orador o del ensayista, pero cuanto más abstracto y extendido lo imagine, menos riesgo habrá de que la lógica y la ética inherente a la buena retórica termine interceptada y mancillada por ese deseo, tan arraigado en todos nosotros, de que nuestro mensaje sea coronado con un aplauso.
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Mi apología de la retórica escrita le habría caído muy mal a Sócrates. Según él, el conocimiento no debe adquirirse –o, mejor dicho, concienciarse, puesto que el conocimiento está siempre dentro de nosotros-- mediante la lectura sino cara a cara, dialogando con el maestro y utilizando lo que los griegos denominaban mayéutica, que es el arte de hacer parir a las ideas. Sócrates reniega de la palabra escrita porque, dice, actúa en contra de la formación de la memoria, ya que si confiamos en tener a mano en cualquier libro el conocimiento que necesitamos, nos olvidamos de ejercitar nuestra memoria personal y ésta se atrofia. El erudito, el hombre de letras, posee “la apariencia de la sabiduría”, pero de ningún modo es sabio, y además “su compañía será difícil de soportar” por la pedantería que suelen manifestar estos personajes (Fedro, 275)[2]. Hace Sócrates a continuación un parangón entre la escritura y la pintura:
Este es, mi querido Fedro, el inconveniente de la escritura y de la pintura; las producciones de este último arte parecen vivas, pero analízalas y verás que guardan un grave silencio. Lo mismo sucede con los discursos escritos; al oírlos o leerlos crees que piensan, pero pídeles explicación sobre el objeto que contienen y responden siempre lo mismo. Lo que está escrito rueda de mano en mano, pasando de los que entienden la materia a aquellos para quienes no ha sido escrita la obra y no sabiendo, por consiguiente, ni con quién debe hablar, ni con quién debe callarse. Si un escrito se ve insultado o despreciado injustamente, siempre necesita del socorro de su padre; porque por sí mismo es incapaz de rechazar los ataques y de defenderse.
Este es, lo admito, un grave defecto de la letra escrita: el no poder interactuar con el alumno. En contraposición está el discurso verdaderamente provechoso, que es
aquel que se escribe con ciencia en el alma del que aprende, discurso que es capaz de defenderse a sí mismo, y que sabe hablar y guardar silencio ante quienes debe hacerlo (276).
Los libros van a parar a cualquier mano indiscriminadamente y por eso mismo muchos de ellos serán condenados a la esterilidad perpetua, engrosando bibliotecas que nadie lee ni leerá jamás, o que leerán sin provecho, porque no entenderán nada de lo que allí se dice. Serán como semillas frutales esparcidas en el desierto:
Un jardinero inteligente que tuviera unas semillas que estimara mucho y que quisiera ver fructificar, ¿las plantaría juiciosamente en verano en los jardines de Adonis para tener el gusto de verlas convertidas en preciosas plantas en ocho días? O más bien, si tal hiciera, ¿podría ser por otro motivo que por una pura diversión o con ocasión de una fiesta? Mas con respecto a tales semillas, seguiría sin duda las reglas de la agricultura, y las sembraría en un terreno conveniente, conformándose con verlas fructificar a los ocho meses de sembradas.
En ningún momento los oradores os hacen perversos u hombre de provecho, sino vosotros los hacéis ser de un extremo o del otro, según queráis. Pues no sois vosotros los que aspiráis a lo que ellos desean, sino que son ellos los que aspiran a lo que estimen que vosotros deseáis. Así pues, es necesario que seáis vosotros los primeros en fomentar nobles deseos, y todo irá bien; pues, en ese caso, o nadie propondrá ningún mal consejo, o bien ningún interés le reportará el proponerlo por no disponer de quienes le hagan caso (Demóstenes, Discursos políticos, tomo I, párrafo final del discurso titulado “Sobre la organización financiera”).
¡Brillante observación! Y es que es muy difícil educar a la masa, o a un auditorio más o menos ignorante, valiéndose de un discurso, pero es muy fácil adularlo[1] y confirmarle sus creencias, sobre todo si tienen éstas una raíz instintiva. En eso consiste la demagogia, en ir a favor de las ideas del pueblo y nunca en contra por más que dichas ideas sean política o económicamente disparatadas o redondamente inmorales. La buena retórica, por el contrario, se cuida muy poco de las opiniones y los prejuicios de tal o cual auditorio particular, porque se dirige a un auditorio universal, a la totalidad de los seres pensantes existentes y, sobre todo, por existir, sin importar que en el preciso momento en que se gesta el discurso o el escrito haya tales o cuales sujetos percibiéndolo, o no haya ninguno. El auditorio siempre estará presente en la mente del orador o del ensayista, pero cuanto más abstracto y extendido lo imagine, menos riesgo habrá de que la lógica y la ética inherente a la buena retórica termine interceptada y mancillada por ese deseo, tan arraigado en todos nosotros, de que nuestro mensaje sea coronado con un aplauso.
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Mi apología de la retórica escrita le habría caído muy mal a Sócrates. Según él, el conocimiento no debe adquirirse –o, mejor dicho, concienciarse, puesto que el conocimiento está siempre dentro de nosotros-- mediante la lectura sino cara a cara, dialogando con el maestro y utilizando lo que los griegos denominaban mayéutica, que es el arte de hacer parir a las ideas. Sócrates reniega de la palabra escrita porque, dice, actúa en contra de la formación de la memoria, ya que si confiamos en tener a mano en cualquier libro el conocimiento que necesitamos, nos olvidamos de ejercitar nuestra memoria personal y ésta se atrofia. El erudito, el hombre de letras, posee “la apariencia de la sabiduría”, pero de ningún modo es sabio, y además “su compañía será difícil de soportar” por la pedantería que suelen manifestar estos personajes (Fedro, 275)[2]. Hace Sócrates a continuación un parangón entre la escritura y la pintura:
Este es, mi querido Fedro, el inconveniente de la escritura y de la pintura; las producciones de este último arte parecen vivas, pero analízalas y verás que guardan un grave silencio. Lo mismo sucede con los discursos escritos; al oírlos o leerlos crees que piensan, pero pídeles explicación sobre el objeto que contienen y responden siempre lo mismo. Lo que está escrito rueda de mano en mano, pasando de los que entienden la materia a aquellos para quienes no ha sido escrita la obra y no sabiendo, por consiguiente, ni con quién debe hablar, ni con quién debe callarse. Si un escrito se ve insultado o despreciado injustamente, siempre necesita del socorro de su padre; porque por sí mismo es incapaz de rechazar los ataques y de defenderse.
Este es, lo admito, un grave defecto de la letra escrita: el no poder interactuar con el alumno. En contraposición está el discurso verdaderamente provechoso, que es
aquel que se escribe con ciencia en el alma del que aprende, discurso que es capaz de defenderse a sí mismo, y que sabe hablar y guardar silencio ante quienes debe hacerlo (276).
Los libros van a parar a cualquier mano indiscriminadamente y por eso mismo muchos de ellos serán condenados a la esterilidad perpetua, engrosando bibliotecas que nadie lee ni leerá jamás, o que leerán sin provecho, porque no entenderán nada de lo que allí se dice. Serán como semillas frutales esparcidas en el desierto:
Un jardinero inteligente que tuviera unas semillas que estimara mucho y que quisiera ver fructificar, ¿las plantaría juiciosamente en verano en los jardines de Adonis para tener el gusto de verlas convertidas en preciosas plantas en ocho días? O más bien, si tal hiciera, ¿podría ser por otro motivo que por una pura diversión o con ocasión de una fiesta? Mas con respecto a tales semillas, seguiría sin duda las reglas de la agricultura, y las sembraría en un terreno conveniente, conformándose con verlas fructificar a los ocho meses de sembradas.
El escritor es un sembrador imprudente que reparte semillas a discreción sin importar en dónde caigan. Se la pasa
sembrando discursos incapaces de prestarse ayuda a sí mismos mediante la palabra, e incapaces también de enseñar adecuadamente la verdad.
El escritor no discrimina: su libro no se amolda al carácter y a la inteligencia del que lo lee. En cambio con la dialéctica se puede presentar “al alma abigarrada discursos también abigarrados […], y discursos sencillos al alma sencilla” (277).
Sabios son los dioses, y amigos de la sabiduría los filósofos. ¿A qué título podrán aspirar entonces los oradores públicos y los escritores?
El que no posee nada de más valor que lo que compuso o escribió, […] ¿no lo llamarás con justicia poeta, o compositor de discursos, o autor de leyes? (278).
Títulos todos, desde luego, de inferior jerarquía que el título de filósofo.
La conclusión de Sócrates es que si se quiere aprender filosofía no hay que leer, sino que hay que recurrir a un filósofo y dialogar con él para que pueda ayudarnos a parir esas ideas que dormitan eternamente dentro de nuestro subconsciente; y si se quiere enseñar, no hay que escribir tratados que deambulen sin ton ni son por las estanterías de quienes no sabrán aprovecharlos, sino que hay que buscar individuos de carne y hueso y dialogar con ellos, y obligarlos a preguntar una y otra vez hasta que caigan por fin en la cuenta de que ya dominan el tema y que la luz ha llegado al umbral de su conciencia.
Yo coincido con Sócrates en que las ideas viven dentro de nosotros y que lo que hay que hacer es, simplemente, despertarlas para que salgan a la superficie, y coincido también con él en que un buen sistema, tal vez el mejor, para llegar a ese propósito es el diálogo. Pero ¿con quién dialogar? Con alguien idóneo, desde luego, si lo que se busca es instruirse, y con alguien deseoso de aprender filosofía si lo que se busca es enseñar. Ahora bien, tengo que hablar de mi propio caso para poder defenderme del cargo que, como mero escribidor, Sócrates me imputa, y entonces digo que si deseo aprender valiéndome de la mayéutica, debo necesariamente inscribirme en la universidad, porque Buenos Aires no es, como la Grecia de Pericles, un lugar en donde los filósofos aparezcan hasta por las alcantarillas y se presten a dialogar con cualquier transeúnte. Los filósofos escasean en las calles porteñas; me atrevería a decir incluso que no existen. Los que existen son los pensadores filosóficos, pero ellos se dejan ver únicamente dentro del ambiente universitario, y para ser universitario y poder dialogar con ellos necesito dinero y no lo tengo. Sí, los pensadores filosóficos de hoy actúan como actuaban los sofistas: cobran por enseñar. Si Sócrates viviera hoy en Buenos Aires, no el Sócrates filósofo hecho y derecho sino el joven Sócrates, en vías de desarrollo, tendría que recurrir a uno de estos dos métodos para cultivarse y comenzar a parir sus propias ideas: la educación mercenaria o los libros. De los libros desconfía, como ya hemos visto, pero también desconfía de quienes lucran con el conocimiento, y fue ésta una de sus luchas mayores, si no me engaño. Y aunque se decidiera por la universidad no podría ir debido a su pobreza, pues un Sócrates adinerado es una contradicción en los términos. ¿Qué habría hecho entonces? ¿Se habría puesto a charlar con el primer estúpido que apareciese delante suyo? ¿Podría, el habitante promedio de Buenos Aires, hacerle parir alguna idea a este diamante en bruto? Difícil lo veo. No hay filósofos de carne y hueso a la vista; pero hay bibliotecas, y en ellas los filósofos y los pensadores abundan, aunque no sean reales. Yo daría cualquier cosa por hablar cara a cara con Sócrates, con Epicteto, con Diógenes o con Jesús, pero me es imposible hacerlo, y los sujetos con los que podría hablar no tienen nada para ofrecerme, al tiempo que son completamente impermeables a mis enseñanzas. ¿No me será entonces de más provecho escuchar lo que los grandes filósofos tienen para decirme, aunque sea por intermediación del papel, que lo que tiene para decirme la gente con la que dialogo habitualmente? Es verdad que no puedo interactuar con un libro, no puedo hacerle preguntas específicas, pero sí puedo encontrar esbozos de respuestas a las miles de preguntas que, endémicamente, me rondan por la cabeza. De todos los personajes que trato asiduamente no hay ni uno solo, ni uno, que pueda evacuarme alguna duda epistemológica, por ejemplo. Preguntar a mis amigos o familiares sobre el tema es perder el tiempo y ponerme en ridículo. Voy entonces a la biblioteca y les pregunto a los libros, los cuales, en algunas puntuales ocasiones, me han respondido, lo que ya es decir mucho en comparación con mis experiencias dialécticas. Esto en cuanto a mi desempeño como aprendiz. En cuanto a la docencia, lo mejor, ciertamente, sería que distribuyese yo mis conocimientos dialogando, pero para que la dialéctica fructifique se necesitan fundamentalmente dos cosas: facilidad de palabra oral y personas deseosas de instruirse acerca de los asuntos que trata la filosofía, y yo no poseo a la primera ni tengo mano a las segundas. Soy, como Moisés, “torpe de lengua”. Difícilmente una persona deseosa de asimilar mis conocimientos pueda lograrlo interrogándome personalmente, porque mi discurso, sobre todo si el tema es abstruso, se deshilachará inexorablemente. Pero el caso es que nadie de mis conocidos se interesa en absoluto por lo que yo pudiera saber, nadie dialoga conmigo sobre cuestiones trascendentes, de modo que aunque supiese hablar con propiedad de nada me serviría, porque hoy día la filosofía no interesa a casi nadie. Ante semejante panorama, la dialéctica se me aparece como el sistema ideal… para el filósofo ideal y para los ciudadanos ideales: para Sócrates y los atenienses. No teniendo yo la facilidad de palabra de Sócrates y no teniendo los habitantes de Buenos Aires las inquietudes filosóficas que desbordaban a los atenienses del siglo de Pericles, lo mejor que puedo hacer como partero de ideas es alejarme de mi tiempo y de mi lugar e ir en busca de otros públicos más abiertos a los temas que a mí me interesan. Siendo que no se ha inventado aún la traslación metafísica y no puedo emigrar hacia otras latitudes y otros tiempos intelectualmente más venturosos, sólo me queda el recurso de la letra escrita, que puede deambular como semilla que lleva el viento por cualquier tierra, por distante que sea, y que puede aguardar, inerme y sin echar sólidas raíces, siglos y siglos hasta que por fin encuentra el abono adecuado y el árbol surge. No hay que desparramar semillas por cualquier lado sin plan ni provecho, opina Sócrates, y opina así porque sus semillas son escasas, porque su voz, su voz oral, no es eterna y su saliva se seca de tanto hablar con el final del día, por lo que debe apuntar su mensaje hacia oídos lúcidos solamente. Lo suyo es cultivo orgánico, cultivo artesanal y pormenorizado; lo mío, en cambio, es agricultura intensiva. Yo no aspiro a ser como el elefante, que por ser sus crías –sus semillas-- tan escasas, las cuida como tesoros; yo soy un salmón: mis huevos se cuentan por millares y van a la deriva por el río de los tiempos a la espera de que alguien de mi misma especie los fertilice. Se perderán muchos de ellos, la gran mayoría, pero eso no tiene importancia, porque me cuesta muy poco engendrarlos. Y en esta táctica del fuego a discreción me siento corroborado por la propia selección natural: los salmones proliferan, mientras que los elefantes están extinguiéndose. Decía yo en alguna parte que mis escritos son mis hijos, pero esto no es verdad; mis escritos son mis óvulos, y los esparzo profusamente por doquier para que mis probabilidades de engendrar un verdadero hijo, un discípulo, se incrementen. Sólo en este terreno la promiscuidad es virtuosa y tiene su recompensa.
Una última reflexión dialéctica: ¿qué sería de la semilla socrática y del socrático árbol, que hoy ya forma un bosque inmenso y salvífico, si platón se hubiese atenido a las enseñanzas de su maestro y hubiese renegado de la escritura?
[1] Según expresa Platón en el Gorgias (466a), la retórica constituye “una parte de la adulación”.
[2] En los diálogos platónicos suele ocurrir que platón pone en boca de Sócrates argumentos que el Sócrates histórico jamás habría levantado. No es éste el caso, me parece. Aquí el que argumenta es verdaderamente Sócrates, pues fue Sócrates y no Platón el verdadero abanderado de la mayéutica y la dialéctica.
[2] En los diálogos platónicos suele ocurrir que platón pone en boca de Sócrates argumentos que el Sócrates histórico jamás habría levantado. No es éste el caso, me parece. Aquí el que argumenta es verdaderamente Sócrates, pues fue Sócrates y no Platón el verdadero abanderado de la mayéutica y la dialéctica.
miércoles, 6 de julio de 2011
Filosofía y retórica (parte II)
Abro el libro Los fundamentos de la Retórica de Antonio López y leo desde el capítulo 1, sección 5:
La Retórica, la buena Retórica, es consustancial con la democracia y el estado de derecho, pues sólo en esas condiciones políticas el orador no está solo, sino que cuenta con oponentes y es un tercero quien decide entre su opción y las de los demás.
Lo que sugiere López es que la buena retórica debería ser consustancial con la forma de gobierno denominada democracia, pero la realidad nos indica que en la inmensa mayoría de los casos no es la buena sino la mala retórica la que dirige los discursos políticos de los que gobiernan y, en menor grado, de los que aspiran a gobernar.
¿Por qué sucede que la democracia, cuando está enmarcada en un sistema económico capitalista y tercermundista, no puede valerse de la buena retórica para medrar y auxiliar al pueblo de un modo cabal en la consecución de sus necesidades materiales? Porque la buena retórica es aquella que prioriza la lógica como centro de su estructura, aquella que busca, como dice López, “convertir en persuasivo todo discurso que nosotros tengamos por verdadero” (Ibíd., 4, 11), y lo que suele suceder es que aquellos políticos que intentan esta conversión con la mayor honestidad no logran realizarla, porque carecen de los medios adecuados para ello. La democracia de hoy, en los países del tercer mundo como el mío, es un mero sistema títere de las grandes corporaciones y de los monopolios económicos cuya única finalidad prioritaria es esquilmar al pueblo de la manera más acabada posible --aunque sin apelar a la violencia y a la estafa explícitas para evitar levantamientos. Aquel político ansioso de justicia social que pretendiera llegar al poder para poner las cosas en su lugar, sería acallado, no con un tiro en la cabeza o haciéndolo desaparecer como se estilaba años atrás, sino de un modo políticamente inteligente: se lo priva de los medios de comunicación necesarios para que su buena retórica llegue al corazón de la gente. En un sistema económico capitalista, los medios de difusión masivos son, sin excepciones, capitalistas, y nadie es tan loco como para tirarse tierra a sí mismo y enterrarse solo. La retórica de quienes defienden este sistema económico no está estructurada, como la buena retórica, alrededor de un esqueleto lógico bien definido, sino que es una retórica abogadesca, dedicada solamente a defender ciertos principios-bandera a como dé lugar, apelando fundamentalmente a la emoción y teniendo como aliados imprescindibles la ignorancia y el atrofiamiento intelectual del pueblo, que no pudiendo discernir en el discurso de sus gobernantes qué parte corresponde a la verdad o se acerca a ella y qué parte se le opone, se deja seducir por una dialéctica vacía de contenido o con contenido espurio. Atentos a la devastación de la verdad, los políticos utilizan en prácticamente todos los casos el discurso hablado y evitan el discurso escrito, porque en el discurso hablado existe algo fundamental a la hora del engaño: la entonación. Un hábil entonador puede convencer a la masa casi de cualquier cosa. La improvisación oral es el arma predilecta del mal retórico, del retórico sin lógica, pero aun valiéndose de un discurso previamente escrito, el hecho de leerlo en público y de darle la entonación adecuada ya es bastante para dar comienzo al engaño, engaño que no sería factible si ese mismo discurso se publicara en papel prensa. Y es que amén de la entonación[1], el acto de pensar, el discernimiento, requiere tiempo, tiempo que no nos ofrece el orador y sí el discurso escrito. La mentira se ornamenta para la ocasión y pasa de largo en la oratoria, mientras que, por muy adornada que se presente, leyéndola podemos detenernos en ella cuanto tiempo queramos y analizarla una y otra vez para descubrirla.
Dice Aristóteles:
La expresión apropiada presta probabilidad a lo que se dice, porque lleva a los ánimos a la falsa conclusión de que uno está diciendo la verdad […], de modo tal que creen que los hechos son como uno los cuenta, aunque no lo sean, ya que el oyente se solidariza siempre con el que habla con sentimiento, aunque no diga nada de provecho. Por eso muchos impresionan a sus oyentes sobre la base del alboroto (Retórica, 1408a, 20).
¿Hacen falta ejemplos? Adolfo Hitler, y está todo dicho.
Llego entonces a la conclusión de que la buena retórica huye del discurso hablado, en especial de la improvisación, como si de una peste se tratara, y se refugia en el discurso escrito, porque el discurso hablado es sinónimo de manipulación. ¡Cuánto ganaría la justicia ordinaria si los abogados, en vez de ofrecer sus alegatos a voz en cuello, tuviesen que transcribirlos en una hoja para que una voz computarizada los leyera! Y bien dice Aristóteles en un esclarecido pasaje de su Retórica (1355a) que el filósofo debe ser capaz de convencer a un auditorio de una proposición y a otro auditorio de la proposición contraria, no para utilizar, ciertamente, esta cualidad como la utilizan los políticos y los abogados, sino para estar entrenado y saber detectar estos engaños cuando se presentan ante sus ojos y fundamentalmente ante sus oídos.
Nombré recién a Hitler, y cierro con él esta argumentación retórica en favor de la retórica escrita y en contra de la hablada: escúchense primero los discursos de Hitler, si es posible acompañados por una multitud enardecida que los escucha junto a nosotros, y luego léase Mi lucha serenamente sentados frente a un escritorio y en completo silencio. Comprendo y disculpo a quien se convierta al nazismo en el primero de los casos, pero sólo a un retrasado mental puede persuadir este demonio con la pluma.
La mentira, dicen, tiene patas cortas, lo cual es mentira, a menos que la mentira se vista con letras de molde.
[1] Entonación que los buenos políticos y los buenos abogados acompañan, como enseña Cicerón (De Oratore, libro III), con una correcta gesticulación, propia del más expresivo de los actores.
La mentira, dicen, tiene patas cortas, lo cual es mentira, a menos que la mentira se vista con letras de molde.
lunes, 4 de julio de 2011
Filosofía y retórica (parte I)
¿Qué es la retórica? Según el diccionario de la Real Academia Española, es “el arte de bien decir, de dar al lenguaje escrito o hablado eficacia bastante para deleitar, persuadir o conmover”. Sentado esto, yo me pregunto: ¿hay lugar para la retórica dentro de la filosofía escrita? ¿Es inmoral valerse de ella, puesto que se estaría utilizando “el arte de bien decir”, en lugar de la fría lógica, para convencer a los lectores?
¿Qué es lo que buscan los escritos de filosofía? Están, en primer término, los escritos que lo único que pretenden es ayudar al pensador a discurrir, que facilitan sus discernimientos. Estos escritos no se conciben para la publicación, y por ende la retórica no tiene aquí sentido, como no lo tiene –o no lo debería tener-- dentro de nuestros cerebros mientras pensamos. Pero los pensadores que así escriben son los menos, o en todo caso no nos interesa en este momento este tipo de material, sino aquel material que se concibe para la publicación. Un escrito de filosofía que se publica tiene el objetivo prioritario de persuadir, y en filosofía se persuade, fundamentalmente, mediante la lógica, pero no exclusivamente, en tanto y en cuanto no es la filosofía una ciencia exacta. La lógica es el armazón necesario de toda filosofía sana, pero la filosofía que busca persuadir al lector debe utilizar, además de la lógica, la retórica, pues como decía Novalis, “la poesía es una parte de la técnica filosófica”. Y una parte importantísima. Platón, sin su retórica, jamás habría llegado a persuadir a tanta gente.
Lo que busca el pensador filosófico es llegar a la verdad. Pero una vez que llega, o mejor dicho, que cree haber llegado a algún tipo de verdad, absoluta o relativa, lo que generalmente desea es persuadir al mundo, publicitar esta buena nueva a los cuatro vientos para que todos la comprendan. Descartes coincidiría conmigo en este punto, pero entendería que para dar a publicidad sus ideas filosóficas la retórica no sirve, puesto que las bastardea:
Vale sin duda más no estudiar nunca, que ocuparse de objetos de tal manera difíciles, que no pudiendo distinguirse en ellos lo verdadero de lo falso, nos obliguen a admitir por cierto lo que es dudoso, pues que en este estudio menos debe esperarse el acrecentamiento que el menoscabo del saber. Rechazamos, pues, por esta regla todos los conocimientos que sólo son probables, y elevamos a principio que no debemos entregarnos sino a los que son ciertos y de los cuales no es posible dudar (Reglas para la dirección de la mente, regla II).
¿Y qué tipos de conocimientos son aquellos que revisten la categoría de indubitables? Pues los de la lógica formal y las matemáticas, y nada más. Es en estas ciencias puras en donde la retórica no tiene lugar: o entendemos lo que se nos dice, o no lo entendemos. Nadie va a comprender mejor el teorema de Pitágoras por el hecho de que alguien se lo enuncie bajo la forma de un soneto. Pero Descartes suponía que la filosofía toda debía manejarse more geometrico:
Siempre que dos hombres formulan sobre la misma cosa juicios contrarios, es seguro que uno u otro se engaña; mas aún, me parece que ninguno de ellos conoce la verdad, porque si las razones del uno fuesen ciertas y evidentes, podría exponerlas al otro de tal suerte que acabaría por convencerle igualmente.
De aquí se deduce que si un hombre dice que Dios existe y otro dice que no, ninguno de ellos conoce verdaderamente la existencia o no existencia de la divinidad. ¡Y por supuesto que es así! No conocen la verdad, o mejor dicho no están seguros de conocerla, porque la existencia o no existencia de Dios no se les impone a sus espíritus con el rigor lógico de una deducción matemática[1]. Está en el corazón mismo del análisis filosófico el no estar nunca seguros de lo que se dice. Si lo estamos, ya dejamos de ser pensadores filosóficos para meternos a lógicos o matemáticos.
En filosofía, pensar y dudar es todo un mismo proceso. Y la duda, en el caso del lector, sólo puede disminuirse penetrando en las deducciones que el escritor ensaya y simpatizando a su vez con él, y la misión del escritor filosófico es esa, deducir correctamente, pero matizar a su vez esas deducciones con buena retórica para que el lector no se aburra o atemorice ante tanta lógica desnuda y a la intemperie. Nuestro cuerpo se sostiene por el esqueleto, pero un esqueleto andando sin piel, sin carne y sin todo lo que lo recubre causa espanto.
¿Es esto engañar al lector? De ninguna manera, mientras el escritor permanezca fiel a las deducciones que su mente le ha trazado. La retórica no se usa para filosofar, sino para aderezar una filosofía previamente masticada, rumiada y recontrarrumiada, muy desagradable a la vista, al tacto y al gusto de aquellos que no la prepararon pero que están deseosos de alimentarse con ella. ¿Quién condenará a este escritor por agregar un poco de azúcar, pimienta y sal a su bolo alimenticio y hacer con él unos buñuelos perfectamente apetecibles? Al fin y al cabo el condimento de buena calidad, en su justa sazón y medida, además de condimentar nutre y fortifica. El lector que desprecia el aderezo –un lector que admiro, por cierto— ya tiene en Aristóteles, en Descartes, en Spinoza y en tantos otros la dura y sosa polenta que requiere. Yo no escribo para él, sino para un lector de menor calidad intelectual tal vez, pero amante del arte y la ciencia en iguales partes, y que potencia su disfrute cuando estas dos colosales y excelsas manifestaciones del acontecer humano se mixturan y presentan en un solo envase. Esclarecer, sí, pero también conmover. O conmover esclareciendo; el orden de los factores no altera el producto culturoso.
[1] Según Descartes, sí: “Lo que ha sido objeto de revelación divina es más cierto que cualquier otro conocimiento: la fe […] no es un acto del espíritu o la mente, sino de la voluntad” (Ibíd., regla III).
¿Qué es lo que buscan los escritos de filosofía? Están, en primer término, los escritos que lo único que pretenden es ayudar al pensador a discurrir, que facilitan sus discernimientos. Estos escritos no se conciben para la publicación, y por ende la retórica no tiene aquí sentido, como no lo tiene –o no lo debería tener-- dentro de nuestros cerebros mientras pensamos. Pero los pensadores que así escriben son los menos, o en todo caso no nos interesa en este momento este tipo de material, sino aquel material que se concibe para la publicación. Un escrito de filosofía que se publica tiene el objetivo prioritario de persuadir, y en filosofía se persuade, fundamentalmente, mediante la lógica, pero no exclusivamente, en tanto y en cuanto no es la filosofía una ciencia exacta. La lógica es el armazón necesario de toda filosofía sana, pero la filosofía que busca persuadir al lector debe utilizar, además de la lógica, la retórica, pues como decía Novalis, “la poesía es una parte de la técnica filosófica”. Y una parte importantísima. Platón, sin su retórica, jamás habría llegado a persuadir a tanta gente.
Lo que busca el pensador filosófico es llegar a la verdad. Pero una vez que llega, o mejor dicho, que cree haber llegado a algún tipo de verdad, absoluta o relativa, lo que generalmente desea es persuadir al mundo, publicitar esta buena nueva a los cuatro vientos para que todos la comprendan. Descartes coincidiría conmigo en este punto, pero entendería que para dar a publicidad sus ideas filosóficas la retórica no sirve, puesto que las bastardea:
Vale sin duda más no estudiar nunca, que ocuparse de objetos de tal manera difíciles, que no pudiendo distinguirse en ellos lo verdadero de lo falso, nos obliguen a admitir por cierto lo que es dudoso, pues que en este estudio menos debe esperarse el acrecentamiento que el menoscabo del saber. Rechazamos, pues, por esta regla todos los conocimientos que sólo son probables, y elevamos a principio que no debemos entregarnos sino a los que son ciertos y de los cuales no es posible dudar (Reglas para la dirección de la mente, regla II).
¿Y qué tipos de conocimientos son aquellos que revisten la categoría de indubitables? Pues los de la lógica formal y las matemáticas, y nada más. Es en estas ciencias puras en donde la retórica no tiene lugar: o entendemos lo que se nos dice, o no lo entendemos. Nadie va a comprender mejor el teorema de Pitágoras por el hecho de que alguien se lo enuncie bajo la forma de un soneto. Pero Descartes suponía que la filosofía toda debía manejarse more geometrico:
Siempre que dos hombres formulan sobre la misma cosa juicios contrarios, es seguro que uno u otro se engaña; mas aún, me parece que ninguno de ellos conoce la verdad, porque si las razones del uno fuesen ciertas y evidentes, podría exponerlas al otro de tal suerte que acabaría por convencerle igualmente.
De aquí se deduce que si un hombre dice que Dios existe y otro dice que no, ninguno de ellos conoce verdaderamente la existencia o no existencia de la divinidad. ¡Y por supuesto que es así! No conocen la verdad, o mejor dicho no están seguros de conocerla, porque la existencia o no existencia de Dios no se les impone a sus espíritus con el rigor lógico de una deducción matemática[1]. Está en el corazón mismo del análisis filosófico el no estar nunca seguros de lo que se dice. Si lo estamos, ya dejamos de ser pensadores filosóficos para meternos a lógicos o matemáticos.
En filosofía, pensar y dudar es todo un mismo proceso. Y la duda, en el caso del lector, sólo puede disminuirse penetrando en las deducciones que el escritor ensaya y simpatizando a su vez con él, y la misión del escritor filosófico es esa, deducir correctamente, pero matizar a su vez esas deducciones con buena retórica para que el lector no se aburra o atemorice ante tanta lógica desnuda y a la intemperie. Nuestro cuerpo se sostiene por el esqueleto, pero un esqueleto andando sin piel, sin carne y sin todo lo que lo recubre causa espanto.
¿Es esto engañar al lector? De ninguna manera, mientras el escritor permanezca fiel a las deducciones que su mente le ha trazado. La retórica no se usa para filosofar, sino para aderezar una filosofía previamente masticada, rumiada y recontrarrumiada, muy desagradable a la vista, al tacto y al gusto de aquellos que no la prepararon pero que están deseosos de alimentarse con ella. ¿Quién condenará a este escritor por agregar un poco de azúcar, pimienta y sal a su bolo alimenticio y hacer con él unos buñuelos perfectamente apetecibles? Al fin y al cabo el condimento de buena calidad, en su justa sazón y medida, además de condimentar nutre y fortifica. El lector que desprecia el aderezo –un lector que admiro, por cierto— ya tiene en Aristóteles, en Descartes, en Spinoza y en tantos otros la dura y sosa polenta que requiere. Yo no escribo para él, sino para un lector de menor calidad intelectual tal vez, pero amante del arte y la ciencia en iguales partes, y que potencia su disfrute cuando estas dos colosales y excelsas manifestaciones del acontecer humano se mixturan y presentan en un solo envase. Esclarecer, sí, pero también conmover. O conmover esclareciendo; el orden de los factores no altera el producto culturoso.
[1] Según Descartes, sí: “Lo que ha sido objeto de revelación divina es más cierto que cualquier otro conocimiento: la fe […] no es un acto del espíritu o la mente, sino de la voluntad” (Ibíd., regla III).
domingo, 3 de julio de 2011
Diferencia entre intuición y adivinación
La ciencia de la adivinación, la presciencia que intentara ligar al porvenir, es rechazada también [por Epicuro]; el porvenir queda abierto para el poder espontáneo; la vida, la voluntad, el porvenir, es lo que saldrá de la indeterminación persistente en germen hasta en la determinación actual. La ciencia de los adivinos no puede, pues, sostenerse (Jean-Marie y Guyau, La moral de Epicuro, p. 100).
Yo sigo pensando que los adivinos existen, aunque me niego a calificar lo suyo como una ciencia. Es un don, como el don de la poesía.
Pero hay algo aquí que me preocupa, y es que pueda llegar a tomarse un acto de adivinación por uno de intuición.
Tanto la intuición como la adivinación forman parte de un proceso místico que nos permite vislumbrar efectos sin que tengamos conocimiento de por qué esos efectos se producen en el tiempo. Esto es lo que tienen en común entre sí y lo que las diferencia de la razón, que sólo puede conocer efectos partiendo del conocimiento de todas o algunas de las causas que los generan. Pero la intuición difiere de la adivinación en que la primera se ocupa de proposiciones y de decisiones, mientras que la segunda se maneja exclusivamente con representaciones. Un adivino, en tanto que tal, no sabrá qué decirnos si le preguntásemos si hay vida en Marte, ni podrá persuadirnos o disuadirnos de ir hacia ese planeta en la próxima expedición. Esto es así porque "hay vida en Marte" o "no hay vida en Marte" son proposiciones, y las proposiciones sólo pueden ser verificadas por la razón o por la intuición. Asimismo, el "¿qué debo hacer?" no es una pregunta para un adivino, sino para un lógico o un intuitivo.
Y sin embargo el adivino puede, indirectamente, influir en la ratificación o rectificación de cualquier proposición, o aconsejar tal o cual comportamiento, dando conocer la visión de algún hecho revelado internamente. Si le preguntamos si hay vida en Marte y él nos comunica que acaba de tener una visión de un planeta así y asá en cuya superficie no se divisaba más que polvo, podemos suponer, y sólo suponer, que tal planeta era Marte y que en Marte no hay vida. Aquí nunca estaremos seguros de nada, porque ni siquiera sabemos si la visión correspondía efectivamente a Marte, o al Marte presente (ya que puede ser una visión del pasado o del futuro); y aunque el adivino describa tan bien el lugar que no haya dudas de que se trata del Marte de hoy, a lo sumo quedaremos convencidos de que no hay en él macrovida (el adivino no puede percibir sus visiones con mayor agudeza sensitiva que la normal: no podría ver si hay microbios), o de que no la hay sobre la superficie, a no ser que nos describa también todo el interior del planeta y toda su atmósfera. Del mismo modo, si le comentamos que nos han invitado a explorar ese planeta, pero que tenemos miedo de lo que nos podría suceder en el viaje, el adivino, siempre refiriéndose sólo a hechos, podrá decirnos que ha escuchado en su interior un eco como de algo metálico que revienta, y tendremos todo el derecho de suponer (y sólo suponer, mientras la visión no sea más específica) que lo que reventará será la nave que se dirigirá próximamente hacia Marte, estemos o no estemos nosotros en ella.
Y sin embargo el adivino puede, indirectamente, influir en la ratificación o rectificación de cualquier proposición, o aconsejar tal o cual comportamiento, dando conocer la visión de algún hecho revelado internamente. Si le preguntamos si hay vida en Marte y él nos comunica que acaba de tener una visión de un planeta así y asá en cuya superficie no se divisaba más que polvo, podemos suponer, y sólo suponer, que tal planeta era Marte y que en Marte no hay vida. Aquí nunca estaremos seguros de nada, porque ni siquiera sabemos si la visión correspondía efectivamente a Marte, o al Marte presente (ya que puede ser una visión del pasado o del futuro); y aunque el adivino describa tan bien el lugar que no haya dudas de que se trata del Marte de hoy, a lo sumo quedaremos convencidos de que no hay en él macrovida (el adivino no puede percibir sus visiones con mayor agudeza sensitiva que la normal: no podría ver si hay microbios), o de que no la hay sobre la superficie, a no ser que nos describa también todo el interior del planeta y toda su atmósfera. Del mismo modo, si le comentamos que nos han invitado a explorar ese planeta, pero que tenemos miedo de lo que nos podría suceder en el viaje, el adivino, siempre refiriéndose sólo a hechos, podrá decirnos que ha escuchado en su interior un eco como de algo metálico que revienta, y tendremos todo el derecho de suponer (y sólo suponer, mientras la visión no sea más específica) que lo que reventará será la nave que se dirigirá próximamente hacia Marte, estemos o no estemos nosotros en ella.
Como se ve, la adivinación, si bien es un procedimiento extrasensorial, se le representa al adivino bajo la forma de una percepción sensitiva (una imagen, un sonido, un olor, un sabor, un dolor, etc.). He aquí el punto capital que nos evitará cualquier confusión, porque las intuiciones nunca se presentan ni podrían presentarse como percepciones sensitivas. Si le preguntamos si hay vida en Marte, nuestra intuición, si es que la tenemos, nos dirá que sí o que no, pero nunca nos enriquecerá con visiones, ruidos o sabores marcianos. Si estas percepciones interiores aparecen, o bien somos adivinos, o bien las estamos imaginando, pero nunca deberemos atribuírselas al proceso intuitivo. Y lo mismo para cuando le preguntemos si nos conviene ir a Marte: sí o no será la respuesta[1], pero no habrá rastro alguno en nuestra conciencia del cual podamos inferirla.
El adivino percibe algo, un hecho, que sucedió, sucederá o está sucediendo en algún sitio, y a partir de tal percepción arma su predicción. El intuitivo no percibe nada, simplemente se convence de la veracidad o falsedad de tal proposición o de la conveniencia o no de hacer tal cosa.
Si no se sabe ubicar la visión en el tiempo y en el espacio en que realmente ocurre, o si se ubica bien pero se interpreta mal, la predicción fallará, y fallará también si lo que parecía ser una visión no era otra cosa que un producto de la imaginación.
Si no se sabe ubicar la visión en el tiempo y en el espacio en que realmente ocurre, o si se ubica bien pero se interpreta mal, la predicción fallará, y fallará también si lo que parecía ser una visión no era otra cosa que un producto de la imaginación.
Aparte de que la imaginación no forma parte de la realidad mientras que la visión sí, no existe otra cualidad que las distinga. Y puesto que al adivino se le hace imposible distinguir de algún modo lo que es y lo que no es real en su mente, me parece que la única guía más o menos confiable para realizar la distinción es la intensidad y la duración del mensaje. Si no se percibe claramente, o si dura demasiado poco, desconfiemos. Para un adivino la imaginación es tan peligrosa como peligroso es para un intuitivo el presentimiento trucho (ver anotaciones del 20/3/98).
La gente culta tiende a desconfiar de los adivinos, y bien que hacen, porque si adivinan una vez de cada quinientas ya es mucho decir. Lo que pasa es que ponen en la misma bolsa a los adivinos, a los imaginativos y a los chantas; y si tenemos en cuenta que, según lo dicho, ni siquiera ser adivino en serio garantiza la realización de predicciones correctas, tenemos como corolario el escepticismo exagerado, que lo mismo que el exagerado dogmatismo, no se condice con la ciencia.
Aclaro, para que se sepa que no tengo ningún interés creado en esto, que no me considero un adivino; apenas soy un individuo escasamente imaginativo. Lo que sí creo tener es algo de intuición. No mucha, pero algo. Y cuando le pregunto si los adivinos existen, la mayoría de las veces me contesta que sí.
[1] La intuición no trabaja con multiple choice, necesita siempre opciones antagónicas. Si ante nosotros el camino se bifurca en cuatro senderos, y queremos intuir cuál nos conviene tomar, deberemos hacernos no una pregunta sino tres: 1. ¿Me conviene más el camino A que el B? 2. ¿Me conviene más el camino conveniente en 1 que el C? 3. ¿Me conviene más el camino conveniente en 2 que el D? La intuición realiza este descarte automáticamente, pero si el nivel moral de quien intuye no está muy calibrado puede suceder que no logre dar la respuesta correcta con rapidez o que no la dé nunca. Para quienes no somos santos, sabios ni revolucionarios, lo indicado es intuir en base a dualismos opuestos (preguntas que se puedan responder con sí o con no), dejando para los expertos las intuiciones que impliquen respuestas más extensas.
viernes, 1 de julio de 2011
Una explicación modesta de las intuiciones metafísicas prácticas
Hace ya un tiempo que dejé de tomar mis decisiones importantes basándome principalmente en lo que mi lógica conciente me sugiere. Ahora me baso en mis intuiciones, las que muchas veces discrepan (aunque no siempre) con los dictados del raciocinio externo. Pero esto no significa que yo esté convencido de que los resortes del mundo son irracionales. Al manejarme intuitivamente y no racionalmente, lo único que estoy admitiendo es que mi razón externa no está lo suficientemente desarrollada como para llegar a divisar no digamos todo, pero sí una buena parte del abanico de efectos éticamente buenos y éticamente malos que se abre en el espacio y en el tiempo cada vez que muevo un dedo. Si yo tuviese la capacidad de comprender qué efectos causarán mis decisiones fundamentales, más allá del efecto más o menos inmediato que sí es muchas veces deducible mediante la lógica humana contemporánea, si yo tuviese esa capacidad no dudaría en obrar de acuerdo con lo que me indicase mi cerebro, porque creo fervientemente que la maquinaria universal es absolutamente lógica, que no hay absolutamente nada de azar e irracionalismo ningún rincón del infinito.
Cuando hacemos algo que intuitivamente deseamos hacer, lo hacemos porque nuestra intuición sospecha que a la larga será lo que nos proporcionará un mayor bien[1]. Tal vez nuestro razonamiento externo nos esté diciendo que no, que no lo hagamos porque los efectos serán negativos. Despreciémoslo: si nuestra razón tiene vista de lince, nuestra intuición analiza el futuro como un aparato de rayos equis.
Y después de captar la intuición y de obrar conforme a ella, es conveniente, y es un ejercicio muy edificante para el intelecto, analizar el asunto nuevamente mediante razonamientos externos, los que deberán profundizarse más y más cada vez hasta llegar a la conclusión racional de que en realidad la intuición estaba en lo cierto respecto de los beneficios que nuestro accionar causaría (o nos causaría, que es lo mismo), o sea, que nuestro primer razonamiento era falso, falso porque tuvo en cuenta sólo los efectos buenos y malos que se desatarían inmediatamente, desestimando los efectos mediatos, o falso porque, simplemente, partió de premisas erróneas.
Claro que no siempre se puede llegar a desmembrar racionalmente a las intuiciones. Las más altas, no son susceptibles de análisis lógico ninguno, ni siquiera del realizado por el cerebro más brillante de todos cuantos hoy viven. Por eso dije cierta vez que la teología tenía un límite que no era posible traspasar, y que muchos pensadores se habían engañado a sí mismos al convencerse de haber demostrado, por medio de la lógica, verdades metafísicas "que trascienden por completo el concepto de razón, y que por ese motivo no pueden ser comprobadas". En rigor de verdad, no es que las verdades últimas trasciendan a la razón, sino que la única razón capaz de comprenderlas sería la razón de un cerebro hiperdesarrollado, muchísimo más desarrollado que el cerebro actual del hombre. El gran Descartes intuía la existencia de Dios, pero a su temperamento predominantemente cerebrotónico no le bastaban las intuiciones: necesitaba una explicación razonable, una demostración, tal como, de haber sido predominantemente somatotónico, habría necesitado pruebas sensitivas para creer en su existencia. [...] Por eso es que hay que ser muy cuidadoso con esto de las demostraciones racionales de las intuiciones: es difícil encontrar fundamentalistas que basen su fanatismo en una intuición falsa, pero si les ayudamos a "demostrar" racionalmente la "certeza" de su falsa intuición (o sea, si les ayudamos a racionalizar sus malas intenciones para que piensen que son buenas), desde ese momento serán más dogmáticos y agresivos que nunca. "Tengo razón", dice el terrorista después de colocar la bomba; me es difícil imaginar a uno que diga: "Lo hice por pura intuición"...
Por suerte para la memoria de Descartes, su intuición (según intuyo) resultó ser verdadera pese a lo aparatoso de su demostración racional. Pero lamentablemente para la memoria del mundo religioso, hubo otros teólogos que no tuvieron intuiciones tan sanas como esta del francés.
¿O es que acaso alguno pensaba que las intuiciones, por el solo hecho de serlo, debían ser siempre correctas? Quien así lo haya supuesto tiene razón... y a la vez no la tiene.
Las intuiciones, las verdaderas intuiciones, son siempre correctas, y bueno es acomodarse a ellas si es que queremos que todo nos vaya bien en la vida. Pero hete aquí que estas intuiciones no siempre se nos aparecen tan claramente como para que no tengamos ninguna duda de que son lo que creemos que son y así nos dejemos llevar por ellas. Mucha gente supone tener intuiciones todo el tiempo, pero en realidad no tiene intuiciones sino presentimientos truchos. Quien a menudo tiene intuiciones no es presa fácil de los presentimientos truchos, pues éstos se muestran mucho más débiles y titila antes que las primeras. Pero quien nunca o casi nunca ha tenido una intuición tracendente suele creer que lo que siente es lo verdadero, tal como un chino que no conoce más que el arroz supone que no existe ningún otro alimento que no sea ese. Quien actúa intuitivamente, actúa correctamente; quien actúa presa de los presentimientos truchos, a la larga se perjudica.
Pero ¿quiénes son los que poseen el don de la intuición, para diferenciarlos de los que casi nada perciben desde adentro? Fácil: tal como dije hace una semana, la ética es el motor del mundo y el motor de la razón; agrego, si hace falta, que no es otra que la ética la que nos hace sentir vivamente la intuición. Cuanto más ético es un ser (porque la moral no es una exclusividad humana), mayor claridad intuitiva posee.
La intuición y la razón crecen juntas, o juntas desaparecen. La razón, que es la hermana mayor, tiende siempre a esconderse, mientras que la intuición, más juguetona, prefiere pasear y mostrarse. Si nuestra meta es encontrar a la razón escondida, bueno será que comencemos siguiendo a la intuición descarada, ya que ésta, al final de sus andanzas, querrá ir a visitar a su hermana, y así nos guiará hasta ella.
Con un poco de suerte las veremos tomadas de la mano frente a su mamá Ética, la que nos guiñará un ojo y nos dirá: ¡Mire qué lindas, mire qué bien se llevan! ¡Y pensar que hay gente que cree que andan siempre peleadas![4]
[1] (Nota posterior.) Dos errores hay en esta oración. La intuición no sospecha, la intuición sabe. Pero nada sabe de lo que nos conviene a nosotros en tanto que seres individuales. No trabaja la intuición en vistas de favorecer al individuo que intuye (ni a ningún otro individuo en particular), sino en vistas de favorecer al universo en general.
[4] (Nota posterior.) "El enfoque racional y el intuitivo –dice Fritjof Capra en el epílogo de El Tao de la física-- son totalmente diferentes e implican mucho más que una visión determinada del mundo físico. Sin embargo, son complementarios [...]. Ni uno está comprendido en el otro, ni puede ninguno de ellos reducirse al otro, sino que ambos son necesarios y se complementan mutuamente para darnos una comprensión más completa del mundo. [...] La experiencia mística es necesaria para comprender la naturaleza más profunda de las cosas, y la ciencia es esencial para la vida moderna. Lo que necesitamos entonces no es una síntesis, sino una interacción dinámica entre la intuición mística y el análisis científico".
[4] (Nota posterior.) "El enfoque racional y el intuitivo –dice Fritjof Capra en el epílogo de El Tao de la física-- son totalmente diferentes e implican mucho más que una visión determinada del mundo físico. Sin embargo, son complementarios [...]. Ni uno está comprendido en el otro, ni puede ninguno de ellos reducirse al otro, sino que ambos son necesarios y se complementan mutuamente para darnos una comprensión más completa del mundo. [...] La experiencia mística es necesaria para comprender la naturaleza más profunda de las cosas, y la ciencia es esencial para la vida moderna. Lo que necesitamos entonces no es una síntesis, sino una interacción dinámica entre la intuición mística y el análisis científico".
Los que nacieron para filosofar
Vuelvo a utilizar a Platón para graficar una hipótesis propia:
Todo el mundo sabe que la planta y el animal que nacen en un clima poco favorable, y que por otra parte no tienen ni el alimento ni la temperatura que necesitan, se corrompen tanto más cuanto su naturaleza es más robusta, porque el mal es más contrario a lo que es bueno, que a lo que no es ni bueno ni malo. También es una verdad que un mal régimen daña más a lo que es excelente por su naturaleza, que a lo que no es más que mediano. Podemos asegurar igualmente que las almas mejor nacidas se hacen las peores mediante una mala educación. ¿Crees tú, que los grandes crímenes y la maldad consumada parten de un alma ordinaria, o más bien de una naturaleza fuerte, que la educación ha corrompido? De las almas vulgares puede decirse que jamás harán ni mucho bien ni mucho mal. Por consiguiente, de dos cosas una; si la índole natural filosófica es cultivada por las ciencias que le son propias, necesariamente ha de llegar de grado en grado hasta la misma virtud; si por el contrario, declina, crece y se desenvuelve en un suelo extraño, no hay vicio que no produzca algún día, a no ser que algún dios vele por su conservación de una manera especial (La República, libro sexto).
Yo dije alguna vez que la belleza exterior de una persona está íntimamente relacionada con su belleza interna, con la belleza de su alma, pero que esta relación era un tanto oscura en la mayoría de los casos. La mayoría de la gente bonita o hermosa, las modelos por ejemplo, demuestran una opacidad de cerebro y un desapego por los valores éticos que no se condicen con el exterior de su persona. ¿Qué ha pasado en estos casos? ¿Falló la relación antedicha? De ningún modo; lo que falló fue el entorno que rodeó y rodea al sujeto hermoso y espiritualmente bien dotado, arrinconándolo con tentaciones mundanas y materiales de las cuales se hace difícil escapar y que terminan ocultando el fondo de virtuosismo innato de tal modo que uno tiende a sospechar que ese fondo nunca existió en esa persona. Aquellos personajes bellamente cincelados en su figura y en sus facciones poseen el don de la sabiduría, de la compasión y del heroísmo en grado superlativo, pero estas extraordinarias energías potenciales nunca se manifiestan, pues "nacen en un clima poco favorable"; nunca tienen ni el alimento filosófico ni la temperatura mística que necesitan para bien desarrollarse… y degeneran. ¿Por qué la mayoría de los pensadores filosóficos son tímidos, mal encarados o físicamente desagradables? Porque a las personas con estas características el mundo les cierra las puertas, y entonces se refugian en los libros, en las computadoras o en su propio interior al no poder sacar partido de los placeres terrenales. No son estos hombres los más a propósito para filosofar; lo hacen porque no les queda otra. Después tal vez descubren que la filosofía esconde placeres tan o más interesantes que los que el mundo ofrece; bienvenido este descubrimiento, pero no es a ellos a quienes están reservados estos divinos deleites, sino a los otros, a los que nunca se acercarán a esa dimensión por estar atrapados en las redes de los bajos deseos ("a no ser que algún dios vele por su conservación de una manera especial").
Sigo con Platón:
Cuando en las asambleas públicas, en el foro, en el teatro, en el campo, o en cualquier otro sitio donde la multitud se reúne, aprueban o desaprueban ciertas palabras y ciertas acciones con gran estruendo, grandes gritos y palmadas [...]. ¿Qué efecto producirán tales escenas en el corazón de un joven? [...] ¿No tiene que naufragar por precisión en medio de estas oleadas de alabanzas y de críticas? ¿Podrá resistir a la corriente que le arrastra? ¿No conformará sus juicios con los de la multitud sobre lo que es bueno o vergonzoso? ¿No hará estudio en imitarla? (Ibíd., libro sexto).
Para la persona de alto porte y alto espíritu, aun en la juventud, los halagos y las recompensas materiales están siempre a la orden del día. Si no tiene un buen maestro, o mejor, varios maestros a su lado que le enseñen a desdeñar estos vanos ornamentos, el educando se hundirá en ellos y jamás egresará de la crasitud y la ignorancia. Y los filósofos del mundo, si es que existen en la actualidad, olvidarán por un instante su ataraxia y se rasgarán los harapos pensando en el amigo que no fue, en el compañero predestinado que no supo llegar hasta ellos. Y exclamarán, junto con Robert Browning: "Borrad su nombre, después, añadid al recuerdo de las almas perdidas una más, un deber más sin cumplir, un sendero más sin pisar, un triunfo más para el demonio, una pena más para los ángeles, una injusticia más contra el hombre y un ultraje más a Dios"[1].
Todo el mundo sabe que la planta y el animal que nacen en un clima poco favorable, y que por otra parte no tienen ni el alimento ni la temperatura que necesitan, se corrompen tanto más cuanto su naturaleza es más robusta, porque el mal es más contrario a lo que es bueno, que a lo que no es ni bueno ni malo. También es una verdad que un mal régimen daña más a lo que es excelente por su naturaleza, que a lo que no es más que mediano. Podemos asegurar igualmente que las almas mejor nacidas se hacen las peores mediante una mala educación. ¿Crees tú, que los grandes crímenes y la maldad consumada parten de un alma ordinaria, o más bien de una naturaleza fuerte, que la educación ha corrompido? De las almas vulgares puede decirse que jamás harán ni mucho bien ni mucho mal. Por consiguiente, de dos cosas una; si la índole natural filosófica es cultivada por las ciencias que le son propias, necesariamente ha de llegar de grado en grado hasta la misma virtud; si por el contrario, declina, crece y se desenvuelve en un suelo extraño, no hay vicio que no produzca algún día, a no ser que algún dios vele por su conservación de una manera especial (La República, libro sexto).
Yo dije alguna vez que la belleza exterior de una persona está íntimamente relacionada con su belleza interna, con la belleza de su alma, pero que esta relación era un tanto oscura en la mayoría de los casos. La mayoría de la gente bonita o hermosa, las modelos por ejemplo, demuestran una opacidad de cerebro y un desapego por los valores éticos que no se condicen con el exterior de su persona. ¿Qué ha pasado en estos casos? ¿Falló la relación antedicha? De ningún modo; lo que falló fue el entorno que rodeó y rodea al sujeto hermoso y espiritualmente bien dotado, arrinconándolo con tentaciones mundanas y materiales de las cuales se hace difícil escapar y que terminan ocultando el fondo de virtuosismo innato de tal modo que uno tiende a sospechar que ese fondo nunca existió en esa persona. Aquellos personajes bellamente cincelados en su figura y en sus facciones poseen el don de la sabiduría, de la compasión y del heroísmo en grado superlativo, pero estas extraordinarias energías potenciales nunca se manifiestan, pues "nacen en un clima poco favorable"; nunca tienen ni el alimento filosófico ni la temperatura mística que necesitan para bien desarrollarse… y degeneran. ¿Por qué la mayoría de los pensadores filosóficos son tímidos, mal encarados o físicamente desagradables? Porque a las personas con estas características el mundo les cierra las puertas, y entonces se refugian en los libros, en las computadoras o en su propio interior al no poder sacar partido de los placeres terrenales. No son estos hombres los más a propósito para filosofar; lo hacen porque no les queda otra. Después tal vez descubren que la filosofía esconde placeres tan o más interesantes que los que el mundo ofrece; bienvenido este descubrimiento, pero no es a ellos a quienes están reservados estos divinos deleites, sino a los otros, a los que nunca se acercarán a esa dimensión por estar atrapados en las redes de los bajos deseos ("a no ser que algún dios vele por su conservación de una manera especial").
Sigo con Platón:
Cuando en las asambleas públicas, en el foro, en el teatro, en el campo, o en cualquier otro sitio donde la multitud se reúne, aprueban o desaprueban ciertas palabras y ciertas acciones con gran estruendo, grandes gritos y palmadas [...]. ¿Qué efecto producirán tales escenas en el corazón de un joven? [...] ¿No tiene que naufragar por precisión en medio de estas oleadas de alabanzas y de críticas? ¿Podrá resistir a la corriente que le arrastra? ¿No conformará sus juicios con los de la multitud sobre lo que es bueno o vergonzoso? ¿No hará estudio en imitarla? (Ibíd., libro sexto).
Para la persona de alto porte y alto espíritu, aun en la juventud, los halagos y las recompensas materiales están siempre a la orden del día. Si no tiene un buen maestro, o mejor, varios maestros a su lado que le enseñen a desdeñar estos vanos ornamentos, el educando se hundirá en ellos y jamás egresará de la crasitud y la ignorancia. Y los filósofos del mundo, si es que existen en la actualidad, olvidarán por un instante su ataraxia y se rasgarán los harapos pensando en el amigo que no fue, en el compañero predestinado que no supo llegar hasta ellos. Y exclamarán, junto con Robert Browning: "Borrad su nombre, después, añadid al recuerdo de las almas perdidas una más, un deber más sin cumplir, un sendero más sin pisar, un triunfo más para el demonio, una pena más para los ángeles, una injusticia más contra el hombre y un ultraje más a Dios"[1].
[1] (Nota añadida el 2/9/9.) Pero así como la buena semilla se corrompe si cae fuera del buen terreno, así también la mala semilla puede dar fruto comestible si por fortuna cae en suelo fértil. ¿Y qué suelo más fértil para el intelecto humano que la Grecia de Pericles? Digo esto en relación a Sócrates, pues todos coinciden en considerarlo feo, y si mi teoría es correcta, su fealdad de rostro sería indicativa de su fealdad interna, de la fealdad de su espíritu. Este punto de vista es rubricado por el propio interesado, si hemos de creerle a Cicerón: "Como en una reunión hubiese colegido muchos vicios contra él Zopiro, que se jactaba de percibir el carácter de cualquiera con base en la fisonomía, se rieron de él los demás que no reconocían en Sócrates aquellos vicios; pero fue confortado por Sócrates mismo, pues dijo que aquéllos habían estado innatos en él, pero que los había alejado de sí con ayuda de la razón" (Disputas tusculanas, libro IV, cap. XXXVII, secc. 80). Sócrates conformaría uno de aquellos excepcionales casos en que la predisposición al vicio es contrarrestada por el conocimiento del bien; y así, por propia experiencia, fue que se convenció de aquella gran verdad por él propagandeada que indica que el malo no es malo voluntariamente, y que si conociese profundamente (no superficialmente --ver a este respecto los capítulos 9 y 12 del presente extracto--) lo que es la bondad, se transformaría en bueno por ese solo conocimiento, por mucho que sus genes le jueguen en contra. Pero sería este de Sócrates, ya lo he dicho, un caso excepcionalísimo, pues configura una epopeya personal el torcer una predisposición viciosa de manera tan radical como lo ha conseguido el padre de la filosofía occidental.
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