“No encuentro dificultad en definirme”
—dice Fernando Pessoa—:
Soy
un temperamento femenino con una inteligencia masculina. Mi sensibilidad y los
movimientos que de ella proceden, y es en eso que consisten el temperamento y
su expresión, son de mujer. Mis facultades de relación —la inteligencia, y la
voluntad, que es la inteligencia del impulso— son de hombre.
Cataloga esta condición como “una inversión sexual
frustrada”. Frustrada porque se detiene en el espíritu. Pero
en
los momentos de meditación sobre mí, me inquietó [...] que esa disposición del
temperamento no pudiera un día descenderme al cuerpo (EEAA, pp. 98-9).
Este temperamento invertido lo tenían también, según
Pessoa, Shakespeare y Rousseau, con la diferencia de que estos dos grandes
literatos no supieron o no quisieron impedir el descenso del temperamento al
cuerpo, y así Shakespeare incursionó en la
homosexualidad y Rousseau cayó en un “vago masoquismo”[1].
Yo también, al igual que Pessoa, tengo
sensibilidad femenina e inteligencia masculina, y al igual que Shakespeare y
Rousseau, permití que mi temperamento descendiera y se instalara en mi cuerpo.
¿Será esto humillante, como lo sospechaba Pessoa, o será un simple
sinceramiento que nos libera de una impedimenta que no es deseable para el
escritor tener que llevar sobre su espalda? Lo humillante no es la
homosexualidad sino la concupiscencia desmadrada, sin importar hacia qué objeto
se dirige. “Bastaba el deseo [de tener sexo con un hombre] para humillarme”,
confiesa Pessoa. A mí me humilla cualquier tipo de deseo libidinoso, yo no
discrimino. Y como el deseo y el acto me humillan lo mismo, voy directo al
acto, que tiene la ventaja de ser, respecto al deseo, bastante más placentero.
[1] Pessoa abonaba la
teoría según la cual Shakespeare el poeta no era en realidad la misma persona
que Shakespeare el actor, sino que detrás de este se escondía sir
Francis Bacon —y era a Bacon a quien consideraba homosexual— (cf. F.
Pessoa, Escritos sobre genio y locura,
p. 264).
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