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viernes, 10 de enero de 2020

Lamarck


El origen de las especies fue publicado en 1859, pero la idea de que el hombre desciende del mono había sido colocada en letras de molde cincuenta años antes:

Supongamos que una raza cualquiera de cuadrumanos, la más perfeccionada, perdiera por necesidades de ambiente o por otra causa cualquiera el hábito de trepar a los árboles y de agarrar las ramas con los pies igual que con las manos; si los individuos de esta raza, durante una serie de generaciones, se vieran obligados a no utilizar sus pies más que para andar, y cesaran de emplear sus manos como pies, no hay duda que dichos cuadrumanos se transformarían finalmente en bimanos, y que los pulgares de sus pies dejarían de estar separados y ser oponibles, ya que dichos pies solo les servirían para andar (Jean-Baptiste Lamarck, Filosofía zoológica, p. 170).

Darwin apenas estaba naciendo cuando Lamarck escribía esto, pero igual se llevó todo el crédito, mientras que Lamarck se hizo acreedor de esta befa pergeñada, a modo de necrología, por Georges Cuvier, uno de los más reputados naturalistas de aquel entonces:

Entre los hombres dedicados al noble empleo de iluminar a sus semejantes, se encuentra un pequeño número [...], quienes, dotados al mismo tiempo con una elevada imaginación y un buen juicio, se abrazan en su saber a las vastas concepciones de todo el campo de las ciencias, y aprovechando con firmeza cualquier cosa que ofreciera la esperanza del descubrimiento, no han presentado ante el mundo nada más que ciertas verdades, estableciéndolas mediante demostraciones evidentes. [...] Otros, con mentes no menos ardientes, ni menos adaptadas para aprovechar nuevas relaciones, han sido menos severos al examinar la evidencia. Con descubrimientos reales con los que han enriquecido la ciencia, han mezclado muchas concepciones imaginarias; y, creyendo que pueden superar la experiencia y el cálculo, han construido laboriosamente grandes edificios sobre cimientos imaginarios, que se asemejan a los palacios encantados de nuestros viejos romances, que desaparecieron en el aire por la destrucción del talismán al que debieron su nacimiento.
[...] [El evolucionismo de Lamarck] se basó en dos suposiciones arbitrarias; la primera, que es el vapor seminal el que organiza el embrión; la segunda, que los esfuerzos y deseos pueden generar órganos. Un sistema fundamentado en tales opiniones puede divertir la imaginación de un poeta [...], pero no puede superar ni por un momento el examen de todo aquel que haya diseccionado una mano, una víscera, o incluso una pluma (Georges Cuvier, Elegía de Lamarck, citado por İrfan Yılmaz en Evolución: ¿ciencia o ideología?, pp. 37-8).

La idea “arbitraria” de que los deseos y esfuerzos generan órganos, pasó a la historia como la hipótesis de la herencia de los caracteres adquiridos, hipótesis que el mismo Darwin aceptó mientras escribía El origen de las especies. Después, con los avances en la ciencia de la genética, esta idea se descartó de plano en el ámbito del evolucionismo más ortodoxo, pero no quedó descartada de mi propia idea de la evolución, que postula como altamente probable la herencia de los caracteres adquiridos[1].
Primero la burla; luego el olvido —o el eclipsamiento, puesto que Lamarck no ha sido completamente olvidado—. Desagradecido tributo para un científico que, por ser más especulativo que práctico, allanó el camino de lo que hoy conocemos como teoría de la evolución. Sí, a veces la especulación gratuita y los cimientos teóricos imaginarios redundan en un grandioso paradigma científico que los simples cortadores de vísceras o recolectores de insectos nunca podrán vislumbrar.


[1] Véase la entrada del 28/11/2.

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