Nadie rebaje a lágrima o a furia
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez el halo y la lujuria.
Primera estrofa del Poema de los
dones de Borges, levemente modificada
La Iglesia Católica
impone a sus curas tres votos para poder realizar su tarea con efectividad y
honor: el de pobreza, el de castidad y el de obediencia. Al cristiano primitivo
le conciernen los dos primeros únicamente, porque solo se arrodilla ante Dios,
jamás ante ningún ser humano que pretenda representarlo. De estos dos votos,
Wittgenstein cumplimentó de manera efectiva el primero, pero desbarrancó una y
otra vez frente al segundo. No lo digo en tono de reprimenda: tanto Tolstoi
como yo sabemos lo difícil que es llevar a la práctica la continencia cuando se
ha nacido con una sexualidad desbordada y a flor de piel.
Desde adolescente comprendió
Wittgenstein que sus inclinaciones lascivas iban más para el lado de los
hombres que de las mujeres. En Cambridge conoció a David Hume Pinsent, que fue su mejor amigo hasta que
murió en un accidente de aviación durante la Gran Guerra, y se dice también,
aunque no hay manera de probarlo, que fue su primer amante. Esta lista, la de
sus amantes, es brevísima: David Pinsent (si es que lo
fue), desde 1912 hasta su muerte en 1918; Francis Skinner, desde 1932 hasta
1941; Ben Richards, desde 1946 hasta la muerte de Wittgenstein en 1951. Los
tres eran jóvenes veinteañeros. Tomando este dato como referencia podemos dar
por sentado, con relativa seguridad, que Wittgenstein no supo, o no quiso,
mantenerse casto, pero de aquí no se deduce en absoluto que fuera un desbordado
sexual. Antes al contrario: tres parejas en cuarenta años indican más bien una
moderación de apetitos que una exaltación del sexo[1].
El problema es que, al parecer, Wittgenstein no se conformaba con el aburrido
sexo que le proporcionaba una pareja estable y salía una y otra vez de
“cacería” en busca de presas apetecibles.
Todo
comenzó, hasta donde se sospecha, en septiembre de 1919, justo después de que
Wittgenstein abandonara sus posesiones y su propio domicilio, el Palacio
Wittgenstein, yéndose a vivir a una pensión situada en el tercer distrito de
Viena. Aquí cedo la palabra a su más famoso biógrafo:
Wittgenstein habría de encontrar en el tercer distrito, escogido por su
conveniencia [estaba a solo diez minutos de camino del Palacio Wittgenstein],
otra inesperada ventaja. Andando durante diez minutos en dirección este, [...]
podía llegar rápidamente a los prados del parque del Prater, en donde jóvenes
rudos estaban dispuestos a satisfacer su sexualidad. Una vez que encontró este
lugar, Wittgenstein descubrió con horror que difícilmente podía apartarse de
allí. Algunas noches, todas las semanas, salía de sus habitaciones andando el
pequeño trecho que le llevaba al Prater, poseído, tal y como comentaría él a
algunos amigos, por un demonio al que no podía controlar. Se encontró con que
prefería mucho más al joven homosexual rudo e inculto con el que podía topar
vagando por los caminos y callejuelas del Prater que aquellos otros, mucho más
refinados jóvenes, que frecuentaban [...] los bares vecinos en el extremo del
centro de la ciudad. Y era a este especial lugar [...] adonde Wittgenstein se
apresuraba a ir siempre que vivió allí o visitó Viena. Del mismo modo, en sus
últimos días en Inglaterra evitaba a veces a aquellos muchachos finos e
intelectuales que se hubieran puesto fácilmente a su disposición, prefiriendo
la compañía de jóvenes más ordinarios en los pubs de Londres (WB, pp. 51-2).
Dos meses después, en noviembre de 1919,
Wittgenstein se muda a la casa de un amigo, alejada del Prater, y con esto
elude sus apetitos, pero la pausa no duró demasiado: en abril de 1920 se vio
forzado a volver al tercer distrito, pues la madre de su amigo se había
enamorado de él. Se mudó todavía más cerca del Prater, y obviamente sufrió una
recaída:
Fue durante este tiempo en el que se vio implicado en el comportamiento
con más promiscuidad de su vida. [...] Refiriéndose a su modo de vida, escribió
a su amigo Paul Engelmann [...]: “Las cosas me han
sido de forma absolutamente miserable últimamente. Sin duda, solo a causa de mi
propia bajeza y perversión. He estado pensando continuamente en quitarme la
vida y todavía ahora me sigue asaltando ese pensamiento. Me he hundido hasta el
fondo. ¡Ojalá no estés nunca en tal situación!” (WB, pp. 52-3).
Su voluntad, que había
resultado tan inflexible a la hora de desprenderse de su dinero, era un dique
de papel que no podía detener en ningún caso el maremoto de su lujuria. La
única salida era el aislamiento. En su cuaderno de notas escribió:
La solución que tú ves al vivir está en el tipo de
vida que haga desaparecer lo problemático. Que la vida es problemática quiere
decir que tu vida no ha encontrado la forma de vivir. Debes cambiar, por tanto,
tu vida y encontrar la forma de que desaparezca así lo problemático. [...] Coloca
al hombre en una atmósfera inadecuada y nada funcionará como debe. Se mostrará
enfermo en todas sus partes. Colócalo, sin embargo en su elemento adecuado y
todo se desarrollará y aparecerá sano (citado en WB, p. 53).
Comprendió entonces que
la clave para evitar el desastre era de naturaleza atmosférica. A partir de ahí
habría de buscar entornos o situaciones que
satisficieran dos condiciones: alejarse de la tentación del contacto sexual
fácil y casual con jóvenes en las calles o en otros lugares, y estar rodeado de
jóvenes con los que pudiera entablar relaciones platónicas satisfactorias
[...]. Así, desarrolló una serie de amistades íntimas con jóvenes bien
parecidos, de maneras dulces y suaves [...]. Fue de esta manera, y en parte
jugando ese juego, como muchos jóvenes, entre los que se incluyen algunos de
sus amigos y estudiantes favoritos de Cambridge, entraron en su vida. [...] Su
compañía le distraía y protegía de aquella soledad que él odiaba; soledad que
le lanzaba al acecho, en la noche, a la busca del sexo. La otra estrategia que
utilizó Wittgenstein para protegerse de sí mismo fue, simplemente, evitar las
“áreas de peligro”, como son Viena, Manchester y Londres, en donde era fácil
encontrar sexo accidental e impersonalmente sin dimensión alguna intelectual o
espiritual: de ahí sus retiros, al modo conventual, a Noruega, a los alejados
pueblos de Semmering, en la baja Austria, e incluso Cambridge.
[...] Así habría
de vivir Wittgenstein. Vivía su vida en una especie de aflicción, por así
decirlo, sin poder escapar completamente del sexo. Y es que a lo largo de toda
su vida retornaron episodios que él consideró recaídas y durante los cuales se
lanzaba a fugaces relaciones con jóvenes encontrados en el anonimato de la
noche y a los que nunca volvería a ver de nuevo (WB, pp. 54-5).
Y lo peor, tal vez, era
no poder contarle a nadie sus “pecados”, no poder confesarse. Lo intentó una
vez, aunque solapadamente, a través de una carta a su amigo Engelmann fechada el 2 enero 1921:
¡He estado moralmente muerto durante
más de un año! [...]. Soy uno de esos casos que quizá no resulten extraños hoy
en día: tuve una tarea, no la llevé a cabo y ahora el fracaso está arruinando
mi vida. Debería haber hecho algo positivo con ella, haberme convertido en una
estrella del cielo. En lugar de eso he permanecido apegado a la tierra, y ahora
me estoy extinguiendo gradualmente. Mi vida se ha vuelto realmente absurda,
pues solo consiste en episodios fútiles. La gente que hay a mi alrededor no lo
ha notado y no lo entendería, pero sé que tengo una deficiencia fundamental.
Alégrate, si es que no comprendes de qué estoy hablando (citado en WB, p.
55).
Estaba hablando de su promiscuidad
homosexual, pero de manera codificada; la vergüenza le prohibía ser más
explícito. Para un aspirante a santo, educado al amparo de un férreo padre
protestante, ser promiscuo era ya un gran problema, imaginémonos entonces la
magnitud del inconveniente si a la promiscuidad a secas se le agrega el dato de
ser practicada entre personas del mismo sexo[2].
Wittgenstein había leído a
Otto Weininger, como casi todos los jóvenes instruidos de su tiempo y lugar.
Weininger se había convertido en una figura de culto en la Viena de principios
de siglo. Su libro Sexo y carácter
pasó a ser un best seller de la época
luego de que August Strindberg, en una carta publicada en
la revista de Karl Kraus, lo describiera como “libro imponente, que
probablemente ha solventado el más difícil de los problemas”. Fue reeditado
veinticinco veces en el transcurso de veinte años y se tradujo a ocho idiomas.
Pero lo que más prensa le dio a Weininger fue, sin dudas, su suicidio:
El suicidio de Weininger les pareció a
muchos el resultado lógico del argumento del libro, y fue eso principalmente lo
que lo convirtió en una cause célebre en la Viena de antes de la guerra.
El hecho de que se quitara la vida no fue visto como una cobarde huida del
sufrimiento, sino como un hecho ético, la valiente aceptación de una conclusión
trágica. Fue, según Oswald Spengler, una «lucha espiritual», que proporcionó
«uno de los más nobles espectáculos ofrecidos por la más reciente
religiosidad». Como tal, inspiró un cierto número de suicidios imitativos. De
hecho, el propio Wittgenstein comenzó a sentirse avergonzado por no haber osado
matarse[3]
(RM,
p. 35).
La prédica de Sexo y carácter insiste una y otra vez en declarar las relaciones
sexuales como algo sucio y corrompido, la otra cara, completamente opuesta, del
verdadero amor. El futuro autor del Tractatus,
con tan solo catorce años, asimiló este punto de vista y lo hizo suyo:
Wittgenstein se sentía incómodo no solo
en lo que respecta a la homosexualidad sino en relación a la sexualidad misma.
El amor, ya sea de un hombre o de una mujer, era algo que apreciaba muchísimo.
Lo consideraba como un don, casi como un don divino. Pero, al igual que
Weininger [...], distinguía claramente entre amor y sexo. La excitación sexual,
tanto homosexual como heterosexual, le turbaba enormemente. Lo veía como algo
incompatible con el tipo de persona que quería ser (Isidoro Reguera, El feliz absurdo de la ética, p. 43).
De ahí que siendo tan sexuado y no
pudiendo evitar estos arrebatos, fantaseara con la solución que en aquel
entonces estaba de moda. Tres de sus hermanos se habían suicidado, y los dos
primeros, Hans en 1902 (se suicidó en La Habana[4]) y
Rudolf en 1904 (en Berlín), al igual que Ludwig y Otto, eran homosexuales. Se
suicidaron, comenta Reguera,
“probablemente [...] por una homosexualidad no asumida frente a la que emergía
—punitiva y solemne— una figura del padre muy estricta, de juez exigente e
inmisericorde, que les persiguió hasta el escondrijo de su vergüenza” (op. cit.
p. 40). Estaba todo dado, pues, para que el menor de los hermanos también se
suicidara. Una y otra vez lo asaltó la idea, especialmente durante su juventud,
cuando, tras haberse distanciado de la religión instituida, no lograba
encontrar ningún tipo de paz espiritual; pero no lo hizo. Es verdad que admitió
que en 1914 se había alistado como voluntario para coquetear con la muerte[5];
pero luego, ya de regreso a su país, y visto y considerando que la muerte no se
había producido, pudo haber tomado él mismo cartas en el asunto. Después de
haber optado por combatir en la guerra, no creo que le hubiesen faltado agallas
para suicidarse si la desesperación lo hubiese sitiado completamente. Pero esta
desesperación total nunca le llegó; ¿por qué?[6]
Weininger
aconsejaba renunciar al sexo y mantener la castidad. La condición previa para
todo desarrollo del espíritu y para el logro de una fuerza genial creadora era,
según él, una abstinencia sexual completa[7].
Era homosexual, pero siempre se abstuvo de las relaciones carnales. Hans y
Rudolf, que al igual que Weininger —según se sospecha— eran homosexuales no
practicantes, terminaron sus días de la misma trágica manera. ¿Qué diferencia
existió entre estos tres casos y el de Ludwig? ¿Por qué aquellos tres se
suicidaron y Ludwig no? Yo tengo una hipótesis: evitó el suicidio, y la
desesperación previa que lo posibilita, por el simple hecho de haber dado
rienda suelta a su promiscuidad. Algo así opinaba también William Bartley:
Se ha solido decir que Wittgenstein
vivió al borde de la locura. Es posible que aquellos “episodios fútiles” que se
permitió de vez en cuando le dieran ese tipo de relajación que le ayudó a mantenerse
sano y vivo. Weininger, después de todo, acabó suicidándose (WB, p.
56).
Bueno
es mantenerse casto cuando la castidad es un ideal que no nos cuesta la vida.
Si nos cuesta la vida, o la cordura, arrojemos la castidad al tacho de la
basura y encaminémonos presurosos al Prater, que allí encontraremos no uno,
sino unos cuantos jóvenes que sin estar doctorados en psicología, se encargarán
de enderezarnos las ideas.
[1] Incluso varios de sus biógrafos afirman que de sus tres parejas, con
la única que tuvo real actividad sexual fue con Skinner.
[2] También
utiliza a su profesor y amigo para descargarse a través de veladas confesiones:
"Mi vida está llena de los más feos y mezquinos pensamientos imaginables
(esto no es una exageración) [...]. Estoy demasiado cansado de lo eternamente
sucio y mediocre. Mi vida ha sido hasta ahora una gran cochinada" (carta a
Bertrand Russell del 3 de marzo 1914, citada en RKM, p. 66). Luego, durante la guerra, se calificaría en su diario
íntimo de pobre hombre, débil, desgraciado, miserable, pecador y gusano. En una
posdata de una carta a Russell del 1/11/1919 (RKM., p. 73), le hace un pedido desesperado porque teme que la
verdad salga a la luz: "Entre mis cosas hay una cantidad de
cuadernos-diarios y manuscritos. ¡Deben ser TODOS QUEMADOS!". "Se horrorizaba
enormemente —comenta Bartley (WB, p. 205)— ante alguien que
penetrara en su vida personal”. Su intimidad era para él sagrada: “¡No juegues con las profundidades del otro!” (Aforismos, p. 63).
[3] De todas
maneras escribió: “Sé que matarse uno mismo es siempre una cosa sucia” (citado
por Anthony Kenny en Wittgenstein, p.
21).
[4] ¿Cómo puede alguien suicidarse en La Habana?
[5] En su diario íntimo, entrada del 12 de
septiembre de 1914, anotó: "No tengo miedo de morir de un tiro, pero sí de
no cumplir bien con mi deber. ¡Que Dios me dé fuerzas! ¡Amén, amén, amén!"
(Citado por Whilhelm Baum en Ludwig
Wittgenstein, p. 77). “Va a la guerra —afirma Isidoro Reguera— para coger
talla personal frente a la cercanía de la muerte, en el enfrentamiento a algo
duro de verdad y diferente a la tarea intelectual [...]. «Si me acobardo al
escuchar los disparos, será señal de que es falsa mi visión de la vida.» «Tal
vez la cercanía de la muerte me traiga la luz de la vida»” (Ludwig Wittgenstein, p.40).
[6] En 1918 estuvo a un paso del fatal desenlace:
"Su tío Paul le disuade de la muerte cuando a finales de julio de ese
verano lo encuentra por casualidad en penosísimo estado y aspecto en la
estación de ferrocarril de Salzburgo dispuesto a tomar el tren para suicidarse
en el magnífico escenario de Salzkammergut" (Isidoro Reguera, El feliz absurdo de la ética, p. 27).
Es curioso que aquel estado de total depresión coincidiera con la fecha exacta
de la redacción del Tractatus, que
fue pasado en limpio allí, en la casa de su tío.
[7] (Nota
posterior.) Véase también, en relación con este tema, unas páginas más
abajo, la entrada del 30/4/19.
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