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domingo, 8 de agosto de 2010

Hildebrand

Ensayos correspondientes al capítulo 9 de La ética y la moral:

Capítulo 9
Hildebrand




A una verdad se le hace difícil penetrar en las piedras, pero no porque las piedras no tengan vida o no sean inteligentes, sino porque no son buenas, porque no aman a nadie.
Aproximóseles, Griego básico



Lunes 6 de agosto del 2007/ 2,35 p. m.
Hace ya diez años que vengo sosteniendo una proposición metafísica fundamental dentro de mi sistema filosófico, y es la que afirma que de la conducta ética del individuo depende grandemente la capacidad de raciocinio e intuición que dicho individuo podrá desarrollar durante su vida. Hasta el mes pasado no había encontrado ningún pensador que diera señales de interesarse por esta hipótesis, sea para criticarla o apoyarla. Ahora me topé con un alemán de la escuela de Scheler, el señor Dietrich von Hildebrand, que coincide conmigo en este magno tema. "Una falsa orientación de la voluntad --dice Hildebrand-- obstruye la captación de los valores morales" (Ética, cap. 17, secc. 17). Podemos comprender fácilmente, continúa este por momentos esclarecido escritor

por qué existen muchas más opiniones contrapuestas sobre los valores éticos [...] que sobre los colores o sobre las figuras de las cosas corpóreas. Lo entendemos con facilidad en el momento en que nos percatamos de los requisitos morales que hacen falta para un conocimiento claro y profundo de los valores. Sin ninguna duda, la aprehensión de los valores se diferencia de cualquier otro conocimiento en algunos aspectos. Para captar el valor o el disvalor de una actitud, [...] se precisan más requisitos éticos que para cualquier otro tipo de conocimiento. Respeto profundo, auténtica sed de verdad, paciencia intelectual, cierta souplesse espiritual son imprescindibles en diferente grado para todo tipo de conocimiento adecuado. Mas, en el caso de los valores morales [éticos], se exige mucho más; no sólo es necesaria en mayor medida la reverencia y la apertura de nuestro espíritu ante la voz del ser, un mayor grado de «conspiración» con el objeto, sino que se requiere también una disponibilidad de nuestra voluntad a plegarnos a la exigencia de los valores, cualesquiera que éstos sean (ibíd., 9,3).

Resumiendo,

el conocimiento de los valores, la comprensión de su esencia como valores presupone ya una actitud fundamentalmente reverente y la rectitud de nuestra voluntad. [...] Para tener un adecuado conocimiento de los valores, en especial de los valores morales y de todos aquellos que implican una obediencia moral, hay que presuponer una actitud fundamental y moralmente correcta (17,17).

No se puede comprender lo que la bondad sea si uno no es ya de antemano bueno. Pero no hablemos de comprender la bondad en sí misma, tarea ciclópea y tal vez imposible, sino de comprender los valores que, llevados a la práctica, distinguen al santo del buen ciudadano y al buen ciudadano de aquellos que no lo son. Incluso este conocimiento, de todo punto inferior al conocimiento de la bondad en sí, requiere ya, para surgir a la conciencia, de un comportamiento y una predisposición morales que se acerquen suficientemente a la perfección. Se trata, como bien aclara Hildebrand, "de un conocimiento originario sui generis" (17,17); años y años ejercitándonos en la lógica de nada nos servirán a la hora de aprehender estas intuiciones. He ahí la explicación del por qué muchos graves individuos, versados como nadie dentro de una determinada esfera de la ciencia y dotados de una gran inteligencia, se desbarrancan miserablemente cuando pretenden transitar, con esas mismas armas, pero sin bondad, por los ripiosos y estrechos caminos en altura que la epistemología de la ética propone.
Esta necesidad de una previa rectitud moral como antesala del conocimiento no sería privativa, como aclara Hildebrand, de la búsqueda de valores morales; sería requisito también cuando se desea encontrar otro tipo de valores relevantes. Según este pensador, además de los morales[1] existen valores intelectuales, vitales y estéticos, y para descubrir a éstos también se requiere rectitud --aunque no es necesario que sea tan profunda y afilada. Yo no estoy tan seguro de que esto sea así en cuanto a la estética; me parece que una mala persona puede llegar a la creación artística de alto nivel con tanta facilidad o dificultad como cualquier otro individuo de mayor bizarría. Pero como Hildebrand no habla de creación estética sino del conocimiento de los principios y valores que rigen la estética, puedo entonces llegar a concordar con él también en este punto. Y respecto del conocimiento de los valores intelectuales, no me parece que haga falta echar mano de grandes intuiciones para penetrarlo. Sí sería, tal vez, conveniente la intuición para descubrir si un individuo en particular posee o no en gran medida estos valores --lo mismo que sería útil para comprender si en verdad estamos frente a un gran artista (y como la cuestión de comprender los principios generales del arte y el valor artístico de determinado individuo es diferente de la cuestión de saber conmoverse apreciando las obras artísticas, no se deduce de lo anterior que sea necesaria cierta dosis de intuición para disfrutar a pleno del arte superior. De ahí que haya mucho cretino, mucha lacra social, caminando por los pasillos del Museo Nacional de Bellas Artes o escuchando sinfonías en el teatro Colón).
Volvamos a los valores morales --que son los que más nos interesan tanto a Hildebrand como a mí-- y digamos que el conocimiento intuitivo de dichos valores no nos dibuja, según mi opinión, tanto el perfil seco y conceptual de una determinada proposición o mandamiento como el valor moral de las acciones puntuales que los individuos, según su entorno y circunstancias, ejecutan relacionadas con esa proposición o mandamiento. Nuestra intuición no nos dice que robar es malo en absoluto; si vemos a un hombre robando pan para su hijo hambriento, nos dirá que con ese acto no se ha traspasado el umbral de la decencia. La intuición moral capta valores o disvalores no de preceptos sino de actitudes, o incluso de predisposiciones. Un hombre generalmente bueno podrá comportarse mal de vez en cuando, pero el santo, al mirarlo a la cara, comprenderá que hay en ese sujeto una predisposición natural a la bondad por más que no esté haciendo nada bueno en el instante en que el santo lo mira. Y así como los altamente intuitivos ven la predisposición a la bondad incluso en quienes se están comportando malamente, también aprecian el valor de un imperativo categórico incluso en el momento en que alguien lo está quebrantando no para mal sino para bien de la humanidad. Todo imperativo ético tiene sus excepciones[2]; el individuo intuitivo suele ser el único que aprecia estas excepciones como algo positivo. Y como no todos los imperativos morales (relativos a cada sociedad determinada) continúan vigentes en la ética, él es quien se ocupa de desenmascararlos incluso cuando su ineticidad choca de frente con el gusto y el hábito popular, convirtiéndose así, muchas veces, en el hazmerreír de sus contemporáneos.
Debemos ser ya de antemano buenos si queremos descubrir alguna que otra verdad relacionada con los valores éticos. ¿Esto significa, o da a entender, que para ser bueno no se necesita conocer los valores éticos? Yo creo que existe una bondad originaria, básica o estándar, que no requiere ningún tipo de conocimiento para manifestarse; pero si el sujeto bondadoso desea traspasar este límite, tendrá que ocuparse tarde o temprano de indagarse por dentro en busca de aquellos principios que, con excepciones o no, constituyen la escalera que todo santo necesita para llegar al cielo. Es claro que una vez en el cielo, una vez aureolado, el santo frecuentemente se olvida la escalera, o incluso la destruye a propósito y reniega de ella, pero ¡bien que la necesitó para poder trepar a esas alturas!... San Francisco de Asís, por ejemplo, pensaba que cualquier otro conocimiento que no provenga directamente del acto de la contemplación --como el que aparece con la erudición libresca o la observación de los fenómenos naturales-- es vano y nos aleja de Dios. Francisco generalizaba su propia experiencia: como él no necesitó de tales expedientes para llegar a la santidad, supuso que nadie los necesitaría, que constituirían una diversión, una distracción que hay que obviar si pretendemos perfeccionarnos. Pero lo cierto es que antes de ser santo hay que tener muy en claro aquello que la santidad sea; primero llega la idea, luego --si es que llegan-- los actos. San Francisco concibió su ideal, percibió esos valores éticos con anterioridad a su conversión, pero como los concibió pura y exclusivamente a través de la oración y la reverencia, supuso que el suyo era el único camino. No estoy diciendo aquí que la incorporación de un principio ético a nuestro espíritu pueda verificarse por el sólo hecho de leer un libro que hable de él y lo defienda, lo que digo es que el amor al conocimiento es tan valioso, es tan virtud, como el amor a los hombres o a los animales (siempre que se lo ame por sí mismo y no por los beneficios que pudieran derivarse de él); y como el amor al conocimiento es para mí un valor ético (no sé si Hildebrand lo tomaría como valor intelectual, neutral en lo que se refiere a una calificación moral; en todo caso yo no acepto esta valoración[3]), concluyo que el conocimiento desinteresado nos hace más buenos y, por ello, nos abre los ojos cuando aparece ante nosotros –por qué no, quizá en letra de imprenta-- un principio ético que otras gentes menos piadosas no pueden reconocer como tal.
El procedimiento para llegar a la santidad sería, pues, más o menos el siguiente: a una bondad estándar, genéticamente programada, habría que agregarle una buena educación familiar y social (en algunos casos contados esta educación no sería un requisito fundamental). Una vez conformado el individuo básicamente bueno, en su espíritu aparecerán, aquí y allá, a través de confusas intuiciones, diferentes valores éticos más o menos superiores a la valoración ética que tal individuo viene respetando en la práctica. Si estas intuiciones permanecen confusas, el individuo las tomará con el tiempo como un ideal que difícilmente pueda ser alcanzado por su voluntad, demasiado imperfecta y débil para esa tarea, y se conformará con esa bondad originaria y ovejuna típica del "buen ciudadano" del siglo XXI. Por el contrario, si esas intuiciones, merced a su buen comportamiento, terminan aclarándose lo suficiente dentro de su cabeza, el individuo no tendrá más remedio --para su bien o para su pesar-- que acomodar sus acciones en conformidad con lo que las intuiciones éticas le dictan, porque no es como dice Hildebrand, que el individuo es libre para elegir entre comportarse bien o comportarse mal, sino que es como dice Sócrates: el que es malo no lo es voluntariamente, y si el malo conociese fehacientemente, intuitivamente, el camino del bien, por el solo hecho de conocerlo ya sus piernas lo impulsarían en esa dirección[4].
Se forma entonces un toma y daca en el espíritu del aspirante a santo: conoce claramente --mediante libros, observaciones, experimentaciones, contemplaciones religiosas, etc., que, por su carácter desinteresado, propicien el advenimiento de la intuición--, conoce claramente un valor ético determinado que aún no practicaba y este conocimiento lo impulsa necesariamente a practicarlo. Luego, como consecuencia de este progreso en su comportamiento ético, surgen nuevas intuiciones en su espíritu, que a medida que vayan perdiendo su carácter difuso serán aceptadas sin más por la voluntad, que se acomodará, generalmente con gran deleite, a las nuevas pautas comportamentales. Esto parecería conducir a una espiral en la que siempre, por fuerza, el aspirante a santo termina concretando su deseo, y así sería de no ser por la creciente difusividad que cobran las intuiciones éticas a medida que se sutilizan. No es que los valores más encumbrados y divinos sean los más difíciles de conocer en el sentido vulgar del término; de hecho, el mayor de los valores, amar a Dios por sobre todas las cosas, es un precepto tan claro como el agua pura. Pero lo que tiene de diáfano lo tiene también de abstracto, y es la interpretación de las mil y una variantes en las que puede derivar lo que se torna complejo para el iniciado[5], que llegado a ese punto gozará de una vida tan limpia que le demandará grandes sacrificios el desafío de limpiarla más. Basta con un trapo húmedo para limpiar un piso mugriento y notar la diferencia; de ahí en más, si deseamos incrementar la pulcritud habrá que refregar hasta que nos ardan las manos.
El conocimiento de los valores éticos profundos aparece merced al buen comportamiento; luego, es esencial que yo precise lo que entiendo por "buen comportamiento". Lo primero, desde ya, es lo que todo el mundo da por sentado: comportarse bien es beneficiar al prójimo. Esto es tautológico, pero creo romper la tautología al incluir como buen comportamiento lo que Hildebrand llama "respuestas a los valores". El amor, por ejemplo, no es como tal un "comportamiento" sino una afección, pero una afección que presagia un buen comportamiento propiamente dicho, y es por eso que quien ama con desinterés tiene grandes chances de acceder al universo de las intuiciones. Lo mismo sucede con la veneración: honrar a Dios y alabarlo en un templo no es un acto en sí mismo valioso sino una respuesta afectiva a un valor, al valor Dios, el más grande de todos los valores. A mí me parece que si la veneración a Dios es sincera y proviene del fondo mismo de nuestro espíritu, esta respuesta a un valor se traducirá en acciones valiosas, no se conformará con permanecer en esa estática comunión divina y querrá salir a la intemperie, a empaparse con la lluvia del mundo, por muy a gusto que se hallare dentro de su ermita o su convento. Aquí me permito discrepar con Hildebrand, quien toma decididamente partido en favor de las órdenes monásticas cuyo único interés es la adoración y el rezo por sobre las órdenes religiosas que adhieren al ideal franciscano y salen a dar la buena nueva a los cuatro vientos, o por sobre aquellas que buscan, principalmente, ayudar a los necesitados. Lo que dice Hildebrand no admite dobles interpretaciones: "La actitud contemplativa es preferible a la activa" (27,2). Evidentemente se apoya en el episodio evangélico de Marta y María (Lucas, 10: 38-42), pero a mí se me hace que si Jesús criticó a Marta no fue porque se afanara por servirlo sino porque detectó que lo hacía mecánicamente, sin ser impulsada por un sincero amor hacia él, y si elogió a María fue porque suponía que aquella dama, una vez henchida de tanta veneración y alegría, iría por las calles de su pueblo contagiándoselas a sus vecinos bajo la forma de una enseñanza o de un auxilio[6].
Viéndolas desde esta óptica, tomándolas como meras señales indicadoras de futuras acciones valiosas, es como me animo decir junto con Hildebrand que "las respuestas afectivas a los valores morales: el amor, la esperanza, la veneración, la alegría [...] son tan portadoras de valor moral como lo puede ser cualquier acción" (cap. 27). Hildebrand incluye en esta lista el arrepentimiento, pero para mí es claro que el arrepentimiento no tiene valor moral, pues no nos induce a realizar acciones valiosas, más bien nos induce a encerrarnos en nuestro cuarto, a deprimirnos y a flagelarnos con lo que tengamos a mano --y el látigo también se desgasta con el castigo, sobre todo si es látigo pensante y amante de la espalda que lacera. (Opinarán algunos que, gracias al arrepentimiento, los individuos, al estar de nuevo frente a una situación similar a la que les dio la ocasión de arrepentirse, actuarán esta vez en concordancia con lo que la ética sugiere. ¡Craso error! El gordito se arrepiente inexorablemente después del atracón, pero eso no le impide comerse al día siguiente otra tableta de chocolate, y hasta la misma depresión causada por el arrepentimiento lo incita a ello. Y aun si cambiamos de actitud motivados por el recuerdo del arrepentimiento, ¿tendrá este cambio un auténtico valor moral siendo que lo motiva el miedo de no volver a sentir el dolor del arrepentimiento y no un amor sincero por Dios o por las criaturas que se beneficiarán con nuestro acto? Un acto bueno no deja de serlo por más que los motivos o causas que lo posibilitan sean inmorales o neutrales, pero una emoción como el miedo, estadísticamente hablando, aparece mayormente recubriendo al vicio que no a la virtud, y por eso es viciosa de suyo. Se me dirá que uno puede corregir su accionar pretérito por medio del arrepentimiento sin ser víctima del miedo, pero eso ya no es arrepentimiento: es haber abierto los ojos al valor ético que anteriormente no se había percibido. Estar arrepentido, teológicamente hablando, significa ser conciente de haber ofendido a Dios, pero mí no me parece que Dios tenga la propiedad de ofenderse, y menos por algo hecho por una criatura tan minúscula como el hombre pecante.)
Hablamos ya de las acciones éticas y de las respuestas a los valores éticos; las tres esferas de la moralidad --como las denomina Hildebrand-- se completan con las virtudes, que no son respuestas a los valores sino valores en sí mismas según Hildebrand; según yo, las virtudes, al igual que las respuestas a los valores, solamente presagian el buen comportamiento propiamente dicho y sólo considerándolas así es posible afirmar que poseen valor ético. Entre las principales virtudes, Hildebrand destaca la generosidad, la pureza, la sinceridad, la justicia y la humildad. Yo excluiría del anterior listado a la justicia por una razón parecida a la que tuve para excluir el arrepentimiento de la lista de respuestas deseables a los valores éticos: porque bajo el influjo de la sed de justicia se cometen grandes atrocidades y es muy poco lo que se construye basándonos en ella. Pero ya escucho las quejas: “Tú te refieres a la venganza, no a la justicia". Y ¿qué otra cosa que no sea la venganza es lo que los pueblos llaman justicia? Aun cuando los que castiguen sean jueces o jurados carentes de toda emoción, la venganza no desaparece: se vuelve abstracta, se divide en tantas partes como ciudadanos interesados en ella existan, y al estar tan subdividida pierde aquel ímpetu animal que la caracteriza y deja de ser percibida[7]. Aquí viene al caso resaltar la diferencia que yo hago entre moralidad y eticidad: la sed de justicia, si va bien encaminada, puedo admitir que constituya, en términos estadísticos, una virtud moral, pero jamás podrá jactarse de ser una virtud ética. Se han construido sociedades enteras en base a ese principio (casi todas las que conocemos, incluidas las que ya no existen, se basan o se basaron en él), pero nunca se construirá la sociedad en base al sentimiento justiciero. Hildebrand no se cansa de decir que debemos tomar como modelo la moral de los santos, y ¿a qué santo le interesaron las disputas legales?[8]
Respecto de las virtudes, yo he demostrado geométricamente cuál de ellas es la más importante, la que más nos acerca la perfección: la humildad (ver anotaciones del 20/10/97, en especial las últimas páginas)[9]. Esta declaración no parece digna de alguien humilde, pero así soy yo. Un día me levanto humilde y cuasiperfecto y al otro ya estoy presumiendo de esa condición[10].
Y respecto de la tesis principal sostenida en este ensayo, ahora la siento más firme que nunca. Pero si quiero estar más seguro de su veracidad tendré que apertrecharme de más y mejores virtudes y responder con integridad a los valores éticos que me salieren al paso, ya que las intuiciones intelectuales, al igual que las éticas, se nutren de nuestro buen comportamiento para concienciarse, y yo no me vengo comportando muy bien que digamos desde hace bastante tiempo.
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Miércoles 8 de agosto del 2007/ 6,25 p.m.
Me cito a mí mismo: "La intuición (lo mismo que los razonamientos trascendentes) depende para su perfeccionamiento del consiguiente perfeccionamiento ético del individuo intuyente, de suerte que un individuo de carácter necrofílico está incapacitado para razonar-intuir sobre asuntos demasiado complejos o trascendentes" (anotaciones del 23/1/99). Decía yo esto para sostener que los científicos del futuro que quisieren progresar en serio en sus respectivos campos deberán ser personas de alto porte moral, si no, ¡al tacho sus investigaciones! Pero ahora no me parece que una investigación científica, por beneficiosa que pudiese resultar para la sociedad y por intrincado que sea su desarrollo, eche mano en algún momento de algo parecido a un razonamiento trascendente. De aquí en adelante voy a llamar razonamiento trascendente sólo a los razonamientos metafísicos, vale decir, a los razonamientos que nacen a partir de premisas metafísicas (verdaderas o falsas). Así, los descubrimientos científicos quedarían exentos de intuiciones, reservándose éstas para las verdades metafísicas primarias y las relaciones lógicas existentes entre ellas que dan lugar a las verdades metafísicas de segundo orden (y no estoy muy convencido de que la intuición se ocupe también de esto último). A lo sumo, lo que las intuiciones podrían hacer en favor de la ciencia es orientar la búsqueda de acuerdo con un programa metafísico que se asuma como extrapolación válida de las hipótesis empíricamente refutables que se le parezcan, pero nunca señalarían por sí mismas al investigador hacia dónde debe apuntar su artillería para descubrir tal o cual principio relacionado con algún aspecto de la naturaleza física del universo. Nunca se rebajarían a eso.

8,02 p. m.
Sigo con Hildebrand:

Sin un conocimiento de los valores no puede haber moralidad. Esto es tan evidente por sí mismo como la afirmación de que sin la libertad de la persona no puede haber moralidad. Aun en el caso de que alguien actuase de acuerdo a la norma moral, pero sólo accidentalmente y sin conocimiento de los valores, su acción carecería de valor moral (ob. cit., 17,17).

Ya dejé aclarado que el conocimiento fehacientemente intuitivo de los valores éticos nos impulsa, quieras que no, a comportarnos correctamente. Pero de esto no se sigue que aquel que no conozca los valores éticos tenga que ser por eso un sujeto amoral. Un acto altruista realizado de casualidad y sin intención es igual de positivo para el mundo que el mismo acto realizado intencionalmente. La diferencia no está en el acto sino en el actor, el primero de los cuales permanecerá el mismo después de su obra, mientras que el segundo se habrá perfeccionado. Pero como la ética es la ciencia metafísica que estudia las buenas y las malas acciones y no los buenos y los malos espíritus (estudia también a éstos, pero sólo en función de las acciones), continúa existiendo como tal por más que las acciones estudiadas sean accidentales. Lo que desaparece junto con la intencionalidad y el conocimiento de los valores no es la ética sino el mérito y el demérito, mismos que, aun estando presentes la intención y el conocimiento de los valores, igual desaparecen en el supuesto de que la libertad de la persona --el libre albedrío-- sea una quimera. Tanto en este caso como en el primero la ética continúa existiendo, sólo se debilita el aparato que algunos como Hildebrand creen inseparable de ella: los premios, los castigos, las alabanzas[11], las recriminaciones, el derecho penal, la justicia... Pero al determinista conocedor de los valores morales no le pasa lo que al actor accidental. El espíritu del determinista crece lo mismo, por más que no crea en el mérito, cuando se comporta buenamente, porque el crecimiento espiritual le llega como un don del más allá que no se relaciona en absoluto con la soberbia de sospecharse merecedor de aquellos lauros[12].
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Jueves 9 de agosto del 2007/ 11,16 a.m.
"Incluso el determinista más inflexible --continúa Hildebrand-- presupone la responsabilidad cuando se enfurece contra los no deterministas, acusándoles agriamente y haciéndoles responsables de extender errores" (21,2). Es un caso similar al del pacifista empedernido que se toma a golpes de puño con el colectivero que acaba de insultarlo después de haberle destruido el auto. El pacifismo a ultranza es una concepción teórica que requiere de una complicada disciplina mental y un control total de las emociones para llevarse a la práctica con éxito. En cuanto una emoción como la ira se apodera del pacifista, todo el contenido teórico de su doctrina queda de lado y resurgen los instintos de agresividad, de territorialidad y demás. No saber acallar el llamado de estos instintos es, no lo niego, un defecto de aquel que se ha propuesto a sí mismo tal doctrina, pero si es un pacifista convencido, una vez recuperada la cordura se olvidará de su destartalado automóvil y se alejará del colectivero sin ningún amague de reproche. El determinista teórico cree que no hay verdad más edificante que la suya, y cuando encuentra gente que no sólo desdeña su verdad sino que no muestra ni un asomo de duda respecto de que su voluntad es libre (estamos hablando de gente instruida, no de labriegos que nada saben de sutilezas intelectuales y viven sumergidos en el sentido común), la cólera le sube desde lo más profundo de las entrañas y explota en una cadena de improperios que, dice Hildebrand, contradice de plano a su creencia. Pero es que las creencias --y sobre todo este tipo de creencias hipergeneralizantes-- no tienen, al menos en principio, el poder de gobernar ninguna otra parte de nuestro yo que no sea la parte intelectuosa, la parte que discierne. Es muy difícil --no imposible-- que una convicción propia domine los propios instintos, y estos arranques de desprecio y enfurecimiento contra los librealbedristas en los que yo he caído con gran frecuencia no presuponen la responsabilidad de mis antagonistas, porque la que escribe las diatribas es mi parte animal, o mi parte humana prosaica, que no alcanza por más que intente las alturas del pensamiento puro, del pensamiento metafísico. Con esto no quiero decir que haya en mí dos personas, una que piensa e intuye y otra que hace cosas que ninguna relación presentan con mis procesos cognitivos; no señor. Yo reconozco, cuando estoy en mis cabales, que molestarme por la opinión de alguien que discrepa conmigo es contradictorio con mi postulado determinista. Cuando estoy en mis cabales. Si no lo estoy, tengo pleno derecho --no en el sentido corriente del término, hablo de derecho lógico-- de insultar a quien me plazca y de aborrecerlo también. Una idea sólo puede ser contradictoria con otra idea, no con un instinto ni con un sentimiento. Si tengo que hacerme cargo de este reproche de Hildebrand, lo hago en el sentido de que aún no aprendí a subordinar mis yo inferiores a mi razón y mis intuiciones, pero no lo acepto en el sentido de ser una persona que --en este asunto-- se contradice. Y además, así soy yo cuando escribo; tan agresivo soy con la lapicera entre mis dedos como manso en el resto de mis momentos. Me costaría muchísimo escribir de otra forma; mi siniestra mano no puede concebir siquiera la idea de que no es libre mientras crea.
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Domingo 12 de agosto del 2007/ 3,22 p. m.
En el anterior ensayo utilicé los términos "ira" y "cólera" como sinónimos, pero Hildebrand no los considera de ese modo. Para él, la cólera se produce cuando alguien o algo se interpone entre nuestro deseo de obtener algo subjetivamente satisfactorio y la concreción del mismo, o cuando se nos hace intencionalmente un daño, corporal o espiritual. La ira, en cambio, aparecería sólo cuando presenciamos un acto de disvalor moral, en el cual son otros individuos los directamente perjudicados, o en aquellos casos en que se produce una ofensa a Dios, por más que nadie resulte directamente perjudicado con ella. También puede aparecer la ira sin necesidad de presenciar el acto de disvalor moral, con sólo escuchar lo acaecido o leerlo de alguna fuente considerada confiable. Es así que según Hildebrand la cólera es inmoral porque la ocasiona un móvil egoísta, mientras que la ira es positiva y hasta "santa" (17, 11) porque aparece como reacción ante un acto de disvalor moral. El mismísimo San Agustín admite haber odiado imperfectamente cuando su odio fue provocado por un mal que se le infligió a él, odio que hubiera resultado "perfecto" y éticamente deseable si el daño lo hubiesen sufrido personas alejadas de su entorno y afectos (cf. Sus Confesiones, libro V, cap. XII). Así llegamos a la "justa indignación" que tanto les ha dado de comer a los modernos periodistas de telenoticieros.
Ya el hecho de que alguien aplauda el odio me provoca escozor (sobre todo en estos tiempos en que los odios religiosos aparecen por doquier y riegan el mundo con sangre), pero si el aplaudidor es alguien tan respetado como San Agustín, o si es un representante del pensamiento eclesiástico contemporáneo como Hildebrand, el escozor amaga con transmutar en indignación, con la consiguiente contradicción ideológica que los que no han comprendido mi anterior ensayo me achacarían. Los musulmanes odian porque está en su sangre odiar, porque nacieron guerreando y guerreando han de morir, y la guerra es odio (por más que algún chino diga lo contrario); lo mismo para los judíos. Pero nosotros, los cristianos, no nacimos odiando sino amando, lo que no quiere decir que no podamos odiar; pero si cuando nos acometen los odios y las indignaciones, en lugar de reprobarlos, la Iglesia los incentiva, ya vemos que aquí hay un anhelo de imitación, y no precisamente de imitación evangélica[13]. Y además, si vamos a la praxis, ¿quiénes son los que se indignan? Las madres de hijas violadas, los dueños de casas robadas y así; y si alguna vieja se indigna contra un violador sin que haya violado a su nieta no es porque la "santa ira" le haga ver en el hecho una ofensa a Dios o a los valores morales, sino porque se imagina que aquello mismo le pudo haber ocurrido a su nieta, es decir a ella misma como propietaria de su nieta. La indignación nunca suele abandonar el terreno de lo subjetivamente satisfactorio.

San Agustín ya me tiene las bolas llenas[14]. Hildebrand no parece una mala persona, pero está demasiado apegado a la ortodoxia, al menos en lo que a la ética respecta. Es un exegeta excelente, pero como pensador filosófico deja mucho que desear.
Los odio a ambos. No mucho, un poquito nomás. Los odio con odio imperfecto. Con odio perfecto no podría. El odio perfecto es obra del diablo.
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Lunes 13 de agosto del 2007/ 1,26 p. m.
"La primera característica de los valores morales --afirma Hildebrand (15,1)-- es que presuponen necesariamente una persona. Un ser impersonal no podría ser nunca portador de valores morales. [...] Ningún cuerpo material, ninguna planta, ningún animal puede ser bueno o malo". Yo coincido con él en que los cuerpos inorgánicos están impedidos de portar valores morales, pero me reservo mi opinión respecto de las plantas y aun me atrevo a decir que algunos animales los poseen. El problema es que, para Hildebrand, si algo carece de valores morales ese algo no puede ser nunca bueno ni malo, y yo discrepo con este punto de vista. Una piedra puede realizar un acto éticamente indeseable (como romperle la cabeza a una persona), y en función de eso, y mientras realiza ese acto, yo afirmo que la tal piedra se comporta malamente y por eso es mala. Pero esta piedra carece de valores o de disvalores morales porque no hay en ella una tendencia a romper cráneos. Rompió uno por casualidad, pero seguramente no romperá ya más ninguno. Hizo algo malo y fue mala en el momento en que lo hizo, pero ya está. Incluso si alguien utilizara esa misma piedra una y otra vez para lastimar gente, la piedra no adquiriría un disvalor moral en virtud de sus antecedentes. Por mucho que lastime, la piedra nunca será sádica (algo que sí puede ocurrir, por ejemplo, con los perros).
Por lo demás, este tema de la ética impersonal ya lo toqué hace poco, en la entrada correspondiente al 30/5/7 (pp. 107-8), y no se me ocurre otra cosa que agregar a ese pretérito comentario.
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Martes 14 de agosto del 2007/ 3,37 p.m.
Llama Hildebrand "vivencias intencionales" a las que se manifiestan pura y exclusivamente cuando el individuo conoce las causas que las generan. Así, la alegría es una vivencia intencional, porque no podemos estar alegres sin saber por qué, lo mismo que no podemos sentir amor u odio sin saber a quién amamos u odiamos. Después están las vivencias no intencionales, como la ebriedad o el cansancio, que no necesitan de aquel proceso cognitivo para manifestarse (el borracho seguirá sintiéndose borracho por más que no sepa las causas que produjeron su borrachera, y lo mismo para el cansado). Ahora bien; Hildebrand asegura que "las vivencias intencionales son de rango superior a las no intencionales" (17,2). Lo dice porque las vivencias intencionales son exclusivas de los entes con personalidad (hombres, ángeles, demonios), quedando los animales, vegetales y minerales --según él-- fuera del mundo de las intenciones[15]. Pero hay una vivencia que yo estimo superior a cualesquiera otras y que sin embargo, me parece, habría que colocar en la categoría de no intencional; me refiero a la felicidad. La felicidad sería en mi opinión un estado del cual no sólo ignoramos las causas puntuales que la posibilitan sino que por definición no podemos saberlas. Digo causas puntuales porque las causas generales pueden identificarse perfectamente: responden a una vida de comportamientos altruistas (compasión inteligentemente activa). Pero no todas las personas altruistas alcanzan la felicidad, y los que la logran deben contentarse con ignorar el o los sucesos que la determinaron específicamente, los cuales actúan por lo general a través de prolongados períodos de tiempo. Existen tres estados de ánimo que son mayoritariamente anhelados: el estado de diversión, el estado de alegría y el estado de felicidad. El estado de diversión se alcanza mientras realizamos algún acto, el estado de alegría surge después de haber hecho algo[16] y el estado de felicidad aparece generalmente mucho después o mucho antes de acometer una empresa. El estado de diversión es una vivencia intencional: sabemos qué es lo que nos divierte. Y lo mismo el estado de alegría. Pero de la felicidad sólo podemos afirmar que nos la produce nuestro amor metafísico hacia un determinado ser; más precisiones, imposible. Luego, es una vivencia no intencional, lo mismo que las intuiciones, que no sabemos debido a qué procesos concretos aparecen en nuestra conciencia.
Así las cosas, invierto la calificación de Hildebrand: las vivencias no intencionales (o al menos algunas de ellas) son de rango superior a las intencionales.
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Jueves 16 de agosto del 2007/ 12.11 p. m.
Existen dos tipos de virtudes: las cardinales, también llamadas valores éticos absolutos, y las temperamentales o valores éticos relativos. Las virtudes cardinales tienen la propiedad de auspiciar acciones que necesariamente traerán al mundo espaciotemporal más placeres que displaceres; quien actúa motivado por una virtud cardinal siempre actúa bien (lo que no significa que todo aquel que posea una virtud cardinal actúe siempre bien: actúa bien cuando es motivado por la virtud, pero esta motivación no se le produce a todas horas y en todas las circunstancias). En cambio, las virtudes relativas o temperamentales auspician actos generalmente buenos; no es imposible que sean utilizadas para el mal. Las virtudes cardinales configuran un rombo en cuyo ángulo superior aparece la virtud madre, la que fundamenta el edificio de la ética: la bondad inteligentemente activa. Escoltan desde los ángulos medios a la virtud madre la veracidad y la inteligencia trascendente, y en el ángulo inferior se muestra la de menor importancia: el esteticismo centrífugo. La bondad inteligentemente activa es la virtud propia del amante discriminante, de aquel que se guarda su compasión o su simpatía y las despliega sólo cuando corresponde, es decir en circunstancias aptas para que fructifiquen gracias a ellas mayor cantidad o calidad de placeres que de displaceres[17]. La veracidad es la virtud que nos impele a decir siempre y en toda circunstancia nuestra verdad subjetiva, lo que creemos verdadero, por más que objetivamente tal vez no lo sea[18]. El individuo intensamente veraz no puede mentirle a ninguna persona cuerda mayor de diez años y menor de noventa. Esta veracidad extrema[19] debe ser acompañada de un gran sentido del humor; de no ser así, el individuo corre gravísimo riesgo de tornarse sombrío. La inteligencia trascendente posibilita la captación y resolución de los problemas trascendentales de la existencia. Es la única virtud cardinal puramente contemplativa: se ocupa solamente de percibir verdades. Si son verdades gnoseológicas, la inteligencia trascendente se complementa con la veracidad; si son verdades éticas, saltan al terreno de la práctica mediante la bondad inteligentemente activa[20]. Por último tenemos el esteticismo centrífugo, definido como la capacidad, propia del buen artista, de facilitarles a las personas, a través de sus obras, la percepción de la belleza. La virtud complementaria del esteticismo centrífugo es el esteticismo centrípeto[21], pero éste constituye una virtud relativa y no es imperativo que aparezca junto al primero ni para catalizarlo ni para darle mayor profundidad o sentido.
El listado de virtudes relativas o temperamentales es inmenso, baste citar aquí a las que me vienen a la mente: el sentido del humor, la perseverancia, la lealtad, la valentía, la docilidad, la paciencia, la tolerancia, la ternura, el espíritu de sacrificio, etc.. Estas virtudes menores están insertas en los cuatro lados del rombo antedicho, y tienden siempre a derivar hacia una o dos virtudes cardinales, dependiendo del lado en el que se sitúen y de la proximidad hacia un determinado ángulo. Por dar un ejemplo, la valentía estaría situada en el lado que va desde la veracidad hasta la bondad inteligentemente activa, más cerca de esta última que de la primera.
El cuadro --el cuadro torcido-- se completa con el lienzo. Y bien se ve que todo esto de las virtudes cardinales y temperamentales no es más que la enmarcación de la obra; si la pintura es defectuosa ningún marco la salvará. Claro que nuestra pintura es muy especial. Es una pintura que no ansía ser percibida, que tiene la propiedad de desviar las miradas hacia fuera, hacia el marco que la limita. Las miradas de los entendidos, aclaremos. Los que ignoran los misterios del arte pictórico podrán mirarla durante horas... y jamás encontrarán en ella la armonía que los entendidos presienten que posee. Ese lienzo no es de lino, ni de cáñamo, ni de algodón: está confeccionado con humildad. Sobre ella pintaremos nuestro cuadro, con nuestra personalidad como pincel y nuestros rasgos temperamentales como acuarelas, para luego exponerlo ante el mundo; pues como dice Hildebrand en el capítulo 36, sección 2 de la obra que me ha inspirado estos comentarios, "sólo sobre la base de la humildad los otros valores se muestran en toda su belleza”.

[1] Hildebrand llama "valores morales" a lo que yo llamo valores éticos, es decir, valores objetivos, independientes de la opinión de la sociedad en que se desarrollan.
[2]Pero "sería totalmente erróneo confundir el papel modificador de las circunstancias con la invalidación del carácter general e inmutable de la ley moral" (Hildebrand, ibíd, 28,1).
[3] No la acepto tratándose de conocimientos trascendentes, pero sí cuando estamos en la esfera del conocimiento científico. Conocer a fondo una determinada ciencia o tecnología no es bueno (ni malo) en sí mismo: este tipo de conocimientos potencian la condición ética del individuo que los atesora (ver la secc. I del Apéndice). El acto de aprehensión de un conocimiento científico no es nunca desinteresado: se utiliza como medio para otro fin, así sea este fin el placer mismo que puede proporcionar la aprehensión de dicho conocimiento. No sucede así con los conocimientos trascendentes, que pueden potencialmente adquirirse de modo desinteresado.

[4] Platón subraya en más de una ocasión esta doctrina socrática de la maldad involuntaria, pero no estaba muy convencido de su veracidad: en Las leyes admite las penas y los castigos para los hombres malvados.
[5] Según Jorge Luis Borges, este precepto es muy difícil, si no imposible, de cumplimentar: "¿Quererlo a Dios? En verdad es raro que se lo pueda querer. Temer parece más lógico. Ha de ser por miedo, y por cortesía, para congraciarlo que dicen que lo quieren. ¿Cómo van a querer a un ser tan raro y tan incomprensible? No, amor no se puede sentir por él; una gran curiosidad, sí. Quien no tiene curiosidad por él, no tiene curiosidad por nada. Es una relación muy extraña la del hombre y Dios. ¿Qué puede importarle que lo queramos? Es como si nos importara que nos quieran las hormigas o las uñas" (citado por Adolfo Bioy Casares en Borges, p. 322).

[6] Miguel de Unamuno fue uno de los que entrevió claramente la función que cumple la meditación solitaria, o la solitaria contemplación, o el rezo, en el espíritu del aspirante a la iluminación: "Hay quien cree que el destino de los hombres no es otro que hacer la sociedad humana, la humanidad, y que todos nuestros esfuerzos y afanes no convergen sino a que un día sea el género humano un solo y verdadero organismo, una especie de inmenso animal colectivo de que cada hombre sea célula, o al modo de una madrépora espiritual. El fin del hombre sería, en tal caso, la humanidad. Y, si esto fuese así, cuando tal fin se cumpla, reconocerá la sociedad humana que los solitarios contribuyeron más que los demás hombres a formarla, y que hizo más por ello tal anacoreta o eremita --de una o de otra clase--, retirado al yermo, que muchos pastores de hombres que han llevado a los rebaños humanos a la victoria o a la matanza. No es menester estar en medio de los hombres para guiarlos. Tú no sabes cuál de tus prójimos es el que más influye en ti; pero puedes asegurar que no es el que tienes más cerca, y a quien ves y oyes más a menudo. [...] Sólo me apena el que mis ocupaciones y mi cargo me impidan rodear y proteger esa soledad interior con soledad exterior, y aislarme de veras, retirarme a un desierto, no ya por cuarenta días, sino por cuarenta meses, y aun más, y dedicarme allí a fabricar un gran mazo, claveteado de grandes clavos, y endurecerlo al fuego y probarlo contra los peñascos y berruecos; y cuando tenga uno a prueba de las más duras rocas, volver con él a este mundo y empezar a descargar mazazos sobre todos estos pobres crustáceos, a ver si, descachadas sus costras, se les ven las carnes al descubierto. [...] Todo esto te servirá para sacar por ti mismo cómo y hasta qué punto es la soledad la gran escuela de la sociabilidad, y cómo conviene a las veces alejarse de los hombres para mejor servirles" (Soledad, pp. 40- 41-45-50).
[7] En rigor de verdad, la justicia no se fundamenta únicamente sobre los deseos de venganza. Es un cóctel de resentimientos, deseos vengativos e instintos territoriales (sublimados estos últimos como "derecho de propiedad"). Por eso no existen los animales justicieros: algunos son territoriales y hasta vengativos, pero ninguno es resentido.

[8] Se me dirá que la Justicia con mayúscula no está relacionada con las disputas tribunalicias, pero ¿quién puede negar que para cumplimentarla sea necesaria la coacción, en uno u otro sentido? Ahora bien: el santo, en tanto que santo, rara vez coacciona (excepto a sí mismo en algunas puntuales ocasiones). Cuando Jesús disputaba con los mercaderes del templo no se comportaba santamente y eso lo percibe cualquiera que no esté cegado por el fanatismo evangélico.
[9] Estas anotaciones figuran en la sección XIII del Apéndice.

[10] Dice Hildebrand que "toda la filosofía y teología cristianas consideran que el orgullo es la raíz más fundamental y profunda del mal moral" (cap. 35), y como el orgullo es lo contrario de la humildad, debo decir que la Iglesia, por otro camino, llegó a la misma conclusión que yo.
[11] Sólo se debilitan las alabanzas dirigidas a seres finitos. Las alabanzas a Dios no son incompatibles con el determinismo.

[12] Hildebrand considera el determinismo como un precipicio, pero no puede evitar acercársele para observarlo... y termina --sin quererlo, incluso sin saberlo-- cayendo en él: "Tenemos que distinguir tres estadios en el orgullo de autoglorificación: el primero consiste en la convicción de un hombre de poseer un valor; en el segundo, lo encontramos gozando de este valor, deleitándose en su propia belleza, inteligencia o bondad; el tercer estadio consiste en la autoglorificación específica, en el incienso de su propia grandeza, en la antítesis manifiesta de la actitud humilde en la que toda perfección y valor son considerados como un puro don de Dios" (ibíd., 35,2, el subrayado es mío). Una persona virtuosa sólo puede conservar la humildad considerándose un títere de Dios. Los valores morales, si se conjugan con la creencia en el libre albedrío, sólo pueden dar como resultado la soberbia.
[13] Existen, ciertamente, pasajes del Nuevo Testamento en donde se nos describe a un Jesús airado, por ejemplo en la expulsión de los mercaderes o en el episodio de la higuera (Mr. 11. 12-16). Pero este Jesús, según la opinión de Carlos Ayarragaray que yo comparto plenamente (ver anotaciones del 20/9/6, p. 59), es un Jesús en decadencia que ya no respeta los códigos que él mismo ha trazado en el sermón de la montaña.

[14] En ese mismo pasaje de sus Confesiones que cité más arriba, Agustín admite sin sonrojarse que cobraba dinero por enseñar. De haberlo conocido, Sócrates le habría enseñado --gratis, desde luego-- que lucrar con la virtud es algo impúdico. (En descargo de Agustín hay que decir que en aquel entonces enseñaba retórica --lo que hoy llamaríamos "letras"--.)
[15] Esto lo lleva a tener que admitir, por ejemplo, que los perros no se alegran al ver regresar a su amo. Como no puede razonar, el perro no puede saber por qué se siente así como se siente; luego --diría Hildebrand-- no es alegría ese sentimiento. El error, me parece, está en pretender que sólo razonando podemos conocer las causas de un suceso. El perro podrá no conocer la relación causal existente entre la llegada de su amo y su estado anímico, pero no se trata de conocer nexos causales sino causas. La causa propiamente dicha del entusiasmo perruno es el avistamiento de su amo, y esto lo conoce el perro de manera cabal, lo mismo que una tortuga que ve una planta de lechuga conoce la lechuga por el solo hecho de haberla visto (no sabe por qué la vio ni para qué la vio, lo único que sabe es que la lechuga existe). Sólo estoy afirmando aquí que los perros actúan con intencionalidad, no que posean personalidad (aunque mi perra Florencia estoy casi seguro de que la tenía). Peter Singer, en su Ética práctica (capítulo 5, sección 1), define el concepto de "persona" como un ser racional, con conciencia propia y conocimiento de las conciencias ajenas, conciente de ser una entidad diferenciada con pasado y futuro y que actúa con intencionalidad. Hildebrand aprobaría esta definición, pero cerraría los ojos ante las observaciones y experimentos con chimpancés que describe Singer y que demuestran, según él, que algunos primates deben ser considerados como personas.
[16] Podemos alegrarnos al leer una carta que dice que un familiar querido nos visitará el mes entrante, pero lo que nos alegra no es la visita (un suceso futuro) sino la noticia de la visita, es decir que nos alegramos a causa de la lectura de la carta e inmediatamente después de este suceso. Del mismo modo, si nos alegra la esperanza de que nuestro hijo se recupere de una enfermedad, lo que nos alegra en la esperanza misma, inmediatamente anterior a la alegría, y no la futura e hipotética curación. Asimismo se sobrentiende a través del ejemplo de la esperanza que cuando digo "hacer algo" incluyo en eso procesos no motores como el pensar, el recordar o el percibir acciones que otros ejecutan.
[17] La bondad indiscriminada produce acciones no siempre deseables desde el punto de vista de la ética, como la de la madre del bebé con comezón descrita el 6/6/7, p. 109.
[18] Unamuno dice que es ésta, y no la bondad inteligentemente activa, la verdadera reina de las virtudes: "Dejad la reforma de todo vicio, de toda flaqueza; humillaos al azote de la soberbia, de la ira, de la envidia, de la gula, la lujuria, de la avaricia; pero proponeos no mentir nunca ni por comisión ni por omisión; proponeos no sólo no decir mentiras, sino tampoco callar verdades; proponeos decir la verdad siempre y en cada caso, pero sobre todo cuando más os perjudique y cuando más inoportuno lo crean los prudentes, según el mundo: hacedlo así y estaréis salvos, y todos esos pecados capitales no podrán hacer mella en vuestras almas. [...] Abrigo la fe de que todos, absolutamente todos los males que creemos son la causa de nuestras miserias, [...] todos desaparecerían si fuéramos veraces" (Miguel de Unamuno, “¿Qué es verdad?”, ensayo incluido en su libro Soledad, pp. 154 y 162).

[19] (Nota añadida el 19/3/8.) "El fanático de la verdad --dice Nicolai Hartmann en su Introducción a la filosofía, p.159-- olvida que una franqueza demasiado grande puede ser importuna y arrogante". ¡Desde ya que puede ser importuna y arrogante, pero jamás puede ser inética! Si dejásemos de hacer el bien cada vez que alguien se importunare por ello, ¡qué torcido andaría el mundo!... Puede, sí, que el auténtico móvil de aquella cruda franqueza no sea el valor veracidad sino el disvalor arrogancia, pero no por eso la verdad subjetiva enunciada pierde su poder bienhechor, tal como un diamante no pierde su valor por el hecho de haber sido encontrado en el fondo de una letrina. La veracidad, al igual que las demás virtudes cardinales, no depende para su valoración de la buena o mala intención del individuo que la practica (la virtud madre, por cierto, es la única de las cuatro que no puede practicarse con mala intención). Los actos auspiciados por una virtud cardinal poseen una doble teleología metafísica: ejecútanse para propiciar el propio perfeccionamiento espiritual y el ajeno bienestar; esto cuando se realizan con intención pura. Cuando no --como en el caso de la franqueza por arrogancia-, desaparece la primera teleología, mas no la segunda. Continúa Hartmann diciendo que "se tiene que poseer una justificación especial para poder decirle la verdad a todo hombre". ¿Por qué? ¿Por eso de que no hay que darles perlas a los cerdos? Yo se las doy; si después no las aprovechan como es menester, o si se atragantan con ellas, cuestiones son de los cerdos mismos y su idiosincrasia y no de la virtud puesta en práctica, que garantiza que el mundo en general -- y no necesariamente los cerdos en particular-- se beneficiará con ese acto. Por último, comenta Hartmann que la veracidad, "cuando delata secretos importantes, puede lesionar otros valores, por ejemplo, cometer una grave falta de confianza o una traición". Esta objeción, completamente válida, queda desarticulada más abajo, en la tercera nota al pie del cap. 11.
[20] Y así como Unamuno entendía que la veracidad es la virtud suprema, de la que luego surgen las demás, el poeta inglés William Blake parecía inclinarse por la inteligencia trascendente a la hora de establecer un ránking virtudes, según se desprende de este fragmento inclasificado de sus manuscritos en prosa: "Los hombres son admitidos en el cielo no porque hayan domado y gobernado sus pasiones o no tenido pasiones, sino porque hayan cultivado sus entendimientos. Los tesoros del cielo no son negaciones de pasión, sino realidades de inteligencia, de las que emanan las pasiones, indomadas en su eterna gloria. El tonto no entrará en los cielos por santo que sea. La santidad no es el precio de la entrada en los cielos. Los que son rechazados son aquellos que no teniendo pasiones propias, por no tener inteligencia, han gastado sus vidas en domar y gobernar las de otras gentes".

[21] Defino el esteticismo centrípeto como la capacidad que presentan ciertos espíritus de percibir la belleza que hay detrás de cualquier forma física o mental.

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