Martes 6 de mayo del 2008/10,28 a. m.
Bertrand Russell es el ejemplo típico del pensador ateo que no queriendo, o no pudiendo, ver en la bondad de Dios el valor supremo de las cosas, concluye de aquí que el mundo de los valores no existe objetivamente. Dice Russell, con la claridad que lo caracteriza, que
cuestiones tales como los «valores» están enteramente fuera del dominio del conocimiento. Es decir, cuando afirmamos que esto o aquello tiene «valor», estamos dando expresión a nuestras propias emociones, no a un hecho que seguiría siendo cierto, aunque nuestros sentimientos personales fueran diferentes (Religión y ciencia, cap. IX).
Estoy de acuerdo con él en que "cuestiones como los «valores» [...] se encuentran fuera del dominio de la ciencia" (ibíd. cap. IX), pero el conocimiento humano de ningún modo se circunscribe a la esfera del conocimiento científico como Russell suponía, y es por eso que los valores pueden "conocerse" (no en sí mismos, pero sí en forma indirecta observando a sus depositarios) por medio de otros mecanismos que la ciencia no utiliza --aunque la inducción suele dar buenos resultados a la hora de valorar, a grosso modo, a los hechos y a las personas.
"Es obvio --dice Russell-- que toda idea de lo bueno y lo malo tiene alguna conexión con el deseo", pero yo no alcanzo a discernir esa obviedad. Una vez que tomamos ya una decisión, es decir, una vez que nuestra voluntad nos indica la realización de una acción, ahí sí aparece necesariamente el deseo incluso cuando tal acción es de índole intuitiva, es decir, irracional y desinteresada, y esto es así porque los deseos constituyen la unidad primigenia del universo espiritual, porque todo ente, incluso la materia "inanimada" no hace otra cosa que desear todo el tiempo y gozar y sufrir con la concreción y con la postergación desiderativa. Todo lo que hacemos concientemente, lo bueno en sí, lo malo en sí, lo bueno para nosotros, lo malo para nosotros, o lo que consideramos, erróneamente o no, bueno o malo en sí o bueno o malo para nosotros, todo eso se acompaña con deseos que se concretan o se postergan dentro de nuestra conciencia, pero de ahí a decir que toda idea de lo bueno y lo malo tienen alguna conexión con el deseo hay un paso incorrecto, porque las ideas de lo bueno y lo malo no son elaboradas por la voluntad sino por la razón pura, teorética, y en esta esfera los deseos no tienen incumbencia. Claro que hay gente, como Bertrand Russell por ejemplo, que ha clausurado (por propia decisión, supongo) aquel distrito de la razón pura lindante con la metafísica, y entonces, no pudiendo extraer las ideas éticas desde el universo intuitivo, las rescata inductivamente, coloreadas por la emoción de los hechos vitales, y esa emoción se le contagia y le sugiere que tal idea en realidad no existe, que tal suceso no es más que un manojo de emociones, una cebolla emotiva, capas y capas de sentimientos y ningún ente objetivo que la sustente por dentro. Luego, se le cae de madura esta sentencia:
La ética es un intento de prestar significación universal, y no meramente personal, a ciertos deseos nuestros.
Todas las luchas ideológicas y políticas que protagonizara Russell en su interminable vida, que fueron muchas y muy encarnizadas, tuvieron como único móvil un capricho suyo; eso es lo que se deduce de su relativismo ético. Defendió la democracia (en su sentido etimológico, como gobierno del pueblo y no como mero parlamentarismo) con uñas y dientes en su lucha contra cualquier tipo de totalitarismo, pero no consideraba que el totalitarismo fuese intrínsecamente peor que la democracia... ¿Qué clase de pensador lógico fue Bertrand Russell?[1]
Hay, sin embargo, un aspecto del argumento de Russell que me parece correcto. En un pasaje de su ensayo afirma que no existe "lo que es bueno o malo por sí mismo, independiente de sus efectos". ¿Quiere dar a entender con esto que lo bueno y lo malo existirían por sí mismos en el caso de tomar en consideración los efectos que producen en el mundo? Si es así, entonces Russell coincide conmigo: los valores o disvalores éticos poseen tal caracterización en función de las acciones que promueven. Pero Russell allí se queda, en esa simple y seca insinuación, y no da el siguiente paso porque si lo diera entraría en el suelo arenoso de la metafísica que tanto le disgusta. ¿Cómo tomar, de un modo estrictamente científico, en consideración los infinitos defectos que se desprenden de una acción hipotéticamente buena o hipotéticamente mala? La verificación empírica tiene un límite tanto en el espacio como en el tiempo, y aunque no los tuviera, ¿con qué criterio ético se armaría un científico para desentrañar la deseabilidad o indeseabilidad de un suceso? Todo esto escapa, o tiende a escapar[2], al marco de la ciencia, y como "todo conocimiento accesible debe ser alcanzado por métodos científicos, y lo que la ciencia no alcanza a descubrir, la humanidad no logra conocerlo", debido a este cientificismo exacerbado no ha podido Russell penetrar en las verdades eternas de la filosofía ni con el alma, lo que lo habría convertido en un filósofo, ni con la mente, lo que lo habría convertido en un pensador filosófico. Se ha conformado con ser un mero pensador. ¡Qué desperdicio de potencialidades![3]
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Miércoles 7 de mayo del 2008/10,30 a.m.
Es por gente como Russell, gente como los positivistas del círculo de Viena, gente como los semanticistas puros de Inglaterra[4], que hoy en día la filosofía no le interesa a casi nadie. Nunca, desde su nacimiento con los presocráticos, fue la verdadera filosofía tan desacreditada como en el siglo XX. Estos tipos la quisieron asesinar, pero por fortuna no lo consiguieron. Hoy agoniza, y es misión de todos quienes estamos enamorados de ella el devolverle la frescura y lozanía que tuvo en sus mejores tiempos.
Dedicado a toda esa caterva de catedráticos, aquí transcribo parte de un ensayo en el que Dietrich von Hildebrand desenmascara la pobreza conceptual que hay detrás de toda esta corriente antimetafísica:
…Reducido a su esencia, el credo de tales hombres, positivistas lógicos y semanticistas, por ejemplo, equivale a una negación de la filosofía. En ocasiones esta negación consiste en restringirla al papel de mera sirvienta de las ciencias. A veces implica la disolución de la filosofía y la cesión de su objeto a la ciencia. De este modo, la ética queda convertida en un asunto antropológico o sociológico [...]. La epistemología y la estética se interpretan como partes de la psicología experimental. Y, por supuesto, se niega absolutamente la metafísica.
La característica más sorprendente de los hombres que crecen en este clima filosófico, si se los compara con los relativistas y escépticos de épocas anteriores, es su actitud hacia la ciencia. El escepticismo de los sofistas griegos se extendía coherentemente hacia todo conocimiento, tanto filosófico como científico (en la medida en que podemos hablar de un conocimiento científico como distinto del conocimiento filosófico en el siglo V a. C.). Aun cuando los sofistas negaban la verdad objetiva, concedían a la filosofía un papel decisivo y supremo. Era ella la que daba su veredicto sobre toda clase de conocimiento; por negativo que pueda haber sido su contenido, reclamaba ser la reina de la esfera del conocimiento.
[...]
Hoy, por el contrario, hay un respeto ilimitado por la ciencia y una fe inquebrantable en ella precisamente por parte de los mismos filósofos que niegan la verdad objetiva y profesan, en cuanto filósofos, un completo subjetivismo y relativismo. [...]
[...]
Estos hombres, aunque se llamen a sí mismos filósofos y sean reconocidos como tales por sus contemporáneos, han abandonado el método mismo de la investigación filosófica. De hecho, el positivismo en sus diversas formas no es una filosofía errónea, por la sencilla razón de que no es filosofía en absoluto. El positivismo pide prestados los métodos de determinadas ciencias para tratar temas filosóficos. Métodos y enfoques que son legítimos e, incluso, los únicos adecuados en determinadas ciencias, son aplicados al análisis de temas filosóficos para los cuales son absolutamente inadecuados.
Hay muchas filosofías erróneas [...] que, no obstante, pueden reclamar el nombre de filosofía porque, a pesar de sus errores, son el resultado de la especulación, la construcción y la argumentación filosóficas. Pero el rasgo característico del positivismo es que intenta tratar temas filosóficos de una manera radicalmente afilosófica. Aborda los datos de la moral, de la belleza en el arte y en la naturaleza, de la vida espiritual de la persona humana, del querer libre, del amor y del conocimiento de un modo que impide desde el principio todo contacto con esos datos y lleva ineludiblemente a pasarlos por alto y a reemplazarlos por otros.
[...]
Ciertos hechos y datos son fácilmente accesibles y pueden ser captados por cualquiera con tal de que al abordarlos no esté distraído o sea un descuidado. Así, podemos esperar [...] que un hombre sea capaz de darnos la respuesta correcta sobre el resultado de un experimento químico con tal de que haya aprendido cómo realizarlo. Pero obviamente no podemos esperar que de la misma manera cualquier persona sea capaz de informarnos de la diferencia entre la pureza y la ausencia de instintos sexuales, o entre las experiencias de una prohibición moral y de una inhibición psicológica, o entre algo meramente triste y algo trágico. Sería ridículo esperar una respuesta verdadera [...] de una persona que simplemente está atenta y es fidedigna. Tales requisitos no son aquí suficientes. La persona en cuestión debe emplear otros «órganos» intelectuales para captar los objetos sobre los que preguntamos. Más aún, debe tener el coraje intelectual de ceñirse en su respuesta a lo que ha captado, y debe tener talento filosófico para expresar y formular su descubrimiento adecuadamente.
[...]
Si esperamos que la diferencia entre una prohibición moral y una inhibición psicológica se ponga de manifiesto del mismo modo que el número de glóbulos rojos de una muestra o el número de personas que hay en una habitación, jamás la descubriremos. Tenemos que darnos cuenta de que una gran parte de la realidad, y no por cierto la menos importante, se nos manifiesta únicamente de una manera por completo diferente de aquella en la que nos son accesibles objetos tales como el número de corpúsculos o la estructura de un tejido. Para captar estas otras realidades [...] debemos activar, por así decir, otro resorte intelectual.
[...]
El positivista considera fiable, serio y sistemático únicamente aquel conocimiento que posee el carácter de mera observación. [...] Pasa por alto el hecho de que algo puede estar dado inequívocamente [...] y que, sin embargo, no pueda ser sometido a este modo tangible de verificación. La evidencia intrínseca de [...] la existencia de valores morales, de la diferencia entre un complejo de inferioridad y la humildad, de la diferencia entre mente y cerebro, no se ve en modo alguno alterada por el hecho de que todas estas realidades no pueden reconocerse por la mera, pura observación, sino que tengan que ser «comprendidas». Presuponen la actualización de otro «órgano» intelectual distinto del que se precisa para las cosas que pueden verificarse mediante la observación directa, tangible. La filosofía implica esencial y necesariamente la activación de este «órgano» espiritual más elevado [...]
[...]
Hay una [...] razón por la que estos hombres consideran la filosofía como un paria que debe mendigar las migajas de la mesa de la ciencia. La mayoría de ellos están muy pobremente dotados como filósofos. Carecen de los talentos y dotes indispensables a un verdadero filósofo. Esto no quiere decir que carezcan de inteligencia. Al contrario, algunos de ellos, especialmente los lógicos y los semánticos, poseen un tipo muy refinado de inteligencia formal. [...] Pero carecen completamente de las capacidades específicamente filosóficas. [...]
Descubrir en una prise de conscience filosófica aquellos datos que no son accesibles a la mera observación [...], ahondar en los misterios del ser, tener el coraje de aferrarse a los datos obtenidos en la experiencia prefilosófica, y penetrar en estos datos haciendo justicia a su naturaleza, estas son las dotes específicamente filosóficas. En vano las buscaremos hoy en día en el profesor medio de filosofía.
[...]
La seudofilosofía positivista, relativista y nominalista obtiene más y más influencia como filosofía oficial en los colleges [...]. Paradójicamente se provoca un creciente malestar y añoranza de verdadera filosofía por el hecho de que esa «filosofía» ignora sencillamente todos los problemas vitales del hombre, su vida como ser personal, su felicidad, su destino. [...]
Esta seudofilosofía, en la que la ciencia ocupa el lugar de la metafísica y de la religión, va corroyendo más y más la vida del hombre, haciéndolo cada vez más ciego al cosmos real en toda su plenitud, profundidad y misterio. Encarcela al hombre en un universo privado de su verdadera luz, de los aspectos que dan sentido a todas las cosas [...]; le encierra en un universo deshumanizado, reducido a un «laboratorio», despojado de todo color, un universo en el que todas las realidades importantes y básicas de una vida humana personal son ignoradas, derrocadas o negadas.
Este texto, extraído de la introducción del libro ¿Qué es filosofía? (1960), finaliza con la declaración de guerra intelectual de Hildebrand a todos esos neopositivismos que luchan por esclavizar a la filosofía, declaración a la que me adhiero fervorosamente[5].
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Jueves 8 de mayo del 2008/11,04 a.m.
Ya dejamos en claro, Scheler y yo, que la voz de la conciencia no es equiparable a la aprehensión intuitiva de los valores éticos. Hemos de aclarar ahora que tampoco la ética imperativa, la ética del deber, tiene la última palabra, tal como era mi opinión cuando realizaba el análisis de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres de Kant. Pensaba yo en ese entonces, por restarle importancia o redondamente desconocer los engranajes axiológicos, que el sentimiento del deber a cumplir, o el sentimiento de lo que no se debe hacer, eran las maneras exclusivas por las que se concienciaban las intuiciones éticas. Scheler me ha convencido de que no es así como funcionan las cosas, pues "todo deber esta fundado en un valor (y no al contrario)" (Ética, l, pág. 243), y entonces es factible que una intuición valorativa se nos conciencie sin que aparezca una compulsión del tipo imperativa; tal sería el caso de las intuiciones postergativas.
Esta dependencia del deber respecto del valor la explica Scheler del siguiente modo (ídem, páginas 242-3):
En el juicio "A es bueno", "A es bello", la unión entre el sujeto y el predicado, lo mismo que la posición, ligada al juicio íntegro, [...] son los mismos elementos que en los juicios "A es verde", "A es duro". La diferencia radica sencillamente en la materia del predicado. No cambia esencialmente la cuestión afirmar que los llamados "juicios de valor" expresan una "conexión de deber" o un deber-ser en lugar de una conexión del ser y que "bueno" y "malo" representan, a su vez, modos diversos de ese "deber", o también que la fundamentación necesaria del juicio de valor es el deber-ser vivido de algún modo. El sentido moral de proposiciones tales como: "este cuadro es bello", "este hombre es bueno", no es, en modo alguno, que ese cuadro o aquel hombre "deban" ser algo. El cuadro o el hombre son buenos, no "deben", pues, serlo (y lo mismo que bueno puede decirse cualquier otra cosa parecida). Los juicios indicados se limitan a reproducir un hecho, que, en ocasiones, puede ser también el hecho de un deber; así, por ejemplo, en el juicio siguiente: "él debe ser bueno". En este "debe" caben dos significaciones. Puede indicar, primero, que el sujeto de la proposición no es el hombre empírico y real, sino el hombre en su sentido "ideal"; por consiguiente, antes de que el juicio recayera sobre él se ha efectuado con ese sujeto una idealización, siguiendo las líneas de su esencia, y así la afirmación es que ser bueno resulta verdadero para ese "ideal". Mas, en segundo lugar, ese "debe" puede significar que ese hombre concreto está en el deber de ser bueno. Empero, aquella idealización no es ningún resultado del juicio, sino que debió ser efectuada con anterioridad a él. La imposibilidad de reducir un juicio de valor a un juicio de deber va indicada en el sencillo hecho de que el dominio del juicio de valor tiene un alcance mucho mayor que el dominio del juicio de deber. De los valores podemos enunciar que "deben" ser esto y aquello; pero esto no tiene sentido para sus depositarios. Lo mismo cabe decir de todos los predicados estéticos de los objetos naturales; y en la esfera moral se haya también limitado el deber, primeramente, a los actos singulares del hacer, dentro de la conducta. Un "deber querer" no tiene sentido, como hace notar, atinadamente, Schopenhauer. Por lo que toca a las acciones, puede suscitarse la cuestión de si una proposición como "esta acción es buena" no quiere decir sencillamente: "esa acción debe ser realizada"; o bien: "existe la exigencia de su realización". Manifiestamente, no es éste el caso cuando enuncio el predicado "bueno" de un hombre, de una persona o del ser de esta persona y de este hombre. De aquí que toda ética del deber ha de desconocer --como tal ética del deber-- y excluir, de suyo, el auténtico valor de la persona; sólo podrá entender la persona como la incógnita de un hacer --posible-- que es debido. Por el contrario, siempre que se habla de un deber ha de haberse realizado la aprehensión de un valor. Siempre que decimos "tal cosa debe ser, debe ocurrir", va aprehendida ahí una relación entre un valor positivo y un eventual depositario real de ese valor, sea una cosa, un acaecimiento, etc.... Si una acción "debe" ser, supónese que el valor de la acción que "debe" ser va aprehendida en la intención. No queremos decir que el deber consista en esa relación de valor y de realidad, sino tan sólo que el deber se estructura siempre y esencialmente sobre tal relación.
Suscribo, hasta donde lo entiendo, a todo este razonamiento, y aclaro que cuando yo afirmo que la ética se ocupa de acciones y sólo de acciones no estoy excluyendo con esta postura al valor ontológico de la persona como tal o la consideración del valor ético de cada quien con independencia de lo que hace. Es evidente que un hombre bueno sigue siendo bueno incluso en el instante en que no hace nada y por tanto su valor bondad no desaparece y aparece misteriosamente a cada rato. Lo que yo digo es que no puedo percibir la bondad sino a través de las acciones, no que la bondad no esté ahí cuando no la percibo. Hay gente que afirma poder percibir un alma noble con sólo mirar su rostro; si esto es posible, creo que tal percepción se sustenta en algún tipo de gesto que el depositario del alma noble produce y a partir del cual se adivina su nobleza. Este gesto, en tanto que movimiento, es una acción, y sería una acción noble por el solo hecho de propiciar una respuesta al valor nobleza como la que da el observador al percatarse, intelectual o sentimentalmente, de dicha nobleza[6]. Los valores de los que una persona es depositaria son la fuente última del conocimiento ético, pero como no podemos percibirlos en sí mismos, y a su vez necesitamos que el depositario los lleve la práctica para tener noticias de ellos, tenemos que la cosa en sí axiológica, transformada en fenómeno ético, necesita del movimiento para concienciarse, no como las demás cosas en sí, que pueden percibirse --siempre como fenómenos y nunca como tales cosas en sí mismas-- con sólo mirar, escuchar, recordar, etc.. Y así como un determinado cuerpo "desaparece" como fenómeno cuando dejo de percibirlo sin que por esto tenga yo derecho a decir que la cosa en sí que sustenta ese cuerpo haya dejado de existir, así también, cuando percibo a un hombre bueno que no está haciendo nada bueno, desaparece ante mi espíritu la bondad inherente a ese sujeto (a menos que el recuerdo de sus buenas acciones pasadas propicie lo contrario) sin que por esto pueda suponerse que el valor bondad en sí mismo ya no esté presente dentro del alma del sujeto[7]. El problema es que todo esto es metafísica, y la ética, si bien se fundamenta en valores y los valores pertenecen al terreno metafísico, nos habla siempre de este mundo fenomenológico en el cual vivimos y nos movemos. No desconozco ni niego la realidad de los valores éticos potenciales (latentes), sólo afirmo que dichos valores no tienen incumbencia en el marco de la ética práctica, aunque admito que su conocimiento es fundamental a la hora de pronosticar las conductas. Graficando esta idea con una analogía, digamos que el servicio meteorológico brinda dos tipos de información: el estado del clima presente y el pronóstico del clima futuro. De las dos, sólo la primera información constituye un conocimiento fidedigno. Lo mismo pasa en la ética: sólo hay conocimiento fidedigno (no dogmática sino relativamente fidedigno) cuando nos ocupamos de las acciones o de los actos. Lo demás ya se va muy para el lado de la conjetura. Y por sobre todo no hay que olvidar que el pronóstico del tiempo sólo es interesante para quien tiene la expectativa de vivenciar ese clima pronosticado; el que sabe que morirá mañana no está interesado en la temperatura de pasado mañana. Los valores éticos potenciales, sin la expectativa de ser plasmados en acciones, son a la vez conjeturales e irrelevantes.
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Martes 21 de mayo del 2008/12,37 p.m.
A ver si me pongo de acuerdo conmigo mismo: la captación de valores, ¿implica o no implica procesos metafísicos?
El día 27/3/8 escribí que los valores aparecen en nuestra conciencia --siempre de la mano de su portador-- "o bien vía reflexión (inductivamente), o bien vía intuición (a priori)". Consideraba yo en ese momento que el paso siguiente al conocimiento discursivo de los valores, la "captación" valorativa, era intuitivo, es decir, metafísico. Mas luego me fui convenciendo, casi sin reparar en ello, que las intuiciones, en el terreno de la ética, no son cognoscitivas nunca, sino volitivas en algunos casos y "desempañativas" en otros.
Las intuiciones cognoscitivas, que doy en llamar intuiciones puras, sólo aparecen en el campo de las proposiciones metafísicas no-éticas. La existencia o no existencia de Dios, del libre albedrío y de la inmortalidad personal serían las tres proposiciones metafísicas por excelencia (pero no las únicas) que requerirían de una intuición pura para concienciarse. En la ética, en cambio, este tipo de proposiciones no tendrían incumbencia, y eso ya lo tenía yo bastante claro a principios de este año, pero aún suponía la existencia de otro tipo de intuiciones éticas cognoscitivas no proposicionales, que no hacían surgir proposiciones sino valores de sucesos dentro de nuestra conciencia: la captación valorativa. Creo ahora que dicha captación acaece, en principio, sin necesidad de ningún proceso metafísico, o sea que los valores, tanto los éticos como los otros, se conciencian a posteriori, no a priori: se deducen de la reflexión basada en la experiencia, de la tradición, del ambiente familiar, etc.. Los resortes metafísicos únicamente aparecen en la ética cuando, (a) la intuición práctica del preferir nos impulsa a realizar una buena acción, (b) la intuición postergativa nos retiene para no realizar una mala acción (o una buena acción menor), o (c) las valoraciones empírico-reflexivas no se visualizan con claridad (ceguera valorativa) y es menester echar mano del desempañador axiológico. Este último concepto podría considerarse como cognitivo, pero en realidad se trata de un proceso que destapa cogniciones axiológicas producidas por la reflexión y la experiencia. Vemos así que las dos maneras de aprehender valores o sucesos valiosos, la discursiva y la profunda, no poseen en sí mismas nada que las aparte del campo de la psicología ortodoxa. Es verdad que las virtudes cardinales son para mí predisposiciones metapsicológicas, pero estas predisposiciones no se ocupan de captar valores sino de persuadir o disuadir voluntades. Cuando digo que la razón siempre nos muestra los valores como medios y que sólo gracias a una virtud cardinal podemos percibirlos como fines en sí mismos, no estoy afirmando que gracias a la posesión de una virtud cardinal podamos "conocer" un suceso valioso sin pensarlo como medio para otro propósito, ni mucho menos conocer un valor en sí mismo, sólo indico con esto que las virtudes cardinales nos capacitan para conducirnos de manera tal, que no podamos intentar usufructuar ese valor en provecho nuestro. En todo caso, me hago cargo del error semántico: las virtudes cardinales no nos posibilitan percepción alguna, sino sólo actuación desinteresada.
Conclusión: La aprehensión de valores requiere de un procedimiento psicológico que no es estrictamente (o solamente) empírico-reflexivo al modo científico, pero que tampoco cae por ello en el ámbito de lo irracional[8]. No "vemos" los valores, pero esto no significa que no existan (como cosas en sí) o que las discusiones que los incluyan sean estériles. Ya lo dijo el español Ortega y Gasset, pensador reacio a la metafísica y que sin embargo avalaba el universo axiológico:
De todo lo que hablamos con sentido es porque tenemos algún contacto con ello [...]. Este contacto o percepción inmediata será de distinta índole, según la contextura del objeto. El color lo ve el ojo, pero no lo oye el oído. El número no se ve ni se oye, pero se entiende [...]. Hay una percepción de lo irreal que no es más ni menos mística que la sensual (¿Qué son los valores?, cap. 4)[9].
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Viernes 30 de mayo del 2008/11,45 a.m.
El conocimiento "profundo", "captativo", y si se quiere sentimental (pero no intuitivo) de los valores, que voy a denominar, siguiendo el criterio común de varios axiologistas añejos, estimación, constituiría un proceso previo a la valoración --el conocimiento discursivo de valores-- y nunca posterior a ésta como en algunos pasajes lo doy a entender. Podrían incluso existir personas que estimen y no valoren, esto es, que "capten" el valor sin intelectualizarlo. El santo emotivo (Francisco), como antítesis del santo teórico (Agustín, Tomás de Aquino), sería el ejemplo perfecto.
Sobre si la estimación va necesariamente acompañada de sentimientos, existe, de Scheler acá, una opinión casi uniforme de que sí[10]. Algunos axiologistas van más allá y aseguran que la estimación es un sentimiento. Así el profesor Luis Guerrero comenta que
existen sentimientos que poseen intencionalmente un objeto estricto: un valor. Ejercen por lo tanto una función gnoseológica específica. Llamaremos estimaciones a estos sentimientos de valor (Determinación de los valores morales, cap. 1, secc. 3).
Se diferencian estos sentimientos intencionales de los sentimientos ordinarios en que los últimos se dirigen primordialmente a "circunstancias" en lugar de dirigirse a los valores propiamente dichos. Serían las estimaciones
un estrato sentimental situado entre los puros sentimientos y el puro conocimiento [discursivo] de los valores. Poseen un perfil equívoco porque pertenecen a la vez a las profundidades del alma como a la pulida superficie del saber estrictamente teórico. Constituyen el momento en que las funciones emotivas se engarzan en las llamadas intelectuales y poseen por eso --en una inestable unidad-- las propiedades de ambas.
Al igual que Ortega, entiende Guerrero que
la estimación no encuadra en ninguno de los actuales casilleros de funciones psíquicas: constituye una función por sí.
En cambio,
el saber teórico sobre los valores y el conocimiento del mundo libre de valores son funciones intelectuales análogas. Su diferencia consiste solamente en la materia de las disposiciones objetivas, no en la naturaleza de las vivencias, ni en el órgano de aprehensión. Por esto es que el saber no es capaz de conseguir, por sí solo, más que un concepto formal del valor (ídem, 1, X).
Y carece, agrego yo, de influencia de peso sobre la conducta (podría ser la estimación lo suficientemente fuerte como para disparar una nítida valoración y sin embargo débil como para motivar una respuesta volitiva al valor estimado: el aparente quiebre del principio socrático del que "sabe" lo que es bueno y actúa mal). Dice también Guerrero que se puede conceptuar el conocimiento estimativo, es decir que las estimaciones, una vez convertidas en valoraciones, pueden abstraerse del proceso psíquico que las engendra y formar una categoría lógica, "una función atemporal, ideal, al margen de la existencia". Coincido con esto siempre y cuando esta logicización de los valores no incluya la posibilidad de establecer la verdad o falsedad absolutas de las proposiciones valorativas relacionadas con hechos o personas. El reino axiológico no es independiente del reino lógico, pero esta dependencia sólo se visualiza cuando se habla propiamente de valores y se disipa cuando se trata de investigar asuntos que incluyan portadores de valores. Así, la lógica, por sí misma, es capaz de establecer la superioridad de un valor ético por sobre otro (por ejemplo, de la humildad por sobre la pureza sexual), pero nunca nos dirá que las proposiciones "matar es malo" o "no se debe matar" (juicios universales) son absolutamente verdaderas, y si nos da a entender que "A es más bueno, o más humilde, que B" (juicios singulares), no lo hace con el grado de seguridad (dogmatismo) equivalente al que aplica a la jerarquización de los valores éticos con independencia de cualquier portador. Se comprende que hay personas más buenas que otras en sentido absoluto lo mismo que valores superiores a otros, pero nunca podremos estar seguros de que tal persona es más buena que otra o que tal acción es más correcta que otra como sí podríamos estarlo (en el caso de que nuestro desempañador axiológico funcione a la perfección) de que tal valor es superior a otro.
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Sábado 31 de mayo del 2008/12,50 y 1 p.m.
¿Por qué tanta melindrosidad de mi parte para consentir en esto del sentimentalismo axiológico? Me parece que porque si supongo que cada vez que nos conmovemos es que tenemos un valor enfrente, y visto y considerando que la gente se conmueve por naderías, la objetividad del mundo de los valores tambalea frente a mí. Sin embargo, si analizo las cosas con mayor detenimiento no hay razón para concluir esto de aquello.
Cuando una persona llora mientras observa una película dramática objetivamente deplorable, significa que ha "captado" cierto valor en el filme, y si lo ha captado es porque dicho valor existe objetivamente. Luego se le presenta otra película dramática, objetivamente superior en valor estético, y esta persona no se conmueve. Han ocurrido aquí dos aberraciones del conocimiento axiológico: se ha sobrevalorado un bien y se ha pasado por alto el valor de otro bien. Esto es algo que sucede a menudo tanto con los valores estéticos como con los demás grupos valorativos, pero la falla no corresponde buscarla en la escala objetiva de valores, que permanece inmutable, sino en el gusto viciado del espectador, que repara en detalles menores y desdeña lo que a un esteta consumado, con su esteticismo centrípeto a cuestas, nunca se le escaparía. Si a un niño se le pregunta cuánto es 5 x 4 y nos responde 8, no vamos a dudar por eso de la objetividad inherente a toda operación matemática. Hay algo sí que parece claro y es que la mala película poseía de hecho un cierto valor (porque quiero aceptar, al menos por ahora, que siempre que hay sentimentalización es porque se ha captado algún valor)[11], pero así como hay gente que tiene delante suyo un bien extremadamente valioso y no lo percibe como tal, así también existen los que tienden a considerar enorme cierto minúsculo valor captado, sea porque su sentimentalidad está exaltada por otros considerandos en el momento de la percepción axiológica, sea porque han sido educados según patrones estimativos desfasados de la realidad, etc., y de aquí viene la frase tan manida que asegura que "sobre gustos no hay nada escrito", apotegma falso como pocos en su textualidad y también en su intención, pues como ya se insinuó ayer, la lógica humana tiene mucho que decir sobre los valores y está bien autorizada para ello.
Voy entonces a tomar como verdadera --repito, provisoriamente-- la hipótesis de que la sentimentalización es inherente a la captación profunda de valores. De aquí se deduce que aquel que nunca se conmueve, ni siquiera en grado mínimo, demuestra con ello su incapacidad para valorar con plenitud los bienes que posee. (No me refiero al que no se conmueve exteriormente sino interiormente, que hay muchos que lloran por fuera o dan muestras estentóreas de contento sin que por dentro se les mueva un pelo, y lo mismo al revés.) "El corazón tiene razones que la razón desconoce" decía Pascal. Desgraciado aquel que posea un corazón mudo: dejará de percibir por ello lo mejor que nos es dado en esta vida[12].
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Domingo 1º de junio del 2008/1,13 p.m.
La contracara de la sentimentalización, en el mundo de las estimaciones, está dada por la repulsión, abarcando en este concepto las diferentes emociones desagradables que se vivencian al captar algún tipo de disvalor. Habiendo aceptado que la sentimentalización es inseparable de la captación profunda de valores, voy también a suponer que siempre que se capta un disvalor aparece un sentimiento repulsivo en el ánimo del captador. Hay desde luego repulsiones no axiológicas, que se dirigen a circunstancias y no a disvalores: son los estados repulsivos no intencionales. Si la repulsión es intencional, puede suceder que lo que se perciba sea (a) un disvalor vital, relacionado con lo dañino; (b) un disvalor estético, relacionado con lo feo; (c) un disvalor intelectual, relacionado con lo falso; (d) un disvalor cultural, relacionado con lo intrascendente, o (e) un disvalor ético, relacionado con lo malo. En a, el sentimiento repulsivo se puede definir, a grandes rasgos, como miedo; en b como desarmonía; en c como desconcierto; en d como hastío y en e como indignación. Siempre que se vivencia una repulsión intencional es porque se ha captado un disvalor, a no ser que el individuo que repulsa sea esencialmente orgulloso (soberbio), en cuyo caso puede suceder que la repulsión sea el indicio de la captación de un valor, pues como ya se dijo, el hombre orgulloso tiende a poner patas arriba la escala objetiva y a percibir valores creyendo que son disvalores y viceversa, esto especialmente relacionado con los valores éticos, pero puede sucederle lo mismo con cualquier otro grupo valorativo. El hombre dominado por la concupiscencia, en cambio, no trastoca las escalas axiológicas, más bien las ignora por no poder percibirlas, siendo que sus estados emocionales responden únicamente a lo subjetivamente satisfactorio, es decir que sólo se emociona por hechos circunstanciales y nunca con la profundidad propia del que percibe valores o disvalores.
Voy a dejar de lado por el momento a las primeras cuatro repulsiones para dedicarme a la indignación. Lo primero que hay que decir respecto a ello es que no equivale al odio ni mucho menos. La indignación se refiere al disvalor propiamente dicho percibido en un suceso, mientras que el odio se refiere al portador del disvalor percibido. Así, podemos indignarnos cuando nos enteramos de que una madre dejó a su bebé recién nacido en un tacho de basura y podemos a la vez odiar a esa madre, pero bien puede presentarse la indignación sin que aparezca el odio particularizado. El odio, pues, no es inherente a la captación profunda de un disvalor ético. ¿Lo es la indignación? Tampoco. Este sentimiento es propio de quien percibe un disvalor ético sin haber alcanzado él mismo un virtuosismo ético relevante. En el caso del individuo virtuoso, la indignación deja su lugar a la pesadumbre. El santo, el sabio y el héroe nunca se indignan ante la maldad: se apesadumbran, y luego de apesadumbrarse responden a ella con alguna acción que contrarreste sus efectos o al menos los mitigue. Estos individuos dan siempre una respuesta adecuada al disvalor ético percibido[13], no como los individuos que se indignan, que pueden responder adecuada o inadecuadamente a un disvalor captado, o responder sólo afectivamente y no volitivamente. No hay que suponer aquí que la indignación sea una respuesta inadecuada a un disvalor; la respuesta afectiva que implica la indignación es adecuada, pero puede llevar o inducir a la voluntad, en los individuos poco bondadosos, a que adopte una respuesta inadecuada[14].
El problema con los que se indignan con facilidad (es decir, con los que tienden a percibir con mayor facilidad los disvalores éticos en lugar de valores positivos) aparece cuando en su escala estimativa se le concede importancia a un dudoso valor moral: la justicia. Todos aquellos que profesan por "lo justo" una particular idolatría son los que, luego de indignarse ante la "injusticia", proceden a "ajusticiar" al portador del disvalor percibido, sea denunciándolo ante las autoridades policíacas, sea linchándolo derechamente, todo esto recubierto por un aura de falso virtuosismo que no es hipocresía sino algo peor: pura maldad. El individuo bondadoso --pero no santo-- podrá indignarse ante el crimen, y es buen síntoma el que se indigne, porque significa que lo percibe, que no le pasa de largo como al ciego axiológico; pero si además de indignarse pretende vengarlo, por este solo proceder deja de ser bueno y se alinea con el criminal, pues ya lo dijo Jesús y también su adelantado Sócrates: no es correcto devolver mal por mal, sino bien por mal. La "justicia" y su monumental aparato institucional pueden quedar pagando si nos comportamos tal como lo aconsejan estos profetas, pero la ética nos absolverá[15].
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Sábado 28 de junio del 2008/12,49 p.m.
Sabrá el lector disculpar ciertas desprolijidades lógicas que cometo en estos escritos, y es que lo que yo hago es pensar mientras voy escribiendo y no --que es lo que se estila-- escribir una vez que hube terminado de pensar, con lo cual todas mis cavilaciones quedan al desnudo, incluso las más torpes, esas que los que piensan sin el auxilio de la lapicera dejan sepultadas en el sector "basurero" de su conciencia y jamás ven la luz.
En primer lugar, eso de que la indignación se refiere al disvalor propiamente dicho y no a su portador contradice todo lo que vengo sosteniendo respecto de que "nuestra conciencia no puede captar valores sino a través de objetos valiosos o de acciones valiosas; los valores en sí no lo capta nunca" (21/3/8). No puede uno indignarse "en el vacío": siempre que la indignación aparece, aparece asociada con un suceso que se juzga inético[16] y cuyo protagonista es un ser humano en la gran mayoría de los casos. Pero también hay un error en suponer que la indignación es parte de la estimación, de la captación axiológica, cuando en realidad es una respuesta (afectiva) a la estimación. En mi anterior entrada comencé suponiendo que la indignación era un sentimiento estimativo y después, casi sin notarlo, terminé calificándola de respuesta afectiva, que es en realidad su verdadera función: una respuesta inadecuada al disvalor previamente captado. La repulsión propia de la captación de disvalores éticos es siempre la pesadumbre --excepto, claro está, en los individuos sumidos en el orgullo, a quienes la captación de un disvalor ético les provoca regocijo (en tanto y en cuanto no interfiera en su esfera de satisfacciones). Y es el momento de separarme definitivamente del punto de vista de Hildebrand, que considera no sólo a la pesadumbre, sino a todas las emociones que yo incluyo en el acto cognoscitivo de la repulsión, como respuestas afectivas, siendo para mí emociones inherentes a la estimación, al percibir sentimental, y no posteriores a este proceso. Dice Hildebrand (Ética, 17,5) que el temor es una respuesta al valor, lo mismo que la alegría, y justifica su aserto del siguiente modo: "Primero hemos de saber que llega nuestro amigo antes de poder alegrarnos de ese hecho". A mí me parece que el juzgar como próxima la llegada de un amigo y el alegrarnos es todo un mismo proceso: captamos el valor de la amistad a través del sentimiento de alegría. Y lo mismo cuando captamos un disvalor vital que juzgamos peligroso para nuestra integridad: la estimación ya trae consigo al miedo como uno de sus elementos constitutivos. "En los actos cognoscitivos --insiste Hildebrand--, la intención va, por así decir, del objeto a nosotros; el objeto se manifiesta a nuestro espíritu, nos habla y nosotros escuchamos. Pero, en las respuestas al valor, la intención va de nosotros al objeto". Coincido con esto y lo empleo a mi favor, pues ¿no es el suceso terrorífico el que "nos habla" y en su mismo hablar nos provoca miedo? La intención no va de nosotros al suceso, no somos nosotros quienes le causamos miedo al suceso, sino al revés, y lo mismo en el caso de la alegría. Las únicas emociones que no forman parte del proceso cognitivo de captación de valores y que sí deben clasificarse como respuestas al valor, son las emociones amorosas y odiosas y las que de ellas derivan. Las emociones de la estimación vienen siempre coloreadas por el agrado (la alegría, la esperanza) o por el desagrado (el miedo, el desconcierto), dependiendo de si juzgamos al suceso percibido como valioso o disvalioso respectivamente. En cambio las respuestas afectivas, siendo, como va de suyo, agradables o desagradables para quien las vivencia, obedecen a otra polaridad, la del amor y el odio, y así sucede que las respuestas amorosas pueden ser, ora placenteras, ora displacenteras (dependiendo, por ejemplo, de la proximidad o alejamiento de la persona amada), y lo mismo con las respuestas teñidas de odio (desagradables casi siempre pero profundamente agradables en ese momento cúlmine del odio al que llamamos venganza)[17]. Y así como lo que se juzga valioso viene siempre acompañado de un sentimiento placentero y lo que se juzga disvalioso nos parece desagradable, así también podemos clasificar las respuestas afectivas como adecuadas (éticamente deseables) o inadecuadas (éticamente indeseables) dependiendo de su carácter amoroso u odioso respectivamente. Toda respuesta afectiva al valor es adecuada cuando el amor predomina, y es siempre inadecuada cuando está signada por el odio.
Esto de calificar las emociones --o, mejor aún, las pasiones-- amorosas y odiosas como meras respuestas afectivas a los valores previamente percibidos contrasta, en cierto sentido, con la opinión de Scheler:
Nuestro espíritu hace en el amor y el odio algo más que «replicar» a valores ya sentidos y, eventualmente, preferidos. El amor y el odio son más bien actos en los cuales experimenta una ampliación o una restricción la esfera de valores accesibles al percibir sentimental de un ser, a cuya constitución va vinculada también la función del preferir [...]. Estimo que no es esencial para el acto del amor el que se dirija hacia ese valor «a modo de réplica», después de haberlo percibido sentimentalmente o después de haberlo preferido, por el contrario, ese acto juega más bien el papel de auténtico descubridor en nuestra aprehensión del valor [...]; representa un movimiento en cuyo proceso irradian y se iluminan para el ser respectivo valores que hasta entonces desconocía totalmente. Por consiguiente, no sigue al percibir sentimental del valor y al preferir, sino que les precede en la marcha como un guía o explorador, por cuanto que le corresponde una misión «creadora», no respecto de los valores en sí existentes ya, claro está, pero sí respecto al círculo y conjunto de los valores que puede sentir y preferir, en cada caso, un ser (Ética, tomo ll, pp. 32-3).
En resumidas cuentas, el amor cumple para Scheler la función de lo que yo di en llamar "desempañador axiológico" (y el odio sería un "enturbiador" axiológico). Yo acepto la existencia de ese guía o explorador que se nos adelanta e ilumina con luz propia el mundo de los valores objetivos, pero no lo emparento con el amor sino con la bondad. Ese guía que nos precede viene a ser para mí una predisposición no vivenciable, algo que parece formar parte de otra realidad, ajena a todo lo que nuestra realidad nos ofrece de primera mano. El amor es una pasión, esto es algo que considero evidente por mucho que Scheler lo niegue (dice, justo antes del texto citado, que la única explicación posible de que se considere al amor como una pasión es "la extraordinaria incultura de nuestra época"), y como tal pasión que es, sale de nosotros, luego de originarse allí dentro, y se dirige hacia su objeto, dejando en nuestra conciencia ese sentimiento tan característico que todo amante conoce y disfruta o padece. Con el amor respondemos al valor que, según nuestro juicio, posee tal o cual suceso sentimentalmente percibido. Pero nuestro juicio puede ser erróneo: podemos amar sucesos que no son dignos de ser amados. Y ahí es donde justamente interviene la bondad como predisposición metapsicológica no vivenciable y no pasional: corrigiendo los efectos del juicio valorativo y posibilitando que amemos tan sólo lo que merece ser amado. Todas las personas, incluso las más despiadadas, pueden amar, pero sólo las personas buenas pueden amar lo bueno y están impedidas de amar lo malo[18], ante lo cual nunca se indignan ni encolerizan, sino que se apesadumbran. Este perfeccionamiento del juicio de valor es el que antecede a la percepción del suceso valioso y posibilita una estimación adecuada. Sin juicio no hay estimación, y sin juicio correcto no hay estimación adecuada. El amor viene después, y constituye siempre una respuesta adecuada al valor percibido, incluso en aquellos casos en que se ama lo que no es digno de amor[19].
Queda mucho por dilucidar, pero por ahora concluyo que el mundo de los valores se reduce a seis presupuestos: 1º) la representación del suceso, 2º) el juicio valorativo, 3º) la estimación y posterior valoración, 4º) la respuesta al valor percibido, 5º) los actos del preferir y el postergar, y 6º) el perfeccionamiento del juicio de valor merced al buen comportamiento. De todos estos presupuestos, los primeros cuatro son explicables psicológicamente, mientras que en los dos últimos aparece un ingrediente metafísico. El amor, tal como lo conocemos vulgarmente, forma parte de nuestra estructura mental ordinaria, se vivencia como pasión (en ciertos arrebatos no traspasa el umbral de la emoción) y carece de trascendencia. Lo trascendente y lo metafísico no es el amor sino la bondad inteligentemente activa, que es la responsable del amor noble, pero no es el amor noble. Me permito sugerir que Scheler hacía referencia a esta bondad cuando afirmaba todo lo anteriormente expuesto acerca del amor[20].
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[1] A mí se me acusa también de inconsecuencia lógica por el hecho de ser determinista. "¿Por qué te interesas por el bienestar universal --me increpan-- si el universo ya está predeterminado y no puedes cambiarlo?" Pero aquí no hay tal inconsecuencia, porque yo no lucho para modificar el mundo sino para captar los valores que el mundo posee, siendo secundaria la respuesta que pudiera brotar de mí ante dicha captación. En Russell, en cambio, el combate ideológico y la divulgación científica cobraban interés propio, de modo que no se comprende por qué hubo de poner tanto empeño en esas empresas considerando que a sus ojos no había nada bueno ni en sus ideas ni en la misma ciencia. Maliciosamente, esta perspectiva puede hacernos creer que lo que incentivaba a Russell a escribir era su personal deseo de gloria vanidosa o su no menos subjetivo deseo de enriquecerse con la venta de sus libros. En cualesquiera de estos dos casos, la lógica de Russell habría quedado salvada. Y si Bertrand, levantándose de su tumba, me tomase de la solapa y me gritase: "¡Yo no escribía por vanidad ni por codicia, sino para decir la verdad!", yo le replicaría: "¿Y para qué molestarse en decir la verdad, si la verdad carece de valor?" "Pues porque diciéndola la contemplo, y eso me produce un particular goce". ¡Me rindo!
[2] Ya hemos dicho que las morales cerradas, pertenecientes a una determinada sociedad muy bien delimitada en tiempo y espacio, pueden ser estudiadas inductivamente con cierto rigor y ameritar conclusiones éticamente interesantes (extrapolación de la moralidad a la eticidad).
[3] Respecto de la problemática consideración de los infinitos efectos producidos por una acción que se pretende juzgar como buena o mala en sí misma, el pensador austriaco Franz Brentano es de la idea de que tal ética utilitaria podría desarrollarse coherentemente sin recurrir a la metafísica. "Es desazonadora -dice-- la circunstancia de no poder nosotros muchas veces calcular las remotas consecuencias de nuestras acciones. Pero tampoco este pensamiento, si amamos el bien universal, podrá paralizar nuestro valor. De todas las consecuencias que sean por igual absolutamente incognoscibles, puede decirse que tienen unas y otras [las buenas y las malas] iguales probabilidades. Según la ley de los grandes números, habrá, pues, en conjunto, un equilibrio; por lo cual, el bien calculable que podemos crear, se añade como exceso en un lado, justificando así nuestra elección, como si estuviera solo" (El origen del conocimiento moral, nota 44).
[4] De quienes ya se quejaba Hume, como profetizando la plaga que un par de siglos después asolaría el panorama de intelectual del Reino Unido: "Nada es más común a los filósofos, que usurpar los dominios de los gramáticos y meterse en disputas de palabras, mientras imaginan que están tratando cuestiones de más profundo interés e importancia" (Investigaciones sobre los principios de la moral, cuarto apéndice).
[5] Por lo demás, existen objeciones más “racionales” o incluso científicas a este tipo de relativismo. Una de las más contundentes es la que sigue: "El argumento de los positivistas-lógicos en favor de una tajante dicotomía hecho/valor era muy simple: los enunciados científicos (fuera de la lógica y de las matemáticas puras), decían ellos, son «verificables empíricamente» y los juicios de valor son «no-verificables». Este argumento sigue teniendo un gran atractivo [...], no obstante que por años los filósofos lo han considerado un argumento muy cándido. Una razón por la cual éste resulta cándido es porque supone que efectivamente existe algo parecido a «el método de verificación» para cada enunciado científico con significado, en forma aislada. Pero eso está muy lejos de ser así. Por ejemplo, la teoría de la gravedad de Newton, en su totalidad, no implica, en y por sí misma (es decir, en ausencia de «hipótesis auxiliares» adecuadas), ni predicciones comprobables ni cosa que se le parezca. [...] la idea de que cada enunciado científico posee su propia serie de observaciones confirmatorias y su propia serie de observaciones refutatorias, independientemente de cuáles sean los otros enunciados con los que éste se encuentre relacionado, es un error. Si se dice que aquel enunciado que no tenga en y por sí mismo, por su solo significado, un «método de verificación» carece de significado, entonces ¡la mayor parte de la ciencia teórica resulta carente de significado!" (Hilary Putnam, "La objetividad y la distinción ciencia/ética", ensayo incluido en Diánoia, anuario de filosofía de la Universidad Nacional de México, número 34, año 1988).
[6] (Nota añadida el 26/7/9.) Error. El gesto no sería noble sino bello, y el que lo percibe capta, a través de la refinada estética de aquel movimiento, la belleza --o sea la bondad-- toda del alma que lo engendró. Y en este tren digo también que dicha percepción puede darse incluso en ausencia de gesticulaciones. Se puede, potencialmente, adivinar la bondad de un ser con sólo ver su rostro, por ejemplo, en una foto o un retrato, y eso es porque mientras se tomó aquella foto o se pintó aquel retrato el hombre bueno existía, y su mero existir es ya una acción rebosante de belleza.
[7] Ver nota anterior.
[8] Excepto en la captación de los valores intelectuales que sirven de base a las proposiciones metafísicas, si es que estas proposiciones necesitan de tal captación para concienciarse.
[9] Cuando Francesco Orestano se pregunta: "¿Puede la psicología dar una demostración positiva y completa de los valores morales?", y se responde que sí, "con la única reserva de que es preciso extender el campo de las investigaciones de la psicología a la biología" (Los valores humanos, sección 207), yo comparto su optimismo en lo que se refiere a la dilucidación de lo que cada valor representa en comparación con sus pares, pero niego que la sola psicología pueda explicar los engranajes de todo comportamiento altruista sin recurrir a las intuiciones metafísicas. (Pero mi optimismo, aun en el caso del estudio de los valores con exclusión del comportamiento, se ve limitado por el hecho de ser imposible una experiencia directa de lo que un valor sea en sí mismo, por lo que la psicología tan sólo podría ser útil en la búsqueda de concordancias entre las valoraciones de diversos sujetos con el auxilio de sus regularidades psíquicas; tal era el punto de vista de Alexius von Meinong, el iniciador de la investigación axiológica sistemática, que considero plausible.)
[10] Ya Lotze, antes que Scheler, comenta en su Microcosmos que "los principios morales de todos los tiempos han sido máximas del sentimiento que percibe el valor" y "han sido aprobados por el espíritu siempre de otro modo que las verdades del conocimiento" (citado por Franz Brentano en su Psicología, II,IV,4).
[11] No me refiero a cualquier tipo de emoción, sino sólo a los sentimientos intencionales específicos de cada grupo valorativo, que detallaré más adelante.
[12] Miguel de Unamuno, enfervorizado pascaliano, habríase alegrado de esta mi aceptación del pansentimentalismo valorativo: "El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado" (Del sentimiento trágico de la vida, p. 9).
[13] (Nota añadida el 26/7/9.) No se puede responder a la captación de un valor ético. Siempre que se responde a un valor, se trata de la captación de un valor extramoral (ver más adelante).
[14] De todos modos no es la indignación la que determina la voluntad, pues un sentimiento jamás determina movimientos por sí mismo: es el proceso estimativo el que dispara la volición, siendo la indignación (o la pesadumbre) un mero epifenómeno.
[15] Para entender a Sócrates como precursor del sermón de la montaña, bastará leer el Critón de Platón o, en su defecto, mis anotaciones del 9/9/3 (cap. 1, p. 25).
[16] Por eso San Agustín decía que la indignación es "odio perfecto", mientras que el odio imperfecto, que podríamos asociar con el rencor, se produce a causa de un juicio en el que suponemos un perjuicio personal (ver anotaciones del 12/8/7).
[17] Se me dirá que la venganza implica acciones y que por lo tanto es una respuesta volitiva y no afectiva. Lo concedo, pero mientras el individuo se venga el odio continúa, y este odio que ahora es agradable se superpone, como respuesta afectiva, a la respuesta volitiva de la venganza como tal.
[18] Esto no significa que un santo no pueda amar a un criminal. El criminal, como persona, posee un valor ontológico positivo, y es a este valor a quien dirige su amor el hombre bueno. Lo que no puede hacer es amar el crimen, porque dicho suceso está cargado de disvalores y es repelente al amor excepto en las personas ya de por sí disvaliosas.
[19] "¿Diremos acaso --comenta Franz Brentano coincidiendo conmigo-- que todo lo que es amado y puede ser amado es digno de amor y bueno? Evidentemente, no sería eso justo; [...] la presencia real del amor no es, sin más ni más, prueba de que lo amado sea digno de amor. [...] no es raro que uno que ama una cosa se diga al mismo tiempo que esa cosa no merece amor" (El origen del conocimiento moral, cap. 25). La última frase me parece un tanto arriesgada, por no decir errónea.
[20] Al descartar todo proceso metafísico-intuitivo de los primeros cuatro pasos aquí esbozados, me pongo a resguardo de las críticas que varios eticistas modernos le asestan a la ética material de los valores en el sentido de que pretende ser una ética normativa y a la vez intuitiva, habiendo contradicción en probar la validez intersubjetiva de lo que se percibe como una intuición personal. A mí no me consta que tal contradicción exista, pero igual en mi sistema la norma --que por otra parte nunca es proposicional o judicativa en sentido absoluto-- no se cruza con las intuiciones: éstas aparecen después de que el imperativo ético se asoma detrás de la dilucidación estrictamente fenomenológica.
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