Hay
quienes solo conocieron al profesor del Collége de France; otros conocieron, o
sostienen haber conocido, a un Foucault que, enfundado en cuero negro y
envuelto en cadenas, se escabulliría de su apartamento de la rué de Vaugirard
en busca de aventuras sexuales anónimas.
David Macey, Las
vidas de Michel Foucault
"El
contacto con el cuerpo de un extraño me ofrece una poderosa experiencia de la
verdad", dijo Michel Foucault (citado por Simeon Wade en Foucault in California, p. 55). En su
ensayo La voluntad de saber, afirma
que para acceder al autoconocimiento conviene recurrir a las más variadas
experiencias sexuales, ya que el sexo es el principio insidioso e indefinidamente activo del ser. Es por el sexo --dice-- por lo que cada
cual debe pasar para acceder a su propia “inteligibilidad”:
De
ahí la importancia que le prestamos, el reverencial temor con que lo rodeamos,
la aplicación que ponemos en conocerlo. De ahí el hecho de que, a escala de los
siglos, haya llegado a ser más importante que nuestra alma, más importante que
nuestra vida; y de ahí que todos los enigmas del mundo nos parezcan tan ligeros
comparados con ese secreto, minúsculo en cada uno de nosotros, pero cuya
densidad lo torna más grave que cualesquiera otros. El pacto fáustico cuya
tentación inscribió en nosotros el dispositivo de sexualidad es, de ahora en
adelante, este: intercambiar la vida toda entera contra el sexo mismo, contra
la verdad y soberanía del sexo. […]
Al crear ese elemento imaginario que es
"el sexo", el dispositivo de sexualidad suscitó uno de sus más
esenciales principios internos de funcionamiento: el deseo del sexo —deseo de
tenerlo, deseo de acceder a él, de descubrirlo, de liberarlo, de articularlo
como discurso, de formularlo como verdad. Constituyó al "sexo" mismo
como deseable. Y esa deseabilidad del sexo nos fija a cada uno de nosotros a la
orden de conocerlo, de sacar a la luz su ley y su poder; esa deseabilidad nos
hace creer que afirmamos contra todo poder los derechos de nuestro sexo, cuando
que en realidad nos ata al dispositivo de sexualidad que ha hecho subir desde
el fondo de nosotros mismos, como un espejismo en el que creemos reconocernos,
el brillo negro del sexo (La
voluntad de saber, p. 93).
Cuanto
más promiscuos seamos, parece decir Foucault, más inteligibles seremos. “Es
necesario inventar con el cuerpo —con sus elementos, sus superficies, sus
volúmenes, sus honduras— un erotismo no disciplinario: el de un cuerpo
sumergido en un estado difuso y volátil gracias a encuentros casuales y a
placeres incalculables” (citado por James Miller en La pasión de Michel Foucault, p. 376). Los saunas gueis serían, para
nosotros, lo que el oráculo de Delfos era para los griegos:
Me parece políticamente importante [...] que
la sexualidad pueda funcionar como funciona en un baño. Allí te encuentras con
hombres que son para ti lo que tú eres para ellos: solo un cuerpo con el cual
son posibles combinaciones y producciones de placer. Dejas de ser prisionero de
tu propio rostro, de tu propio pasado, de tu propia identidad.
Se lamentaba de que
esos lugares para encuentros ocasionales, ilimitados y anónimos, no existan
para los heterosexuales:
¿Acaso no sería maravilloso disponer
del poder, en cualquier momento del día o de la noche, de ingresar a un lugar
equipado con toda la comodidad y posibilidades imaginables y reunirse allí con
un cuerpo a un tiempo tangible y fugitivo? En este contexto hay una excepcional
posibilidad de desubjetivizarse, desubyugarse (citado por Miller en ibíd, p.
356).
Estas incursiones de
Foucault a los “baños públicos” se produjeron hasta el final de su vida. En
1983, un año antes de su muerte, visitó los de San Francisco, que eran sus
favoritos.
¿Habrá
sospechado algo de esto Wittgenstein?, ¿habrá pretendido “desubjetivizarse”
cada vez que se zambullía —si es que se zambullía— en las oscuras y peligrosas
callejuelas del parque del Prater?
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