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martes, 17 de agosto de 2010

Max Scheler (I)

Ensayos correspondientes al Capítulo 13 de La ética y la moral. Los estudiosos, y también los admiradores de la ética material de los valores tendrán aquí la posibilidad de ampliar la perspectiva scheleriana con los siguientes comentarios y esclarecimientos:

Capítulo 13
Scheler

Scheler tendría que aceptar lógicamente --y no parece que tal consecuencia le desagradase-- que su sistema axiológico es susceptible de ser enriquecido.
Antonio Pintor Ramos, El humanismo de Max Scheler

Martes 25 de marzo del 2008/7,57 p.m.
Hildebrand tuvo un ilustre predecesor en esto de emparentar el conocimiento ético con la conducta. Dijo Max Scheler:

Si en las cuestiones éticas no nos abandonamos a las soluciones que los investigadores y maestros de la moral ofrecen, de un modo parejo a como lo hacemos en la astronomía respecto a las soluciones de los astrónomos, se debe a que toda «ética» supone ya la intuición moral como una evidencia en el percibir sentimental, en el preferir, amar y odiar. Y este hecho lo desconoce el positivismo al querer fundamentar la ética sobre la biología y la historia o la sociología. La captación subjetiva para esa intuición [...] va ligada a condiciones que no admiten comparación con las que requiere la capacitación para el conocimiento científico y teórico. Debido al hecho de que a las fuentes de engaño que existen para todo conocimiento, se agregan aquí todas aquellas que radican en los intereses de los individuos y los grupos, la capacidad subjetiva para la intuición moral supone algo que, por otra parte, sólo puede ser fruto de la intuición moral, a saber: todo un sistema de medios para cegar aquellas fuentes de engaño, con el fin de hacer así posible la intuición moral; quiere esto decir que nos hallamos ante la antinomia de que Aristóteles se daba cuenta ya con tanta claridad. Es necesaria la intuición moral para llevar una buena vida (para obrar y querer bien). Es necesaria una buena vida para extirpar las fuentes de engaño en la intuición moral, para eliminar los sofismas de nuestros intereses que impiden esa intuición, y también la tendencia siempre dispuesta a adaptar nuestros juicios de valor a nuestro querer y obrar efectivos (igualmente a nuestras debilidades, flaquezas, faltas, etc.). [...] no hallamos a este respecto la menor analogía en el conocimiento teorético, el cual nada tiene que ver con esas fuentes de engaño (Ética, tomo II, página 108).

Esta intuición moral sería según Scheler del tipo sentimental; se presentaría siempre o casi siempre bajo la forma de una emoción o un sentimiento. Pero vayamos despacio; esta obra de Scheler --uno de mis pensadores favoritos-- merece que se le dedique algo de tiempo[1].
La de Scheler, al igual que la de Hildebrand, es una ética que privilegia los valores por sobre cualquier otro presupuesto. Los valores son cualidades adosadas a los objetos, a los sucesos, a las personas, a las ideas, es decir, a lo que sea que sea perceptible por nuestros sentidos (externos e internos) o por nuestro aparato cognitivo. No percibimos los valores sino a través del objeto que los porta, al que transforman en un objeto valioso, en un bien. Sin embargo, en cierto sentido se puede decir que, siempre necesitando un objeto en el que posarse, el valor se nos aparece a veces con antelación a la cosa valiosa. Eso es al menos lo que opina Scheler:

Hay una fase en la captación de valores, en la cual nos es dado ya clara y evidentemente el valor de la cosa, sin que nos estén dados aún los depositarios de este valor. Así, por ejemplo, un hombre nos resulta desagradable y repulsivo, o agradable y simpático sin que podamos indicar en qué consiste eso; así también comprendemos un poema o cualquier obra de arte [...] como bella, odiosa, distinguida o vulgar, sin que por asomo sepamos en qué propiedades del contenido representativo en cuestión reside esto [...]. Esto es aplicable en igual medida a lo real físico y a lo real psíquico. [...] en tales casos se manifiesta con toda claridad que los valores son independientes en su ser de sus depositarios (Ética, t. 1, p. 45).

Coincido plenamente con la última oración: el reino de los valores está más allá del reino de las percepciones sensibles, pero nos es imposible captar algo de lo que un valor sea si no es a través de un depositario. Los valores son cosas en sí, existen fuera del espaciotiempo y por ende fuera de nuestra estructura mental; y así como sólo podemos captar algún aspecto lejano de la "mesidad" (de la mesa en sí, la mesa ideal) mirando mesas y de la "caballosidad" mirando caballos, así también captamos la bondad observando y sólo observando a las personas buenas, y lo mismo con los demás valores y disvalores. Es verdad que a veces nos resulta odiosa una persona sin saber por qué, pero no es verdad que en estos casos detectemos el disvalor prescindiendo de su depositario. Está claro que el depositario está presente y es el hombre mismo que nos resulta odioso, lo que aún no aparece es el detalle de la personalidad, del aspecto físico, de los movimientos que realiza, etc., que despierta en nosotros el sentimiento del odio. Hasta tanto no descubramos qué aspecto en particular de aquel sujeto es el que nos resulta odioso, será odioso para nosotros todo el sujeto en general, el depositario del disvalor será el hombre completo. Si después caemos en la cuenta de que, por ejemplo, lo único que en realidad nos perturbaba de aquel tipo era su mal aliento y que por eso, y sólo por eso, nos resultaba odioso, el depositario del disvalor se habrá circunscrito meramente al objeto aliento, quedando el hombre como tal a salvo de nuestros rencores. No se puede prescindir nunca del depositario de un valor, nuestra estructura psíquica no está capacitada para ello. No se puede amar en general: o se ama algo concreto, o el amor no existe. Incluso quienes aman a la humanidad aman algo concreto, por muy extenso que sea el concepto humanidad. Se puede amar a algo o a alguien sin saber por qué, lo mismo que, en el ejemplo de Scheler, podemos sentir deleite ante una obra de arte sin percibir el detalle puntual que lo genera, pero ese no saber no le quita realidad, en nuestra conciencia, al depositario del valor en cuestión. Sin depositarios no hay valores (en nuestra conciencia). Es así de sencillo[2]. Lo que sucedió fue que Scheler quiso demostrar con sus anteriores ejemplos que "los valores son independientes en su ser de sus depositarios", cuando en realidad este aserto, siendo completamente verdadero según me parece, es indemostrable por su carácter metafísico, es decir, acientífico. Se podrá creer o no creer que el reino de los valores no pertenezca a este mundo, pero nunca se podrá demostrar[3].
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Miércoles 26 de marzo del 2008/1,44 p.m.
El siguiente pasaje da cuenta del carácter emocional que según Scheler es inherente a las intuiciones valorativas:

El asiento propio de todo el a priori estimativo (y concretamente del moral) es el conocimiento del valor, la intuición del valor que se cimenta en el percibir sentimental, en el preferir y, en último término, en el amar y el odiar, así como la intuición de las conexiones que existen entre los valores, entre su ser «altos» y «bajos», es decir, el conocimiento moral. Este conocimiento se efectúa, pues, mediante funciones y actos específicos que son toto coelo distintos del percibir y pensar, y que constituyen el único acceso posible al mundo de los valores. Los valores y sus jerarquías no se manifiestan a través de la percepción interior o la observación (en la cual es dado únicamente lo psíquico), sino en un intercambio vivo y sentimental con el universo [...], en el amar y odiar mismos [...]. Un espíritu que tuviera limitado su horizonte a la percepción y al pensar, sería enteramente ciego al valor, por muy capaz que fuera de «percepción íntima», es decir, de percibir lo psíquico (op. cit., p. 106).
Hay en el pensamiento scheleriano algunas exageraciones. Por querer ir en contra del racionalismo ético kantiano, y por querer también ir en contra del sensualismo, se va Scheler hacia el otro extremo de modo tan impetuoso que se ciega frente a ciertas evidencias que indican que tanto la percepción como el pensamiento tienen una gran incumbencia en el terreno de la moral y, extrapolación mediante, en el de la ética. Hemos visto ya, cuando citábamos la Moralidad de Hildebrand, que hay un primer conocimiento, un conocimiento elemental de los valores éticos, que proviene de la reflexión y la experiencia. Es verdad que, como todo conocimiento experimental, puede ser erróneo, pero también puede ser verdadero y de hecho lo es en la mayoría de los casos. La lógica inductiva puede fallar, pero la realidad indica que casi nunca falla, y son estas inducciones las que nos dan a entender, reflexión mediante, cuándo un comportamiento es éticamente deseable y cuándo no, o si estamos en presencia de un hombre virtuoso o de un degenerado. Las emociones, en este primer contexto al menos, no juegan ningún papel importante por más que, de hecho, puedan estar presentes. Es mil veces verdadero que el conocimiento de la ética no puede compararse con el científico en el sentido de que las "fuentes de engaño" son mucho más numerosas y poderosas, pero todo conocimiento comienza con algún presupuesto, y ese presupuesto nos lo da la experiencia y la reflexión basada en la experiencia. Difieren la ciencia y la ética en que a la primera con esas únicas herramientas le basta para desarrollarse al máximo de sus posibilidades (agreguemos, en las ciencias más utilitarias, la tecnología), mientras que el conocimiento ético apenas las utiliza para comenzar a entretejerse. No creo que sea correcto afirmar que el pensamiento es ciego al valor. El pensamiento percibe valores, y percibe incluso muchos más valores que los que percibe la intuición, y ese es su problema: percibe valores verdaderos y también falsos, porque al pensamiento por sí mismo le resulta extremadamente difícil cegar las fuentes de engaño internas (psicológicas) que bastardean toda escala de valores, en especial de valores éticos. He ahí el motivo por el cual no podemos aprobar una ética estrictamente racional, no porque la razón no pueda percibir valores sino porque los percibe indiscriminadamente y volublemente, sin poder discernir cuándo un valor es objetivo y cuándo es una sugerencia del interés personal o del sentido del gusto del individuo que razona. Así y todo, se puede vivir sujeto a una escala de valores morales trazada por la sola reflexión basada en la experiencia, y es casi seguro que la mayoría de la gente vive bajo estos parámetros y no por eso incurre en comportamientos diabólicos ni mucho menos. La intuición es la sintonía fina de la ética. Sólo asalta las conciencias de las personas extraordinarias, o de las personas ordinarias en sus momentos extraordinarios. Para el resto de los casos, a la gente le basta y le sobra con la reflexión o la imitación para comportarse más o menos decentemente y para descubrir los valores y disvalores morales que colorean el mundo --aunque este descubrimiento reflexivo, como ya se ha dicho, sea impotente para desarrollar en la gente una respuesta a los valores que percibe o un acercamiento propio y efectivo al comportamiento virtuoso.
La razón humana puede, con la sola herramienta de la experiencia, conocer y jerarquizar valores morales y también éticos, lo que no puede hacer es guiar la conducta del individuo de acuerdo a lo que sugieren esos valores. Así, por ejemplo, la razón puede descubrir por sus propios medios que la valentía es una virtud (relativa) y no por eso, estando el sujeto al borde de un río tormentoso y viendo cómo se ahoga una persona, el concepto de la valentía como valor lo impulsará para ejecutar el rescate. La razón práctica, que es la parte de nuestra razón que tiene injerencia en la conducta, no puede accionarnos sino a través del resorte teleológico que se dirige hacia nuestro bienestar, y este resorte no se modifica nunca, ni aun estando el individuo completamente convencido de la deseabilidad ética del comportamiento altruista. Podrá, impulsado por lo que le indica su razón práctica, arrojarse al agua para efectivizar el rescate, pero si es su razón y sólo su razón la impulsora no podrá ser éste un acto de altruismo sino un acto del cual confía en que le producirá dividendos en su balanza eudemonista (por ejemplo, puede suponer que si no lo rescata se sentirá culpable de su muerte y se atormentará psicológicamente por ello). Para que el móvil de nuestras acciones virtuosas pueda considerarse absolutamente altruista (tomando el valor a cumplimentar como fin en sí mismo y no como medio), la cualidad virtuosa que nos impulsa tiene que venir canalizada vía intuición y sólo vía intuición (el instinto es relativamente altruista: utiliza los valores a cumplimentar como medios para la supervivencia de la especie). Y esta intuición no tendrá nada de racionalismo (por mucho que el actor la racionalice) ni tampoco nada de sentimentalismo (por muy acompañada de sentimientos o emociones que pudiera presentarse).
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Jueves 27 de marzo del 2008/6,30 p.m.
Hablando con propiedad, Scheler no cree que el conocimiento puramente reflexivo sea totalmente ciego a los valores. Dice que "el «saber» --que acaece simplemente según las leyes del juicio-- de lo que es «bueno» existe", sólo que existe "sin que se satisfaga en el valor sentimentalmente percibido" (I, página 107). Eso es lo mismo que dije yo: se puede conocer discursivamente lo que un valor sea sin necesidad de captarlo intuitivamente (sólo que para mí esa captación no es propiamente sentimental). Y también coincidimos en las consecuencias que implica --o no implica-- este conocimiento no intuitivo:

El mero conocimiento de las normas morales no es determinante del querer. El percibir sentimental de lo que es bueno determina al querer únicamente si es que el valor mismo está dado en él de modo adecuado y evidente, es decir, si está dado en sí mismo. Lo que resultaba falso en la fórmula socrática [...] era su racionalismo, en virtud del cual el simple concepto de lo que es «bueno» debía tener fuerza para determinar el querer. Con arreglo a esta distinción resuélvense las conocidas objeciones en contra del gran principio socrático (I, pp. 107-8).

7, 12 p.m.
Los valores aparecen en nuestra conciencia, o bien vía reflexión (inductivamente, y sin poder sobre nuestra voluntad), o bien vía intuición (a priori, con poder sobre nuestra voluntad). Pero ¿qué sucede cuando nuestra intuición nos presenta dos o más valores, cada uno ameritando una respuesta conductual distinta? En estos casos, nuestra intuición prefiere un valor por sobre los otros, establece una escala de valores y prioriza el más alto por sobre los más bajos.

Mediante un acto especial de conocimiento del valor, llamado «preferir», se aprehende la «superioridad» de un valor sobre otro. [...] la superioridad de un valor es «dada» necesaria y esencialmente tan sólo en el preferir (I, página 130)[4].

El preferir se diferencia del elegir en que, en el primero, no hay teleología, y sí en el segundo. "El «preferir» --dice Scheler-- se realiza sin ningún tender, elegir ni querer. Así decimos: «prefiero la rosa el clavel», etc., sin pensar en una elección". De acuerdo a esto, yo agregaría que la elección es racional y la preferencia intuitiva.
En el ejemplo de la rosa y el clavel estamos, según Scheler, hablando de un "preferir empírico", pues hace referencia a bienes.

Es, por el contrario, apriórico aquel «preferir» que tiene lugar entre los valores mismos --con independencia de los «bienes»--. Un preferir de esta índole comprende siempre, al mismo tiempo, complejos enteros de bienes [...], el que prefiere lo noble a lo agradable logrará por experiencia (inductiva) diversos mundos de bienes que aquel otro que no realiza esa preferencia. No nos es, pues, «dada la superioridad de un valor» antes del preferir, sino en el preferir.

Pero si el preferir es un procedimiento intuitivo, éste no puede fallar, no podemos preferir un valor objetivamente inferior a otro superior, y en consecuencia, nadie puede preferir lo agradable a lo noble (si es que, como todo lo hace suponer, lo noble tiene más valor ético que lo agradable). Por experiencia sabemos que mucha gente antepone el agrado la nobleza, pero allí no creo que haya una preferencia sino una elección racional (teleológica: lo agradable como superior a lo noble suponiendo que los bienes considerados agradables procuran mayor bienestar que los bienes nobles). Dados dos valores, siempre se prefiere el superior, pudiendo el inferior sólo ser elegido (con vistas a un fin). El único caso en que un individuo podría un día preferir un valor ético por sobre otro y al otro día modificar su preferencia, sería cuando esos valores están en pie de igualdad en la escala objetiva. Si no, siempre se preferirá el valor más alto --y con él, el complejo de bienes que le son inherentes. No se puede preferir lo menos bueno a lo más bueno, pero sí podemos elegir lo menos bueno e incluso lo malo, y según Scheler,

cuando elegimos el fin fundado en un valor inferior, tiene que ser por una ilusión del preferir.

Esto es porque, según él, el valor inferior y todos los bienes que le son anejos nunca podrán satisfacernos de modo similar a como nos satisfacen los valores superiores. Yo quiero creer que es así, pero la experiencia muchas veces nos indica que la satisfacción por la vida que se lleva no es proporcional a la calidad ética de los valores que la sustentan, por lo que no estoy seguro de que la elección de un valor más rastrero que otro como guía de nuestras acciones tenga que catalogarse necesariamente como una ilusión.
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Sábado 29 de marzo del 2008/10,38 a.m.
No podemos preferir --en el sentido estricto del término-- un valor inferior a otro superior, pero sí podemos preferir un valor superior sin ser concientes de cuál era el valor inferior con el que pugnaba (cf. ídem, I, página 131) y también podemos preferir un valor sabiendo que existen otros superiores al preferido, pero que no nos golpean intuitivamente. Así --comenta Scheler--

nos damos cuenta frecuentemente de que hubiéramos podido hacer algo «mejor» de lo que hemos hecho, sin que nos sea dado este mejor.

Se sigue de aquí que los actos determinados por una intuición no corresponden necesariamente a lo mejor (en sentido absoluto) que tal o cual persona era capaz de hacer en determinadas circunstancias, sino más bien a un mejoramiento, grande o pequeño, de las sugerencias volitivas propuestas por la razón, los instintos o los memes. No siempre las acciones intuitivas nos llevan al heroísmo, pero siempre nos alejan del egoísmo --tanto sea del egoísmo del yo, del egoísmo de los genes o del egoísmo de la cultura.

El acto intuitivo del preferir tiene su complemento en el acto del postergar. Cuando se prefiere un valor por sobre otro, se acentúa en la conciencia el carácter positivo del valor preferido, quedando el valor (o disvalor) postergado en un segundo plano (o, como ya se dijo, quedando a veces fuera de la conciencia). En cambio, puede suceder, siempre dentro del terreno de las intuiciones éticas, que el individuo se preocupe más por corregir los disvalores que auspician su conducta que por dar cabida a sus opuestos[5]; en estos casos es el acto del postergar el que tiene preeminencia. Y así como hay gente que "prefiere" un valor a otro sin ser conciente del valor que queda en el camino, así también hay quien "posterga" con la mirada (intuitiva) puesta con exclusividad en el disvalor postergado[6], siendo para él secundario e irrelevante la tipología del valor que ha resultado victorioso. Los individuos intuitivos, pues, se dividen en aquellos que mayoritariamente "prefieren", y en aquellos que mayoritariamente "postergan"; y esta división, según el punto de vista de Scheler, se fundamenta en muchos casos en la diferencia de "caracteres" (yo la llamaría diferencia temperamental):

Hay caracteres morales específicamente «críticos» --ascéticos en gran escala-- que perciben la superioridad de los valores principalmente a través del acto de «postergar»; se les contraponen los caracteres positivos, que principalmente «prefieren» y para los cuales se hace visible el «valor inferior», según los casos, desde la «atalaya» a que subieron en el preferir. Mientras que aquéllos apetecen la «virtud» a través de la lucha contra el «vicio», cuidan estos, por así decir, de enterrar y ocultar el vicio, bajo virtudes nuevamente adquiridas (I, página 132).

Sepultar el vicio debajo de nuevas virtudes... Ese es el camino que yo me he propuesto. No porque lo considere el mejor, sino porque la postergación del vicio me viene fallando una y otra vez desde hace años...
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Lunes 31 de marzo del 2008/10,45 a.m.
[...] y esto viene a cuento para comprender cómo se nos presenta una intuición. La intuición, en este caso postergativa, no nos muestra los valores (o disvalores menores) que refleja el acto que viene a reemplazar al postergado, ni los disvalores (o valores menores) que poseía el acto que se desdeña. La intuición postergativa sólo nos da una imagen del acto que desea evitar, prescindiendo de los valores que le son inherentes, y la representación de ese acto en nuestra mente viene acompañada de un sentimiento de desagrado, como diciéndonos que si optamos por él la pasaremos mal (aunque sospecho que algunas intuiciones prácticas pueden prescindir de ese sentimiento; en todo caso no es que el sentimiento gobierne a la intuición, sino al revés). Nunca postergamos un valor o un disvalor, sino un acto. Nuestra conciencia no puede captar valores sino a través de objetos valiosos o de acciones valiosas; los valores en sí no los capta nunca, y a veces ni siquiera se da cuenta de que "postergar" tal o cual acontecimiento es de suyo un procedimiento éticamente deseable, ni hablemos de comprender que lo que disparó la postergación fue un resorte metafísico. Hay gente que "posterga" y después tiene cargos de conciencia por suponer que se ha comportado indebidamente, que lo mejor habría sido realizar lo postergado. Una cosa es hacer el bien (o evitar el mal) y otra tener conciencia de que lo hacemos.
Los valores nos tiranizan. Tanto en el terreno de la intuición como en el de la razón, los valores no zamarrean sin compasión (aunque en el caso de la razón, lo hacen como medios y no como fines en sí mismos, como veremos más adelante). Pero esta tiranía es completamente positiva: nunca un valor inferior (o conjunto de valores que en promedio resultan inferiores), encarnado en una determinada sugerencia desiderativa, se nos impondrá en nuestra preferencia existiendo otro valor (o conjunto de valores) de rango superior compitiendo para copar nuestra voluntad intuitiva. El genio de Kant acertó al decir que nunca podremos saber si lo que hicimos, sea lo que fuere, lo hicimos en cumplimiento de nuestro deber; las intuiciones nunca yerran, pero ¿cómo estar seguros de que, en tal o cual circunstancia, nuestro accionar estuvo motivado por una de ellas?
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Martes 1º de abril del 2008/10,35 a.m.
Según Hildebrand, existen tres y sólo tres esferas motivacionales en el ser humano: lo subjetivamente satisfactorio, el bien objetivo para la persona y el universo de los valores (cf. su Ética, cap. 3). Cuando un hombre realiza un acto motivado por lo subjetivamente satisfactorio, su finalidad conciente radica en procurarse a sí mismo un placer, en especial un placer sensible (que sea percibido mediante los sentidos externos). Si lo que lo motiva es el bien objetivo para la persona, la finalidad, también conciente, es la de su propio bienestar en el mediano o en el largo plazo, y este bienestar pasa sobre todo por el campo espiritual y no tanto por lo sensitivo. Así, motivados por el bien objetivo para la persona podemos aprobar un accionar displacentero con la condición de que sirva de medio para nuestro bienestar futuro (por ejemplo, podemos acceder a concurrir al dentista por más que sospechemos que nos producirá dolor, o interrumpimos nuestro sueño para concurrir a la universidad); esto no sucede cuando nos motiva lo subjetivamente satisfactorio, que sólo se ocupa de los placeres inmediatos. Por último, la esfera de los valores nos motiva sin teleología: tanto sea cuando actuamos motivados por un valor, como cuando respondemos (afectiva, volitiva o teóricamente) a un valor percibido, no nos impulsa ninguna finalidad sino el valor mismo. El mundo de los valores, pues, no es para Hildebrand omniabarcativo, ya que la esfera de lo subjetivamente satisfactorio no presupone ningún tipo de valor como determinante de las acciones, y el bien objetivo para la persona presupone algún valor "la mayoría de las veces”, (cap. 17), pero no siempre[7].
Me da la sensación de que Hildebrand equipara o relaciona directamente la esfera de lo subjetivamente satisfactorio con el comportamiento instintivo. Si es así protesto: la finalidad de los instintos no pasa por la satisfacción inmediata de los placeres individuales sino por la supervivencia genética. Es verdad que muchos comportamientos instintivos (comer, copular, rascarse) son placenteros, pero hay otros tantos que no prometen goces sino sufrimiento e igual se implementan (la madre que arriesga su integridad física para defender a sus cachorros, la araña macho que hace lo propio para inseminar a la viuda negra, la carrera desenfrenada y a contracorriente del salmón para desovar, etc.). En el mundo animal se nota esto con mayor claridad porque los instintos actúan en forma casi pura, sin mezclarse con el accionar motivado racionalmente, pero el psicólogo fino descubrirá que lo mismo sucede con los instintos en el hombre. Digo entonces que la esfera instintiva es completamente independiente de cualquier otra esfera motivacional, y que su teleología, inconciente siempre para el individuo que actúa, no está relacionada con ningún tipo de bienestar sino con la replicación de los genes o con la protección de lo genes ya replicados. La esfera de lo subjetivamente satisfactorio para mí no existe como entidad motivacional independiente. Este tipo de satisfacciones responde a veces a motivaciones instintivas y otras veces a motivaciones racionales, o a las dos al mismo tiempo.
Lo que llama Hildebrand el bien objetivo para la persona es prácticamente lo mismo que yo atribuyo a la motivación racional, la cual presenta una marcada teleología que apunta pura y exclusivamente al bienestar (o a la evitación del malestar) físico y espiritual del individuo actuante. Esta teleología es conciente a veces e inconciente (racionalización sofística) en otros casos, pero siempre que la conducta es impulsada por intermedio de la lógica[8] el móvil es egoísta en el sentido más lato del término. Y bien dice Hildebrand que este bien objetivo para la persona presupone muchas veces un valor, pero un valor que no se busca por sí mismo sino en función del bienestar que a la larga nos proporcionará, o por los malestares que nos evitará. Así, nuestra razón nos puede impulsar hacia el conocimiento, pero sólo como medio para otra cosa que vaya unida en nosotros a la idea de bienestar (un título universitario; o incluso el mero deleite que va unido al acto del conocer ya implica que no se conoce aquí en virtud del conocimiento sino en virtud de este deleite). Los valores que así se buscan pueden ser positivos o negativos (disvalores), y hasta pueden aspirar al comportamiento propiamente virtuoso quienes tienen por guía de su voluntad al raciocinio, pero nunca captarán la esencia de la virtud por muy conforme a ella que se comporten, pues la captación intuitiva del valor intrínseco del acto que se realiza sólo se da cuando el móvil es la virtud como fin en sí misma y no como mera intermediaria.
Entramos así en la esfera de los valores, que coincide a grandes rasgos con mi esfera motivacional intuitiva. Las intuiciones prácticas nos posibilitan la captación de los valores éticos como fines en sí mismos y no como medios para el personal bienestar, y nos incitan a comportarnos teniéndolos a ellos, y sólo ellos, como guías conductuales. El acto virtuoso nace así a través de una intención pura, en contraste con las intenciones impuras que son propias de la razón y de los instintos. Las virtudes, tanto las cardinales como las relativas (ver anotaciones del 16/8/7), pueden ser utilizadas como medios por la razón para obtener ciertos beneficios[9]; los actos éticamente deseables que merced a esto acaecieren no perderán su valor, pero el individuo no se sentirá colmado, no se sentirá satisfecho en plenitud mientras no encuentre la manera de vivir el accionar virtuoso como si no le fuera en ello nada, como si sus intereses no pasaran por las consecuencias del acto virtuoso sino por el acto en sí, o por la virtud en sí que, imposible de percibirse o conceptualizarse sin un sustento fenomenológico, se percibe y conceptualiza indirectamente a través del acto.
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Miércoles 2 de abril del 2008/10,20 a.m.
Pero no confundamos a la contemplación de la virtud por sí misma como móvil de nuestras acciones con el virtuosismo deleitoso, con quien endereza su vida en dirección a la virtud y sólo a la virtud... con el fin de tranquilizar su conciencia y alabarse a sí mismo. "El fariseo --dice Hildebrand-- se da cuenta de la bondad moral de un acto y disfruta de ella, no porque quiera dar una respuesta al valor, sino porque esta bondad sirve para satisfacer su orgullo" (op. cit., cap. 19,
secc. 4). El verdadero santo, cuando actúa motivado por un valor ético, no percibe la importancia de su acción ni la grandeza de su alma. Sus propios valores
no sólo no son normalmente vividos como tales, sino que ni siquiera están destinados a ser objeto de su consideración reflexiva. La humildad corre un velo sobre ellos[10].
Y si por algún impulso enteramente humano el velo se descorre, ahí aparece la convicción de que todo lo bueno que hay en su corazón es un puro don de Dios. Luego, yo agregaría que la humildad de los corazones puros queda enteramente resguardada si y sólo si aparecen ante sí mismos como meras palancas movidas por Dios para engendrar valores o responder a ellos, como ya lo di a entender en una nota al pie de mis anotaciones del 8/8/7.
Y en lo que respecta a los instintos, he cometido un error garrafalísimo en el día de ayer, cuando sugerí que Hildebrand relacionaba la esfera de lo subjetivamente satisfactorio con el comportamiento instintivo. Nada más errado, porque según él, las "categorías de importancia", que son lo subjetivamente satisfactorio, los bienes objetivos para la persona y lo importante en sí (los valores), motivan nuestra voluntad por intermedio de la razón. Es claro entonces para él que "en los instintos no está implicada nuestra voluntad" (17,3). Para mí, todos los actos ejecutados por un ser son voluntarios con excepción de aquellos en que aparece una coacción externa-mecánica (por ejemplo, cuando damos un paso hacia adelante porque alguien nos empuja por detrás) o interna-fisiológica (cuando guiñamos un ojo debido a un tic nervioso). Así las cosas, yo considero el accionar instintivo como voluntario por más que su motivación no sea racional, y cuando deseo explicar los móviles de la conducta no puedo soslayar este aspecto, porque muchísimas, si no la mayoría, de las decisiones que tomamos están impregnadas de tufo instintivo por más que algunos no lo sospechen o no quieran admitirlo. Pero Hildebrand se ocupa en su Ética solamente de las acciones que pueden ser atribuidas a una voluntad libre, pues, según él, la ética comienza justo allí donde el determinismo termina, y entonces el instinto y sus pesadas coacciones psicológicas quedan de lado. La esfera de lo subjetivamente satisfactorio no está relacionada con esos misteriosos impulsos genéticos, sino más bien con el orgullo y la concupiscencia. Quien se arrodilla ante los dos grandes disvalores de la humanidad, suele optar por lo subjetivamente satisfactorio en lugar de los bienes objetivos o de los valores en sí mismos.
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Jueves 3 de abril del 2008/11,30 a.m.
Me recuerda la ética de Hildebrand a la de Juan Carlos Goldar. Ambas están basadas en el concepto de valor, y ambas coinciden en fundamentar el comportamiento voluntario en 1º) la percepción de objetos o sucesos[11] valiosos, y 2º) la correspondiente respuesta al valor percibido en el suceso (aunque Hildebrand no considera que la ética deba ocuparse solamente del comportamiento, ni tampoco considera que la captación de valores sea el único incentivo de la motivación voluntaria). También están de acuerdo en que la ética es, ante todo, prohibitiva: "La ética [...] no consiste en aquello que se hace sino en aquello que se inhibe, que no se hace" dice Goldar (Anatomía de la mente, pág. 40); "En primer lugar, nuestra conciencia nos advierte que evitemos todo lo que es moralmente malo" dice Hildebrand (Ética, 19,4). Pero Goldar es un científico y Hildebrand un teólogo, y sus concepciones éticas responden perfectamente a sus profesiones; de ahí que las coincidencias entre sus puntos de vista no vayan más allá de cierto espacio común que los vincula, de cierta intersección de sus conjuntos argumentales. Y el hecho de que sus ideas hayan sido engendradas desde campos tan dispares --incluso antagónicos para muchos-- como la religión y la ciencia, le confiere a esa intersección una jerarquía epistemológica deslumbrante, un doble aval que rara vez se consigue a partir de tan magnos garantes. Yo quiero aprovechar este feliz hallazgo y usufructuarlo a como dé lugar en pro de mis personales cavilaciones. Yo cavilo con bastón: necesito apoyar mi pensamiento en el pensamiento de otro para poder avanzar. ¡Pero ahora conseguí muletas!
¿Qué son los valores? Para Goldar, valorar es calificar a los sucesos de acuerdo a su peligrosidad. La mente humana posee facultades práxicas y pragmáticas; la esfera práxica percibe los sucesos y la pragmática se ocupa de responder adecuadamente a los valores de los mismos mediante tal o cual comportamiento que considera de menor peligrosidad (física o espiritual) que aquellos otros comportamientos que son inhibidos. Luego, el universo de los valores nace y se configura a partir de un puro egoísmo individual[12]. Esto según Goldar; según Hildebrand, los valores derivan de Dios, son emanaciones divinas. Si comparamos a Dios con el sol, los valores vendrían a ser las radiaciones infrarrojas y ultravioletas. Los dos coinciden en que los valores necesitan vincularse con un suceso para poder percibirse y responderles (amplío nuevamente mi definición de la palabra "suceso" y meto en ella los recuerdos, la imaginación y el pensamiento), pero mientras Goldar afirma que la respuesta es en todos los casos egoísta porque se circunscribe a lo que nuestra mente considera menos peligroso para nosotros, Hildebrand retruca que no necesariamente, que hay ocasiones en que la conducta responde a un valor por sí mismo y no por los peligros que pudiera evitarnos. Así, cuando decidimos atender a un enfermo no lo hacemos para evitar ningún peligro sino como respuesta al valor de la vida humana[13]. No señor, contragolpea Goldar: asistimos al enfermo sólo para evitar el peligro de la culpa. Y si Hildebrand se pusiese más crudo y hablase de un sacrificio en el sentido propio del término, como el de alguien que arriesga su vida en auxilio de otro ser, diría Goldar que aquella heroica maniobra no es más que un acto pulsional que ha logrado escapar del control pragmático inhibitorio, como frecuentemente sucede con las acciones instintivas[14].
Lo que yo en principio rescato de todo esto es la idea de que los sucesos poseen valores de distinto tipo y nos instan a que respondamos a esos valores de una u otra manera. Hildebrand acierta, según creo, al afirmar que podemos perseguir esos valores por sí mismos, pero yerra cuando dice que podemos hacer esto racionalmente, es decir, a través de la esfera pragmática de la mente, de nuestra razón práctica. Nuestro yo, nuestra voluntad ordinaria, trabaja tal como Goldar lo describe: inhibiendo acciones peligrosas y enderezando la conducta con vistas al propio bienestar. Sólo cuando aparecen las intuiciones irracionales es cuando la voluntad racional queda en suspenso y los valores éticamente relevantes conviértense (siempre captados a través de un suceso que los encuadra) en los móviles conductuales exclusivos. Podemos comportarnos bien motivados por nuestra razón, pero nuestra razón sólo nos permite comportarnos bien cuando supone que aquel buen comportamiento nos aleja de una u otra clase de peligro. Es de este buen comportamiento "calculado" del que Nietzsche protestaba, emparentándolo más con la cobardía que con la virtud, y razón no le faltaba. Pero le faltaba intuición. Sólo ahí, cuando la intuición práctica se apodera de nuestro espíritu, desaparecen los peligros y las cobardías y la ética cobra su real dimensión. La razón pura es perfectamente capaz de percibir los valores objetivos de los sucesos, pero la razón práctica tan sólo puede utilizarlos como medios. Si Hildebrand desea quedar al resguardo de los cañonazos positivistas de Goldar, no le queda otra que abandonar el campo de batalla de la voluntad racional y guarecerse dentro del inexpugnable castillo de la intuición irracional. Pero no lo hará, porque si desdeña las decisiones racionales como impulsoras del comportamiento altruista, desdeña con ellas el concepto de libre albedrío, y eso su "santa Iglesia" no se lo permite.
Por fortuna, habemos pensadores que no nos identificamos con institución alguna y por ende no tememos que el aparato científico se burle de nuestros dislates metafísicos o que el aparato eclesiástico se indigne por nuestras herejías.
o o o

Viernes 4 de abril del 2008/10,26 a.m.
Afirma Goldar que los sucesos que percibimos (externa o internamente) "emiten" variadísimos actos cada uno de ellos, y que la esfera pragmática de nuestra mente se ocupa de desechar los actos peligrosos y le deja vía libre a los no peligrosos. Una camisa que descansa en nuestro ropero, por ejemplo, emite el acto de vestirla, de comérsela, de arrojarla por la ventana, de cortarla, etc.. Es la esfera mental pragmática la que descarta las últimas tres opciones por ser peligrosas en mayor o menor medida para nuestra integridad física, económica o espiritual, y es gracias a que nuestra mentalidad pragmática no tiene grietas que nos ponemos la camisa en lugar de preparar con ella una ensalada. Los sucesos emiten miríadas de actos, y cada quien, con su pragmatismo a cuestas, descarta todos menos uno: ese acto será el que se lleve a cabo... siempre y cuando no aparezca una intuición que lo contradiga[15].
Según Hildebrand, el espíritu del ser moral es "afectado" (Ética, 17,10) por los diferentes valores que posee un determinado suceso percibido, y cada quien emite un diferente tipo de "respuesta" en relación con ese valor que le llega, la cual dependerá grandemente de los valores que ya de por sí posea el individuo moral afectado. Así, la percepción, por parte de un sujeto A, de un individuo B ahogándose mar adentro, afecta profundamente el estrato moral de A, pues comprende que hay en B un valor importantísimo (el valor --ontológico-- de la vida humana) que peligra y que exige una respuesta inmediata[16]. Las respuestas a los valores percibidos pueden ser teóricas (duda, convicción), volitivas (acciones) o afectivas (amor, odio, alegría, tristeza), y pueden ser adecuadas o inadecuadas. En el ejemplo que ahora nos ocupa, la respuesta adecuada sería en principio afectiva (compasión) y luego volitiva (el sujeto A se zambulle y rescata a B). Empero, si A no posee, en el momento de ser afectado, la virtud cardinal de la bondad inteligente y activa, o la virtud temperamental de la valentía, será difícil que se desarrolle dentro de su espíritu el caldo de cultivo preparatorio para las respuestas adecuadas. A lo sumo aparecerá la respuesta afectiva, la compasión, pero no se complementará este sentimiento con la respuesta volitiva porque hay un disvalor ético (relativo) en el espíritu de A, la cobardía, que le sugiere a la voluntad una respuesta inadecuada: alejarse de la playa y olvidarse del asunto. Asimismo, si A fuese un sujeto de lo más pervertido, sería igual afectado, en su condición de sujeto moral, por la percepción de B, pero su respuesta no pasaría ni por la compasión ni por el rescate, sino que se alegraría por el mal ajeno y, si no le fuera en ello la vida, se metería en el mar sólo para contemplar más de cerca el sufrimiento de B y hasta lo estorbaría en su desesperación por salir a la superficie.
Analicemos en primer lugar los resortes motivacionales del individuo malvado (Am). El mismo es afectado por el valor implícito en B de igual modo que cualquier otro sujeto moralmente relevante (bueno o malo); lo que cambia en Am respecto de Ab (el individuo bondadoso) es el modo en que este ser afectado se inmiscuye dentro de su espíritu y posibilita la respuesta. Hay una división drástica en la doctrina de Hildebrand respecto de la actitud fundamental (Moralidad y conocimiento ético de los valores, parte lll, capítulo 2, a) que adopta cada ser humano ante la vida. Si esta actitud fundamental se orienta hacia el mundo de los valores, el sujeto luchará por ser virtuoso y aborrecerá el vicio por más que a veces caiga en él, pero si la actitud fundamental se centra en el orgullo y la concupiscencia, los valores quedan inmediatamente de lado y el criterio rector de las acciones recae en lo sólo subjetivamente satisfactorio o, lo que es peor, en la contracara de los valores éticos, en los disvalores. Los malvados que se orientan preferentemente hacia la concupiscencia se guían más que nada por lo subjetivamente satisfactorio, mientras que los que se orientan hacia el orgullo (yo preferiría decir la soberbia) se guían sobre todo por los disvalores éticos. Am, en tanto que concupiscente, es afectado por el valor de B pero no puede dar ningún tipo de respuesta a ese valor porque los resortes teóricos, volitivos y afectivos del concupiscente no responden sino a lo subjetivamente satisfactorio, y en este ámbito los valores no intervienen, ni siquiera como medios. Amc tal vez se alegre y se divierta viendo cómo se ahoga B, pero estos sentimientos no estarán emparentados con ningún valor o disvalor sino con una satisfacción malsana que le impide rescatar al bañista o incluso alejarse y dejar de percibirlo. En cambio, Amo, el malvado predominantemente orgulloso, se sentirá igual de alegre que Amc, pero esa su alegría sí será una respuesta al valor de B, una respuesta inadecuada desde ya, y es que cuando un orgulloso es afectado por un valor, un proceso inconciente pone patas arriba el valor percibido y lo convierte así en disvalor; luego, Amo supone que la vida humana no vale un centavo, que lo mejor que podría suceder es que se muriesen todos los hombres y no puede menos que alegrarse cuando ve que al menos uno se atiene a su principio. El disvalor muerte ha pasado a ser a sus ojos un valor, que buscará no por sí mismo, porque sólo los individuos intuitivos pueden realizar esta maniobra, sino como medio para incrementar sus morbosas satisfacciones. Amc va directo, por decirlo así, hacia el ámbito de lo subjetivamente satisfactorio, sin reparar en escala de valores ninguna, ni para bien ni para mal (pero lo malo suele agradarle más que lo bueno o lo neutral en tanto más alejada de los valores se encuentre su actitud fundamental), mientras que Amo utiliza su escala invertida de valores para procurarse goces, goces que serán, mayoritariamente, espirituales, en contraste con los goces sensitivos que predominan en el concupiscente. Está claro que, siendo los dos sujetos completamente aborrecibles, Amo es la encarnación del mal propiamente dicha, y es la encarnación del mal precisamente porque desdeña la carne. El diablo, decía San Agustín, no tiene carne[17].
Y Dios no tiene dos caras: la bondad no se ramifica en dos direcciones como la maldad. El individuo bondadoso (Ab) es afectado por el valor ontológico de B y responde a él primero compadeciendo a B y enseguida rescatándolo o intentando rescatarlo. En este contexto han surgido dos respuestas al valor, una afectiva y una volitiva. Yo digo que la respuesta afectiva, tanto en este caso como en cualquier otro --incluso cuando la respuesta es inadecuada-- es racional siempre, racional en el sentido de que no depende de ningún procedimiento metamental (y por ende metafísico) para vivenciarse. El hecho de que sintamos o no compasión por el que se ahoga está en relación directa con nuestra bondad y con otros factores éticamente neutrales como nuestra sensiblería, las circunstancias particulares que envuelven nuestro estado anímico en ese momento, etc., todos ellos perfectamente detectables, en principio, mediante un análisis psicológico positivo. La intuición, pues, no interviene en absoluto en el ámbito de las respuestas afectivas. El valor afecta al ser y éste se conmueve de un modo perfectamente natural y orgánico, tal como un vaso de vino afecta nuestra psiquis y nos pone cariñosos o coléricos. En el terreno de las respuestas volitivas, en cambio, estos engranajes puramente psicológicos (o neurológicos) pueden hacerse a un lado para dar paso a la experiencia intuitiva. Subrayo "pueden" porque no siempre que se actúa respondiendo a un valor moralmente relevante ha sido la intuición práctica la motivadora. Hay una respuesta volitiva a los valores moralmente relevante que, incluso siendo adecuada en el sentido de que ha producido una acción éticamente deseable, no se produce como respuesta al valor en sí mismo sino como respuesta al valor en tanto que medio para procurar un bien objetivo para la persona. En esos casos es la razón práctica la motivadora. Sólo cuando la respuesta volitiva se dirige al valor por sí mismo, sin teleología hedonista o eudemonista (conciente o inconciente), es cuando la intuición marca el camino.
La intuición, como ya se dijo (ver anotaciones del 27 y 29/3/8), trabaja prefiriendo y postergando, pero las circunstancias y los requisitos necesarios para que se nos dé un preferir intuitivo son muy distintos que los que posibilitan la aparición de la intuición postergativa. Para que el individuo prefiera intuitivamente un valor o grupo de valores moralmente relevantes por sobre otro valor o grupo de valores de inferior jerarquía, es menester, ante todo, que dicho individuo posea, en cierto grado, la virtud correspondiente al valor que caerá en su preferencia. En el caso del ahogado, el valor preferido (preferido a cualquier otro, no interesa, pues queda en un lejano segundo plano; pongamos por caso: prefiere salvar al que se ahoga que ir a reunirse con sus amigos), el valor preferido será el de la vida humana, y la virtud a través de la cual ese valor puede mover la voluntad es la bondad inteligente. Sólo si el individuo posee esta virtud podrá efectuar el rescate o siquiera intentarlo. Existen otros valores, éticos o no, que podrían coadyuvar a que se concretase la preferencia si el individuo no es lo suficientemente bueno como para que su sola bondad lo impulse al agua; la valentía sería, en este caso, el copiloto ideal. Puede haber también no valores sino habilidades particulares del sujeto que prefiere que actúen como apoyo de su virtud: si el sujeto sabe nadar a la perfección preferirá el rescate por más que su bondad sea mínima. Las circunstancias externas al comportamiento que la preferencia exige no son casi nunca determinantes de la desaparición o merma de la intuición. Una vez decidido, al virtuoso no le interesará demasiado si el mar está embravecido, si el que se ahoga parece ya muerto, si tiene un dolor en la pierna que le impide nadar correctamente, etc.. No obstante, una circunstancia externa extraordinaria podría contrarrestar la preferencia (por ejemplo, si el rescatista tiene un brazo amputado y el que se ahoga está muy lejos de la costa). Las circunstancias internas (estados de ánimo) tienen un poco más de poder a la hora de imposibilitar el arribo de una intuición del preferir, pero no mucho. Este tipo de intuiciones caracterizan la vida de las personas muy cercanas a la perfección temperamental (ver anotaciones del 20/10/97) y son muy raras en las personas "normales", a las que se les imponen[18] únicamente en casos límite como el que venimos tratando[19].
A diferencia del preferir, para que se dé un postergar intuitivo no es necesario que el individuo que posterga sea virtuoso en el sentido exacto del término. Bastará con que posea un conocimiento discursivo de la importancia del valor o los valores éticos que están en juego en determinada situación y que su actitud fundamental esté orientada hacia los valores y no hacia el orgullo y la concupiscencia. Aunados estos dos factores con las circunstancias adecuadas (el acto postergativo es muy inestable ante cambiantes circunstancias externas o estados de ánimo del ejecutor), las ansias de postergar un suceso aparecen en la psiquis, aunque no con el rigorismo del preferir, sino como algo que tuviese más efecto sobre nuestro bien objetivo que sobre los valores éticamente relevantes. Bien dije que para que se dé la postergación es menester un cierto conocimiento de los valores éticos que están en juego, pero hablo de un conocimiento general que no es tomado en cuenta, en forma conciente, por el individuo que posterga mientras delibera sobre la conveniencia de la postergación. En el preferir se aprecia con claridad el carácter de deber que posee la opción correcta, mientras que cuando deliberamos ante una posible postergación, la idea de deber moral o ético no suele aparecer; simplemente nos decimos "me conviene postergar este asunto para mejor ocasión", no tanto porque veamos en él una inmoralidad sino más bien un error de nuestro cálculo eudemonista. En las intuiciones postergativas los valores éticos que se disputan la primacía de nuestra voluntad están como escondidos; la decisión a tomar se nos antoja, en el fondo, éticamente trivial, pero no es así en absoluto, pues de no seguir el consejo postergativo, nuestra vida podría rumbear hacia otra dirección completamente opuesta a nuestras potencialidades virtuosas. Podríamos decir entonces que, en el acto del preferir, quien nos guía es nuestra virtud ya poseída, mientras que en el acto del postergar nos guía Dios hacia la virtud que no poseemos. El acto del preferir es virtuoso a simple vista[20]; el acto del postergar, sin dejar de ser virtuoso, no pasa por virtuoso ni ante los ojos de los demás ni ante los nuestros, pero es fundamental para encarrilar el Destino Mayor y evitar que se diluya en destinos menores. No es que podamos optar libremente por dos tipos de destinos: cada quien tiene el suyo marcado y nada puede hacer al respecto. Sólo digo que quien sigue los dictados del postergar es quien ha sido elegido para cumplimentar un destino mayor, y quien los desdeña es otro de los tantos destinos menores que deambulan por el mundo sin sentido. Las conversiones, sean graduales o repentinas, suelen ser precedidas por varias intuiciones postergativas que les allanan el camino.
Hay que subrayar, de acuerdo a lo antedicho, que el acto del postergar no se relaciona con la ascesis tal como era la opinión de Max Scheler (ver anotaciones del 29/3/8). En el ascetismo no se postergan los actos cargados de disvalores, sino que se renuncia voluntaria y racionalmente a la ejecución de dichos actos. Luego, como se trata de una decisión racional, es en esencia egoísta, pues la disciplina ascética sistemática responde a la búsqueda de una perfección de tipo personal como medio para el acercamiento a Dios. No se postergan las conductas plagadas de disvalores debido a los disvalores mismos sino en función del perjuicio que nos ocasionan en nuestra carrera hacia la perfección. Hay aquí un intermediario entre los disvalores evitados[21] y el comportamiento, y este intermediario, por muy alto y loable que sea su rango, es el que certifica que la intuición no se ha presentado. Todo comportamiento ascético deliberado es egoísta[22] --lo cual, por supuesto, no significa que sea inmoral o inético, pues como ya se dijo varias veces, el egoísmo sublimado tiende a ir a favor de la ética y no en contra. Por eso el misticismo contemplativo es, a mi criterio, mucho más valioso que el ascetismo, ya que en la contemplación mística el sujeto es afectado directamente por el valor ontológico de Dios, que es el valor supremo, mientras que en el ascetismo el valor supremo es buscado pero rara vez se halla, pues lo que se busca, casi siempre, es el éxtasis unitivo que acompaña a la percepción divina y no esta percepción por sí misma. El ascetismo sistemático, como peldaño de la escalera, puede resultar adecuado a ciertos temperamentos, pero siempre como simple peldaño.
A veces la postergación no sólo esconde los valores en juego sino que los trastoca en nuestra conciencia de tal modo, que la opción rechazada por la intuición aparece como la más acertada desde el punto de vista de la ética. Esta confusión es origen de un sinnúmero de pasos en falso sobre todo para esas almas que anhelan perfeccionarse valiéndose de sus propios criterios de perfección. El orgullo les impide ver que lo que ellos creen correcto es erróneo, y por no dar un paso al costado y permitir que un impulso irracional opere su conducta, la perfección escapa. Esta gente suele ser muy melindrosa en cuestiones de moral, pero se maneja en base a preceptos, y esa es su tragedia[23].
Otra consideración que se desprende de los presentes comentarios es la de que la intuición no sería fundamentalmente prohibitiva como se viene sosteniendo desde hace mucho. El mismo Sócrates opinaba que la ética intuitiva prohibía más que incentivaba los actos personales. Esto es así en la postergación, pero como los actos postergativos no suelen considerarse desde una perspectiva ética[24] y sí los actos del preferir, hay que concluir que las intuiciones prácticas son impulsivas y no inhibitorias desde el punto de vista de la conciencia ética del individuo que intuye. Esa "voz interior" que nos prohíbe hacer algo que consideramos malo no es la voz metafísica de la intuición sino la voz de nuestra conciencia moral racional, que ha llegado a la conclusión, a través de la reflexión y la experiencia, de que tal o cual actitud es nociva para los intereses de los hombres o del universo en general, y entonces pone freno, en los individuos escrupulosos, a los impulsos que tienden a ir en contra de este ideal empírico (empírico pero no necesariamente falso). Esta voz interior ve, por supuesto, valores --y sobre todo disvalores--, pero no los ve como fines en sí mismos como los percibe la intuición, sino como medios a través de los cuales uno gana la tranquilidad de conciencia. En las verdaderas intuiciones, esta tranquilidad de conciencia no juega ningún papel ni antes ni en el momento de llevarlas a la práctica.
La voz de la conciencia es la esfera pragmática de la mente de los individuos escrupulosos. Los sucesos que percibimos a través de la esfera práxica de la mente no sólo emiten actos, también emiten acciones. Las acciones son actos que poseen relevancia ética y que se realizan voluntariamente; el acto como tal (a menos que vaya acompañado del calificativo "virtuoso" o "inmoral") viene a ser para mí un suceso carente de relevancia ética, o con relevancia ética pero involuntario. Cuando la esfera práxica, percibiendo un suceso, emite una acción que nuestra conciencia considera éticamente peligrosa, la acción posible queda inhibida, pero no hay forma de corroborar la opinión de nuestra conciencia: tal vez la acción no fuera en verdad inética. Distinto es el caso de la inhibición postergativa: cuando aparece dicho impulso inhibitorio, es seguro que la acción inhibida era éticamente inconveniente por sí misma o por sus consecuencias[25]. Pero ¿cómo estar seguros de que tal inhibición que percibimos pertenece al mundo de las intuiciones? No podemos, pero sí podemos diferenciarla, en principio, de la voz de la conciencia, pues la intuición postergativa no aparece con ropaje moralista y la voz de la conciencia sí.
Cuando surge la intuición postergativa, la esfera pragmático-intuitiva de nuestra mente (ver anotaciones del 3/7/3) inhibe aquella puntual acción que se desea evitar, mas cuando surge la intuición preferencial, todos y cada uno de los diferentes actos y acciones emitidos por el suceso percibido quedan inhibidos, con excepción del que la intuición aconseja. Si la intuición del preferir se muestra tibia, tal vez no alcance a inhibir completamente los actos o acciones permitidos por la esfera pragmático-lógica o pragmático-instintiva; en estos casos, nuestra conciencia se transforma en un campo de batalla motivacional. Así ocurre cuando la virtud indispensable para ese accionar intuitivo no está bien arraigada en nosotros. Si lo está, la indecisión no aparece y nuestro cuerpo se mueve al ritmo de la posibilidad no inhibida.
La emisión de actos y acciones por parte de un suceso percibido en la esfera mental práxica nos afecta nuestro yo, nuestro pragmatismo, de muy diferente manera de acuerdo al tipo de "yo" que poseamos. Esta afectación, a su vez, nos permite responder a ese suceso con algún tipo de sentimentalismo (respuesta afectiva) si es que percibimos en él algún valor o disvalor, y luego con una respuesta volitiva (acción) acorde al valor percibido intuitiva o racionalmente --aunque la respuesta volitiva puede faltar. Si el suceso percibido carece de valor o no lo tiene a nuestros ojos (puede que sea valioso en algún sentido --ético, estético, vital o intelectual-- y nosotros permanezcamos ciegos a ese valor)[26], la esfera pragmática de nuestra mente nos aconsejará ciertos actos emitidos por el suceso, pero no acciones, ni tampoco podremos responder a él de modo afectivo[27]. Ante la percepción de un valor, la respuesta afectiva precede siempre a la volitiva, pero no hay que deducir de aquí que la aparición de la respuesta afectiva sea probatoria de que estamos ante un suceso de gran valía. En primer lugar, existe gente fría, a la que le cuesta conmoverse incluso ante los valores más encumbrados, sin que por eso podamos afirmar que no los está percibiendo. Y luego tenemos a los instintos, los cuales también generan respuestas afectivas al ser afectados por un suceso que, a lo sumo, posee valores o disvalores vitales, pero no éticos (puede poseer valores éticos, pero el instinto no los percibe)[28]. Concedo que siempre que aparece una emoción hay un valor en juego, pero a veces el valor es gigantesco y la emoción pequeña, o al revés. Y lo que niego en forma categórica es que la respuesta afectiva determine de algún modo la respuesta volitiva (si la hubiere). En el instinto, por ejemplo, no es el miedo el causante de que la gacela corra cuando ve al guepardo. No niego que el miedo exista, pero sí que exista una relación causal entre el miedo y la fuga. La fuga es causada directamente por la percepción del disvalor muerte dentro del suceso "guepardo al acecho"; el miedo es tan sólo un epifenómeno. Y lo mismo sucede cuando las respuestas afectivas preceden a las volitivas ante la percepción (racional o intuitiva) de un suceso éticamente relevante. Ya hemos dicho que las respuestas afectivas no son nunca intuitivas, pero ni aun en el caso de que tales respuestas precedan al accionar éticamente relevante motivado por la razón, es lícito vincular estas emociones con el accionar. Las emociones, por sí mismas, no tienen ningún poder sobre la conducta de nadie. Y como la ética --no me canso de repetirlo-- estudia las acciones (incluso los actos) en función de su bondad o maldad intrínsecas y no estudia sino indirectamente la bondad o maldad de los sentimientos de los ejecutores, tengo que relegar las respuestas afectivas a un lejano segundo plano, en discrepancia con la opinión de Hildebrand, quien prioriza el amor, como respuesta al valor supremo, por sobre las acciones que la percepción del valor supremo nos incita a realizar[29].
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[1] Lo merece, pero eso no le quita verdad a la opinión de León Dujovne de que la Ética scheleriana es "voluminosa y pesada en todas las acepciones del vocablo" (Teoría de los valores y filosofía de la historia, página 79). Según Dujovne, Scheler fue "un escritor de brillo singularmente notable en todos sus libros, menos en el que aquí nos interesa".

[2] Concuerda con mi punto de vista el profesor uruguayo Juan Llambías de Azevedo, quien comenta lo siguiente desde su puntilloso ensayo acerca del pensador que nos ocupa: "La subsunción del valor bajo la categoría de la cualidad no parece compatible con la tesis de que sería independiente de su portador, pues la cualidad es esencialmente cualidad «de algo», que es su portador" (Max Scheler, página 75).

[3] Todas las citas que se han visto y se verán de la Ética de Scheler las tomé de una traducción al español, que es lo que hago siempre cuando decido citar escritores no hispanohablantes, pues el español es el único idioma que conozco. Llambías de Azevedo me advierte que esto es intelectualmente muy peligroso en todos los casos y más aún en el que ahora nos ocupa, ya que las traducciones españolas de las obras de Scheler "contienen no rara vez graves errores y catastróficas erratas (difícilmente enmendables por el sólo contexto), estas últimas no disimuladas sino más bien aumentadas en las sucesivas reediciones "(Max Scheler, prólogo). Acepto el reproche y admito la poca escrupulosidad de mi proceder respecto a este asunto que por otra parte resulta capital en mi obra, que se basa muchas veces en la glosa de autores que no escriben en mi lengua, pero a su vez defiendo a rajatabla el derecho de cualquier hijo de vecino que no ha tenido --por impedimentos generalmente de orden económico-- la oportunidad de aprender idiomas, defiendo, digo, el derecho a filosofar de todo aquel que le plazca hacerlo por más que no sea políglota, profesor ecuménico ni nada parecido. Bendito sea el trabajo de los traductores, que nos acercan la cultura universal a nosotros los "incultos". Y si estas traducciones adolecen a veces de imperfecciones, y debido a ellas cometemos, los glosadores, algunas imposturas, sólo queda pedir disculpas y asumir los riesgos. Tal vez sea yo el primero que cite tan profusamente valiéndome de meras traducciones, pero tengo la intención de hacer escuela.
[4] (Nota añadida el 29/9/8.) Me parece ahora que la superioridad o inferioridad de un valor por sobre otros es captada racionalmente. El acto metafísico del preferir sería entonces de orden volitivo y no cognoscitivo.
[5] Más adelante se verá que todo este ascetismo crítico y prohibitivo está más emparentado, según mi criterio, con el fenómeno puramente psicológico de la conciencia moral que con las intuiciones postergativas.

[6] Los disvalores son las cualidades antitéticas de los valores. Así, al valor pulcritud le corresponde el disvalor suciedad, al valor valentía le corresponde la cobardía, a la inteligencia la tontería, etc. Todo valor (no sólo los éticos) tiene su correspondiente disvalor.
[7] Podría considerarse que hay también valores en lo subjetivamente satisfactorio; serían en este caso valores de tipo hedónico los que se buscarían. Pero el hedonismo no es, según mi punto de vista, una categoría valorativa sino psicológica, un a priori que ya desde el vamos está inserto en nuestra razón práctica y que la guía sin reparar en valor alguno. Ningún objeto es valioso porque pueda producir placer, por la sencilla razón de que todos los objetos existentes, cuando son escrutados por la razón práctica, son susceptibles de producir algún tipo de placer (o displacer), y entonces los valores (o disvalores) hedónicos impregnarían el universo entero de nuestros deseos racionales.
[8] ¡Qué! ¿Ya no adhiero al paralelismo psicofísico? Sí que adhiero, pero hablar en todo momento con términos paralelistas denotaría pedantería y afán de oscuridad, como ya me ocupé de aclararlo en mis anotaciones del 4/6/3.

[9] Excepto la bondad inteligentemente activa y la humildad. No se puede ser bueno motivado por otro fin que no sea la bondad misma, ni se puede ser humilde pensando en el beneficio que la humildad podría reportarnos.
[10] Scheler coincide: "El verdadero humilde, [...] angústiase porque se puede tener de él la «imagen» del «bueno»; y en esa su angustia es bueno. El acto volitivo moral [...] no es bueno y malo simplemente porque recaiga o pueda recaer sobre él una apreciación correcta o incorrecta. [...] el hombre moral intenta, en su querer, ser bueno; mas no intenta ser de tal manera «que pueda» juzgar: «soy bueno». [...] un acto moral puede muy bien realizarse sin que recaiga sobre él ningún juicio. El juicio no «hace» nada ni «constituye» nada. En definitiva, los mejores son los que no saben que son los mejores" (Ética, tomo l, página 241). Aquí radica, según Scheler, uno de los grandes errores de la ética kantiana, el de "proponerse como valor supremo el «quedar bien ante sí mismo» o el «poder estimarse» en lugar del inmediato ser bueno" (ídem, página 297).
[11] Voy a evitar, de aquí en adelante, esta diferenciación entre objetos y sucesos. Llamaré sucesos también a los objetos materiales (vivos o muertos), siguiendo así la tendencia de la física moderna, que los considera "objetos en el tiempo", objetos que transcurren.

[12] La postura de Goldar relacionada con la ética está resumida en mis anotaciones del 18 y 22/6/3.
[13] Hildebrand divide a los valores en ontológicos y cualitativos (Ética, 10,3). El valor de la vida humana pertenece al primer grupo.

[14] El que se las ve negras para explicar la motivación de las acciones heroicas absolutas, como por ejemplo el martirio, es Kant. Cualquier cosa menos el deber tendría que ser, a la luz de su doctrina, el detonante del sacrificio, pues las normativas incondicionales de la ética kantiana piden universalización, y está claro que la muerte voluntaria no puede universalizarse.
[15] "La diferencia entre el cuerdo y el loco dicen que estriba en que aquél piensa las locuras, pero ni las dice ni las hace; se las guarda, tiene poder de inhibición. Se las guarda, y le corroen el alma. El loco, en cambio, diciéndolas y haciéndolas, se liberta de ellas. Y así andan los cuerdos, mustios y tristes, sin poder echar fuera su locura, por miedo, por pudor, por vergüenza". "¿A quién, como no llegue su falta de imaginación a punto de imbecilidad, no se le ha ocurrido alguna vez alguna locura? Ha sabido contenerse. Y si no lo sabe, o da en loco o en genio, mayor o menor, según la locura sea" (Miguel de Unamuno, Inquietudes y meditaciones, p. 70, y Viejos y jóvenes, pp. 142-3).

[16] Un sujeto amoral, por ejemplo una gaviota, podría percibir el ahogamiento pero no puede ser "afectada" porque no es capaz de percibir valores, y por eso no puede responder de ningún modo al suceso percibido. Se dice que los delfines suelen rescatar a los bañistas que se ahogan, y de perros que han rescatado a sus dueños de peligros evidentes hay sobrados casos, pero Hildebrand no puede admitir que aquí se actúe en respuesta al valor de la persona porque según él los animales no pueden experimentar ningún tipo de percepción axiológica. No sé cómo explicaría estos rescates, pero si lo hace intervenir al instinto, la sospecha de que también es el instinto el que mueve a los hombres en una situación similar queda flotando en el aire.
[17] Cf. San Agustín, La ciudad de Dios, libro XIV, cap. 3.
[18] A veces la intuición surge pero no se impone, porque los móviles de lo satisfactorio subjetivamente o de los bienes objetivos para la persona se vivencian con mayor fuerza y ganan la pulseada.

[19] Pero no se suponga que siempre que se actúa bien en el marco de una situación límite, es el impulso intuitivo el responsable. Incluso en estos casos podemos actuar por interés personal (por ejemplo, para que nos feliciten por el rescate o para que no nos asalten los remordimientos de conciencia), o también por instinto.

[20] Pero tanto Scheler como Hildebrand afirman que el individuo virtuoso actúa siempre "de espaldas" a su virtuosismo, sin percibirlo como tal. Hildebrand llega incluso a decir (Ética, 36,3) que esta es la nota distintiva de la moralidad cristiana, la que la convierte en la moral perfecta, y pone el ejemplo de Santa Teresa de Jesús, que en su lecho de muerte se atormentaba por considerarse "una de las mayores pecadoras que han vivido".

[21] Hay casos en que la postergación evita valores y no disvalores, pero son los menos. Y esta evitación es igualmente deseable desde la ética: se posterga una acción decente para dar cabida a otra que la supera en decencia.

[22] Esto no corre para el asceta "inconciente" (por ejemplo, para quien bebe agua en lugar de otra bebida más gratificante sin reparar en el virtuosismo que lleva implícito esta acción).
[23] (Nota añadida el 23/7/9.) Yo, por ejemplo, creo racionalmente que publicar en vida estos ensayos es algo éticamente incorrecto, y sin embargo estoy a punto de hacerlo, porque hace rato que soy presa de un impulso irracional que me lo sugiere. Si este impulso está emparentado con el deber, o si es sólo vanidad agazapada, lo descubriré seguramente cuando la fama golpee mi puerta.

[24] Tampoco estoy cierto de si el demonio socrático le prohibía siempre actitudes que Sócrates relacionaba directamente con la ética. Si así no era, el demonio socrático encaja perfectamente en estas especulaciones: sería un demonio "postergativo".

[25] Scheler opinaba igual: "Mientras que la intuición evidente de lo que es bueno y malo no puede, esencialmente, engañar (sino que caben únicamente ilusiones acerca de lo que tal intuición presenta), hay, desde luego, «engaño de la conciencia moral»" (Ética, II, p. 102).
[26] El tema de la ceguera a los valores lo toca Hildebrand en extenso en su Moralidad y conocimiento ético de los valores, parte ll.

[27] Según Hildebrand, la persona que no puede percibir ningún tipo de valor "es incapaz de conmoverse o emocionarse" (Ética, 17,16).

[28] He ahí el porqué de que los animales irracionales puedan emocionarse: pueden percibir valores (valores vitales). Sobre si los animales racionales o instintivo-racionales (el perro, el mono) pueden percibir otro tipo de valores además de los vitales, suspendo el juicio por el momento.
[29] (Nota añadida el 26/6/8.) Leyendo al francés Ribot caigo en la cuenta del error que se desliza en este párrafo y en sus notas al pie: es perfectamente posible la emotividad sin valoración. El individuo que nunca valora es incapaz de apasionarse, pero hay diferencia entre pasión y emoción. "La pasión --dice Ribot-- es una emoción prolongada e intelectualizada" que requiere de una "idea fija" y aparece solamente "cuando una tendencia ha pasado del nivel del instinto puro para llegar a la plena conciencia del sujeto" (Ensayo sobre las pasiones, cap. l). De aquí se sigue que los individuos rústicos, con escaso intelecto, raramente puedan apasionarse por mucho que se emocionen, y lo mismo para los animales irracionales, cuyas emociones no provienen de ninguna percepción axiológica porque para percibir valores es necesario el juicio valorativo y un ser irracional no podría enjuiciar nunca. Desde luego que un ser racional puede emocionarse ante la captación de un valor, pero también puede emocionarse por otros considerandos no axiológicos tal como es propio de los seres rústicos o irracionales. Un acto reflejo instintivo como el de la fuga de la gacela no podría deberse a la percepción de un disvalor, pues el instinto es irracional por definición y la valoración es racional siempre (implica discernimiento). En este contexto, las pasiones aparecerían de la mano de lo que Hildebrand llama "respuestas sobreactuales" (Ética, 17, 22), que se dan ante lo que se juzga valioso más allá del momento y de las circunstancias en que se percibe puntualmente.

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