El
origen de las especies fue publicado en 1859,
pero la idea de que el hombre desciende del mono había sido colocada en letras
de molde cincuenta años antes:
Supongamos
que una raza cualquiera de cuadrumanos, la más perfeccionada, perdiera por
necesidades de ambiente o por otra causa cualquiera el hábito de trepar a los
árboles y de agarrar las ramas con los pies igual que con las manos; si los
individuos de esta raza, durante una serie de generaciones, se vieran obligados
a no utilizar sus pies más que para andar, y cesaran de emplear sus manos como
pies, no hay duda que dichos cuadrumanos se transformarían finalmente en
bimanos, y que los pulgares de sus pies dejarían de estar separados y ser
oponibles, ya que dichos pies solo les servirían para andar (Jean-Baptiste Lamarck, Filosofía
zoológica, p. 170).
Darwin apenas estaba naciendo cuando Lamarck
escribía esto, pero igual se llevó todo el crédito, mientras que Lamarck se
hizo acreedor de esta befa pergeñada, a modo de necrología, por Georges Cuvier,
uno de los más reputados naturalistas de aquel entonces:
Entre los
hombres dedicados al noble empleo de iluminar a sus semejantes, se encuentra un
pequeño número [...], quienes, dotados al mismo tiempo con una elevada
imaginación y un buen juicio, se abrazan en su saber a las vastas concepciones
de todo el campo de las ciencias, y aprovechando con firmeza cualquier cosa que
ofreciera la esperanza del descubrimiento, no han presentado ante el mundo nada
más que ciertas verdades, estableciéndolas mediante demostraciones evidentes.
[...] Otros, con mentes no menos ardientes, ni menos adaptadas para aprovechar
nuevas relaciones, han sido menos severos al examinar la evidencia. Con
descubrimientos reales con los que han enriquecido la ciencia, han mezclado
muchas concepciones imaginarias; y, creyendo que pueden superar la
experiencia y el cálculo, han construido laboriosamente grandes edificios sobre
cimientos imaginarios, que se asemejan a los palacios encantados de nuestros
viejos romances, que desaparecieron en el aire por la destrucción del talismán
al que debieron su nacimiento.
[...]
[El evolucionismo de Lamarck] se basó en dos suposiciones arbitrarias; la
primera, que es el vapor seminal el que organiza el embrión; la segunda, que
los esfuerzos y deseos pueden generar órganos. Un sistema fundamentado en tales
opiniones puede divertir la imaginación de un poeta [...], pero no puede
superar ni por un momento el examen de todo aquel que haya diseccionado una
mano, una víscera, o incluso una pluma (Georges Cuvier, Elegía de Lamarck, citado
por İrfan Yılmaz en
Evolución: ¿ciencia o ideología?, pp.
37-8).
La idea
“arbitraria” de que los deseos y esfuerzos generan órganos, pasó a la historia
como la hipótesis de la herencia de los caracteres adquiridos, hipótesis que el
mismo Darwin aceptó mientras escribía El
origen de las especies. Después, con los avances en la ciencia de la
genética, esta idea se descartó de plano en el ámbito del evolucionismo más
ortodoxo, pero no quedó descartada de mi propia idea de la evolución, que
postula como altamente probable la herencia de los caracteres adquiridos[1].
Primero la burla; luego el olvido —o el eclipsamiento, puesto que
Lamarck no ha sido completamente olvidado—. Desagradecido tributo para un
científico que, por ser más especulativo que práctico, allanó el camino de lo
que hoy conocemos como teoría de la evolución. Sí, a veces la especulación
gratuita y los cimientos teóricos imaginarios redundan en un grandioso
paradigma científico que los simples cortadores de vísceras o recolectores de
insectos nunca podrán vislumbrar.
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