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domingo, 13 de octubre de 2019

PHP (pensadores homosexuales y promiscuos)


Voy a sincerarme. Lo que me movió a escribir sobre Wittgenstein y a interesarme por sus ideas no fue mi curiosidad intelectual, mi hambre de saberes filosóficos, sino el dato de su supuesta promiscuidad. Siendo yo un pensador homosexual y promiscuo, deseaba estudiar a otro que también lo fuera. Pero hay dudas. No estamos seguros de que haya sido Wittgenstein tal como lo pinta Bartley. Tendré entonces, mal que me pese, que estudiar en algún momento a Foucault, porque nadie podría dudar razonablemente de que el francés haya sido, entre los pensadores famosos, el homosexual más promiscuo de la historia.
Foucault murió de sida en 1984. Según uno de sus más íntimos allegados, el propio Foucault estaba convencido

de haber contraído el sida durante una fellatio en un sauna de San Francisco, pues aprovechaba las invitaciones a los Estados Unidos para frecuentar allí estos establecimientos, manteniendo un anonimato que los volvía más agradables que en Francia, donde su fama hacía fácil que se lo identificara (Mathieu Lindon, Lo que significa amar, pp. 214-5).

Intentaré corregir a Lindon. Lo que posiblemente haya contraído Foucault en un sauna de San Francisco no fue el sida, sino el virus HIV. Tener HIV en la sangre no es lo mismo que tener sida. Y es probable que Foucault haya muerto de sida no por ser portador de HIV, sino por su adicción a la heroína, al ácido lisérgico y a váyase a saber a qué otra droga recreativa. Los malos hábitos son más deletéreos que los malos virus.

viernes, 19 de julio de 2019

Michel Foucault: ¡Este sí que era promiscuo y se jactaba de ello!


Hay quienes solo conocieron al profesor del Collége de France; otros conocieron, o sostienen haber conocido, a un Foucault que, enfundado en cuero negro y envuelto en cadenas, se escabulliría de su apartamento de la rué de Vaugirard en busca de aventuras sexuales anónimas.
David Macey, Las vidas de Michel Foucault

"El contacto con el cuerpo de un extraño me ofrece una poderosa experiencia de la verdad", dijo Michel Foucault (citado por Simeon Wade en Foucault in California, p. 55). En su ensayo La voluntad de saber, afirma que para acceder al autoconocimiento conviene recurrir a las más variadas experiencias sexuales, ya que el sexo es el principio insidioso e indefinidamente activo del ser. Es por el sexo --dice-- por lo que cada cual debe pasar para acceder a su propia “inteligibilidad”:

De ahí la importancia que le prestamos, el reverencial temor con que lo rodeamos, la aplicación que ponemos en conocerlo. De ahí el hecho de que, a escala de los siglos, haya llegado a ser más importante que nuestra alma, más importante que nuestra vida; y de ahí que todos los enigmas del mundo nos parezcan tan ligeros comparados con ese secreto, minúsculo en cada uno de nosotros, pero cuya densidad lo torna más grave que cualesquiera otros. El pacto fáustico cuya tentación inscribió en nosotros el dispositivo de sexualidad es, de ahora en adelante, este: intercambiar la vida toda entera contra el sexo mismo, contra la verdad y soberanía del sexo. […]
Al crear ese elemento imaginario que es "el sexo", el dispositivo de sexualidad suscitó uno de sus más esenciales principios internos de funcionamiento: el deseo del sexo —deseo de tenerlo, deseo de acceder a él, de descubrirlo, de liberarlo, de articularlo como discurso, de formularlo como verdad. Constituyó al "sexo" mismo como deseable. Y esa deseabilidad del sexo nos fija a cada uno de nosotros a la orden de conocerlo, de sacar a la luz su ley y su poder; esa deseabilidad nos hace creer que afirmamos contra todo poder los derechos de nuestro sexo, cuando que en realidad nos ata al dispositivo de sexualidad que ha hecho subir desde el fondo de nosotros mismos, como un espejismo en el que creemos reconocernos, el brillo negro del sexo (La voluntad de saber, p. 93).

Cuanto más promiscuos seamos, parece decir Foucault, más inteligibles seremos. “Es necesario inventar con el cuerpo —con sus elementos, sus superficies, sus volúmenes, sus honduras— un erotismo no disciplinario: el de un cuerpo sumergido en un estado difuso y volátil gracias a encuentros casuales y a placeres incalculables” (citado por James Miller en La pasión de Michel Foucault, p. 376). Los saunas gueis serían, para nosotros, lo que el oráculo de Delfos era para los griegos:

Me parece políticamente importante [...] que la sexualidad pueda funcionar como funciona en un baño. Allí te encuentras con hombres que son para ti lo que tú eres para ellos: solo un cuerpo con el cual son posibles combinaciones y producciones de placer. Dejas de ser prisionero de tu propio rostro, de tu propio pasado, de tu propia identidad.

Se lamentaba de que esos lugares para encuentros ocasionales, ilimitados y anónimos, no existan para los heterosexuales:

¿Acaso no sería maravilloso disponer del poder, en cualquier momento del día o de la noche, de ingresar a un lugar equipado con toda la comodidad y posibilidades imaginables y reunirse allí con un cuerpo a un tiempo tangible y fugitivo? En este contexto hay una excepcional posibilidad de desubjetivizarse, desubyugarse (citado por Miller en ibíd, p. 356).

Estas incursiones de Foucault a los “baños públicos” se produjeron hasta el final de su vida. En 1983, un año antes de su muerte, visitó los de San Francisco, que eran sus favoritos.
¿Habrá sospechado algo de esto Wittgenstein?, ¿habrá pretendido “desubjetivizarse” cada vez que se zambullía —si es que se zambullía— en las oscuras y peligrosas callejuelas del parque del Prater?

jueves, 18 de julio de 2019

La sociedad de los apóstoles


Existía en 1912 en Cambridge una especie de cofradía llamada “La sociedad de los apóstoles”. Se trataba de una 

arrogante y elitista sociedad de debates (de la que el propio Russell era miembro), y que en esa época estaba dominada por John Maynard Keynes y Lytton Strachey. Wittgenstein se convirtió en lo que en el argot de los apóstoles se conocía como un «embrión»: una persona a la que se tiene en cuenta como futuro miembro (RM, p. 60).

Wittgenstein fue aceptado como miembro, pero su estadía dentro de la sociedad fue breve, pues “declinó el honor de ser miembro suyo [...] al poco tiempo de habérsele sido concedido. No le gustaba el ambiente refinado, pero un tanto artificioso, intelectualmente, ni la promiscuidad sexual de que hacía gala” (Isidoro Reguera, Ludwig Wittgenstein, p. 33). Muchos de los miembros de la sociedad eran homosexuales (Russell era una excepción), y es probable que Wittgenstein se tornara homosexual, o descubriera su homosexualidad, en su paso por aquel grupo. Tal vez haya descubierto junto a ellos que ser homosexual no es algo tan anormal como algunos lo pintan. Y en relación a la promiscuidad, no era que Wittgenstein la rechazara, sino que se inclinaba hacia otro target. El erotismo, muchas veces, se emparenta con la rudeza, y en aquel grupo esotérico había muchachos de variados temperamentos pero ninguno lo suficientemente rudo como para satisfacer a Wittgenstein y a sus no tan extraños apetitos.
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miércoles, 17 de julio de 2019

La hipótesis del Wittgenstein promiscuo (Segunda parte)


Me masturbé la noche pasada. Remordimientos. Pero también la convicción de que soy demasiado débil para resistir el impulso y la tentación.
Ludwig Wittgenstein, citado por Ray Monk en Ludwig Wittgenstein

La promiscuidad que William Bartley le adjudica a Wittgenstein es tema de gran discusión entre sus biógrafos. Wilhelm Baum, por ejemplo, afirma que las conclusiones de Bartley “no dejan de ser discutibles [...]. Ciertamente Bartley no ha presentado pruebas inequívocas de lo que afirma” (Ludwig Wittgenstein, p. 112). Para Brian McGuinness, este asunto constituye una “hipótesis innecesaria” (Wittgenstein. El joven Ludwig (1889-1921), p. 383, nota). Otro biógrafo más reciente, Ray Monk, es todavía más crítico. Lo acusa poco menos que de inventar al Wittgenstein promiscuo para ganar fama y notoriedad como biógrafo. Ante la pregunta acerca de cómo había llegado a esas conclusiones, había respondido Bartley que en su momento tuvo acceso a los diarios secretos de Wittgenstein, escritos en clave, y que de ahí había extraído una muy buena información respecto de su homosexualidad. Monk lo confronta:

En los textos en clave, Wittgenstein comenta su amor por, primero David Pinsent, luego Francis Skinner, y finalmente Ben Richards [...], y en este sentido «corroboran» su homosexualidad. Pero no corroboran las afirmaciones de Bartley acerca de la homosexualidad de Wittgenstein. Es decir, no dicen ni una palabra de que fuera al Prater a buscar «rudos jóvenes», ni hay nada en ellos que indique que Wittgenstein tuviera un comportamiento promiscuo en ningún momento de su vida. Al leerlos uno tiene la impresión de que era incapaz de tal promiscuidad, pues le incomodaba la menor manifestación del deseo sexual (RM, p. 525)[1].

Bartley se defendió aclarando que los detalles específicos de la promiscuidad de Wittgenstein los tomó de los relatos confidenciales que personalmente le hicieran algunos amigos y conocidos del pensador vienés en la década del 60, cuando comenzó su investigación que luego desembocaría en la polémica biografía. Pero Monk deseaba esclarecer esta cuestión de manera terminante:

Le envié una carta a Bartley y le pregunté directamente [...]; solo dijo que revelar su fuente de información sería traicionar la confianza de alguien, y que no estaba dispuesto a realizar tal deshonestidad (RM., p. 527).

Al no poder corroborar esa información, Monk se quedó con la sospecha de que la historia de la promiscuidad de Wittgenstein es falsa.
Yo tampoco tengo pruebas de que la hipótesis de Bartley sea verdadera. Sin embargo, ahí están las palabras, citadas ayer, que Wittgenstein le envió a Engelmann: “Las cosas me han sido de forma absolutamente miserable últimamente. Sin duda, solo a causa de mi propia bajeza y perversión”. “Mi vida se ha vuelto realmente absurda, pues solo consiste en episodios fútiles. La gente que hay a mi alrededor no lo ha notado y no lo entendería, pero sé que tengo una deficiencia fundamental”. Yo me permito conjeturar --que es algo así como aventurar un juicio sin estar completamente seguro de su veracidad--, y mi conjetura sobre este asunto le da la derecha a Bartley: creo que Wittgenstein, por muy incómodo que se sintiera ante la menor manifestación de deseo sexual, no dejó de sentir este deseo, y las convicciones que despertó en su cabeza el libro de Weininger fueron impotentes para detener su lujuria. Puede que esté equivocado, pero sospecho que no, y esta mi sospecha me es suficiente como para emitir una opinión. No necesito más: soy pensador filosófico, no detective[2].


[1] Este argumento de Monk es muy débil, porque son justamente las personas a quienes les incomodan las manifestaciones del deseo sexual las que tienden a desarrollar su sexualidad a partir de encuentros subrepticios (como las hipotéticas escapadas al Prater, con las que se aseguraba que nadie de su entorno social y universitario lo pudiera observar) o de solitarias masturbaciones (como era el caso de Wittgenstein, que al parecer se masturbaba con cierta frecuencia, tanto en su juventud como en su adultez, según detalla Monk en su libro, pp. 122, 130 y 351).
[2] El único biógrafo reconocido que más o menos acepta, aunque con recelo, la explicación de Bartley, es el francés Jacques Bouveresse: “La austeridad y el ascetismo que Wittgenstein hacía patentes podrían haber sido precisamente reacciones de defensa exacerbadas (y en parte eficaces) contra tentaciones sexuales extremadamente fuertes. Lo que es interesante de la hipótesis de Bartley [...] es que arroja una nueva luz [...] a ciertos aspectos depresivos y suicidas de la personalidad de Wittgenstein, y en especial la crisis moral muy grave por la que pasó en los años 1919-1920” (Wittgenstein, p. 63).

martes, 16 de julio de 2019

La hipótesis del Wittgenstein promiscuo


Nadie rebaje a lágrima o a furia
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez el halo y la lujuria.
Primera estrofa del Poema de los dones de Borges, levemente modificada

La Iglesia Católica impone a sus curas tres votos para poder realizar su tarea con efectividad y honor: el de pobreza, el de castidad y el de obediencia. Al cristiano primitivo le conciernen los dos primeros únicamente, porque solo se arrodilla ante Dios, jamás ante ningún ser humano que pretenda representarlo. De estos dos votos, Wittgenstein cumplimentó de manera efectiva el primero, pero desbarrancó una y otra vez frente al segundo. No lo digo en tono de reprimenda: tanto Tolstoi como yo sabemos lo difícil que es llevar a la práctica la continencia cuando se ha nacido con una sexualidad desbordada y a flor de piel.

Desde adolescente comprendió Wittgenstein que sus inclinaciones lascivas iban más para el lado de los hombres que de las mujeres. En Cambridge conoció a David Hume Pinsent, que fue su mejor amigo hasta que murió en un accidente de aviación durante la Gran Guerra, y se dice también, aunque no hay manera de probarlo, que fue su primer amante. Esta lista, la de sus amantes, es brevísima: David Pinsent (si es que lo fue), desde 1912 hasta su muerte en 1918; Francis Skinner, desde 1932 hasta 1941; Ben Richards, desde 1946 hasta la muerte de Wittgenstein en 1951. Los tres eran jóvenes veinteañeros. Tomando este dato como referencia podemos dar por sentado, con relativa seguridad, que Wittgenstein no supo, o no quiso, mantenerse casto, pero de aquí no se deduce en absoluto que fuera un desbordado sexual. Antes al contrario: tres parejas en cuarenta años indican más bien una moderación de apetitos que una exaltación del sexo[1]. El problema es que, al parecer, Wittgenstein no se conformaba con el aburrido sexo que le proporcionaba una pareja estable y salía una y otra vez de “cacería” en busca de presas apetecibles.

Todo comenzó, hasta donde se sospecha, en septiembre de 1919, justo después de que Wittgenstein abandonara sus posesiones y su propio domicilio, el Palacio Wittgenstein, yéndose a vivir a una pensión situada en el tercer distrito de Viena. Aquí cedo la palabra a su más famoso biógrafo:

Wittgenstein habría de encontrar en el tercer distrito, escogido por su conveniencia [estaba a solo diez minutos de camino del Palacio Wittgenstein], otra inesperada ventaja. Andando durante diez minutos en dirección este, [...] podía llegar rápidamente a los prados del parque del Prater, en donde jóvenes rudos estaban dispuestos a satisfacer su sexualidad. Una vez que encontró este lugar, Wittgenstein descubrió con horror que difícilmente podía apartarse de allí. Algunas noches, todas las semanas, salía de sus habitaciones andando el pequeño trecho que le llevaba al Prater, poseído, tal y como comentaría él a algunos amigos, por un demonio al que no podía controlar. Se encontró con que prefería mucho más al joven homosexual rudo e inculto con el que podía topar vagando por los caminos y callejuelas del Prater que aquellos otros, mucho más refinados jóvenes, que frecuentaban [...] los bares vecinos en el extremo del centro de la ciudad. Y era a este especial lugar [...] adonde Wittgenstein se apresuraba a ir siempre que vivió allí o visitó Viena. Del mismo modo, en sus últimos días en Inglaterra evitaba a veces a aquellos muchachos finos e intelectuales que se hubieran puesto fácilmente a su disposición, prefiriendo la compañía de jóvenes más ordinarios en los pubs de Londres (WB, pp. 51-2).

Dos meses después, en noviembre de 1919, Wittgenstein se muda a la casa de un amigo, alejada del Prater, y con esto elude sus apetitos, pero la pausa no duró demasiado: en abril de 1920 se vio forzado a volver al tercer distrito, pues la madre de su amigo se había enamorado de él. Se mudó todavía más cerca del Prater, y obviamente sufrió una recaída:

Fue durante este tiempo en el que se vio implicado en el comportamiento con más promiscuidad de su vida. [...] Refiriéndose a su modo de vida, escribió a su amigo Paul Engelmann [...]: “Las cosas me han sido de forma absolutamente miserable últimamente. Sin duda, solo a causa de mi propia bajeza y perversión. He estado pensando continuamente en quitarme la vida y todavía ahora me sigue asaltando ese pensamiento. Me he hundido hasta el fondo. ¡Ojalá no estés nunca en tal situación!” (WB, pp. 52-3).

Su voluntad, que había resultado tan inflexible a la hora de desprenderse de su dinero, era un dique de papel que no podía detener en ningún caso el maremoto de su lujuria. La única salida era el aislamiento. En su cuaderno de notas escribió:

La solución que tú ves al vivir está en el tipo de vida que haga desaparecer lo problemático. Que la vida es problemática quiere decir que tu vida no ha encontrado la forma de vivir. Debes cambiar, por tanto, tu vida y encontrar la forma de que desaparezca así lo problemático. [...] Coloca al hombre en una atmósfera inadecuada y nada funcionará como debe. Se mostrará enfermo en todas sus partes. Colócalo, sin embargo en su elemento adecuado y todo se desarrollará y aparecerá sano (citado en WB, p. 53).

Comprendió entonces que la clave para evitar el desastre era de naturaleza atmosférica. A partir de ahí

habría de buscar entornos o situaciones que satisficieran dos condiciones: alejarse de la tentación del contacto sexual fácil y casual con jóvenes en las calles o en otros lugares, y estar rodeado de jóvenes con los que pudiera entablar relaciones platónicas satisfactorias [...]. Así, desarrolló una serie de amistades íntimas con jóvenes bien parecidos, de maneras dulces y suaves [...]. Fue de esta manera, y en parte jugando ese juego, como muchos jóvenes, entre los que se incluyen algunos de sus amigos y estudiantes favoritos de Cambridge, entraron en su vida. [...] Su compañía le distraía y protegía de aquella soledad que él odiaba; soledad que le lanzaba al acecho, en la noche, a la busca del sexo. La otra estrategia que utilizó Wittgenstein para protegerse de sí mismo fue, simplemente, evitar las “áreas de peligro”, como son Viena, Manchester y Londres, en donde era fácil encontrar sexo accidental e impersonalmente sin dimensión alguna intelectual o espiritual: de ahí sus retiros, al modo conventual, a Noruega, a los alejados pueblos de Semmering, en la baja Austria, e incluso Cambridge.
[...] Así habría de vivir Wittgenstein. Vivía su vida en una especie de aflicción, por así decirlo, sin poder escapar completamente del sexo. Y es que a lo largo de toda su vida retornaron episodios que él consideró recaídas y durante los cuales se lanzaba a fugaces relaciones con jóvenes encontrados en el anonimato de la noche y a los que nunca volvería a ver de nuevo (WB, pp. 54-5).

Y lo peor, tal vez, era no poder contarle a nadie sus “pecados”, no poder confesarse. Lo intentó una vez, aunque solapadamente, a través de una carta a su amigo Engelmann fechada el 2 enero 1921:

¡He estado moralmente muerto durante más de un año! [...]. Soy uno de esos casos que quizá no resulten extraños hoy en día: tuve una tarea, no la llevé a cabo y ahora el fracaso está arruinando mi vida. Debería haber hecho algo positivo con ella, haberme convertido en una estrella del cielo. En lugar de eso he permanecido apegado a la tierra, y ahora me estoy extinguiendo gradualmente. Mi vida se ha vuelto realmente absurda, pues solo consiste en episodios fútiles. La gente que hay a mi alrededor no lo ha notado y no lo entendería, pero sé que tengo una deficiencia fundamental. Alégrate, si es que no comprendes de qué estoy hablando (citado en WB, p. 55).

Estaba hablando de su promiscuidad homosexual, pero de manera codificada; la vergüenza le prohibía ser más explícito. Para un aspirante a santo, educado al amparo de un férreo padre protestante, ser promiscuo era ya un gran problema, imaginémonos entonces la magnitud del inconveniente si a la promiscuidad a secas se le agrega el dato de ser practicada entre personas del mismo sexo[2].
Wittgenstein había leído a Otto Weininger, como casi todos los jóvenes instruidos de su tiempo y lugar. Weininger se había convertido en una figura de culto en la Viena de principios de siglo. Su libro Sexo y carácter pasó a ser un best seller de la época luego de que August Strindberg, en una carta publicada en la revista de Karl Kraus, lo describiera como “libro imponente, que probablemente ha solventado el más difícil de los problemas”. Fue reeditado veinticinco veces en el transcurso de veinte años y se tradujo a ocho idiomas. Pero lo que más prensa le dio a Weininger fue, sin dudas, su suicidio:

El suicidio de Weininger les pareció a muchos el resultado lógico del argumento del libro, y fue eso principalmente lo que lo convirtió en una cause célebre en la Viena de antes de la guerra. El hecho de que se quitara la vida no fue visto como una cobarde huida del sufrimiento, sino como un hecho ético, la valiente aceptación de una conclusión trágica. Fue, según Oswald Spengler, una «lucha espiritual», que proporcionó «uno de los más nobles espectáculos ofrecidos por la más reciente religiosidad». Como tal, inspiró un cierto número de suicidios imitativos. De hecho, el propio Wittgenstein comenzó a sentirse avergonzado por no haber osado matarse[3] (RM, p. 35).

La prédica de Sexo y carácter insiste una y otra vez en declarar las relaciones sexuales como algo sucio y corrompido, la otra cara, completamente opuesta, del verdadero amor. El futuro autor del Tractatus, con tan solo catorce años, asimiló este punto de vista y lo hizo suyo:

Wittgenstein se sentía incómodo no solo en lo que respecta a la homosexualidad sino en relación a la sexualidad misma. El amor, ya sea de un hombre o de una mujer, era algo que apreciaba muchísimo. Lo consideraba como un don, casi como un don divino. Pero, al igual que Weininger [...], distinguía claramente entre amor y sexo. La excitación sexual, tanto homosexual como heterosexual, le turbaba enormemente. Lo veía como algo incompatible con el tipo de persona que quería ser (Isidoro Reguera, El feliz absurdo de la ética, p. 43).

De ahí que siendo tan sexuado y no pudiendo evitar estos arrebatos, fantaseara con la solución que en aquel entonces estaba de moda. Tres de sus hermanos se habían suicidado, y los dos primeros, Hans en 1902 (se suicidó en La Habana[4]) y Rudolf en 1904 (en Berlín), al igual que Ludwig y Otto, eran homosexuales. Se suicidaron, comenta Reguera, “probablemente [...] por una homosexualidad no asumida frente a la que emergía —punitiva y solemne— una figura del padre muy estricta, de juez exigente e inmisericorde, que les persiguió hasta el escondrijo de su vergüenza” (op. cit. p. 40). Estaba todo dado, pues, para que el menor de los hermanos también se suicidara. Una y otra vez lo asaltó la idea, especialmente durante su juventud, cuando, tras haberse distanciado de la religión instituida, no lograba encontrar ningún tipo de paz espiritual; pero no lo hizo. Es verdad que admitió que en 1914 se había alistado como voluntario para coquetear con la muerte[5]; pero luego, ya de regreso a su país, y visto y considerando que la muerte no se había producido, pudo haber tomado él mismo cartas en el asunto. Después de haber optado por combatir en la guerra, no creo que le hubiesen faltado agallas para suicidarse si la desesperación lo hubiese sitiado completamente. Pero esta desesperación total nunca le llegó; ¿por qué?[6]
Weininger aconsejaba renunciar al sexo y mantener la castidad. La condición previa para todo desarrollo del espíritu y para el logro de una fuerza genial creadora era, según él, una abstinencia sexual completa[7]. Era homosexual, pero siempre se abstuvo de las relaciones carnales. Hans y Rudolf, que al igual que Weininger —según se sospecha— eran homosexuales no practicantes, terminaron sus días de la misma trágica manera. ¿Qué diferencia existió entre estos tres casos y el de Ludwig? ¿Por qué aquellos tres se suicidaron y Ludwig no? Yo tengo una hipótesis: evitó el suicidio, y la desesperación previa que lo posibilita, por el simple hecho de haber dado rienda suelta a su promiscuidad. Algo así opinaba también William Bartley:

Se ha solido decir que Wittgenstein vivió al borde de la locura. Es posible que aquellos “episodios fútiles” que se permitió de vez en cuando le dieran ese tipo de relajación que le ayudó a mantenerse sano y vivo. Weininger, después de todo, acabó suicidándose (WB, p. 56).

Bueno es mantenerse casto cuando la castidad es un ideal que no nos cuesta la vida. Si nos cuesta la vida, o la cordura, arrojemos la castidad al tacho de la basura y encaminémonos presurosos al Prater, que allí encontraremos no uno, sino unos cuantos jóvenes que sin estar doctorados en psicología, se encargarán de enderezarnos las ideas.


[1] Incluso varios de sus biógrafos afirman que de sus tres parejas, con la única que tuvo real actividad sexual fue con Skinner.
[2] También utiliza a su profesor y amigo para descargarse a través de veladas confesiones: "Mi vida está llena de los más feos y mezquinos pensamientos imaginables (esto no es una exageración) [...]. Estoy demasiado cansado de lo eternamente sucio y mediocre. Mi vida ha sido hasta ahora una gran cochinada" (carta a Bertrand Russell del 3 de marzo 1914, citada en RKM, p. 66). Luego, durante la guerra, se calificaría en su diario íntimo de pobre hombre, débil, desgraciado, miserable, pecador y gusano. En una posdata de una carta a Russell del 1/11/1919 (RKM., p. 73), le hace un pedido desesperado porque teme que la verdad salga a la luz: "Entre mis cosas hay una cantidad de cuadernos-diarios y manuscritos. ¡Deben ser TODOS QUEMADOS!". "Se horrorizaba enormemente —comenta Bartley (WB, p. 205)— ante alguien que penetrara en su vida personal”. Su intimidad era para él sagrada: ¡No juegues con las profundidades del otro!” (Aforismos, p. 63).
[3] De todas maneras escribió: “Sé que matarse uno mismo es siempre una cosa sucia” (citado por Anthony Kenny en Wittgenstein, p. 21).
[4] ¿Cómo puede alguien suicidarse en La Habana?
[5] En su diario íntimo, entrada del 12 de septiembre de 1914, anotó: "No tengo miedo de morir de un tiro, pero sí de no cumplir bien con mi deber. ¡Que Dios me dé fuerzas! ¡Amén, amén, amén!" (Citado por Whilhelm Baum en Ludwig Wittgenstein, p. 77). “Va a la guerra —afirma Isidoro Reguera— para coger talla personal frente a la cercanía de la muerte, en el enfrentamiento a algo duro de verdad y diferente a la tarea intelectual [...]. «Si me acobardo al escuchar los disparos, será señal de que es falsa mi visión de la vida.» «Tal vez la cercanía de la muerte me traiga la luz de la vida»” (Ludwig Wittgenstein, p.40).
[6] En 1918 estuvo a un paso del fatal desenlace: "Su tío Paul le disuade de la muerte cuando a finales de julio de ese verano lo encuentra por casualidad en penosísimo estado y aspecto en la estación de ferrocarril de Salzburgo dispuesto a tomar el tren para suicidarse en el magnífico escenario de Salzkammergut" (Isidoro Reguera, El feliz absurdo de la ética, p. 27). Es curioso que aquel estado de total depresión coincidiera con la fecha exacta de la redacción del Tractatus, que fue pasado en limpio allí, en la casa de su tío.
[7] (Nota posterior.) Véase también, en relación con este tema, unas páginas más abajo, la entrada del 30/4/19.

viernes, 21 de septiembre de 2018

La protohomosexualidad de Pessoa


Debido a la enfermedad de su padre (tuberculosis, muy avanzada en 1893), Fernando Pessoa, a sus cinco años, queda rodeado en su hogar por puras mujeres: la madre, la abuela, las criadas y las hermanas de la abuela materna (Rita, Maria, Adelaide y Carolina) y la prima segunda del padre de Pessoa, Lisbela da Cruz Pessoa, sin hijos y pobre de necesidad (cf. CF, p. 45). Muchos psicólogos, avalados por algunas estadísticas, afirman que si un niño es cuidado desde su más tierna edad exclusivamente por mujeres, sin figuras masculinas contrapesantes, las probabilidades de que cuando crezca se torne homosexual aumentan considerablemente. La protohomosexualidad de Pessoa tal vez pueda explicarse por este lado.

jueves, 20 de septiembre de 2018

El bisexual Pessoa


… A contar a aquel pobre muchachito
que me dio tantas horas tan felices.
Álvaro de Campos, “Soneto Já Antigo”

El coqueteo de Pessoa con la homosexualidad data de sus años juveniles. En 1915 Álvaro de Campos escribe un poema, “Oda marítima” (AP 135), en donde espeta frases como estas:

¡Ser mi cuerpo pasivo la mujer --todas las mujeres--
¡Que fueron violadas, muertas, heridas, rasgadas por los piratas!
¡Ser en mi ser subyugado una hembra que tiene que ser de ellos
Y sentir todo esto --todas estas cosas de una sola vez-- por la espina!
¡Oh mis peludos y rudos héroes de la aventura y del crimen!
¡Mis marítimas fieras, maridos de mi imaginación!
¡Amantes casuales de la oblicuidad de mis sensaciones!

Al año siguiente vuelve a la carga con “Salutación a Walt Withman” (AP 926):

¡Locura furiosa! Ganas de gañir, de saltar,
De rugir, susurrar, dar golpes, brincos, gritos con el cuerpo,
[...]
De meterme delante del giro de la fusta que va a golpear,
De ser la perra de todos los perros y ellos no bastan.

Ser la perra de todos los perros. Y Bernardo Soares también colabora: “Aquellos de nosotros que no son homosexuales desearían tener la valentía de serlo” (LDD, § 33)[1]. Pero en 1920, después de conocer a Ofelia, hasta el propio Álvaro de Campos parece olvidarse de las apologías homosexuales. Todo parece indicar que Pessoa, sexualmente hablando, era lo que podía. En su juventud pudo ser homosexual —aunque probablemente nunca lo fue en la práctica—; en su madurez, se inclinó hacia la heterosexualidad. Fantaseaba con hombres, pero noviaba con mujeres. Yo al revés: a los bifes con los hombres, en la imaginación con las mujeres. Ambos podríamos ser catalogados como bisexuales. O mejor, hermafroditas.


[1] Siguiendo esta línea, Cavalcanti Filho habla de “el homosexual que Pessoa nunca tuvo coraje de ser” (CF, p. 263).

sábado, 7 de julio de 2018

El temperamento femenino de Pessoa


“No encuentro dificultad en definirme” —dice Fernando Pessoa—:

Soy un temperamento femenino con una inteligencia masculina. Mi sensibilidad y los movimientos que de ella proceden, y es en eso que consisten el temperamento y su expresión, son de mujer. Mis facultades de relación —la inteligencia, y la voluntad, que es la inteligencia del impulso— son de hombre.

Cataloga esta condición como “una inversión sexual frustrada”. Frustrada porque se detiene en el espíritu. Pero

en los momentos de meditación sobre mí, me inquietó [...] que esa disposición del temperamento no pudiera un día descenderme al cuerpo (EEAA, pp. 98-9).

Este temperamento invertido lo tenían también, según Pessoa, Shakespeare y Rousseau, con la diferencia de que estos dos grandes literatos no supieron o no quisieron impedir el descenso del temperamento al cuerpo, y así Shakespeare incursionó en la homosexualidad y Rousseau cayó en un “vago masoquismo”[1].
Yo también, al igual que Pessoa, tengo sensibilidad femenina e inteligencia masculina, y al igual que Shakespeare y Rousseau, permití que mi temperamento descendiera y se instalara en mi cuerpo. ¿Será esto humillante, como lo sospechaba Pessoa, o será un simple sinceramiento que nos libera de una impedimenta que no es deseable para el escritor tener que llevar sobre su espalda? Lo humillante no es la homosexualidad sino la concupiscencia desmadrada, sin importar hacia qué objeto se dirige. “Bastaba el deseo [de tener sexo con un hombre] para humillarme”, confiesa Pessoa. A mí me humilla cualquier tipo de deseo libidinoso, yo no discrimino. Y como el deseo y el acto me humillan lo mismo, voy directo al acto, que tiene la ventaja de ser, respecto al deseo, bastante más placentero.


[1] Pessoa abonaba la teoría según la cual Shakespeare el poeta no era en realidad la misma persona que Shakespeare el actor, sino que detrás de este se escondía sir Francis Bacon —y era a Bacon a quien consideraba homosexual— (cf. F. Pessoa, Escritos sobre genio y locura, p. 264).

lunes, 1 de abril de 2013

Una conjetura sobre la desaparición o la disminución de la homosexualidad en Occidente


Supongamos que la homosexualidad se presenta, dentro de los seres humanos, a partir de un gen o grupo de genes dispuestos para producir tal efecto. Si este es el caso, la homosexualidad tiende a extinguirse.
Desde mediados del siglo XX y hacia atrás (con algunas excepciones, como en la Grecia antigua), la homosexualidad estaba tan mal vista, que los homosexuales, para simular que no lo eran, necesitaban casarse y procrear. Esta procreación aseguraba la persistencia de la homosexualidad por vía genética. Hoy día, siendo que el homosexual, dentro de las civilizaciones occidentales de mayor jerarquía, tiende a ser tolerado cada vez con más respeto e inclusión, no necesita ya tanto el escudo de la procreación y tiende a formar pareja con otro hombre (o con otra mujer en el caso de las lesbianas) desinhibidamente, o a mantener relaciones promiscuas con varios de sus pares. En cualquier caso, sus genes no se reproducen, y entonces la homosexualidad, asfixiada curiosamente por el propio espíritu libertario y anti discriminatorio que ahora la cobija, tenderá a desaparecer o al menos a disminuir notoriamente. Todo esto, repito, en el caso de que la homosexualidad sea pura y exclusivamente de origen genético. Si es pura y exclusivamente de origen cultural, el anterior razonamiento no interesa, y si constituye un híbrido genético-cultural, el razonamiento presenta una validez parcial.

jueves, 29 de diciembre de 2011

Ser guey

--Padre, tengo que decirte algo muy importante.
--Dime, hijo mío.
--Soy guey.
--No, de ninguna manera. Tú no eres guey.
--¡Que sí lo soy! No quieras ocultártelo, padre. Te estoy diciendo la verdad.
--Escúchame bien, hijo mío. ¿Usas ropa de primera marca?
--No.
--¿Posees un auto de reciente modelo?
--No.
--¿Tienes facilidad para el baile?
--No.
--¿Escuchas los discos de Madonna o de Sara Brightman?
--No.
--¿Patinas?
--No.
--¿Vas al gimnasio, a las clases de aeróbic?
--No.
--¿Y al teatro, a ver musicales?
--Tampoco.
--¿Vas de paseo al yopin?
--No.
--¿Veraneas en Punta del Este y vas cada dos o tres años a Europa?
--No.
--¿Almuerzas en los más paquetes restaurantes?
--No.
--Y por fin, ¿posees un perro hiperquinético y pequeñito?
--No.
--Ya ves, querido hijo, tú no eres guey. ¡Eres un puto de mierda!