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sábado, 14 de agosto de 2010

Laqueur y Kant (II)

Ensayos correspondientes a la segunda parte del capítulo 11 de La ética y la moral:

Jueves 11 de octubre del 2007/5, 30 p.m.

No hay la menor contradicción en que una cosa en el fenómeno (perteneciente al mundo sensible) esté sometida a ciertas leyes, y que esa misma cosa, como cosa o ser en sí misma, sea independiente de las tales leyes.
Kant, op. cit., p.128

No voy a ser yo quien despotrique contra la cosa en sí, porque me parece un descubrimiento platónico-kantiano formidable y verdadero en esencia, pero una cosa es la cosa en sí y otra muy distinta es el fenómeno espaciotemporal que percibimos merced a ella. Es evidente que mi esencia, en sí misma, no depende de ninguna cadena causal de orden físico o fisicoquímico, porque estas cualidades operan en el espaciotiempo y mi esencia no pertenece a esa esfera. Pero por ese mismo hecho, por no pertenecer al espaciotiempo, mi esencia está impedida de mover nada excepto a través de mi ser espaciotemporal, es decir, de mi cuerpo en general y de mi cerebro en particular. Aceptando que mi cerebro pertenece al mundo fenoménico lo mismo que una piedra o un ascensor, y aceptando que las mismas piedras y los mismos ascensores derivan cada uno de una piedra en sí o de un ascensor en sí, que corresponden al substrato metafísico, no perceptible, del objeto percibido, y sospechando como sospechan todos que tales objetos carecen de libre albedrío, tenemos que concluir una de tres cosas:(a) que cualquier movimiento de mi cuerpo está necesariamente determinado por las leyes del mundo físico, o (b) que al menos algunos movimientos de mi cuerpo (y de todos los cuerpos autoconcientes) están determinados o pueden en potencia determinarse a través de leyes que no pertenecen al mundo físico, o (c) que tienen la capacidad de acaecer espontáneamente, es decir, sin obedecer a ningún tipo de ley física o metafísica. La hipótesis de la espontaneidad absoluta es descartada por Kant, lo mismo que la del determinismo físico. Queda el determinismo metafísico, el cual se acomodaría muy a gusto dentro del sistema kantiano si no fuera porque su autor no se cansa de repetir que la causalidad es una "categoría a priori del entendimiento" y que por ello no puede operar fuera del mundo de los fenómenos. No existiendo la causalidad metafísica, los motivos que la razón extrae de sí misma cuando nos impele a obrar por deber tienen que provenir de la empiria o no existir. Como Kant no acepta ninguna de estas dos alternativas, queda encerrado en un callejón sin salida[1].
o o o

Viernes 12 de octubre del 2007/3,58 p.m.


La razón práctica no traspasa sus límites por pensarse en un mundo inteligible; los traspasa cuando quiere [...] sentirse en ese mundo. [...] El concepto de un mundo inteligible es sólo un punto de vista que la razón se ve obligada a tomar fuera de los fenómenos, para pensarse a sí misma como práctica; ese punto de vista [...] es necesario, si no ha de quitársele al hombre la conciencia de su yo como inteligencia y, por tanto, como causa racional y activa por razón, esto es, libremente eficiente. Este pensamiento produce, sin duda, la idea de otro orden y legislación que el del mecanismo natural referido al mundo sensible, y hace necesario el concepto de un mundo inteligible (esto es, el conjunto de los seres racionales como cosas en sí mismas); pero sin la menor pretensión de pensarlo más que en su condición formal, esto es, según la universalidad de la máxima de la voluntad, como ley, y, por tanto, según la autonomía de la voluntad [...]; en cambio, todas las leyes que se determinan sobre un objeto dan por resultado heteronomía, la cual no puede encontrarse más que en las leyes naturales y se refiere sólo al mundo sensible.
Kant, op. cit., pp.129-30

Toda la confusión deriva de suponer Kant que la conciencia racional es la cosa en sí, cuando en realidad esta conciencia trabaja muy dentro del mundo de los fenómenos y obedece ciegamente a las leyes fisicoquímicas que le son pertinentes; y es, en el lenguaje de Kant, heterónoma: se determina sobre un objeto, no sobre sí misma, y ese objeto es el bienestar personal. Por eso Kant, cuando afirma que las máximas morales derivadas del deber son descubiertas por la razón a priori, dice algo que no se corresponde con la realidad, porque si son descubiertas por la razón, necesariamente fueron tomadas de la experiencia o elaboradas a partir de ella, y entonces podrán ser, sí, máximas morales (restringidas en un determinado espaciotiempo), pero nunca máximas éticas (invariables para todo tiempo y lugar); y si son descubiertas a priori, entonces no lo son por la razón sino por intuición metafísica, y no pueden ostentar el carácter de máximas inapelables porque, al ser interceptadas por la conciencia y traducidas a un lenguaje comprensible para ella, pierden en el proceso de traducción parte de la pureza que las hacía 100% verdaderas para todo tiempo y lugar y en cualquier circunstancia. Pero no pierden su autonomía: cuando se actúa influenciado por ellas, la teleología es inconciente y responde al bienestar universal antes que al personal, cultural o específico[2]. La razón pura, sin auxilio de la intuición metafísica o intelectual, puede perfectamente determinar principios de acción no egoístas, es decir, principios morales (pero no éticos); pero la razón puesta al servicio de la voluntad, esto es, la razón práctica, sin auxilio de la intuición, nunca podrá determinar un comportamiento moral --no digamos ya ético-- por más que tenga presente la máxima moral que la razón pura descubriera, a no ser que el comportamiento que dicha máxima sugiere coincida con los intereses particulares del individuo que razona, porque un individuo puede ser todo lo altruista que se quiera razones adentro, pero a la hora de actuar, si sigue razonando y la intuición no aparece, se comportará de manera egoísta, sépalo él o no lo sepa y pudiendo suceder --y les sucede muy frecuentemente a los individuos esclarecidos-- que su comportamiento egoísta sea beneficioso para la sociedad en que vive o incluso para el universo espaciotemporal. Pero estará, en este último caso, obrando bien de casualidad o mejor dicho de rebote, pues la intención que tenía (quizá inconciente) era la de beneficiarse él mismo (material o espiritualmente) con ese acto. Si: intención inconciente. Si uno actúa motivado por la razón, podrá suponer lo que quiera, pero sus resortes motivacionales internos estarán buscando la propia satisfacción y secundariamente la del prójimo. Dice Kant que "de toda acción conforme a la ley, que, sin embargo, no ha de ocurrir por la ley, puede decirse que es moralmente buena sólo según la letra, pero no según el espíritu (la intención)" (Crítica de la razón práctica, p.108). Para él, la intención lo era todo: quien actuaba con intenciones altruistas era altruista por más que el acto resultase fallido. Yo creo que podemos actuar por deber (impulsados por una intuición práctica o por un principio racional derivado de una intuición teórica) suponiendo que actuamos por propio interés, y si actuando así logramos nuestro cometido, algo bueno hicimos y algo bueno somos, pues somos lo que hacemos: lo único que importa en la ética es el acto[3]. Si es deseable que una persona tenga buenas intenciones, lo es más que tenga buenas intuiciones, y todo esto es deseable sólo en función de los actos que tales personas acostumbran realizar.
o o o

Sábado 13 de octubre del 2007/1,39 p.m.

No podemos explicar nada sino reduciéndolo a leyes, cuyo objeto pueda darse en alguna experiencia posible. Mas la libertad es una mera idea, cuya realidad objetiva no puede exponerse de ninguna manera por leyes naturales, por tanto, en ninguna experiencia posible; por consiguiente, [...] no cabe concebirla ni aun sólo conocerla. Vale sólo como necesaria suposición de la razón en un ser que crea tener conciencia de una voluntad, esto es, de una facultad diferente de la mera facultad de desear (la facultad de determinarse a obrar como inteligencia, según leyes de la razón, pues, independientemente de los instintos naturales). Mas dondequiera que cesa la determinación por leyes naturales, allí también cesa toda explicación y sólo resta la defensa, esto es, rechazar los argumentos de quienes, pretendiendo haber intuido la esencia de las cosas, declaran sin ambages que la libertad es imposible. Sólo cabe mostrarles que la contradicción que suponen haber descubierto aquí no consiste más sino en que ellos, para dar validez a la ley natural con respecto a las acciones humanas, tuvieron que considerar al hombre, necesariamente, como fenómeno, y ahora, cuando se exige de ellos que lo piensen como inteligencia, también como cosa en sí, siguen, sin embargo, considerándolo como fenómeno, en cuya consideración resulta, sin duda, contradictorio separar su causalidad (esto es, la de su voluntad) de todas las leyes naturales del mundo sensible, en uno y el mismo sujeto; pero esa contradicción desaparece si reflexionan y, como es justo, quieren confesar que tras los fenómenos tienen que estar las cosas en sí mismas (aunque ocultas), a cuyas leyes no podemos pedirles que sean idénticas a las leyes a que sus fenómenos están sometidos.
Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, pp. 131-2

Kant no duda en calificar a los engranajes instintivos de los animales y de los propios seres humanos como pertenecientes al mundo de los fenómenos, al mundo sensible, y por ende sujetos a las leyes deterministas del mundo físico, pero cuando habla de los engranajes racionales afirma, en primer lugar, que los animales no humanos están desprovistos de tal mecanismo (algo que a estas alturas, después de tanta investigación etológica, aparece como decididamente falso), y en segundo lugar dice que la razón no pertenece al mundo de los fenómenos ni se rige por sus leyes. Yo digo que las leyes que gobiernan la parte racional de la mente son tan fenoménicas como las que gobiernan su parte instintiva, pero no estoy negando con esto la existencia de otro tipo de leyes además de las físicas[4]. Yo digo, con Kant, que el mundo de las cosas en sí existe y se rige por medio de otro tipo de leyes[5], pero niego que este mundo sea un mundo inteligible, racional, y que la causalidad no tenga en él jurisdicción. Habla Kant a veces de cierta "causalidad de la razón", lo que resulta incomprensible dentro de su sistema... a menos que se refiera a una determinación no causal, a cierto resorte que activa el movimiento de la voluntad sin ser él mismo un movimiento. Esto sería parecido a lo que yo pienso respecto del proceso intuitivo, sólo que yo sostengo que aquí sigue habiendo causalidad, porque para mí la causalidad no es una categoría del entendimiento y por lo tanto puede continuar trabajando fuera del espaciotiempo, sin echar mano de ningún movimiento para producir efectos. Suponiendo entonces que Kant admite la posibilidad de "determinarse" a realizar un acto voluntario por medio de la razón, se sigue de esto que no puede ser el cerebro el que dé la orden, porque la neurobiología ya dejó bien claro que las conexiones sinápticas, junto con los neurotransmisores, se mueven y mucho cada vez que tomamos una decisión, y ningún movimiento, según Kant, puede formar parte del mundo de las cosas en sí mismas y mucho menos determinar un acto libre[6]. Si Kant viviera hoy día y no quisiera rectificarse, tendría que argumentar que cuando los neurobiólogos ven moverse algo en el cerebro que decide, es un cerebro que está tomando una decisión instintiva, un cerebro gobernado por las "inclinaciones" y no por la voluntad. Y si los neurobiólogos le retrucasen que toda vez que observan el cerebro de un hombre a punto de actuar, ven en su interior algo que se mueve, y que han visto ya incontables cerebros en ese trance, diráles Kant muy suelto de cuerpo que eso es perfectamente previsible, pues es probable que ningún ser humano haya obrado nunca por deber en ningún momento[7]; o tal vez todas esas personas cerebrizadas actuaban por deber liso y llano, pero sus movimientos neurales no eran la causa ni el correlato paralelo del accionar libre sino que obedecían a otras variables que se manifestaban simultáneamente. Llegada la discusión a ese punto, los neurobiólogos, como hombres de ciencia que son, poco afectos a este tipo de disputas que se salen de madre, tirarán la toalla y se alejarán de su oponente mirándolo de reojo. ¡Y todo por querer sostener que la razón no está relacionada, ni directamente ni en paralelo, con los procesos cerebrales! Yo soy el primero en reconocer las bondades del sano raciocinio, pero divinizarlo ¡jamás! Si hay algo que nos aleja de Dios es la razón, porque nunca comprenderemos las razones divinas por medio de la razón humana, y la metafísica y la ética, libradas a los postulados de la pura razón, jamás cobran altura, incluso jamás nacen. Los pueblos que idolatran la razón --los franceses en la época de la ilustración, los ingleses desde siempre-- carecen de metafísica y su ética no es ética sino moral mal digerida. Por suerte los continuadores de Kant en Alemania --Schopenhauer sobre todo-- pusieron a la razón en su lugar, lo mismo que los que sucedieron a los positivistas franceses –Bergson sobre todo. La libertad de la voluntad podrá ser una idea verdadera o falsa, pero si es verdadera no creo que se active por medio de decisiones racionales. Sería como pretender que una mina personal sea detonada por el paso de una hormiga.
o o o

Lunes 15 de octubre del 2007/12,50 p.m.
Acepto la protesta de Kant en relación a la razón animal: diría él que ciertos animales poseen un pequeño entendimiento, pero que ninguno se guía por preceptos y máximas, médula ésta de una voluntad enteramente racional.

3,11 p.m.

Para querer aquello sobre lo cual la razón prescribe el deber al ser racional afectado por los sentidos, hace falta, sin duda, una facultad de la razón que inspire un sentimiento de placer o de satisfacción al cumplimiento del deber, y, por consiguiente, hace falta una causalidad de la razón que determine la sensibilidad conforme a sus principios. Pero es imposible por completo conocer, esto es, hacer concebible a priori, cómo un mero pensamiento, que no contiene en sí nada sensible, produzca una sensación de placer o de dolor; pues es ésa una especie particular de causalidad, de la cual, como de toda causalidad, nada podemos determinar a priori, sino que sobre ello tenemos que interrogar a la experiencia. Mas como ésta no nos presenta nunca una relación de causa a efecto que no sea entre dos objetos de la experiencia, y aquí la razón pura, por medio de meras ideas (que no pueden dar objeto alguno para la experiencia), debe ser la causa de un efecto, que reside, sin duda, en la experiencia, resulta completamente imposible para nosotros, hombres, la experiencia de cómo y por qué nos interesa la universalidad de la máxima como ley, y, por tanto, la moralidad.
Kant, op. cit., pp. 132-3

El anterior pasaje revela la incoherencia kantiana que surge cuando admite que los instintos pertenecen al mundo fenomenológico y la razón que motiva voluntades a través de preceptos elaborados por sí misma no. "Es imposible --dice-- conocer cómo un mero pensamiento, que no contiene en sí nada sensible, produzca una sensación de placer o de dolor". Reemplácese la palabra "pensamiento" por "instinto" y se verá que la oración continúa teniendo sentido y siendo verdadera. Los instintos no son sensibles, no pueden percibirse sino a través de sus efectos en la conducta, lo mismo que los pensamientos[8], y quien está controlado por un determinado instinto siente la necesidad de actuar conforme a él, o sea que el instinto le inspira un sentimiento de placer o de satisfacción cuando es llevado a la práctica. "La experiencia --continúa Kant-- no nos presenta nunca una relación de causa a efecto que no sea entre dos objetos de la experiencia". ¿Cómo debemos interpretar esta frase si deseamos explicar el comportamiento instintivo? Los instintos, en sí mismos, no son objeto de la experiencia, pero son hijos de la experiencia en el sentido de que han sido desarrollados a través de las experiencias que cada especie vivenció durante su filogenia. Es, pues, la experiencia de la especie la que determina, instintos mediante, el comportamiento no racional de los animales. Y algo similar ocurre con las ideas provenientes de la razón (sin auxilio de la intuición metafísica): no contienen en sí nada sensible, pero fueron desarrolladas a partir de observaciones, experimentos, lecturas, etc., o sea que provienen de la experiencia y es ella la que, a través de conceptos racionales, posibilita la conducta moral. No hay nada misterioso, ni queda en suspenso ninguna ley del mundo físico, cuando entran en juego los instintos o cuando entra en juego la razón. Kant niega, desde luego, que la razón obtenga sus conclusiones a partir de la experiencia; de ahí que postule una "causalidad de la razón" que no trabaja de igual modo que la causalidad ordinaria. Ahí nos vamos, sí, del mundo de los fenómenos y entramos en el mundo de la intuición metafísica, pero no podemos entrar en este nuevo y desconocido ámbito cargando con el aparato de la razón ni con ninguno de sus componentes, por puro que sea. "Resulta completamente imposible para nosotros, hombres, la experiencia de cómo y por qué nos interesa la universalidad de la máxima como ley y, por tanto, la moralidad [eticidad]". Esta experiencia nos resulta completamente imposible por la sencilla razón de que no existe. Nadie conoce ninguna máxima de la ética que sea universal, es decir, no hay ni puede haber preceptos éticos absolutamente verdaderos en ninguna mente finita (como tampoco pueden existir en una mente finita enunciados correspondientes a leyes del mundo físico que sean absolutamente verdaderos); y no pudiendo nadie conocer los preceptos del puro deber, nadie puede obrar por deber impulsado por un precepto que concientemente conoce o por una máxima derivada de aquel precepto. Si le preguntásemos a una polilla por qué se dirige al fuego y ella pudiese contestarnos, nos diría "porque sí, porque siento la necesidad de ir hacia allí". No hay preceptos ni máximas que determinen al instinto: son sólo impulsos que se sienten. Y de parecida forma trabajan las intuiciones prácticas que posibilitan que cumplamos con nuestro deber: nos impulsan a ello por sí mismas, sin que sean necesarias las ideas (que a veces aparecen junto con el cumplimiento del deber o antes de cumplirlo, pero son un fenómeno accesorio que no lo determina). El deber, al igual que el instinto, se cumple irracionalmente --en ausencia de razones--, pero se diferencian en que nacen, el uno, fuera del mundo físico, y el otro muy dentro de él. La razón trabaja en base a experiencias individuales --y por eso es fenoménica--, el instinto en base a experiencias específicas --adquiridas por la especie a lo largo de su evolución-- y la intuición en base a experiencias divinas --y por eso es nouménica. Cualquier precepto que determine por sí mismo nuestro accionar lo estará determinando en vistas a procurarnos algún bienestar personal o a evitarnos algún malestar personal, es decir, no estaremos obrando por deber, por más que supongamos que así lo hacemos y por más que los efectos de nuestro accionar concuerden con los efectos que se habrían producido de haber sido nosotros, verdaderamente, impulsados por el deber. Voy entonces a rectificarme y a decir que no existen las intuiciones metafísicas conceptuales en el plano de la ética. Yo ya dije que no existen los preceptos éticos ciento por ciento verdaderos; ahora profundizo este punto de vista con el simple recurso de abreviar el aserto: no existen los preceptos éticos. Los que hasta el momento suponía como tales, y que derivaban, pensaba yo, de una intuición conceptual, no son más que preceptos morales, válidos solamente para un determinado sector del universo espaciotemporal, y derivan de la experiencia, al igual que cualquier otro enunciado científico (la moral es una ciencia). Pongamos por caso el siguiente precepto: "Mientras tengas a tu alcance otro tipo de alimentos, no mates animales para devorarlos". Yo pensaba que derivaba de una intuición conceptual y que por ende tenía rango ético; ahora digo que sólo es un precepto moral. Posiblemente sea un precepto moral ampliamente abarcativo, esto es, que no sólo a mi sociedad, sino a casi todas las sociedades existentes hoy en el planeta, y quizá también a las que vendrán con los siglos, les conviene y les convendrá comer vegetales. Pero esto no alcanza para decir que tal precepto es ético. Ajustar la conducta de acuerdo a este tipo de normativas es en general saludable para el espíritu y lo más probable es que tal conducta sea en verdad correcta desde el punto de vista ético, pero no siempre, y en rigor casi nunca (en esto coincido con Kant) lo que se hace a favor de la ética se hace por causa de la ética, por más que los efectos, que son lo que realmente interesa (en esto discrepo con Kant) sean iguales en ambos casos. Sólo actuamos por deber cuando somos impulsados por una intuición metafísica práctica, y ésta sólo aparece cuando la tentación de ir contra la ética es grande, la decisión a tomar es importante, y el precepto moral, por sí mismo, carece de la fuerza suficiente para impulsarnos o va en contra del designio ético, lo que sucede con mayor frecuencia cuanto más corrompida esté la sociedad en que habitamos[9].
Las únicas intuiciones metafísicas conceptuales aparecen en el plano teórico, en las cuestiones metafísicas propiamente dichas[10]. La existencia de un Dios separado del mundo, la vida después de la muerte, el libre albedrío...; eso se dilucida por medio de intuiciones conceptuales. Atendiendo a todo esto, tengo que concluir que cuando nos comportamos (bien o mal) motivados por preceptos, la raíz de tal motivación es en todos los casos egoísta: buscamos en el bien ajeno (o en el mal ajeno) nuestra propia satisfacción; por caritativo que sea nuestro acto, lo realizamos porque sospechamos que así nos sentiremos mejor que si no lo hiciéramos. Esto no tiene nada que ver con el hecho de que los preceptos aplicados sean verdaderos o falsos (o sea, que contribuyan o no al bienestar de la sociedad en que se aplican). Sea el precepto moral verdadero, sea falso, nadie puede aplicarlo sin atención a su propio beneficio. Si damos dinero a un pobre no por impulso intuitivo sino por un precepto moral que nos lo recomienda, lo hacemos porque suponemos (tal vez inconcientemente) que nos sentiremos mejor luego de aquello, o que si no lo hiciéramos nos sentiríamos peor. Todo precepto moral (o inmoral) se aplica por interés personal y por tanto queda fuera de la esfera del deber. Si hay quien tome tal afirmación como una denigración hacia la parte racional de nuestro ser, puede que acierte, pero no se olvide de que lo que a mí me interesa, y creo que a la ética también, son los hechos y no las motivaciones, y fundamentalmente téngase presente la siguiente afirmación: los santos actúan, la mayor parte del tiempo, motivados por preceptos morales y por eso son, la mayor parte del tiempo, egoístas. Actúan con bondad y con humildad, pero como esas predisposiciones metapsicológicas van, por lo general, a favor de los actos que aconseja la moral, y los instintos y los memes están en ellos como dormidos, resulta que no se sienten constreñidos al comportarse conforme a la ética, y si no hay constricción no hay deber (nueva concordancia con mi maestro).
Esta idea que me acaba de amanecer en la cabeza, esto de la inexistencia de las intuiciones éticas conceptuales, ¿de dónde ha salido, de una intuición o de la experiencia? Si es falsa salió de la experiencia o de un presentimiento trucho, pero si es verdadera salió de una intuición, porque tal idea, si bien se relaciona con la ética, no es preceptual, no sugiere ni prohíbe ningún comportamiento, y es metafísica precisamente porque se relaciona con la ética y ésta no es refutable por vía experimental.

El mundo de las intuiciones ha quedado reducido a sólo dos casos posibles: las intuiciones metafísicas, que son conceptuales, y las intuiciones éticas o prácticas, que son impulsivas. Lo que acabo de descubrir hace unas horas, si es verdadero, pertenece al primer caso.
o o o

Martes 16 de octubre del 2007/3,44 p.m.
Antes de seguir con Kant debo corregir, a la luz de mi nueva doctrina de las intuiciones, algunos pasajes escritos en estos días que ya no pueden tomarse como válidos dentro de mi sistema. (De más está decir que tendría que comenzar las correcciones desde una fecha muy anterior, pero sería engorroso para todos y de poco provecho, pues estaría machacando una y otra vez sobre lo mismo.)
Este 3 de octubre afirmé que las virtudes cardinales y la humildad se apoderan de nuestro espíritu (como impulsos, no como conceptos) debido a un proceso intuitivo. Me parece ahora que no, que lo que posibilita la percepción y el crecimiento de los impulsos virtuosos es nuestro buen comportamiento, nuestras acciones acorde con --aunque no necesariamente motivadas por-- el deber. Son estas acciones las que posibilitan el ingreso a nuestra conciencia de las intuiciones, tanto de las prácticas como de las metafísicas, y las primeras, a su vez, se valen de alguna o de varias virtudes cardinales para impulsar nuestra conducta hacia el lado correcto, formándose así un círculo virtuoso del que ya no se puede salir, característico de los hombres que van directo hacia la santidad, la sabiduría o el heroísmo. Dije también ese día que la razón trabaja, "en el terreno ético y metafísico, partiendo de premisas obtenidas por intuición". Ahora discrepo: en el terreno ético, la razón no trabaja en absoluto.
Cuatro días después, el 7 de octubre, insinué que no es correcto "desechar los principios racionales a la hora de tomar una resolución ética". Acá no me rectifico, pero al tomar esa decisión hay que ser concientes de que aquellos principios racionales, si bien pueden ser la causa de la ejecución de buenas acciones en sentido ético, no pertenecen ellos mismos al ámbito de la ética sino a la moral, con todo el relativismo que implica esa condición. Y terminando ya la entrada correspondiente a esa fecha, dije lo siguiente: "Las intuiciones, como impulsos, podrán aparecer muy de vez en cuando, pero permanecen todo el tiempo en nuestra conciencia sosteniendo aquellos principios rectores que, merced a ese sostén metafísicamente frío, marcan el rumbo general de la conducta diaria de aquellos hombres que ansían elevarse". Queda claro que ya no creo en la existencia de un sostén así. Estamos mucho más librados a lo que nuestra mera razón nos indique que lo que yo, esperanzado, suponía. (Pero ¿es que hace falta poseer un conocimiento tan avanzado en cuestiones de comportamiento? ¿Para qué, si ni siquiera somos capaces de cumplir con las normativas morales más elementales?)
Por último, corregiré lo dicho este 12 de octubre: las máximas que responden al ideal ético no existen. Existen máximas morales, y su puesta en práctica es egoísta en todos los casos (egoísmo inconciente a veces). El único caso en donde la teleología (inconciente en el momento de actuar) responde al bienestar universal se da cuando nos impulsa una intuición práctica.

5,22 p.m.

El interés lógico de la razón [por aumentar sus conocimientos] no es nunca inmediato, sino que supone siempre propósitos de su uso.
Kant, op. cit., p. 132

Nueva discrepancia. Está claro que la mayor parte de la gente estudia y piensa en función de algún objetivo (recibirse de ingeniero, ser aplaudido en una conferencia, etc.), pero no todos los estudiosos caen en esa descripción. Hay quienes aumentan sus conocimientos porque les resulta placentera esa maniobra; sin embargo, éstos tampoco estudian por deber, pues lo hacen con un claro propósito: gozar con el estudio. Sólo se actúa por deber cuando somos impulsados por una virtud cardinal y no por la teleología; en este caso, la virtud impulsora es la veracidad. En un sentido estricto, la veracidad es la predisposición metapsicológica que nos impulsa a decir la verdad, pero esta es la fase final, catabólica, de un proceso que requiere materia prima para iniciarse. Ser veraz es un gran logro de por sí, pero esto se potencia si las verdades que se manifiestan son originales, trascendentes o incómodas (tanto para el que las dice como para el que las recibe). La incomodidad va por otro lado, pero la originalidad y la trascendencia dependen mucho de los conocimientos adquiridos. De ahí que la veracidad trabaje a dos bocas: escupiendo verdades por un lado y chupándolas por el otro. El virtuoso que dice la verdad por deber no piensa en ese momento si eso lo beneficiará o le traerá desventajas: necesita decirla como quien necesita ir al baño. Y a los conocimientos los adquiere como quien adquiere una pizza luego de tres días de no probar bocado.
o o o

Miércoles 17 de octubre del 2007/10,37 a.m.
Regreso al tema específico del libre albedrío.
Leyendo la Fundamentación de la metafísica de las costumbres uno se queda con la duda de si el libre albedrío no era para Kant asimétrico. A mí, personalmente, me parecía que, según él, somos libres solamente cuando actuamos por deber, y que siempre que no actuamos por deber lo hacemos por "inclinación" y entonces la libertad desaparece. Esto no es verdaderamente lo que Kant conjeturaba, pero tuve que abandonar su Fundamentación e ingresar a otra obra suya para comprender de qué modo justificaba el castigo (terrenal o eterno) de los hombres malos. Me refiero a La religión dentro de los límites de la mera razón. Allí, en la página 210, se lee lo siguiente:

El primer bien verdadero que el hombre puede hacer es salir del mal, el cual no ha de buscarse en las inclinaciones, sino en la máxima pervertida [...]. Las inclinaciones son sólo adversarios de los principios en general (sean buenos o malos).

Actuar por deber es actuar conforme a una normativa que antepone los mandatos de Dios al amor a sí mismo (egoísmo), pero también somos libres cuando elegimos anteponer el egoísmo a los mandamientos, y en esa trastocación de valores reside la raíz del mal moral. Toda vez que actuamos conforme a una motivación egoísta derivada de una máxima pervertida somos libremente malos y nos hacemos merecedores de castigo, sin importar que las consecuencias de nuestro accionar sean beneficiosas para otros o para el mundo en general. Los animales no son malos porque se guían por impulsos de la sensibilidad y no por máximas, y

el fundamento del mal no puede residir en ningún objeto que determine el albedrío mediante una inclinación, en ningún impulso natural, sino sólo en una regla que el albedrío se hace él mismo para el uso de su libertad, esto es: en una máxima. [...] si este fundamento no fuese él mismo finalmente una máxima, sino un mero impulso natural, el uso de la libertad podría ser reducido totalmente a determinaciones mediante causas naturales, lo cual contradice la libertad (ibíd., p. 31).

Aclarado este asunto, se plantea una nueva duda. La escolástica bifurca el mal moral en: (a) pecados de orgullo, y (b) pecados de concupiscencia. Los pecados de orgullo, tanto para la teología católica como para Kant, son, lejos, los más perniciosos. Pareciera incluso que Kant debería negar a la concupiscencia, a los pecados de la carne, la categoría misma de pecados teniendo en cuenta que muchas veces (si no todas) son las "inclinaciones naturales" las que incitan al hombre a este tipo de perversión. Pero no: hay pecado. Las inclinaciones, libradas a sus propias fuerzas, no pueden degenerar y se mantienen como en los animales. Sólo degeneran en vicios cuando son puestas al servicio de una máxima pervertida, que subordina el deber al amor a sí mismo. Sobre tal disposición --dice Kant refiriéndose al instinto animal—

pueden injertarse vicios de la barbarie de la naturaleza y son denominados en su más alta desviación del fin natural vicios bestiales: los vicios de la gula, de la lujuria y de la salvaje ausencia de ley (en relación a otros hombres) (ibíd., p. 35).

Quien, por ejemplo, somete sexualmente a una mujer contra su voluntad, es, de acuerdo a lo que sostiene Kant, totalmente punible, porque lo que motivó la violación no fue una inclinación natural sino un vicio de la barbarie, que depende de la elección de una máxima contraria al deber. No sé qué opinaría Kant de las violaciones que algunos machos de ciertas especies animales ejecutan, de vez en cuando, sobre sus hembras... A mí me parece que si existe algo como el libre albedrío, no puede tener jurisdicción sobre la conducta concupiscente y tiene que circunscribirse al terreno del deber y del orgullo. Y si me apuran, digo que sólo es factible cuando hablamos del deber cumplido, pues adoptar máximas que subordinen el deber al propio interés es lo característico de la razón práctica, y ésta nos inclina de un modo tan natural y fenomenológico como los instintos. Somos libres, pues, únicamente cuando hacemos el bien por deber... o no lo somos nunca en absoluto. Y de estas dos posibilidades, la segunda me sigue pareciendo la más verosímil.
o o o

Jueves 18 de octubre del 2007/12,33 p.m.

Si aceptamos que Dios deja de cuando en cuando y en casos especiales que la naturaleza se aparte de sus leyes propias, entonces no tenemos el menor concepto ni podemos jamás esperar obtener alguno de la ley según la cual Dios procede en la realización de un suceso tal [...]. Aquí la Razón resulta, pues, como paralizada por cuanto es detenida en los negocios que realiza según leyes conocidas sin ser, sin embargo, instruida mediante ninguna ley nueva ni poder esperar que sea jamás instruida en el mundo acerca de tal ley.
Kant, La religión dentro de los límites de la mera razón, p. 89

Todo determinista que se precie de tal niega la existencia de los milagros o los considera de todo punto increíbles. Yo no soy la excepción, pero sí afirmo, en contra de los deterministas ortodoxos, que las leyes del mundo físico pueden ser contrariadas y quedar en suspenso ante determinados hechos fenomenológicos. ¿Me contradigo? "De ningún modo --digo yo mismo, autocitándome--. Para mí, todo lo que sucede sucede naturalmente, pero las causas de los sucesos naturales pueden ser, o bien físicas, o bien metafísicas. La metafísica es como una dimensión paralela en cuyo seno descansa la física y que les sirve de atajo a los sucesos cuando éstos desean liberarse de las trabas espaciales y temporales" (Citas y notas, apéndice). Lo único que hoy corregiría en este párrafo es el excesivo antropomorfismo: no son los sucesos quienes desean liberarse, sino las mentes que los manipulan. "No veo por qué deban llamarse naturales los sucesos cuya causación es puramente física y sobrenaturales los de causación metafísica, siendo que tanto los unos como los otros se manifiestan en este nuestro mundo de naturaleza física. Los (mal llamados) milagros que no pueden ser explicados mediante resortes puramente físicos [...] se explican metafísicamente, pero no dejan por esto de ser sucesos de lo más naturales, como que cualquiera puede percibirlos mediante sus órganos sensitivos, órganos que nadie afirmaría que trabajan metafísicamente o que son capaces de vislumbrar mundos no espaciales ni temporales". En un sentido estricto y no problemático, todo lo que sucede y todo lo que se percibe, acontece y aparece ante nuestros sentidos debido a una causa metafísica: la cosa en sí. Pero una vez transformada en fenómenos, la cosa en sí se vuelve temporal y espacial y se somete a las leyes que gobiernan este universo... excepto en ciertos casos límite cuya naturaleza escapa al molde fenoménico y se dirige hacia la dimensión metafísica. La única causación metafísica pura es, entonces, la de la cosa en sí sobre los hechos del mundo físico. Pero estos hechos pueden desbordar eventualmente la legalidad física y ampararse dentro de leyes metafísicas de las que nada sabemos (aunque conjeturo que son también de orden matemático). Pero ni la causación metafísica pura ni estos desbordamientos de la legalidad física son milagrosos, porque "milagro es todo suceso que, al manifestarse, anula dentro de sí y/o de su entorno una o varias leyes naturales que, en condiciones normales, le hubiesen impedido acaecer, y aquí las que dejan de intervenir, o por mejor decir, las que, interviniendo como no pueden dejar de hacerlo, son anuladas o contrarrestadas por leyes metafísicas, no son las leyes naturales, sino las leyes físicas. Las leyes naturales no pueden ser anuladas o contrarrestadas por hechos con causación metafísica, pues estas leyes gobiernan todo, tanto la causación física como la metafísica". Por eso es que no existen los milagros: existen los metasucesos, que son aquellos sucesos que sólo pueden explicarse mediante leyes metafísicas.
Existen dos tipos de metasucesos, los metasucesos parasicológicos y los metasucesos intuitivos. Los metasucesos parasicológicos poseen la característica de poder quebrar o contrarrestar el principio físico de la conservación de la materia-energía, mientras que los metasucesos intuitivos contrarrestan dos tipos de principios psicológicos: el que afirma que todo conocimiento no lógico ni matemático deriva de la experiencia, y el que afirma que toda motivación está, conciente o inconcientemente, condicionada a un objetivo. El primer principio es contrarrestado por las intuiciones puras o intelectuales, el segundo por las intuiciones prácticas o éticas.
Estamos tocando el tema de la ética, así que no me detendré a describir ni analizar los metasucesos parasicológicos. Sólo diré que tales sucesos no quiebran el determinismo general del universo tomado en su sentido amplio, es decir, metafísico (ver a este respecto el apéndice de mis Citas y notas).
Las intuiciones puras o intelectuales tampoco se relacionan con la ética, pero derivan de ella en el sentido de que un comportamiento apegado a lo que la ética sugiere posibilita la concienciación de verdades de índole metafísica (irrefutables a través de la experiencia), que son las intuiciones puras una vez transplantadas, a través de leyes desconocidas, a la mente del hombre como fenómeno espaciotemporal (o mejor dicho como correlato del fenómeno espaciotemporal que representa el cerebro y sus conexiones --no se olvide nunca el lector que yo adhiero al paralelismo psicofísico). Cómo es que se opera la causalidad comportamiento éticamente deseable-captación de intuiciones intelectuales no puede saberse porque depende de alguna ley metafísica que jamás conoceremos[11]. Es éste un principio irrefutable (pues nunca sabemos si una idea metafísica es verdadera, y aunque lo supiésemos no podríamos asegurar que apareció en una mente gracias al buen comportamiento ético, porque nada sabemos positivamente acerca de un comportamiento tal), de orden metafísico. O sea que, si es verdadero, proviene de una intuición intelectual, independientemente de que no haya sido yo el primero en reconocerlo y lo haya como vislumbrado en los escritos de otra gente. Puede que yo lo haya tomado de un libro y por ende de la experiencia, pero el primero que lo concibió lo hizo necesariamente por intuición (repito: si es verdadero). Yo mismo, incluso, por más que lo haya tomado de otro lado, no estaría tan persuadido de su realidad de no ser porque detrás hay una fuerza metafísica que me lo susurra al oído; o si no todo es mentira e ilusión. Pero supongamos que hay verdad en esto de que nuestras intuiciones puras mejoran en intensidad y cantidad conforme a nuestras mejoras conductuales; ¿significa esto que fue mi buen comportamiento el que posibilitó mi adhesión a esta idea o mi descubrimiento?[12] No necesariamente. Yo digo que el buen comportamiento es un medio a través del cual se captan intuiciones, pero no digo que sea el único. Posiblemente haya otros medios que desconozco y que sean los que utilicé para concienciar esta idea. Pero es este método el único que yo, personalmente, tengo como probable, de modo que intentaré valerme de él para clarificar mis intuiciones respecto de las tres cuestiones metafísicas fundamentales: la existencia de Dios como separado del mundo de los fenómenos, la vida después de la muerte corporal y el libre albedrío. Hoy me contesto, respectivamente, sí, sí, y no. Pero no doy por cerrado ninguno de los tres asuntos.
Los únicos metasucesos que se relacionan directamente con la ética son las intuiciones de orden práctico. Éstas funcionan a modo de impulso del más allá, que nos indica lo que hacer cuando nuestra voluntad en general, o algunas de nuestras subvoluntades (racional, instintiva o memética), se pone a favor de un comportamiento éticamente indeseable. El impulso intuitivo, en tanto que tal, se sirve del deseo, porque nada se puede hacer por voluntad propia si no se desea, pero no es un deseo de algo sino de sí mismo, un deseo de hacer lo que se desea sin la existencia de un por qué o para qué anexados a él. La razón, sin duda, puede imaginar que tal deseo obedece a una finalidad, pero será sólo una invención que ni posibilita la concreción del deseo intuitivo, ni la obstaculiza. Estos deseos, según hasta donde se me alcanza ver, es probable que trabajen sólo prohibiendo acciones más que incentivándolas. Deseamos, con nuestra voluntad racional, instintiva o memética, hacer algo malo, y entonces aparece la intuición práctica que nos impele a desechar ese acto. Esto se explicaría --si caben en este ámbito las explicaciones-- por el hecho de que los resortes positivos de la bondad serían fácilmente controlables por el aparato racional de las personas nobles, de suerte que para esta gente comportarse bien es comportarse de acuerdo a lo que la razón ordena, mientras que los resortes negativos --los que impiden que hagamos maldades-- no suelen estar todo el tiempo en concordancia con la razón ni aun en los individuos esclarecidos. Es como si para ir hacia el bien no necesitásemos más que la guía de nuestra razón... y unas intuiciones prácticas que hagan de anteojera toda vez que, hacia los costados del camino, aparezca el mal de la mano del orgullo y del deleite o escondido tras ellos.
La pregunta del millón es la que sigue: Estas intuiciones, que vienen del más allá e interfieren con el proceso volitivo ordinario y fenomenológico de algunas personas, ¿posibilitan que tales personas se liberen de las cadenas causales y decidan por sí mismas o por intermediación de lo que se da en llamar libre albedrío? Siempre no. La intuición práctica es la voz de Dios hecha carne, y cuando actuamos o no actuamos impulsados por esta intuición es Dios mismo quien, a través de las leyes metafísicas por él diseñadas, manipula la voluntad humana soslayando la razón, incluso atropellándola si fuera el caso, o atropellando a los demás resortes fenomenológicos. Así, somos incluso mejores títeres de Dios cuando actuamos (o no actuamos) por deber que cuando lo hacemos por mundanas determinaciones. Las cuerdas, en el primer caso, ya no son necesarias: mete Dios su mano misma dentro de nosotros y desde allí nos maneja[13].
[1] (Nota añadida el 28/5/8.) Es mentira Kant no acepte la existencia de la causalidad extrafenoménica. Bien claro afirma que "nada impide que atribuyamos al objeto trascendental [la cosa en sí], además de la propiedad a través de la cual se manifiesta, una causalidad que no sea fenómeno, aunque su efecto aparezca en un fenómeno" (Crítica de la razón pura, A 539 y B 567 de la nomenclatura erudita). Y esta causalidad no desemboca en Kant en un determinismo metafísico porque, según él, la "causalidad inteligible" produce sucesos por sí misma, desligada tanto de lo externo (físico) como de lo interno (psíquico). Si esto de suponer que una decisión racional no depende, por ejemplo, de la constitución del cerebro y de sus interconexiones, es algo creíble o increíble, no viene al caso ahora; sólo interesa saber que Kant entendía que la razón práctica es en esencia metafísica y que tiene poder sobre los fenómenos físicos, y que por eso no queda encerrado en ningún callejón lógico como yo, con gran irresponsabilidad intelectual, así suponía.
Si un tipo viene y me dice que es capaz de doblar una barra de acero macizo de 10 cm de diámetro con sus propias manos, yo lo acuso de ilógico (o de mentiroso) por entender que no existe hombre ninguno que pueda realizar esa proeza. Pero si luego me retruca que no estoy en presencia de un hombre común sino de Superman, ahí ya no puedo afirmar que sea ilógica su creencia de que puede doblar la barra. Pues bien: según Kant, todos los seres dotados de raciocinio son incluso más poderosos que Superman, son dioses, capaces de iniciar por su propia cuenta y riesgo cientos de cadenas causales diariamente, produciendo sucesos que no dependen más que de ellos mismos para su aparición en el espaciotiempo. Esto, según mi punto de vista, es una locura, pero las consecuencias que Kant extrae de dicha locura son perfectamente lógicas.
[2] (Nota añadida el 24/3/8.) Pero no es suficiente un tipo así de teleología para decir que hay aquí autonomía. La voluntad continúa siendo heterónoma, sólo ha cambiado la modalidad de la tiranía (en lugar de un tirano instintivo, cultural o psicológico, somos presa de un tirano divino).
[3] En cambio, según Kant "la ética es una filosofía de las intenciones" (Lecciones de ética, p.113). El contraste no podría ser mayor. Y sin embargo admite que no necesariamente las buenas intenciones concientes señalan que se ha obrado pura y exclusivamente por deber: "Solemos preciarnos mucho de algún fundamento determinante, lleno de nobleza, pero que nos atribuimos falsamente; mas, en realidad, no podemos nunca, aun ejercitando el examen más riguroso, llegar por completo a los más recónditos motores; porque cuando se trata de valor moral no importan las acciones, que se ven, sino aquellos íntimos principios de las mismas, que no se ven" (Fundamentación de la metafísica de las costumbres, p.50). La ética, pues, no es para Kant, desde luego, una filosofía de las acciones, pero tampoco una filosofía de las intenciones: es una filosofía de los principios.
[4] Cuando hablo de "leyes físicas" incluyo en ese término a todas las leyes que la ciencia pueda contemplar, incluidas las psicológicas, sociológicas y morales --pero no las éticas.

[5] Ambos mundos, el fenoménico y el nouménico, se rigen por leyes matemáticas, pero la matemática de las leyes nouménicas es incomprensible para la razón humana. Y las leyes metafísicas no trabajan en paralelo con las físicas, sino que las absorben, desbordan y rectifican.
[6] Si Kant apoyaba la hipótesis del paralelismo psicofísico esto se complica.

[7] "Es, en realidad, absolutamente imposible determinar por experiencia y con absoluta certeza un solo caso en que la máxima de una acción, conforme por lo demás con el deber, haya tenido su asiento exclusivamente en fundamentos morales y en la representación del deber. Pues es el caso, a veces, que, a pesar del más penetrante examen, no encontramos nada que haya podido ser bastante poderoso, independientemente del fundamento moral del deber, para mover a tal o cual buena acción o a este grande sacrificio; pero no podemos concluir de ello con seguridad que la verdadera causa determinante de la voluntad no haya sido en realidad algún impulso secreto del egoísmo, oculto tras el mero espejismo de aquella idea" (op. cit., p.50). O "quizá nunca un hombre haya cumplido con su deber --que reconoce y venera" (Lecciones de ética, pp. 83-4).
[8] Esto vale para quien observa desde fuera. El propio interesado sí percibe la influencia del instinto desde antes de su puesta en práctica, pero lo mismo percibe sus pensamientos antes de que lleguen a su voluntad. Es verdad que los instintos, así percibidos, afectan de un modo más carnal y sensible que los pensamientos, pero no hace falta tanta sensorialidad para justificar la inclusión de un suceso dentro del espaciotiempo, con que sea percibido de algún modo ya es suficiente. (Hay que notar, además, que lo que se percibe cuando somos presa de un instinto tiene muchas veces más relación con ciertas emociones anexadas al proceso que con el instinto en sí mismo, mientras que los pensamientos se perciben claramente aun en ausencia de emociones.)
[9] Los preceptos morales los elabora cada quien en su raciocinio, pero la sociedad involucrada contribuye no poco con este personal proceso.

[10] Hay una excepción: el precepto de decir siempre la verdad subjetiva. Es una intuición metafísica conceptual de orden práctico, porque depende directamente de una virtud cardinal. El caso del precepto "sé bueno" no puede contemplarse como válido porque uno no sabe a ciencia cierta qué hay que hacer para cumplimentarlo, cosa que no sucede con la veracidad.
[11] No interesa, a los efectos de mi postulado, que el comportamiento éticamente deseable sea motivado por objetivos egoístas o instintivos, o por sí mismo --intuitivamente--. Sólo interesa que las buenas acciones se realicen con regularidad. Esto último es lo único que hace decididamente improbable que un animal o una piedra tengan intuiciones (y no les servirían de nada, porque carecen de una mente capaz de representarse la verdad metafísica que en la intuición subyace).
[12] Si uno descubre una idea por sí mismo, tiene derecho a llamarse descubridor por más que la idea sea vieja. ¿Quién descubrió la teoría de la evolución, Darwin o Wallace? Los dos, porque ninguno sabía de la existencia del otro. El orden cronológico no interesa.
[13] (Nota añadida el 5/8/9.) Figura Kant entre los grandes profetas gnoseológicos que ha tenido la humanidad, pero no figura por lo expresado en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres o en su Crítica de la razón práctica, sino por los revolucionarios aportes epistemológicos que aparecen en su Crítica de la razón pura. Él mismo tuvo conciencia de esto, y comentó en el prólogo de la segunda edición de este tratado que confiaba en que su método sería para las ciencias en general lo que el sistema de Copérnico fue para la astronomía en particular. "Kant habló de sí mismo --comenta Bertrand Russell-- como autor de una revolución copernicana, pero hubiera sido más exacto si hubiera hablado de contrarrevolución ptolomeica, dado que puso de nuevo al hombre en el centro del que Copérnico lo había destronado” (El conocimiento humano, introducción). Esto es correcto en alusión al idealismo subjetivo que Kant propone al considerar al tiempo y al espacio como meras formas de nuestra sensorialidad, sin existencia propia fuera de ella, pero en lo que respecta a la idea principal y rectora de la Crítica de la razón pura, la de que la cosa en sí es de todo punto incognoscible para la mente humana, ahí sí estamos ante una verdadera revolución copernicana, porque como dice José Gómez (El teísmo moral en Kant, p. 27), este límite infranqueable para el conocimiento humano, conocimiento que se suponía, hasta Kant, que podría llegar hasta las verdades últimas, produce en el hombre un "descentramiento más radical" que el hombre-sujeto que Kant propugna y que no ha sido aceptado, como idea epistemológica, de modo tan abarcativo por los pensadores que lo sucedieron como sí fue aceptada en general su idea del impedimento intrínseco que posee nuestra facultad de conocer.
Habiendo dejado en claro el auténtico motivo por el cual puede considerarse a Kant como uno de los grandes revolucionarios del pensamiento moderno, confeccionemos una lista humillacionista: la de aquellos hombres que, con sus ideas, descubrimientos, esclarecimientos o divulgaciones, han humillado a la siempre cogoteante dignidad humana y le han restringido de un modo u otro sus fueros. El primero, por supuesto, fue Copérnico, que presentó al mundo, con su De revolutionibus, la idea de que nuestro planeta no es el centro del universo. Esto fue en el siglo XVI; en el XVII, Galileo tomó esta idea para sí, esclareciéndola y masificándola como no se animó a hacerlo Copérnico en vida. Lo silenciaron, ciertamente, pero su mascullamiento final, ese ¡eppur si muove! que lo acompañó como grito de guerra hasta la sepultura, hace que figure, junto con Copérnico, dentro de esta exclusivísima y selecta lista, lista que continúa en el siglo XVIII con el ya mencionado Kant y su inconocible cosa en sí y en el siglo XIX con mi amigo Darwin y su teoría de la evolución, que dejó patas arriba el deseo supersticioso de los hombres de ser en esencia diferentes de cualquier otra criatura. ¡Grandiosa humillación, grandiosa y edificante humillación la de ser primos de un ignorante mono!
Sólo dos jalones me quedan por nombrar, correspondientes a los dos últimos siglos que nos ha tocado vivir. En el siglo XX fue, sin dudas, ese jalón Sigmund Freud y su teoría de que la conciencia humana es sólo la punta del áisberg en comparación con el peso y el volumen de nuestros deseos subyacentes, esos que anidan por debajo de la línea de flotación del propio discernimiento. Esta idea, humillosa como pocas para el orgullo de quien se jacta de pensar detenidamente y actuar en consecuencia, no fue "descubierta" por Freud; Schopenhauer y Eduard von Hartmann, e incluso otros pensadores más remotos, ya habían reparado en ella. Pero tocó a Freud esclarecerla, divulgarla y sistematizarla como nadie lo había hecho hasta entonces, y por eso tiene Sigmundo todo el derecho de pertenecer al club de los revolucionarios copernicanos. (Lo mismo vale decir, respecto a Darwin, de Anaximandro, que ya en el siglo VI a. C. decía que los hombres proceden de los peces.)
Me falta mencionar al último miembro, a la frutilla del postre. Pues ese… soy yo. Habiendo ya quedado establecido que no vivimos en el centro del universo, que nada se mueve en derredor de nosotros sino que somos nosotros quienes nos movemos, que nuestro pensamiento sólo puede detenerse en detalles menores y nunca penetra en la esencia de las cosas, que nuestro árbol genealógico no se remonta hasta los dioses sino hasta los gusanos y que nuestras grandes decisiones no las toma nuestra conciencia sino una fuerza interna oscura e inmanejable, establecido todo esto faltaba decir, simplemente, que aquello que llamamos libre albedrío no es más que un espejismo proyectado por el orgullo. Cientos lo han dicho antes que yo, miles quizá, empezando por los estoicos y haciendo centro, ya en los tiempos modernos, en Spinoza; pero ¿qué han logrado estos pensadores? ¿Han podido convencer a un buen número de gente de que el determinismo estricto gobierna sus vidas? Negativo: todos, o casi todos, siguen creyéndose libres. A partir de este milenio esta historia cambiará, y cambiará gracias a mí y a todos los que me sucedan.

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