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domingo, 5 de agosto de 2018

El único amor de Pessoa



Si el Niñito está en condiciones de alquilar una casa [...], la más modesta que quiera, póngale dentro apenas los objetos indispensables para vivir sin la más mínima sombra de lujo [...] ¿Por qué no me lleva junto a usted que es la única ambición que tengo? [...] No tendré desilusiones porque me sentiré felicísima siempre que tenga su compañía constante —tanto cuanto sea posible—, su amistad y cariño constante [...]. Oh, mi amor, lléveme junto a usted lo más deprisa posible porque yo no puedo resistir más la necesidad que tengo de besarlo [...], de formar parte de su vida.
Carta de Ofelia Queiroz a Fernando Pessoa, 29/3/1931

“Nunca amé a nadie”, confesó Bernardo Soares. “Amar ha sido cosa que siempre me ha parecido imposible”. Pessoa, en cambio, amó una vez a una mujer, una casi niña de diecinueve años —él ya tenía treinta y uno— que conoció en su oficina de trabajo y que se llamaba Ofelia Queiroz[1]. Esta pasión tuvo dos etapas: la primera y más encendida duró desde marzo hasta noviembre de 1920; la segunda, desde septiembre de 1929 a enero de 1930 --con ciertas recidivas hasta 1931--. Pessoa se enamoró perdidamente de esta muchachita que al principio no mostraba mucho interés (tenía otro cortejador, más joven que Pessoa, y Pessoa comenzó el cortejo con el pie izquierdo[2]). Era de desprecio —por lo menos así lo creía el poeta enamorado— el sentimiento que por entonces inspiraba a la insignificante dactilógrafa” (JGS, p. 434). Sin embargo a los pocos meses ya planeaban casarse, y para ello, como no había dinero disponible para comprar una casa, se dedicó Pessoa… a los acertijos:

Compraba todos los días el Times y otros periódicos ingleses, en buena medida para participar en los concursos de crucigramas[3]. El poeta intervenía en algunos de estos, al parecer con el propósito de ganar una suma importante que, llegado el caso, y hablamos de 1920, hubiese permitido una vida en común con Ofelia Queiroz (CT, p. 91).

Por desgracia para la carenciada pareja (y por suerte —podemos especular— para los futuros lectores de Pessoa), nunca le acertó al premio mayor.
La relación, en breve, comenzó a declinar:

El tiempo, que envejece las caras y el cabello, también envejece, pero aún más deprisa, las pasiones. La mayoría de la gente, porque es estúpida, consigue no darse cuenta de ello, y piensa que ama todavía porque ha contraído el hábito de sentirse amado. [...] Las criaturas superiores, sin embargo, están privadas de la posibilidad de esta ilusión, porque no pueden creer que el amor dure; cuando lo sienten acabado, no se engañan interpretando como amor la estima o la gratitud que él ha dejado. [...]
El amor ha pasado. [...]
Mi destino pertenece a otra Ley, cuya existencia Ophelinha desconoce, y está cada vez más subordinado a la obediencia a Maestros que no consienten ni perdonan (carta a Ofelia del 29/11/1920, citada en Cartas a Ophélia, carta 36).

Y sobrevino la separación. Nueve años después, una Ofelia ya madura y con esa edad en que a las mujeres de aquella época les comenzaba a destruir el ánimo la soltería, se aferra al salvavidas Pessoa, el único que parecía tener a la mano, y ya no le interesó tanto que su pretendiente fuera un pobre traductor de misivas, sin propiedades y sin cuentas bancarias. Disfrutó el poeta este nuevo recreo amoroso, pero a esas alturas ya tenía en claro su objetivo en la vida y pensaba que el matrimonio se lo arruinaría:

Mi vida gira en torno a mi obra literaria [...]. Todo el resto en mi vida tiene un interés secundario: naturalmente hay cosas que me gustaría tener y otras que tanto me da si llegan o no. Es necesario que quienes me tratan se convenzan de que soy así, y de que exigirme los sentimientos, por lo demás dignos, de un hombre vulgar y banal es como exigirme que tenga los ojos azules y el cabello rubio.
[...] Me gusta mucho —pero mucho— Ophelinha. Aprecio mucho —muchísimo— su índole y su carácter. De casarme, solo lo haría con usted. Queda por saber si el matrimonio, el hogar (o como quieran llamarle) son cosas compatibles con mi vida interior. Lo dudo. Por ahora, quiero organizar a la brevedad esa vida interior y mi trabajo. Si no consigo organizarme, claro está que nunca pensaré siquiera en pensar en casarme. Si la organizara en términos de ver que el matrimonio sería un estorbo, claro que no me casaré (op. cit., carta 43, 29/9/1929).

Concluyó nomás que la vida conyugal perjudicaría su literatura

Quiero ser libre insincero.
Sin fe ni deber ni nada.
Prisiones, ni de amor quiero.
No me améis, que no me agrada.
(Noventa poemas últimos, 23/8/1930)

 y se alejó para siempre del amor. Así de tiránica es esta vocación[4].
Ansiaba la libertad. No la libertad física sino la intelectual, la libertad de poder escribir toda vez que lo quisiera y sobre el tema que quisiera. Y para lograr eso, según él, hay que destruir el amor.

No solo quien nos odia o nos envidia
nos limita y oprime; quien nos ama
también nos limita.
Que los dioses me concedan que, desprovisto de afectos,
tenga la fría libertad de las cumbres sin nada.
Quien quiere poco, tiene todo;
quien nada quiere es libre;
quien no tiene y no desea, hombre es como los dioses.

Odas de Ricardo Reis, 1/2/1930

Quien nos ama nos limita, y nosotros, si amamos, nos limitamos también. ¿Es esto cierto? Depende de a quién se aplique la sentencia. Con Pessoa funcionaba. Un amor le hubiese alargado la vida, pero posiblemente al precio de cortarle las alas. En mi caso —y no me objetes lector que relaciono todo con mi persona; ¿no es este un diario de intimidades?—, en mi caso, mi amor por Javier poco a poco se va acomodando dentro de mi plan de vida de una manera bastante conveniente a mis aspiraciones literarias. Es verdad que su amor, o mejor dicho el tiempo que a este amor le dedico, limita estas aspiraciones, pero más las limitaría la desesperación de la soledad o el cáncer tiroideo que se relame viéndome ingresar diariamente a mi actual trabajo[5]. Mi vida se va organizando de tal modo que lo que Pessoa consideraba fatal para su creación —el matrimonio—, a mí me la resguarda. Un muerto no escribe, un loco de soledad tampoco. Siempre supuso Pessoa que en algún momento se volvería loco: “Una de mis complicaciones mentales —horrible más allá de cualesquier palabras— es el miedo a la locura, el cual es, en sí mismo, locura” (EEAA, p. 43). Había leído a Nietzsche y temía correr su misma suerte. Loco no se volvió, pero se murió tempranamente, lo cual, a efectos de su producción literaria, es lo mismo. Yo confío en ser como Voltaire: un escribidor que, conforme va envejeciendo, mejor escribe. A Pessoa el alcohol lo destruyó prematuramente; yo lo controlé por ahora, pero nunca se sabe, y el mayor resguardo que poseo para no caer de nuevo en sus garras es Javier. Es decir, el amor. Un amor que me limita, pero que al mismo tiempo me permite seguir viviendo y escribiendo.
¿Qué clase de poemas habría escrito un Pessoa octogenario? Nunca lo sabremos. Es esa una pérdida irreparable. Conmigo no sucederá. Viviré muchos años, llegaré a viejo, y eso se lo deberé, fundamentalmente, al amor y a los afectos.


[1] Aparentemente, Pessoa habría tenido otro gran amor además del de Ofelia, aunque mucho más fugaz y escondido, una rubia misteriosa, posiblemente una inglesa llamada Madge Anderson, hermana de la esposa de su medio hermano, de la que no se conoce con precisión el lugar que ocupó en el corazón del poeta (cf. José Barreto, “A última paixão de Fernando Pessoa”, artículo disponible en internet). Tal vez pensando en ella escribió estos versos: Da la sorpresa de ser. / Es alta, de un rubio oscuro. / Da gusto pensar en ver / su cuerpo medio maduro (AP 130, 10/9/1930). “Miguel Roza, sobrino del poeta, estima […] que la inspiradora de este poema no es sino Hanni Larissa Jaeger, la compañera de Aleister Crowley en su viaje a Lisboa de 1930, interpretación a la que se suma Zenith” (CT, p. 150).
[2] Así lo cuenta la propia Ofelia: “Un día se cortó la luz en la oficina. Freitas no estaba y Osorio, el cadete, había salido a hacer un trámite. Fernando fue a buscar una lámpara de petróleo, la encendió y la puso encima de mi mesa. Un poco antes me había enviado una cartita donde solo escribió: «Le pido que se quede». Yo me quedé, como para ver qué pasaba. Por entonces ya había notado el interés de Fernando hacia mí; y yo, lo confieso, también le encontraba cierta gracia… Recuerdo que estaba de pie, a punto de ponerme el abrigo, cuando él entró en mi despacho. Se sentó en mi silla, dejó sobre la mesa la lámpara que traía y comenzó de pronto a declararse como Hamlet a Ofelia: «¡Oh, querida Ofelia!, mido mal mis versos, carezco de arte para medir mis suspiros, pero te amo en extremo. ¡Oh, hasta el último extremo, créeme!». Quedé muy conmovida, como es natural, y sin saber qué decir ni hacer, acabé por ponerme el abrigo y despedirme apresuradamente. Fernando se levantó con la lámpara en la mano para acompañarme hasta la puerta. Pero, de repente, apoyó la lámpara sobre la divisoria de la pared, me tomó sorpresivamente por la cintura, me abrazó y, sin decir una palabra, me besó, me besó apasionadamente, como un loco. […] Días más tarde, como Fernando parecía ignorar lo que había sucedido entre nosotros, resolví escribirle una carta pidiéndole una explicación; lo que dio origen a su primera carta-respuesta, con fecha 1° de marzo de 1920” (Ofelia Queiroz, citada por Luis Gruss en Lo inalcanzable, p. 43). Este arrebato pessoano aconteció el 22/1/20.
[3] Crucigramas no, acertijos. Según Cavalcanti Filho, difícilmente pudo ver Pessoa una grilla de palabras cruzadas en el Times, “puesto que, nacidas en Inglaterra desde 1762 [...], el primer número de esas cruzadas sería publicado en el Times apenas en 1935” (CF, p. 367).
[4] Pero ¿era realmente amor lo que los unía? Pessoa, en la piel de Álvaro de Campos, parece querer decirnos que el amor que Ofelia le ofrecía no tenía la calidez que él anhelaba: “Un día, en un restaurante, fuera del espacio y del tiempo, / me sirvieron el amor como guisado frío. / Delicadamente le hice notar al cocinero / que lo prefería caliente, / que el guisado (y era al estilo de Oporto) nunca se come frío” (“Dobrada à moda do Porto”, AP 2201).
[5] La máquina que utilizo para soldar lonas plásticas opera con radiofrecuencia y presenta gran dispersión. Tengo dos nódulos en la tiroides y la hipótesis de que dicha máquina los viene prohijando.

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