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jueves, 19 de agosto de 2010

Max Scheler (II)

Jueves 10 de abril del 2008/12,39 p.m.
Hablé ya de las respuestas afectivas y volitivas a los valores, pero no de las teóricas. Este tipo de respuestas se alimenta de los valores emitidos por los sucesos tal como las otras, pero en lugar de reflejar esos valores o disvalores a través de la emoción o de las acciones, elabora con ellos teorías. Si el sujeto percibe valores éticos, elaborará teorías relacionadas con la ética; si valores estéticos, estética será su teorización; los valores intelectuales lo impulsarán hacia la gnoseología y lo valores vitales dispararán sus especulaciones biológicas (incluyendo en la biología todas las ciencias que de un modo u otro se relacionan con la vida, desde la virología hasta la sociología). No basta, sin embargo, con ser afectados por algún grupo de valores o disvalores para estar en condiciones de teorizar. Es menester que el sujeto posea en su interior la virtud temperamental de la inteligencia utilitaria (IU) o la virtud cardinal del inteligencia trascendente (IT) para que todos esos datos axiológicos puedan ser correctamente asimilados y luego devengan en doctrina. No existiendo algún tipo de inteligencia, la respuesta teórica no se da, tal como no se da el amor si se carece de bondad o no se da la creación artística sin esteticismo centrífugo. Ahora bien; si la respuesta teórica es desarrollada mediante la IU, este proceso se realiza racionalmente y sus consecuencias no van más allá de la esfera del conocimiento científico, pero si el teorizador se vale de la IT –que incluye dentro de sí a la IU, desbordándola en todas direcciones--, las teorías elaboradas asomarán su hocico en la metafísica, aunque no se adentrarán en ella sino habiendo recorrido primero el camino llano de la ciencia. Las teorías éticas, cuando son elaboradas por la IU, no pasan de ser teorías morales, referidas al comportamiento individual o grupal de determinadas culturas y no incluyen el estudio de lo bueno y lo malo en sí mismo, o si lo incluyen lo hacen al voleo: podrán acertar en la veracidad (estadística) de tal o cual proposición, pero rara vez y de carambola. Lo mismo para las teorías estéticas: sin IT, el estudio de lo bello en sí no puede sistematizarse y se tiende a suponer que no hay nada objetivo en el goce artístico, que todo depende del gusto del sujeto que percibe la obra de arte o la belleza natural sin artificio. Este tipo de intelectualidad artística privilegia la técnica empleada en una obra de arte (o la "visualidad" en un objeto no artificial) por sobre la real belleza que posee, que no es nunca consecuencia de la destreza en el manejo de las herramientas ni de la sobria adecuación a los principios ortodoxos establecidos para el manejo de las herramientas[1]. Las teorías gnoseológicas elaboradas a partir de la mera IU no pasan de ser teorías epistemológicas: nunca se ocuparán del problema de Dios, de la inmortalidad personal, del libre albedrío ni de cualquier otra cuestión estrictamente metafísica, o si se ocupan lo harán desde una perspectiva gallinácea que nunca remonta vuelo y que vive pendiente y dependiente del suelo conocido de los fenómenos perceptibles. Por último, digamos que las ciencias de la vida pueden muy bien desarrollarse con el único auxilio de la IU, pero sólo a partir de la IT pueden descubrirse los errores estructurales de las teorías científicas. No me refiero a los errores de procedimiento, que la misma IU va subsanando con el correr del tiempo a la luz de las nuevas experiencias, sino a los errores de finalidad; no si tal o cual principio científico es falso o verdadero, sino si está bien o mal aplicado en vistas al efecto que se desea producir. Los valores vitales, percibidos a través de la IT, nos permiten descubrir dónde, cuándo y en qué circunstancias un principio científico, o un adelanto tecnológico, debe aplicarse a fin de generar algo bueno y cuándo debe suspenderse por ser contraproducente total o ambiguamente (generando un bien parcial o momentáneo a expensas de un mal general o a largo plazo que la IU no alcanza a vislumbrar). Las previsiones de la IU tienen fecha de vencimiento y suelen dejar de lado innumerables efectos colaterales; la IT mira por sobre los tiempos, los espacios y las causalidades elementales, y por eso nunca yerra.
o o o

Viernes 11 de abril del 2008/11,27 a.m.
Y así como una persona que siente compasión por el prójimo en desgracia, pero que no hace nada para remediarlo, es un ser incompleto desde una perspectiva ética, así también las personas que poseen talento para la elaboración de teorías metafísicas deben comunicar dichas teorías al mundo mediante acciones o palabras y no guardárselas para sus adentros, es decir, deben fabricar sucesos con ellas para que luego alguna otra persona se vea afectada por el valor intelectual emitido por esos sucesos y pueda ella misma responder mediante otras teorías que a su vez comunicará, y así se forma la cadena. Estas ansias de comunicabilidad suelen venir de la mano del orgullo vanidoso, que no es un buen consejero porque ciega valores intelectuales evidentes que no son del gusto del público que recibirá la buena nueva. Sólo cuando la respuesta teórica sale a la luz motivada por la virtud cardinal de la veracidad, hay garantía de que el mensaje no reciba distorsiones. El teórico metafísico debe, pues, poseer dos virtudes cardinales para que sus ideas pasen a la posteridad como verdaderos descubrimientos; o mejor tres: el esteticismo centrífugo contribuiría en mucho a difundir masivamente su pensamiento (muy pocos leerían a Platón si éste no fuera, además de un eximio pensador, un gran poeta). Y si desdeña los honores y las pompas, escudándose en las sombras y muriendo en vida, siendo, por así decirlo, "chupada" toda su majestuosidad personal por la teoría que abraza y quedando él desvalido y a la buena de Dios como cualquiera de sus más humildes servidores, tanto mejor.
o o o

Sábado 12 de abril del 2008/10, 22 a.m.
No se deduzca de lo escrito ayer que las respuestas teóricas como tales tengan poder sobre nuestras respuestas volitivas. Al igual que las respuestas afectivas, las teorías propias no se conectan con nuestra voluntad, pues la misma responde a valores, o a situaciones subjetivamente satisfactorias, o a impulsos instintivos, pero no a teorías en tanto que teorías. Hay un truco, sin embargo, que posibilita esta conversión de la teórico propio en propia acción, y es el de considerar la teoría elaborada por uno mismo como un suceso percibido por la esfera práxica de nuestra mente, como un suceso del mundo y no del yo (ya he dicho que la imaginación, los recuerdos y el pensamiento pueden ser tan suceso como cualquier objeto percibido por los sentidos externos), un suceso que posee valores que nos afectan y que emite actos relacionados con estos valores, invitándonos a que los ejecutemos en vez de inhibirlos. Un pensamiento de relevancia emite el acto de ser plasmado en un papel, y poco importa si el pensamiento es propio o ajeno. La condición es que sea un pensamiento valioso... o que consideremos la trascripción del mismo como una acción subjetivamente satisfactoria (así sería si lo que nos impulsa es el orgullo vanidoso), o las dos cosas juntas. Esto en cuanto a la difusión del mensaje. En cuanto a su puesta en práctica en la propia conducta, la condición sería que tal pensamiento o doctrina sea, a nuestros ojos, valiosa en su ejecución en sentido ético, o eudemónicamente apetecible. Un pensamiento que promete, al ser ejecutado, traer al mundo un bien, es incentivado por nuestra esfera pragmático-intuitiva, lo mismo que un pensamiento que promete goces personales o la evitación de malestares es incentivado por nuestro pragmatismo lógico. Por cierto que deberá luchar contra otros factores que desearán inhibir las acciones que aconseja y contra otros sucesos que emitirán sus propios actos en competencia con las acciones emitidas por el pensamiento, pero así y todo el pensamiento puede prevalecer y disparar el comportamiento individual acorde a su esencia, y esto es lo que se llama ser consecuente con la propia ideología. Cuanto más elevada sea la doctrina ética que nuestro pensamiento ha descubierto, más compleja es la tarea de plasmarla en un papel, y esta complejidad se potencia enésimamente si aspiramos a plasmarla en nuestra propia vida[2]. Existe gente que tiene la capacidad de aprehender la jerarquía ética de los valores de modo bastante aproximado a como se da en el universo axiológico en sí, pero ni sabe comunicar este conocimiento (o a veces ni lo intenta) ni mucho menos lo lleva a la práctica. Existen otros --me viene al instante a la mente mi admirado conde Tolstoi-- que conocen discursivamente casi al detalle los intrincados vericuetos del escalafón virtuoso con todas sus extensas ramificaciones y que además poseen el don de saber comunicar con gran precisión y elocuencia este conocimiento, pero que carecen del voluntarismo sólido e impermeable a las interferencias mundanas necesario para tornar sus vidas en fiel reflejo de sus escarpados ideales. Y también existen aquellos que conociendo la virtud, no discursiva sino captativamente, son impulsados por este mismo conocimiento profundo a comportarse como auténticos hombres de bien, sin interesarse en absoluto por la tarea de comunicar este conocimiento por otra vía que no sea la del propio ejemplo; tal sería el caso de San Francisco, que si se ponía en la tarea de sermonear no era porque le interesara la difusión del mensaje, sino que lo hacía como una parte de sus deberes para con Dios y el prójimo. Estos hombres aclaran la ética, posibilitan su descubrimiento a otros hombres, no con sus teorías sino con sus hechos, lo que termina siendo infinitamente más provechoso que cualquier especulación puramente teórica, por brillante y certera que sea (siempre y cuando existan testigos del comportamiento virtuoso). Con gran criterio decía Scheler que "no son las reglas morales abstractas de carácter general las que modelan, configuran el alma, sino siempre modelos concretos" (El santo, el genio, el héroe, cap. I)[3].
o o o
Domingo 13 de abril del 2008/12,31 a.m.
Tampoco se suponga que las respuestas teóricas metafísicas derivan pura y exclusivamente de la experiencia como sí es el caso de las respuestas teóricas no metafísicas. Todas las respuestas teóricas nacen de la experiencia en el sentido de que necesitan de la percepción, externa o interna, de un suceso perteneciente al mundo con exclusión del yo elaborador de la respuesta. Sin la percepción de este suceso la respuesta teórica no puede darse, pero si esa respuesta es de orden metafísico será porque del suceso percibido se han podido extraer, captar, los valores pertinentes que constituyen la materia prima de la respuesta metafísica, y esa captación sólo puede acontecer a través de la virtud cardinal de la inteligencia trascendente, de suerte que quien no posea esta virtud en cierto grado no podrá elaborar respuestas teóricas metafísicas por mucho que perciba sucesos plagados de valores pertinentes (percibirá los sucesos pero no los valores). La inteligencia trascendente, como toda virtud cardinal, es una entidad metapsicológica y como tal es independiente de los conocimientos adquiridos por su poseedor[4]. Su combustible son las percepciones, pero la respuesta metafísica posee un ingrediente secreto, metaempírico y metarreflexivo, sin el cual es imposible confeccionarla. No digo que no haya pensadores que se aventuren por las tierras de la metafísica y que carezcan de tal inteligencia; los hay, pero a sus teorías les falta esponjosidad y altura. La inteligencia trascendente, pues, es la levadura de la torta: sin ella, el buen gurmet notará enseguida que el repostero lo está estafando. Metafísica chata, eso es lo que se logra cuando se dispone tan sólo de datos empíricos y reflexiones lógicas. A una inteligencia trascendente casi perfecta, el más insignificante suceso percibido (pongamos por caso el tanque de agua de la casa de su vecino) le disparará los más reveladores misterios de la existencia (pues hasta el tanque de agua de nuestro vecino posee valores a los ojos de quien sabe captarlos), mientras que un pensador que se valga de su inteligencia utilitaria y sólo de ella, jamás encontrará respuestas adecuadas a estos misterios por mucho que se atosigue de datos experimentales y estadísticas.
o o o

Lunes 14 de abril del 2008/1,06 p.m.
En el presente contexto ha quedado de lado el tema de la memética por no saber muy bien cómo encajarlo, pero como sigo pensando que tal motivación existe, que no es una invención descabellada o rebuscada sino un auténtico descubrimiento científico, es mi deber hacerle un lugar en este universo axiológico por el que ahora transito. Digo entonces que los diferentes grupos de valores no son cinco sino seis, que a los valores éticos, estéticos, vitales, intelectuales y ontológicos hay que sumarles los valores culturales, y que nuestra conducta puede responder a estos valores tan independientemente de cualesquiera otros resortes motivacionales como cuando responde a lo subjetivamente satisfactorio, a los instintos o a un valor de alguno de los otros grupos en forma pura y sin interferencias. Los valores culturales pueden, tal como los demás valores, motivar la voluntad en forma directa (por sí mismos) o indirectamente (como medios conducentes al personal bienestar). Vemos así que el imperativo memético no trabaja como el imperativo genético, pues los impulsos instintivos responden siempre a los valores vitales por sí mismos y en forma inconciente, no pudiendo el instinto, en tanto que tal, utilizar estos valores como medios de gratificación personal. Los valores sólo pueden ser utilizados como medios de gratificación por la razón. Algunos animales les dan este uso, pero entonces dejan de comportarse instintivamente y lo hacen racionalmente. La memética implica raciocinio, es un desprendimiento tardío de la evolución cerebral, y es ella (junto con la intuición), y no la razón, la que nos diferencia del resto de los animales. Luego la memética, por ser estrictamente racional, puede servirse de los valores culturales como simples medios de gratificación, y este impulso memético indirecto está en la base de muchos, por no decir la mayoría, de los emprendimientos artísticos, intelectuales, sociales y políticos que aspiran a perdurar en el tiempo y a expandirse en el espacio pero que, si se analizan detenidamente los resortes motivacionales que los generan, se descubre que tales perduración y expansión nunca son tomadas en cuenta, al menos por sí mismas. Pero así como la intuición, que es un desprendimiento de la razón en el sentido de que no es posible que surja en el espíritu de un ser irracional, trabaja con los valores en sí mismos y nunca los utiliza como medios, así también la memética pura percibe los valores culturales como fines en sí mismos y, al ser afectada por ellos, responde produciendo nuevos sucesos cargados de valores culturales relacionados en algún sentido con los valores percibidos, con la vista puesta en la perduración y expansión y nunca en la gratificación. Del accionar instintivo, lo mismo que del racional (razón práctica), no puede decirse que sea ético o inético de suyo; sus objetivos pasan por otro lado. Si aplicándolos resulta la producción de un suceso éticamente deseable, bienvenido sea, mas no sucederá lo mismo en todos los casos. En la intuición no es así: cuando es ella la que nos motiva, siempre actuamos bien[5], y lo mismo para los impulso meméticos puros, que redundarán en acciones virtuosas y sólo en acciones virtuosas, utilizando para ello las virtudes de la veracidad y de la inteligencia trascendente a la hora de crear cultura de tipo intelectual, de la bondad inteligente a la hora de crear cultura de tipo social y del esteticismo centrífugo cuando se trate de cultura de tipo artístico. Este aserto coloca de un plumazo a la memética pura en el mismo nivel superlativo de las intuiciones, lo que puede parecer exagerado teniendo en cuenta la historia, la "chapa" que la intuición se ha ganado a través de los siglos en contraste con las escasas décadas que tienen los memes conviviendo con nuestro pensamiento. Las ideas, sin embargo, no son buenas ni son malas por ser más antiguas o más modernas, sino por ser verdaderas o falsas. Yo digo que los memes existen y no sólo que existen sino que son, desde una perspectiva ética, más importantes que la razón misma. Si esto, a la postre, resulta ser falso, confío en que la historia sabrá disculpar este desliz y sacarle algún tipo de provecho, que para eso ha puesto Dios los deslices en este mundo.
o o o

Martes 15 de abril del 2008 11,29 a.m.
Las virtudes, dice Hildebrand,

no están desunidas o sólo unidas cualitativamente unas con otras, sino que existe [...] un ser de la persona, del que todas en común proceden, de manera que, cuando ese yo puede desplegarse sin estorbo, una virtud conduce naturalmente a otra (Moralidad y conocimiento ético de los valores, 4, 2,a).

Ahora leamos algunos pasajes de mis Citas y notas escritos hace diez años: "El poeta centrífugo se caracteriza no por saber percibir la poesía sino por tener el don de facilitarles esta percepción a otros mediante la contemplación de su arte. [...] el poeta centrífugo (el artista) lo es por motivos que se desconocen, y es indiferente a su poder artístico el hecho de que sea un asceta o un canalla". Luego, el 24/5/4, le adosé a estos comentarios una nota corroborativa en la que se leía, entre otras cosas, lo siguiente: "El poeta centrífugo suele tener una idea muy peregrina de lo que la virtud sea”. Ahora me pregunto, ¿he cometido un error al incluir entre las virtudes cardinales al esteticismo centrífugo?
Yo no pensaba, mientras descubría (o inventaba) estas cuatro virtudes (más la humildad), en el estado psicológico del individuo que las ponía en práctica, sino más bien en el estado psicológico de los individuos beneficiados por el accionar virtuoso. Es por ello que no reparé, en aquel momento, en esta supuesta contradicción de un hombre malo haciendo el bien y no de carambola sino por mor de una virtud. Pero no apresuremos la rectificación. ¿Qué sucede, por ejemplo, con el individuo que dice una verdad subjetiva (algo que cree como verdadero, sin serlo necesariamente) con la clara intención de ofender a quien lo escucha? Pues ocurre aquí que la intención del ejecutor del acto es ofensiva, pero los efectos (no necesariamente sobre la persona receptora de la verdad y en el corto plazo, sino los efectos esparcidos en el espaciotiempo) serán éticamente positivos. El ejecutor podrá tener una buena o mala intención al ofender --pues no siempre se ofende con malicia--, pero su acción, sólo por el hecho de responder (conciente o inconcientemente) a una virtud cardinal, es necesariamente buena, sépalo él o no lo sepa. Vemos así que las acciones disparadas por una virtud cardinal, o, sin ser disparadas por la virtud, operantes en conformidad con lo que la virtud prescribe[6], son siempre deseables desde la ética sin importar el estado psicológico del individuo que la practica ni su buena, mala o neutral intención moral: se puede ser virtuoso y rastrero a la vez. El caso del esteticismo centrífugo no es enteramente análogo al de la veracidad. Uno no puede ser esteta centrífugo por conveniencia, no se puede poseer esta virtud "artificialmente" como sí sucede con la veracidad (que es la única virtud cardinal que puede "bastardearse" de esta manera). Yo no puedo querer actuar como esteta centrífugo y lograrlo merced a mi querer; el esteticismo centrífugo es un don. Es un don que muchas veces recae sobre personas inescrupulosas, pero que, en tanto lo llevan a la práctica impulsivamente y como fin en sí mismo (y no pueden hacerlo de otra manera)[7], convierte a estos inescrupulosos en personas de bien, que no otra cosa es una persona de bien sino aquella que produce dicha, contento y edificación en el espíritu de su prójimo, y las creaciones artísticas de alto nivel pueden contentarnos y hacernos momentáneamente dichosos, y hasta en algunos casos edificarnos.
Pero no en balde decía Hildebrand que las virtudes van de la mano, que no se puede poseer una sin poseer un poco de las otras. Es verdad que se puede ser esteta centrífugo sin ser buena gente, pero sólo hasta un determinado punto. Y me veo en la obligación de transigir porque Hildebrand también transige:

No todas las virtudes tienen la misma profundidad específica ni la misma altura de valor [...]. Algunas pueden ya presentarse, si bien no en su forma más alta, cuando todavía no existe en la persona la base para otras (ídem, 4, 2,b).

La bondad inteligente, según mi escala valorativa, es la mayor de las virtudes, y el esteticismo centrífugo es la menor (ver anotaciones del 16/8/7). Luego no es descabellado suponer, a la luz de esta última concesión de Hildebrand, que el esteticismo centrífugo pueda "asomarse" a la conciencia sin estar aún presente la bondad en dicha conciencia, pues la bondad, como virtud suprema, suele suceder antes que preceder a las virtudes menores. Claro que si la virtud menor empieza a cobrar dimensiones considerables, el nexo intervirtuoso hará surgir la bondad en forma casi automática, y será entonces correcto admitir que no existen ni existieron grandes artistas que no fueran a la vez grandes humanitarios. Luego, como es mucho más sencillo --al menos para mí-- interpretar la bondad o maldad (real, no intencional) de una persona en base a sus acciones u omisiones que interpretar la belleza o fealdad (real, no la motivada por modas o cegueras valorativas) de las obras de un artista, puedo yo deducir, por ejemplo, que Shakespeare o Goethe no poseían esteticismo centrífugo sino en muy pequeña proporción, y que quienes ven en las obras de estos artistas la culminación del genio inglés y alemán respectivamente, se engañan de acá a la China por seguir (inconcientemente) las opiniones de los críticos de antaño y por estar cegados a otras manifestaciones artísticas enteramente superiores a las producidas por ellos. Yo no sé leer inglés ni alemán así que no puedo emitir una crítica seria en sentido artístico[8], pero por lo poco que sé de la vida de estos dos hombres, no me parece que se hayan caracterizado por su altruismo. Si todas estas especulaciones tienen algo de correspondencia con la realidad; si, sobre todo, el esteticismo centrífugo es en verdad una virtud cardinal y no una virtud relativa o una mera cualidad moralmente irrelevante que a veces aparece, aleatoriamente y como enquistada, en una virtud, entonces la investigación biográfica enfocada en los considerados grandes artistas cobra una fundamental dimensión gnoseológica y deja de ser un género menor dentro de la literatura.
o o o

Martes 22 de abril del 2008 11,36 a.m.
Según mis anotaciones del 18/10/7, existen sólo dos tipos de metasucesos: los parasicológicos y los intuitivos. Ahora debo agregar, de acuerdo a lo escrito el 14/4/8, los metasucesos meméticos. Las leyes que gobiernan nuestra psicología en sentido fenomenológico, con exclusión de todo proceso metafísico (leyes que son el correlato --paralelismo psicofísico mediante-- de las que gobiernan nuestra neurofisiología), sólo pueden ser interceptadas y eclipsadas por estos tres tipos de sucesos.
Todo proceso metafísico depende, para manifestarse, de una virtud cardinal poseída por el sujeto que lo produce o bien de un poder extrasensorial en el caso de los metasucesos parasicológicos. Sin la plena o parcial posesión de la correspondiente virtud cardinal, ni la intuición ni el impulso memético aparecen. Asimismo, también necesita el metasuceso de la previa percepción, del "ser afectado" por algún valor relevante percibido en otro suceso y que viene a ser como la pólvora que, sin ser parte del disparo, es imprescindible para generarlo. Las intuiciones puras propiamente dichas, que son las gnoseológicas, necesitan del concurso de los valores intelectuales, mientras que las intuiciones prácticas, volitivas, se disparan cuando nuestro espíritu es afectado por valores de distinto tipo, caracterizados siempre por su “extramoralidad” (ya hablaremos de esto más adelante). La memética pura se sirve de los valores culturales, siempre percibidos, tanto aquí como en las intuiciones, como fines en sí mismos y no como medios conducentes a otra cosa.
Pero los valores, además de percibirse como fines en sí mismos, pueden también percibirse como medios. Esta percepción indirecta la realiza la razón y el móvil que la impulsa es el bien objetivo para la persona, o sea, un cierto egoísmo sublimado. El estado "natural" del hombre tiende a ser el de la búsqueda de lo subjetivamente satisfactorio, entendiendo por esto la procuración de placeres y la evitación de dolores básicos, esencialmente sensitivos y principalmente inmediatos. Dicho estado puede ser quebrantado al ser afectado el espíritu por algún tipo de valor. Cuando este "ser afectado" produce una percepción de valores como fines en sí mismos, entra en juego el engranaje metafísico ya esbozado, pero si los valores son percibidos, conciente o inconcientemente, como meros medios para nuestro bien objetivo, todo el proceso responde a pautas neurofisiológicas perfectamente deducibles de una o varias leyes del mundo físico descubiertas o por descubrirse. El egoísmo, sublimado o no, es la única pauta comportamental utilizable por la razón práctica, y el mundo de los valores contribuye a ello sin que tal intervención axiológico-teleológica deba despertar suspicacias en aquellos psicólogos que niegan la existencia de cualquier tipo de motivación extra fenomenológica.
Estoy sentado plácidamente sobre la butaca de un transporte público atestado de pasajeros. En eso sube una vieja y, como suele suceder en estos casos, todos miran hacia las ventanillas o se hacen los dormidos. Yo, sin embargo, le cedo mi asiento y me resigno a continuar el viaje parado. ¿Qué fue lo que motivó mi conducta?
En primer lugar, fui afectado por el suceso "vieja subiendo a un colectivo lleno" y percibí el valor ontológico que toda vieja posee. Otras personas había paradas en el transporte que ostentaban el mismo valor ontológico que la vieja y sin embargo no les di mi asiento; eso es porque además del valor ontológico, percibí en la anciana el disvalor vital del peligro al que se vería sometida si viajase de pie, cosa que no percibí en los otros individuos menos frágiles. Si estas percepciones valorativas activaron mi bondad (virtud cardinal) y, a través de ella y merced a ella, le cedí mi asiento, entonces mi comportamiento respondió a una intuición (del preferir) y, por ende, fue un metasuceso, mas es raro que una persona no equilibrada temperamentalmente tenga intuiciones tan pueriles como esta. Lo más probable, con mucho, es que yo haya percibido los valores mencionados y los haya utilizado como medios para cumplimentar lo que yo suponía un bien objetivo para mí. Al abandonar mi asiento sacrifiqué mi comodidad física (lo subjetivamente satisfactorio) en aras de mi comodidad espiritual, pues me sentí anímicamente mejor después de aquella acción y me habría sentido mal de no haberla realizado. Mi bienestar anímico es, supuse, de superior jerarquía eudemónica que mi bienestar físico[9] y por eso actué: egoísmo sublimado. No utilicé la virtud cardinal de la bondad para ejecutar esta maniobra, sino la virtud temperamental de la inteligencia eudemonista, que es un desprendimiento de la virtud temperamental de la inteligencia utilitaria. Así trabajan todas las virtudes relativas o temperamentales: percibiendo valores y utilizándolos como medios para lo que cada uno supone ser[10] un bien objetivo para él.
En el ejemplo anterior entraron valores ontológicos y vitales. Pongamos ahora el caso de ser afectados por el suceso "padre acariciando a su hijo". El cariño, como valorar éticamente relevante[11], ingresa en nuestro espíritu y nos obliga a responder a ese suceso con una sonrisa. Si somos buenos, esa sonrisa reflejará nuestra bondad y el cariño habrá sido percibido por sí mismo (sonrisa ontológica), pero lo más probable es que sonriamos porque nos place sonreír de vez en cuando ante la ternura, y ya no será nuestra bondad, sino nuestro buen talante (virtud temperamental) el que se sirva de ese valor, no en sí mismo sino como medio de gratificación (sonrisa interesada)[12].
Un ejemplo de un valor intelectual que asoma puede apreciarse cuando aparece ante nosotros el suceso "conferencia sobre temas místicos". La inteligencia trascendente puede incentivar a la voluntad a concurrir al evento y a elaborar a partir de él la respuesta teórica pertinente (teoría metafísica), pero también puede incentivarnos a concurrir nuestro deseo vanidoso de contarles a los demás lo mucho que sabemos acerca del conferenciante, y entonces el valor intelectual del suceso pasa a ser un medio en la búsqueda del bien objetivo para la persona[13].
Pasemos al suceso "cataratas del Iguazú". Yo puedo ser afectado por su valor estético y responder a él con una creación artística de alto vuelo si es que poseo la virtud cardinal del esteticismo centrífugo. La belleza del paisaje, percibida por sí misma, crea el metasuceso llamado arte. Pero puede ser que carezca de la virtud esteticista centrifuga y sólo posea la virtud temperamental del esteticismo centrípeto[14]. En este caso utilizaré la belleza percibida, o bien para gozar egoístamente con ella, o bien para usufructuarla en sentido comercial o vanidoso. Será una belleza mediática.
Citaré por último al suceso "Segunda Guerra Mundial", nefasto como pocos pero rebosante de valores culturales[15], que si son percibidos en sí mismos crearán Cultura con mayúscula, pero lo que casi siempre ha ocurrido, por carecer el hombre común de cualquier esbozo de virtud absoluta, es que han sido percibidos como medios. De ahí que hayan proliferado, a partir de aquel suceso, otros sucesos seudoculturales como las agrupaciones neonazis o las historias bélicas hollywoodenses.

La línea que separa los metasucesos de los sucesos ordinarios es, subjetivamente, muy delgada. Con excepción de los metasucesos parasicológicos, la mayoría de las veces que percibimos o somos partícipes de un metasuceso no caemos en la cuenta del carácter metafísico de la situación, y quién sabe, quizá sea mejor este desapercibimiento, sobre todo a los efectos de mantener nuestra humildad a raya y de que no se desgaste nuestro interés por lo esotérico.
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Martes 29 de abril del 2008/12,23 p.m.
Vuelvo a la Ética de Scheler, que había quedado medio de lado. Afirma este pensador de los valores éticos poseen una jerarquía, es decir que hay valores éticos inferiores y superiores con respecto a otros. Esto es lo que opinaría la práctica totalidad de los pensadores axiológicos; la novedad estriba en que, según Scheler,

la ordenación jerárquica de los valores nunca puede ser derivada o deducida. Mediante el acto de preferir y postergar hemos de captar, siempre nuevo, qué valor es «más alto». Hay para esto una «evidencia de preferencias» intuitiva, insustituible por deducción lógica alguna (tomo I, pág.133).

Y al comienzo del tomo II (pág. 26) ratifica esta idea:

Hay una especie de experiencia cuyos objetos son enteramente inaccesibles a la razón; para esos objetos la razón es tan ciega como pueda serlo el oído para los colores; pero ese tipo de experiencia nos presenta auténticos objetos «objetivos» y el orden eterno que existe entre ellos, a saber: los valores y su orden jerárquico.

Yo soy de la opinión de que la escala de los valores éticos, tomados estos valores en forma individual, perfectamente aislados de cualquier otra incumbencia valorativa, puede y debe ser deducida de la experiencia. Esto implica riesgos, pues la inducción experimental puede llevarnos por mal camino y hacernos creer que un determinado valor es superior a otro en sentido ético cuando en realidad sólo es superior en sentido moral (relativo a una determinada sociedad), y además está la ya mentada ceguera para los valores que dificulta notablemente la empresa. Sin embargo, por muy inseguro que sea este camino hay que tomarlo si queremos llegar a nuestro destino, pues es el único camino existente a la hora de jerarquizar los valores. Dice Scheler que el valor "más alto" se nos presenta sólo intuitivamente cuando preferimos o postergamos, pero a mí me parece que lo que sucede cuando intuimos es una especie de síntesis o ecuación en donde intervienen varios valores a un mismo tiempo, agrupados algunos en el acto que se prefiere y otros en el que se posterga. Nuestro aparato lógico, siendo más o menos competente a la hora de jerarquizar los valores uno por uno, no sabe qué hacer y tiende suspender el juicio cuando dos o más valores o disvalores se compenetran en un mismo suceso enmarañando sus aspectos éticos o inéticos. Es verdad que hay ocasiones en que la intuición práctica se dispara en favor de un acto cuyos valores no están en absoluto enmarañados, como en el ejemplo del rescate del que se ahoga en el mar, pero aquí la intuición no nos está suministrando una información respecto de la jerarquía de los valores éticos que nuestro intelecto no tenía: nosotros ya sabíamos (racionalmente) que el valor ontológico de una vida que peligra es de jerarquía superior a los demás valores que estaban en juego en ese momento y que competían con él a la hora de motivar la conducta del rescatista; lo que hizo la intuición fue precisamente quebrar el orden motivacional --priorizar ese valor ontológico por sí mismo en contra de lo egoístamente satisfactorio--, no brindar información.
Pero si la jerarquización de los valores éticos depende de la deducción experimental, ¿no estoy contradiciendo la hipótesis de que quien mejor se comporta, mejor conoce la ética? De ningún modo. El mayor impedimento con que se topan los hombres cuando emprenden la tarea de conocer la ética, es la ceguera valorativa, el no poder ver los valores allí donde se presentan o el imaginarlos donde no existen. Pues bien, es esta ceguera, y sólo esta ceguera, la que va quedando atrás cuando la persona se comporta en conformidad con los valores éticos, de suerte que una vez resuelto a desentrañar estos mismos resortes axiológicos por vía de la deducción experimental, ya no verá sombras allí donde hay luz ni viceversa. La jerarquización axiológica en el campo de la ética es racional en su base, si bien depende, para llegar a buen puerto, del resorte metafísico implicado en el proceso de anulación de la ceguera. En esto se diferencia el conocimiento ético de los conocimientos metafísicos propiamente dichos, que desprecian la experiencia en todo sentido y nunca se sirven de ella ni para gestarse ni para tomar la forma de firme convicción dentro de nuestra mente.
o o o

Miércoles 30 de abril del 2008/11,14 a.m.
Respecto de la última oración escrita el día de ayer, digamos que, en cierto sentido, nuestra experiencia puede propiciar el conocimiento metafísico, ya que nuestras buenas acciones, además de anular la ceguera valorativa, anulan también la ceguera metafísica, y nuestras buenas acciones no son otra cosa que experiencias. Los juicios sintéticos a priori, que Kant creía existentes incluso en la matemática y en la física, sólo existen en la metafísica pura y sólo se asoman a las conciencias de los hombres que han sabido comportarse de acuerdo a lo que la ética prescribe --y aquí es indiferente que nuestro buen comportamiento sea consecuencia de nuestra bondad intrínseca o de un mero fariseísmo.
Y por otro lado, no descarto la posibilidad de que ciertas proposiciones del campo de la ciencia puedan propiciar, una vez que se instalan dentro de nuestro sistema de pensamientos, alguna que otra proposición metafísica verdadera, como ya lo di a entender en mis anotaciones del 11/9/6.

12, 14 p.m.
Hablando de los sacrificios, dice Scheler que sólo son auténticos

allí donde se hacen en pro de un valor dado como superior, es decir, un valor que era ya superior y estaba dado como tal con independencia de la voluntad de sacrificio. Además son tales sacrificios sólo cuando el bien sacrificado estaba dado como el bien de un valor positivo. En mi trabajo sobre el resentimiento [El resentimiento en la moral] he mostrado, a propósito de esto, que precisamente este último momento distingue también el «ascetismo» moral auténtico del seudoascetismo del resentimiento, el cual está caracterizado por la desvalorización, simultánea o anterior, de aquello a lo que renunciamos y que es considerado como «nada». Para el cristiano, por ejemplo, representa un acto moralmente valioso la libre renuncia a la propiedad [...] en favor de bienes todavía superiores, solamente a causa de que la propiedad es un bien positivo. Por eso el cardenal Newmann llama ascetismo auténtico al «admirar lo terreno a la vez que lo renunciamos». En oposición a esto, el hombre del resentimiento no admira lo terreno a lo cual renuncia, sino que lo desvalora; dice: «todo esto no es nada», «esto no tiene ningún valor», «estas cosas son naderías». Mientras que la pobreza, por ejemplo, es un mal y la propiedad un bien, y para el ascetismo auténtico un bien superior tan sólo el acto voluntario de renuncia a la propiedad ya supuesta como algo positivamente valioso y sentida como tal, el ascetismo del resentimiento, por el contrario, explica la pobreza misma como un bien y la propiedad como un mal. Y no es un bien superior lo que motiva la renuncia, a su favor, de la propiedad, sino que la impotencia de apoderarnos de ella es representada, de modo falso, como un acto positivo de renuncia a ella (ídem, I, pág. 299).

Esta cuestión es delicada y es menester aclararla.
Scheler afirma que la propiedad es un bien y que, por tanto, renunciar a ella constituye un auténtico sacrificio. No lo niego; pero hay que hacer notar, para que algún desprevenido no se confunda, en qué tipo de bien está encuadrada. La propiedad es un bien vital, porque contribuye a conservar la vida[16]. En este sentido, quien renuncia a la propiedad, quien posterga la adquisición de posesiones terrenales porque le resultan estorbosas a la hora de la contemplación divina, está renunciando a un bien y su actitud implica sacrificio. Pero tengamos en cuenta, primero, que la propiedad es un bien vital menor: se puede vivir --y de hecho así vive buena parte de la gente-- sin propiedades. O sea que renunciar a ella no equivale a la muerte ni mucho menos; este sacrificio no se compara con el martirio. Y segundo, sepamos que la propiedad no es un bien ético, no somos mejores ni peores personas por el hecho de ser propietarios[17], pero sí existe un disvalor ético en la defensa por violencia o intimidación de la propiedad personal. Vemos así que si bien la propiedad como tal no es mala en sentido ético, sí nos hace malos desde el momento en que la defendemos contra quien nos la quiere usurpar; ahí se transforma el propietario en una mala persona. La pobreza, en sentido vital, es un disvalor, y en sentido ético es una situación neutral, que en sí misma no induce a enjuiciar a nadie, pero el hombre bueno termina cayendo siempre allí no porque la busque por su valor ético sino por evitar el enfrentamiento físico que sí es un mal ético por contradecir al valor temperamental de la mansedumbre. Queda entonces aclarado que la propiedad es un bien vital y que por eso renunciar voluntariamente a ella es un auténtico sacrificio; pero también queda claro --al menos para mí-- que la propiedad, sin ser ella misma diabólica, es un instrumento del diablo a partir del momento en que la sostenemos (o usurpamos) por violencia explícita o implícita, y que por tanto la pobreza, sin ser un bien en sí misma, es una consecuencia necesaria del ser bueno a todo trance, salvo en aquellas hipotéticas sociedades en que no existen los ladrones y en donde sí es lícita en sentido ético la posesión exclusiva de una mínima cantidad de bienes materiales no lujosos (la lujofilia es un disvalor).
Personalmente no considero como "naderías" a los bienes materiales exclusivos. De ser así, ya los habría desdeñado. No: la propiedad tiene valor. Pero ese valor se lo da, en mucha mayor medida, el orgullo, la concupiscencia y el desprecio por el prójimo que no la humildad, la pureza y el altruismo, entidades prácticamente (aunque no lógicamente) incompatibles con cualquier tipo de posesión considerada personal. Me cuesta mucho creer que San Francisco, que alababa todo el tiempo a la Madonna Pobreza, haya sido un asceta resentido[18].
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Lunes 5 de mayo del 2008/12,0 9 p.m.
Según Scheler, hay dos maneras de "economizar" el conocimiento ético: la tradición y la autoridad moral establecida, y la conciencia moral. Ninguna de las dos es la fuente última de donde surgen los auténticos valores de la ética, pero sirven a modo de piloto automático de nuestro buen comportamiento cuando las circunstancias, no relevantes, no requieren del concurso de las intuiciones para dilucidar algún punto problemático. Cualesquiera de estas dos formas de economización del conocimiento ético puede reemplazar a las intuiciones en los individuos que nunca las experimentan, es decir, en circunstancias problemáticas que requerirían de una solución intuitiva para dilucidarse correctamente, pero aquí la conciencia moral o la tradición estarán empleándose más allá de sus fueros pertinentes y en consecuencia pueden equivocarse con mayor asiduidad que en situaciones normales.
Rara vez podrá confundirse un mandato de la tradición con una orden intuitiva, pero sí suele confundirse la intuición con la voz de la conciencia, así que no está de más repetir con Scheler que la conciencia moral "no equivale a una intuición moral ni a una «capacidad» de tal intuición" (Ética, II, pág.102). También hemos dicho ya (4/4/8) que la conciencia moral trabaja exclusivamente mediante prohibiciones; Scheler coincide con este punto de vista (cf. ídem, página 103), y también con mi emparejamiento entre los dictados de la conciencia moral y la razón individual:

Es como la síntesis de lo que aporta a la intuición moral la propia actividad individual cognoscitiva y la experiencia moral --a diferencia del conocimiento de este tipo acumulado y almacenado por transmisión en la autoridad y la tradición-- (p. 103).

Hay una "mutua corrección" entre los principios emanados de la tradición y la autoridad y los de la conciencia, y de esa síntesis nace la economización intuitiva. Lo que no se debe hacer si deseamos profundizar el conocimiento ético es abandonarnos y arrodillarnos ante lo que sugiere la tradición o el dogma de una autoridad respetada (por ejemplo, la Iglesia), ni mucho menos delegar el mando de nuestras acciones (o de nuestras omisiones) a la voz de nuestra conciencia.

Si la conciencia moral se convierte en sustituto aparente de la intuición moral, el principio de «la libertad de conciencia» ha de convertirse entonces en el principio de la «anarquía de los problemas morales». Todo el mundo puede entonces apelar a su conciencia y exigir un acatamiento absoluto por parte de todos a lo que él dice (pp. 103-4).

Desde ya que cuanto mayor sea el esclarecimiento y la espiritualidad del individuo, tanto más se aproximarán las prohibiciones de la conciencia moral a lo que no se debe hacer en sentido ético, pero estos individuos, por el hecho mismo de su esclarecimiento, otorgarán mayor importancia conductual a sus intuiciones irracionales que a su conciencia moral racional, y entonces queda esta conciencia como bastión exclusivo en quienes, incorrectamente, tienden a desdeñar el consejo de la tradición y la autoridad establecida y a la vez carecen de intuiciones por estar cegados frente al valor supremo de la divinidad. Son los ateos empedernidos, pues, los que rechazando a la Iglesia por un lado y a Dios por otro, inficionan al mundo con el credo de que sólo interesa lo que nos dicta nuestra conciencia, que es lo mismo que decir que no existen los valores éticos objetivos[19].
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[1] No debe confundirse nunca la capacidad para elaborar teorías estéticas ni con el esteticismo centrífugo, que es la virtud cardinal que nos capacita para crear arte, ni con el esteticismo centrípeto, que es la virtud relativa que nos capacita para conmovernos ante la belleza. Empero, es casi seguro que el teórico estético que desee trascender el mero ajustamiento a la moda imperante necesita del esteticismo centrípeto para bien desarrollar sus hipótesis. Hildebrand sostenía esto cuando afirmaba que "el análisis de problemas estéticos llevado a cabo por un filósofo carecería de interés y muy probablemente resultaría absurdo, si en su vida no desempeñara papel alguno la belleza en la naturaleza y en el arte, si jamás hubiera tenido un auténtico contacto directo existencial con el mundo de la belleza. Ningún talento filosófico de agudeza, inteligencia o sagacidad podría capacitarle para lograr intuiciones profundas en la naturaleza de la belleza, si la verdadera y genuina belleza, la natural y la artística, no le han tocado jamás en lo más profundo de su corazón. Lo que él pudiera decir tendría el mismo valor que las indicaciones sobre el color de un ciego de nacimiento" (¿Qué es filosofía?, cap. 7, secc. 2).
[2] Con respecto a las teorías no éticas, difundirlas es también más complicado cuanto más elevado sea su rango gnoseológico, pero estas teorías no invitan a la práctica, no traspasan su propio reducto como sí lo hacen las teorías éticas.

[3] Scheler llega incluso a prohibir por definición que un santo se ocupe de algo tan mundano como la elaboración de un mensaje o tan vanidoso como una autobiografía. "No es casual --dice--, sino esencial, plausible y necesario, que el tipo del santo no deje una obra autógrafa por la cual se hiciera directamente accesible su personalidad espiritual a la historia ulterior, a la posteridad. Justamente en «no» hacerlo reside una de las condiciones de su influencia ilimitada. [...] En el mundo griego, que coloca al «sabio» por encima del santo, Sócrates es el que más se aproxima a la santidad. Tampoco él ha escrito nada, y lo conocemos exclusivamente a través de los testimonios de Jenofonte y Platón. [...] El Santo no deja a la posteridad nada esencial que no sea «él mismo». Pero este «él mismo», su personalidad espiritual, «es todo»" (ídem, cap. III). Ahí se van, detrás de este pensamiento que sospecho correcto, las pocas ilusiones que aún me quedaban de aspirar a la santidad.
[4] Excepto del conocimiento profundo de los valores éticos y su jerarquía, que incrementa las dimensiones de las virtudes dentro del espíritu del conocedor.
[5] Pero téngase siempre presente que este bien actuar no hace referencia a lo mejor absoluto, sino sólo a lo mejor que estaba en nuestras manos realizar en determinado contexto. Si no está en nosotros poder salvar al mundo, nuestro deber puede ser el de salvar a una vaca.
[6] En el primer caso el individuo veraz actúa impulsivamente; en el segundo, calculadamente, en vistas de algún provecho personal.
[7] Los seudoartistas mencionados ayer, que utilizan los valores culturales percibidos en los sucesos como medios de gratificación personal, no actúan nunca por impulso del esteticismo centrífugo y por eso no hay sublimidad en su creaciones.
[8] (Nota añadida el 24/7/9.) El que sí leyó a estos autores en sus lenguas originarias fue Borges, quien también los desvaloriza, o al menos los baja del supremo pedestal en donde supuestamente descansan. Dice de Shakespeare que "siempre usa el mot injuste", y que "en literatura fue un amateur, the divine amateur. No como Dante, que fue un verdadero literato". Se quejaba también de que "nadie se atreve a mostrar a Shakespeare como está en los originales. Algunas de las escenas más famosas [...] son de los eruditos que prepararon esos textos para su publicación". En síntesis, la fama que cobrara se debía, según Borges, a que "después de [Samuel] Johnson, que era sensato, la crítica shakespiriana enloqueció un poco". Asimismo, consideraba que la popularidad de Goethe ("universal, pero misteriosa") se debía en gran parte a cierta superstición de los alemanes, que se maravillan ante cualquiera de sus dichos, y entendía que sólo en su propio país había ya tres escritores que lo superaban: Schopenhauer, Nietzsche y Heine. No negaba que hubiera en su personalidad, en el trato cara a cara, "algo muy poderoso", pero ese carisma "no llegaba a los libros", ni siquiera al Fausto, que según Borges “es malísimo”. "Cada día –le confesó a su mejor amigo-- me interesa nenos Goethe" (cf. El espléndido Borges de Adolfo Bioy Casares, pp. 57, 86, 207, 305, 611, 90, 43, 611, 783 y 499).
[9] Esta jerarquía, desde luego, es muy dependiente de las circunstancias y de las intensidades. Si hubiera tenido yo una pierna contracturada, posiblemente me habría quedado sentado.

[10] El bien objetivo para la persona no tiene nada de objetivo: depende del temperamento de cada quien, y así y todo puede buscarse este bien en algo que a la postre resulte displacentero (error en el cálculo eudemónico).
[11] Los valores éticamente relevantes son desprendimientos menores de los valores éticos (virtudes cardinales). Así, el cariño es una parte de la bondad e implica bondad, pero la bondad en su totalidad no se reduce al cariño. De todos modos (esto lo agrego el 24/7/9), el valor cariño no fue lo que disparó la sonrisa, porque no se puede responder éticamente a un valor que ya de por sí pertenece al ámbito de la ética. No fue el cariño sino el proteccionismo que supimos ver en esa caricia, que es un valor vital, lo que motivó nuestra alegría y la correspondiente mueca.

[12] Esta sonrisa interesada no es hipócrita ni falsa, pues quien así sonríe se alegra verdaderamente de percibir ese cariño, sólo que lo percibe, sin saberlo tal vez, como un simple medio que posibilita su alegría.

[13] Nótese que aquí el bien objetivo ya no se busca merced al concurso de una virtud temperamental sino por intermedio de un disvalor (la vanidad), lo cual no es en absoluto contradictorio en las etapas inferiores del egoísmo.

[14] Dicho sea de paso, sin un mínimo de esteticismo centrípeto, el verdadero artista tampoco podría crear nada.

[15] Tampoco hay aquí contradicción lógica ninguna. Hitler, como persona, fue demoníaco, pero como ente cultural es valiosísimo en el sentido de que se pueden extraer de él extraordinarias enseñanzas (los errores enseñan más que los aciertos).
[16] El de las posesiones personales es un valor de tipo económico, y los valores económicos constituyen una subcategoría de los vitales. (Dicho sea de paso, esta dependencia demuestra, según palabras de Francesco Orestano que yo comparto, "cuán vana era la tentativa del materialismo histórico de subordinar toda la evolución humana a las determinantes del factor económico, considerándolo como primordial" (Valores humanos, secc. 119).)

[17] Este aserto puede sonar a perogrullada en los oídos del católico consecuente, pero la mayoría de los protestantes, como buenos capitalistas que son, se niegan a entenderlo y aceptarlo.

[18] Para clarificar aún más la situación, digamos que la propiedad puede compararse aquí con el sexo. El sexo posee valor vital, pero con relación a la ética, el goce sexual es irrelevante como mínimo, y como máximo (cuando se manifiesta en personalidades enfermizas) es perverso. Éticamente hablando, el goce sexual es una nadería, lo que no quita que sea un auténtico sacrificio --para quien posee un instinto sexual poderoso-- el hecho de renunciar a él. (Pero el goce sexual, bien encauzado, sólo es potencialmente perjudicial para quien lo experimenta, mientras que la propiedad es perjudicial tanto para el que la posee (perjuicio ético) como para el que, por causa de la excesiva posesión de otros, no la posee en absoluto (perjuicio vital).)
[19] Respecto del valor intrínseco del conocimiento ético basado en la tradición y la autoridad, y de su limitación como fuente última de dicho conocimiento, nos regala Scheler estas muy dignas palabras: "Dentro ya de la serie de valores morales, brota de la relación previa entre la intuición moral y la vida moral el valor moral propio de una institución por la cual se prescribe y aconseja el contenido de la intuición moral --existente en cada caso-- de los mejores moralmente (es decir, de aquellos cuyo ser-persona mismo, considerado como bueno, ha logrado la intuición moral), en primer lugar, mediante el simple consejo y el mandato como norma para todos (incluso para los depositarios de la autoridad como individuos); es decir, el valor moral de la autoridad como tal --independientemente de la cuestión acerca de la autoridad en que se presenta de hecho aquel valor y acerca de lo que diferencia la autoridad auténtica y no auténtica o el poder inmoral. No necesito decir que con estas afirmaciones queda caracterizada en toda su absurdidad la llamada ética de la autoridad, que pretende fundar la esencia misma de lo «bueno» y lo «malo» sobre normas y mandatos de una autoridad [...]. Justamente es esta teoría la que niega el valor moral propio de la autoridad al pretender sustituir la intuición moral por los mandatos de aquélla. Si lo bueno y lo malo fuera lo que de ese modo define la autoridad, no podría corresponder a ésta ningún valor moral intuitivo. Pues la obediencia y el mandato pueden ser, igualmente, «ciegos». Mas el valor moral propio de la autoridad como tal constituye un principio moral evidente. Mientras que en los problemas del conocimiento teorético no hay ninguna «autoridad», y a sus pretensiones de hecho puede contraponerse con razón el principio de la «libertad de investigación», dentro de toda la esfera de los problemas morales es justamente la existencia de una autoridad la condición imprescriptible para que las valoraciones morales, en sí intuibles, y las exigencias fundadas sobre ellas puedan también alcanzar la intuición efectiva, puesto que son realizadas primeramente en la práctica sin la intuición, por puro mandato. Pero incluso en la pura obediencia a la autoridad va implicada a su vez la suposición de que es intuitivo el valor moral de la autoridad que manda [...]. Esto distingue la autoridad de todo mero poder o violencia, pues una persona puede tener autoridad para aquel que, a su vez, tiene la intuición de que aquella otra persona posee una intuición más profunda y rica que la suya. En esta intuición se apoya la «confianza» en la autoridad, en cuya existencia va fundada esencialmente, y con cuya desaparición se torna en poder y violencia extramorales" (ídem, pp.108-9).

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