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miércoles, 11 de agosto de 2010

Ortega y Spinoza

Los siguientes ensayos corresponden al capítulo 10 de La ética y la moral:



Capítulo 10
Ortega y Spinoza


Algunos filósofos simplemente exponen sus filosofías. Cuando acaban sus disquisiciones, cuelgan sus herramientas de trabajo, vuelven a su casa y se permiten los bien merecidos placeres de la vida privada. Otros filósofos viven sus filosofías. Tienen por inútil toda filosofía que no determine la manera como emplean sus días, y consideran absurda cualquier parte de la vida que no incluya a la filosofía. Estos filósofos nunca vuelven a casa.
Matthew Stewart, El hereje y el cortesano

Miércoles 19 de septiembre del 2007/11,50 a. m.

La vida humana ha surgido y ha progresado sólo cuando los medios con que contaba estaban equilibrados por los problemas que sentía. Esto es verdad, lo mismo en el orden espiritual que en el físico. Así, para referirme a una dimensión muy concreta de la vida corporal, recordaré que la especie humana ha brotado en zonas del planeta donde la estación caliente quedaba compensada por una estación de frío intenso. En los trópicos el animal hombre degenera, y viceversa, las razas inferiores --por ejemplo, los pigmeos-- han sido empujados hacia los trópicos por razas nacidas después que ellas y superiores en la escala de la evolución.
José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, cap.XI

Acertado aserto, excepto por eso de que los hombres degeneran en los trópicos. En un sentido estadístico sí; no se puede negar la realidad de que la mayoría de los habitantes de las regiones tropicales presentan una marcada inferioridad espiritual respecto de los habitantes de las zonas frías o templadas. Pero esto no significa que, hoy día, si algún europeo espiritualmente sublime se mudare a Centroamérica inexorablemente degenerará, antes bien le sucederá lo contrario. Es claro que no fue deseable para el buen desarrollo del intelecto utilitario del hombre primitivo el hecho de hallar un sitio lo suficientemente satisfactorio como para no tener que esforzarse demasiado en pensar cómo sobrevivir, pero a mí no me preocupa el hombre primitivo sino el superhombre del futuro, el cual desdeñará lo más posible su inteligencia utilitaria para dedicarse a cultivar su inteligencia trascendente, que es la que lo capacita para resolver los problemas trascendentales de su existencia. El clima hostil nos mueve a pensar en dónde refugiarnos, con qué abrigarnos, con qué alimentos hipercalóricos abastecernos y todo eso, es decir, nos ejercita la inteligencia utilitaria, la primera inteligencia que apareció en el homo erectus, la más primitiva y la que muchos de nosotros aún utilizamos con exclusividad. Bien considerado el asunto, hay que agradecer a las desfavorables condiciones climáticas y geográficas el hecho de que esta inteligencia hiciera su aparición en el mundo[1]. Pero ¿es deseable continuar intensificando este tipo de inteligencia, representada en la actualidad, en su máxima expresión, por los avances tecnológicos y científicos, en desmedro de la inteligencia trascendente utilizada en el ámbito filosófico? A mí me parece que no, que ya la gente sabe muy bien cómo sobrevivir valiéndose de los avances culturales que todos conocemos y que insistir en esto es machacar sobre lo mismo que machacaban los pobres cavernícolas hace una punta de años, sin progreso ninguno para la espiritualidad profunda del ser. Hoy en día es un deber para el hombre superior el dejar de pensar en la supervivencia y comenzar a pensar en la vivencia. Lo primero es primitivo, chato y embrutecedor; lo segundo es lo que nos ennoblece. Claro que no podemos vivir sin sobrevivir, pero como sobrevivir es la parte pedestre del asunto, preciso es dedicarle a ese menester la menor cantidad de tiempo y energías que fuera posible. ¿Y dónde, por Zeus y por el Perro, se puede sobrevivir con menor esfuerzo y dedicación? ¡En los trópicos, señores! Y hacia allí se dirigirán, no sé si las masas, pero sí los hombres esclarecidos del futuro. Evitarán con el éxodo los problemas del frío y el suelo yermo, pero no emigrarán con el objetivo de olvidar todo problema: querrán dedicarse a la resolución o planteamiento de los problemas más arduos que presentarse puedan, esos que se dejan de lado fácilmente cuando el hambre y el frío aprietan, o cuando aprietan la vanidad y la codicia. No por nada los griegos, superhombres del pasado, vivieron en una región semicálida y eran enemigos del trabajo y de la ciencia aplicada.

Quisiera ser un humilde, pequeño y oscuro pigmeo empujado hacia los trópicos por una raza "superior" adoradora de las computadoras y los teléfonos celulares.
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Jueves 20 de septiembre del 2007/1,25 p.m.

Cuando de verdad se va a hacer algo y nos hemos entregado a un proyecto, no se nos puede pedir que estemos en disponibilidad para atender a los transeúntes y que nos dediquemos a pequeños altruismos de azar. Una de las cosas que más encantan a los viajeros cuando cruzan España es que si preguntan a alguien la calle donde está una plaza o edificio, con frecuencia el preguntado deja el camino que lleva y generosamente se sacrifica por el extraño, conduciéndolo hasta el lugar que a éste interesa. Yo no niego que pueda haber en esta índole del buen celtíbero algún factor de generosidad, y me alegro de que el extranjero interprete así su conducta. Pero nunca al oírlo o leerlo he podido reprimir este recelo: ¿es que el compatriota preguntado iba de verdad a alguna parte? Porque podría muy bien ocurrir que, en muchos casos, el español no va a nada, no tiene proyecto no misión, sino que, más bien, sale a la vida para ver si las de otros llenan un poco la suya. En muchos casos me consta que mis compatriotas salen a la calle por ver si encuentran algún forastero a quien acompañar.
José Ortega y Gasset, op. cit., XIV, 4

A mí me consta lo mismo de muchos de mis compatriotas.
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Viernes 21 de septiembre del 2007/11,08 a.m.
La tesis que se avizora en La rebelión de las masas es la de que las clases bajas y medias de la sociedad necesitan, para su mejor desarrollo espiritual y eudemónico, estar sometidas a una elite aristocrática que se ocupe de su porvenir, tal como una madre sabia y cariñosa se ocupa de sus ignorantes e imprudentes hijos. Si se permite que el populacho tome la batuta de su propio destino --como parecía estar sucediendo en la Europa de la década del '20, con los comunistas en Rusia, los fachistas en Italia y Alemania y los anarquistas en España--, si se le otorga a la plebe demasiados derechos y muy pocas obligaciones, todos --plebe incluida-- saldrán perjudicados. Y lo mismo, a nivel internacional, si se permite que otras naciones con menor historia y cultura dirijan los destinos del planeta en reemplazo de la vieja y sabia Europa Occidental, encarnada especialmente en Francia, Inglaterra y Alemania.
La verdad, según me parece a mí, es que todos necesitamos estar sometidos, o por mejor decir, necesitamos sentirnos sometidos para mejor desarrollarnos, y el que no se sienta nunca sometido será un peligro lampiño para él mismo y para su entorno. Pero ¿sometidos a qué? ¿A unos aristócratas más estúpidos que nosotros? (que la estupidez no desaparece con el roce social o con los vanos conocimientos), ¿a unos gobernantes que sólo saben dar pan y circo? (y cada vez más circo y menos pan). De ningún modo. Necesitamos estar sometidos a Dios y a nadie más ("intermediarios" incluidos). Los oligarcas huelen mal y hacen de las suyas, ¡que se vayan por dónde vinieron!... Y Ortega y Gasset, que en paz descanse[2].
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Lunes 24 de septiembre del 2007/12,42 a.m.
Jorge Luis Borges era un incansable pulidor, y decía, influenciado por el mexicano Alfonso Reyes, que la única manera que había encontrado de librarse de los pulimentos era la publicación[3]. Eso es como decir que la única manera que tiene una embarazada de librarse de los cuidados del hijo en gestación es el parto provocado[4].
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Martes 25 de septiembre del 2007/9,56 a.m.

Después de haber aprendido de la experiencia que todo cuanto suele ocurrir en la vida ordinaria es insignificante y vano, cuando advertí que las cosas que yo tenía no son en sí buenas ni malas sino en cuanto afectan al espíritu, decidí finalmente averiguar si existía algún bien verdadero, capaz de comunicar su bondad y mover el ánimo por sí solo, sin el concurso de las demás cosas; es decir, si hay algo que, una vez hallado y después de haberlo alcanzado, permita gozar eternamente de una alegría constante y suprema. Y digo que decidí finalmente, porque a primera vista me parecía necio abandonar lo cierto por lo incierto; suponía, en efecto, que, dedicándome seriamente a la investigación de otras materias, me vería privado de las ventajas indudables que proporcionan la reputación y las riquezas; que si por casualidad la suprema felicidad dependiera de aquéllas, yo me vería alejado irremisiblemente de tales beneficios. [...] Los objetos comunes en la vida que los hombres estiman como el sumo bien, a juzgar por sus acciones, se pueden reducir a tres: las riquezas, la reputación y el placer. Estas tres cosas se adueñan del alma de tal modo, que apenas puede ésta concebir otro bien distinto. El placer, sobre todo, encadena el alma con tal fuerza que cree descansar en él como en un bien auténtico, impidiéndole, más que ninguna de las otras dos, pensar en una felicidad distinta; pero detrás de su disfrute viene una profunda tristeza que, si no anula la mente, por lo menos la perturba y embrutece. La reputación y las riquezas no se apoderan menos del alma, sobre todo cuando se buscan por sí mismas, pues esto equivale a hacer de ellas el sumo bien. La reputación distrae mucho más el alma, ya que se supone que es el bien en sí y al cual todos los demás se ordenan como su fin último; además, a la reputación y a las riquezas no sigue un arrepentimiento, como ocurre con el placer, pues cuanto más se poseen, tanta mayor alegría causan y, por consiguiente, más queremos aumentarlas [...]. En especial, la reputación es un gran impedimento, ya que, para conseguirla, es preciso amoldar nuestra vida al gusto de los demás, huyendo de lo que el vulgo huye y buscando lo que él busca. [...] Por eso me parecía que el origen de todos los males derivaba de poner la felicidad o la desdicha en las cualidades de los objetos a los que adherimos nuestra inclinación, pues las cosas que no nos inspiran amor, no nos producen discordias, ni excitan el dolor cuando las perdemos [...]. Pero todos estos males son la consecuencia de poner el amor en cosas perecederas como las que antes hemos nombrado. Por el contrario, el amor a lo infinito y a lo eterno nutre el alma con una alegría pura y sin mezcla de tristeza: nosotros hemos de buscar con todas nuestras fuerzas este bien que es el único digno de ser buscado.
Baruch de Spinoza, La reforma del entendimiento, párrafos iniciales
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Miércoles 26 de septiembre del 2007/9,05 a.m.
Muchos tienen a Spinoza como el prototipo del filósofo. Yo no. Yo ni siquiera le doy el rango de filósofo[5], y paso a explicar por qué.
Hablando de la perfección intelectual y del camino más conveniente para llegar a ella, enumera Spinoza tres reglas que hay que respetar a rajatablas. La última dice así: "No buscar más riquezas que las indispensables para la conservación de la vida o la salud y acomodarnos a las costumbres de nuestros conciudadanos que no se opongan a nuestro designio" (La reforma del entendimiento, pág. 34). Ahora bien, ¿cuán rico hay que ser para cumplimentar estos requisitos? Definamos, en consonancia con Matthew Stewart, el concepto de "unidad de filósofo": es la cantidad de dinero que un determinado filósofo necesita por año "para mantenerse con ánimo lo suficientemente bueno como para no dejar de filosofar" (El hereje y el cortesano, cap. 9). Afirma Stewart que, por ejemplo, Leibniz consideraba que la unidad de filósofo ideal para él era de unos 2000 taleros prusianos de su época, mientras que Spinoza se conformaba con 300 florines holandeses, que por aquel entonces equivalían a 182 taleros. Lo de los 300 florines lo deduce Stewart de aquel gesto de Spinoza --digno de un hombre magnánimo según podrá suponer alguno que no sea yo-- de limitar la renta anual de 500 florines que su amigo Simón de Vries le obsequiara en su testamento (1667), a sólo 250 ó 300 florines. Según mi opinión, a esta suma tendrían que agregársele unos cuantos florines para llegar a la unidad de filósofo de Spinoza, pues no imagino que se pasara todo el día puliendo lentes por amor al arte, y es probable que, además de De Vries, tuviera otros protectores y benefactores (como el mercader Jarig Jelles, por ejemplo) que le tiraran, cada tanto, algún dinerillo por debajo de la puerta. Pero supongamos que Spinoza se contentaba con 300 florines anuales. ¿Es ésta la cantidad mínima indispensable para la conservación de la vida y la salud y para acomodarlos a las costumbres de nuestros conciudadanos? Comparada con los 2000 taleros leibnizianos parece insignificante, pero si los datos que nos proporciona Stewart (cap. 13) son correctos, hay algo que no cierra teniendo en cuenta que hablamos de un filósofo, no de un gerente industrial, y encima soltero y sin nadie a quien mantener. Stewart dice que las ayudantes de cocina del duque de Hanover ganaban 9 taleros anuales más la comida, y que el desratizador del palacio se llevaba, además de la comida, 11 taleros por año. La cuestión, entonces, es que Spinoza necesitaba por lo menos 20 veces más dinero que el que ganaban esas muchachas --que no creo que fuera un “sueldo mínimo” prusiano teniendo en cuenta que trabajaban para uno de los hombres más poderosos del reino. Digamos que si Spinoza viviese hoy día en la Argentina, consideraría necesario, para poder filosofar a sus anchas, un monto de dinero equivalente a 70.000 dólares estadounidenses anuales, pues las ayudantes de cocina en esta época y lugar están ganando, en promedio, 3500 dólares anuales, y no me refiero a las que trabajan en la casa de gobierno. A mí, 70.000 dólares anuales para subsistir y acomodarme a las costumbres me parece un poco mucho, a no ser que las costumbres a las que tenga que amoldarme sean las de Mirtha Legrand o Marcelo Tinelli. Pero dicen los que lo califican de "filósofo de vida virtuosa" que vivía como un asceta; y entonces ¿qué hacía con tamaña cantidad de dinero? ¿Lo amarrocaba? Tal vez apostató de los dogmas religiosos de los judíos y se guardó sus dogmas económicos, quién sabe.
Dijo Spinoza en el citado tratado: "La riqueza, el placer y la gloria no son funestos más que cuando se les busca por sí mismos, pero no cuando se hace de ellos simples medios para lograr bienes distintos. Cuando se toman como medios, se hacen susceptibles de medida y no causan daño alguno, sino que, al contrario, constituyen una excelente ayuda para la consecución del fin que nos proponemos". ¿Puede la gloria ser un medio para llegar a la perfección intelectual? ¿Puede serlo la riqueza? Más bien parece a casi todo el mundillo filosófico sucederle lo contrario, y es que se utiliza la excusa del perfeccionamiento intelectual para ganar dinero y hacerse famoso, o si se toman estos últimos ítems como medios, se los estira tanto que la medida de que son susceptibles termina rodeando a los fines tal como una medida de güisqui rodea a los cubos de hielo que la enfrían. Y si se aguarda un poco, se verá cómo el hielo se derrite y se mezcla con el güisqui, consustanciándose con él.
Más nos conviene, si deseamos en verdad perfeccionar nuestro intelecto, hacerle caso a otro apóstata judío que sí llegó a ser filósofo:

Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas. Por tanto os digo: no os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran ni ciegan, ni recogen en graneros; y vuestro padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? [...] Y por el vestido, ¿por qué os afanáis? Considerad los lirios del campo, cómo crecen: no trabajan ni hilan; pero yo os digo, que ni aún Salomón con toda su gloria se vistió así como uno de ellos. Y si la hierba del campo que hoy es, y mañana se echa en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más a vosotros, hombres de poca fe? No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué deberemos, o qué vestiremos? Porque las gentes del mundo buscan todas estas cosas [...]. Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os darán por añadidura. Así que no os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán (Mateo: 6. 24-34).
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[1] Ver la nota 14 del Apendicitis.
2 (Nota añadida el 6/11/7.) ¿Sometidos a Dios y a nadie más? Esto es exagerado. Dice Aristóteles: "El que es capaz de prever con la mente es naturalmente jefe y señor por naturaleza, y el que puede ejecutar con su cuerpo esas previsiones es súbdito y esclavo por naturaleza; por eso el señor y el esclavo tienen los mismos intereses" (La política, libro I, cap.2). No me importa si lo dijo para justificar la esclavitud de los bárbaros en beneficio de los griegos, sólo mido sus palabras y las encuentro correctas en este sentido: los bolcheviques, por ejemplo, fueron esclavos de Marx (ejecutaron con su cuerpo las previsiones de su amo). Así, todos nos encontramos sometidos a una o varias personas espiritualmente superiores a nosotros, pero sometidos por propia voluntad y por propio discernimiento, no como los viejos esclavos de Atenas, encadenados de pies y manos, o los nuevos esclavos de Occidente, encadenados por la cabeza y por los bolsillos.

[3] "Esto es lo malo de no hacer imprimir las obras: que se va la vida en rehacerlas" (Alfonso Reyes, Cuestiones gongorinas, cap. III, secc. VI).

[4] (Nota añadida el 22/3/8.) Lo correcto, en sentido estricto, no es tanto pulir las palabras o las frases pretéritamente plasmadas, ni mucho menos las ideas, sino añadir nuevos conceptos a los ya vertidos a fin de complementarlos o, por qué no, contradecirlos, sin por ello desplazar de su lugar a los antiguos. "Yo añado siempre, pero no enmiendo nunca", decía Montaigne. "Y no retoco jamás, si no es de mala gana, lo que ya antaño consignara" (Ensayos, III, IX). Yo me manejo parecidamente, pero como no publico, puedo añadir con mayor libertad y oportunismo que mi gran predecesor.

[5] La diferencia entre un verdadero filósofo y un pensador filosófico --que es lo que era Spinoza-- la discierne a continuación, con bastante criterio, el ser humano que más se acercó a la categoría de filósofo en el siglo XIX (al menos entre los que cobraron fama): "Hoy en día tenemos profesores de filosofía, pero no filósofos. [...] Ser un filósofo no consiste en tener pensamientos sutiles meramente, ni en fundar una escuela, sino en amar la sabiduría tanto como para vivir de acuerdo con sus dictados, para llevar una vida de simplicidad, independencia, magnanimidad y confianza. Consiste en resolver no sólo teóricamente algunos problemas de la vida, sino también prácticamente" (Henry David Thoreau, Walden, cap. I).

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