Considero al Libro del desasosiego como un verdadero diario íntimo. [...]
Bernardo Soares no pasa de ser una máscara —muy transparente por lo demás— que
Fernando Pessoa pone ante su rostro al escribir este diario íntimo: una máscara
que, en muchas ocasiones, parece dejar distraídamente sobre la mesa —o sobre la
cómoda— en la que se apoya para escribir.
Ángel Crespo, Estudios sobre Pessoa [p. 18 y 210]
“Yo, artísticamente, no sé sino mentir”, le escribe Pessoa a João Gaspar
Simões (AP
2987). Una de sus frases, tal vez la que más ha trascendido, es la siguiente: El poeta es un fingidor. ¿Es tan así?
Para responder a esta pregunta es necesario precisar un poco mejor el aserto,
porque decir que la frase el poeta es un
fingidor es falsa o verdadera, carece de lógica. Yo creo que algunos poetas
pueden ser fingidores y otros no, de manera que si la oración la escribiésemos
así: “todo poeta es un fingidor”, entonces sería falsa. Pero lo que Pessoa
quiere significar es que los poetas no fingidores son malos poetas y los que
fingen —como él, supuestamente— hacen buena poesía. Tenemos entonces,
simplemente, que analizar esta frase: “solo fingiendo se puede hacer poesía de
alta calidad”, y decidir si es verdadera o falsa. Para ello tenemos que
especificar primero qué entendemos por poesía de alta calidad. Esto, me parece,
no es difícil: poesía de alta calidad es aquella que conmueve y emociona, de
diferentes maneras, al público que la lee. Un poema que nos deja impertérritos,
por muy perfecto que esté redactado en cuanto a su constitución formal, es un
mal poema, porque la piedra de toque para descubrir un buen poema será siempre
la emoción y la conmoción que suscita en el lector. Desde luego que hay poemas
que nos dejan fríos a unos y que conmueven hasta las lágrimas a otros, debido a
lo cual, forzosamente, esta catalogación estética se mueve bajo el imperio de
la democracia o la estadística. La poesía de Bécquer, por ejemplo, es en este
sentido mucho mejor que la de cualquier otro poeta menos leído, que también nos
conmueva, y esto es porque Bécquer conmueve masivamente. No interesa si su
poesía es simplona, trivial o cursi: si conmueve a muchos, es buena poesía y se
acabó.
Sabemos
que Pessoa es un poeta, y es poeta incluso —yo diría sobre todo— cuando escribe
en prosa. Sabemos también que su obra cumbre, lo más leído y admirado de su
producción, es el Libro del desasosiego.
Este libro, desde su publicación en los años 80, no ha dejado de conmover a los
millares de personas que lo han descubierto, y ha sido un éxito de ventas tanto
en lengua portuguesa como en las ediciones españolas. La vara estadística que
adoptamos para juzgar si una obra poética es buena, nos dice a las claras que
el Libro del desasosiego es, de punta
a punta, brillantemente poético. Y ¿por qué será que ha tenido tanto éxito
entre la crítica literaria exigente y especializada, al igual que entre el
público general? La respuesta, nuevamente, es muy sencilla: porque el lector
asocia a Bernardo Soares con Fernando Pessoa y le atribuye al propio Pessoa
todos los desasosiegos del primero. Se los atribuye en serio, no como un juego
de ficciones. El lector toma este libro como una real autobiografía de Pessoa.
Él nos dice que todo es ficción, que todo es fingimiento; nadie le cree. O
prefieren no creerle, porque si le creen, todo el encanto de esta obra
magnífica se va por el caño. Todo el mundo
sabe, porque Pessoa mismo, con sus cartas, se encargó de certificarlo, que ha
sido este portugués un ser esencialmente desdichado. Los que lo conocieron, en
la mayoría de los casos, opinan lo mismo. Luego es evidente la equiparación que
realiza el lector de la figura de Bernardo Soares con la de Pessoa. Y esa equiparación es lo que conmueve.
¿Qué suerte habría tenido, en cuanto a las emociones que despierta, el Libro del desasosiego si hubiera sido
escrito, digamos, por Voltaire? No nos conmoveríamos leyéndolo ni la décima
parte de lo que nos conmovemos ahora, porque sabríamos, conociendo el
temperamento y la jocosidad de Voltaire, que el libro es una completa ficción,
un completo fingimiento. ¿Por qué las películas basadas en algún hecho real nos
aclaran, al comienzo de la misma, esta condición? Porque el director conoce
perfectamente la psicología del espectador y sabe que si le dicen que la historia
es verídica, no fingida, la gente se conmoverá mucho más que si la mirase sin
este dato en la cabeza.
El
lector, el espectador, el consumidor de arte no quiere fingimiento. Quiere que
el artista se abra y sea sincero, que cuente lo que realmente le sucede o le ha
sucedido, que transmita a través de su obra lo que siente o ha sentido, no
quiere fingimientos. El problema es que algunos poetas, como no sienten nada,
como son emocionalmente frígidos, tienen que fingir, a través de sus
creaciones, que sienten algo que realmente no sienten, y esto es lo que llama
Pessoa hacer poesía. Pero ya hemos visto que se equivoca, y su equivocación es
más llamativa todavía habiendo sido él un poeta que no necesitaba fingir,
porque sus desasosiegos eran reales, y los plasmaba de tal manera que estamos
plenamente convencidos de que eran sus
desasosiegos. Con el fingimiento a otra parte: la poesía, y el arte en general,
piden sinceridad. O mejor dicho, quienes piden sinceridad son
los consumidores de arte y de poesía. Si el artista quiere fingir que finja,
pero nadie se conmoverá con su obra como se conmueven los espíritus
hiperósmicos cuando huelen la verdad.
La
filosofía y la poesía no son tan distintas, siempre que las tratemos con igual
criterio. Desde el momento en que suponemos que la poesía es fingimiento, la
tarea de hermanarlas se nos cae a tierra.