Ensayos correspondientes a la primera parte del capítulo 11 de La ética y la moral:
Capítulo 11
Laqueur y Kant
Por sí solo, el imperativo categórico no es nunca el motivo ni el desencadenante de la acción desinteresada, en ninguna actuación que el individuo lleve a cabo regularmente y que sea importante para la suerte de la comunidad. Antes bien, en la mayor parte de los casos, el primer impulso activo parte de la reacción de esquemas innatos y propensiones heredadas.
Konrad Lorenz, Consideraciones sobre las conductas animal y humana, ensayo II, cap. IV, secc. 5
Lunes 1º de octubre del 2007/5,37 p.m.
En Sexo solitario, Thomas Laqueur sostiene la tesis de que la masturbación se volvió patológica para los eruditos de Occidente, al punto de cobrar según ellos las características de una epidemia, recién a partir del siglo XVIII. Casi todos los pensadores de aquel entonces la consideraron altamente nociva, sea para el cuerpo, sea para el espíritu o para ambos a la vez. Jean-Jacques Rousseau, luego de publicadas sus Confesiones, se convirtió en el primer pensador de renombre que admitió haberse masturbado, pero lo hizo con pesar, como pidiendo disculpas por haber abusado de sí mismo. Y el otro gran pensador del siglo de las luces, Immanuel Kant, se adhirió a la moda imperante con una crítica demoledora:
La voluptuosidad es contranatural cuando el hombre se ve excitado a ella, no por un objeto real, sino por una representación imaginaria del mismo, creándolo, por tanto, él mismo de forma contraria al fin. Porque ella produce entonces un apetito contrario al fin de la naturaleza, y ciertamente contrario a un fin todavía más importante que el del amor mismo a la vida, porque éste tiende sólo a la conservación del individuo, pero aquél a la conservación de la especie en su totalidad (Metafísica de las costumbres, segunda parte, parágrafo 7).
Kant deduce de lo anterior que la masturbación es más inmoral aún que el suicidio, pues en el suicidio
el rechazo altivo de sí mismo, de la vida como un lastre, no es al menos una débil entrega a los estímulos sensibles, sino que exige valor, y en él siempre hay lugar para el respeto por la humanidad en la propia persona; mientras que la total entrega a la inclinación animal convierte al hombre en una cosa de la que se puede gozar, pero también con ello en una cosa contraria a la naturaleza, es decir, en un objeto repulsivo, despojándose así de todo respeto por sí mismo[1].
Olvidémonos por ahora del problema del suicidio y centrémonos en el de la masturbación, mucho más sencillo como problema ético según mi parecer. Es evidente que lo que uno busca en la masturbación es placer sensitivo y, por tanto, esta manipulación carece de valor moral a los ojos de Kant y, considerada sólo así, también a los míos; pero habrá que meter en la bolsa del sexo solitario algunos otros considerandos para que la calificación moral del acto no peque de simplista. Por ejemplo, dice Kant que masturbarse es contrario al fin de la naturaleza, que "en la cohabitación de los sexos es la procreación, es decir, la conservación de la especie; por tanto, como mínimo, no se debe obrar contra este fin". Para mí ya es problemático el hecho de aceptar que cualquier acto que vaya contra la conservación de la especie humana sea inmoral de suyo, porque ¿serían inmorales aquellos actos que propiciasen una perfectibilidad tal del espíritu del hombre que terminasen provocando una ruptura entre la vieja especie humana y el nuevo superhombre, apurando la extinción de la primera? Y sin ir tan lejos en cuanto a especulaciones gratuitas, ¿puede alguien asegurar que utilizar preservativos en el acto sexual es ir en contra de la conservación de la especie y no utilizarlos es ir a favor? Aparte del tema del sida, que ya pondría en aprietos descomunales a un Kant contemporáneo que tuviese que optar entre copular sin forro con una enferma o masturbarse ("no hacer ninguna de las dos cosas", nos diría, y nosotros responderíamos: "Esa respuesta no viene al caso, señor: ¡No somos santos y estamos explotando de deseos!"); dejando de lado esta cuestión es muy posible, y en ocasiones parece hasta evidente, que en un mundo al borde de la superpoblación, quien se masturba o coge con forro hace más por la conservación de la especie humana que quien coge con el objetivo de reproducirse. Si somos pocos --como en la época en que Kant escribía-- es moralmente deseable reproducirse; si somos muchos --como en el siglo XXI-- no es moralmente deseable hacerlo. Pero ¿qué clase de normativa es ésta que cambia de acuerdo a meras consideraciones externas? Una normativa ética no puede cambiar nunca, no puede ser verdadera para un siglo y falsa para otro; luego, todas estas especulaciones relacionadas con la masturbación, el sexo por placer o el sexo reproductivo no entran, según mi punto de vista, en el terreno de la ética. El mismo Kant decía que hay que obrar siguiendo la máxima de que nuestras acciones puedan conformarse con una ley universal; y ¿qué sucedería si todos dejásemos de masturbarnos, y si todos los homosexuales buscasen mujeres para copular y lo hiciesen con el objetivo de reproducirse? Sucedería, amigo Emanuel, que la Tierra se volvería un infierno sobresaturado de gente que sobreviviría pisoteando a otra gente. Luego no hay motivos para decir que el sexo con fines reproductivos es más deseable que el sexo con fines hedonistas.
Y respecto de la masturbación, de ningún modo la estoy postulando como un acto ético. Los apetitos de la sensibilidad jamás podrán acceder a semejante rango; en esto coincido con Kant. Pero tampoco hay que demonizarla. En un mundo hambriento, comer en exceso manjares costosos es mucho más inmoral que masturbarse. Yo puedo compartir con un mendigo mi almuerzo en vez de desperdiciarlo dentro de mi estómago, mas no puedo compartir mi semen ni el placer que siento al eyacularlo.
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Martes 2 de octubre del 2007/4,25 p.m.
Este año he prestado particular atención a ciertas obras clásicas de varios de los representantes más ilustres de la denominada "filosofía moderna". Empecé descascarando la Teodicea de Leibniz, continúe con el Discurso sobre la desigualdad de Rousseau, hace unos días critiqué algunos conceptos vertidos por Spinoza en La reforma del entendimiento y ahora me ocuparé de Immanuel Kant, pero no de su Metafísica de las costumbres ayer citada sino de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres , libro que posee la virtud --rara en los trabajos kantianos-- de poder ser asimilado sin necesidad de romperse uno la cabeza tratando de comprender qué era lo que el autor pensaba mientras lo escribía. El estudio de la ética --que también absorbió buena parte de mi tiempo este año-- nunca estaría completo sin un repaso y un comentario de lo que Kant sostenía en este sentido.
El tratado de Kant comienza con las siguientes palabras:
Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. El entendimiento, el gracejo, el juicio, o como quieran llamarse los talentos del espíritu; el valor, la decisión, la perseverancia en los propósitos, como cualidades del temperamento, son, sin duda, en muchos respectos, buenos y deseables; pero también pueden llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad que ha de hacer uso de estos dones de la naturaleza, y cuya peculiar constitución se llama por eso carácter, no es buena.
En esto coincido con Kant, sólo que yo llamo virtudes cardinales a los valores a través de los cuales una buena voluntad se manifiesta, y mis virtudes relativas o temperamentales equivalen a sus talentos del espíritu y a sus cualidades del temperamento (ver anotaciones del 16/8/7). Continúo el párrafo en donde lo dejé:
Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la riqueza, la honra, la salud misma y la completa satisfacción y el contento del propio estado, bajo el nombre de felicidad, dan valor, y tras él, a veces arrogancia, si no existe una buena voluntad que rectifique y acomode a un fin universal el influjo de esa felicidad y con él el principio todo de la acción.
Este pasaje no es tan claro como el anterior, pero viene a significar que por muchos dones de la fortuna que poseamos, si no disponemos de una buena voluntad no podremos nunca ser dignos de la felicidad que disfrutamos, y, a la vez, si no somos dignos de ser felices, no podremos aspirar a la verdadera felicidad, a la felicidad beatífica.
Ahora comienzan las desavenencias. La buena voluntad, afirma el pensador de Königsberg en las páginas 28 y 29,
no es buena por lo que efectúe o realice [...]; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma. Considerada por sí misma, es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos verificar en provecho o gracia de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones. Aun cuando [...] le faltase por completo a esa voluntad la facultad de sacar adelante su propósito; si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena voluntad --no desde luego como un mero deseo, sino como el acopio de todos los medios que están en nuestro poder--, sería esa buena voluntad como una joya brillante por sí misma, como algo que en sí mismo posee su pleno valor. La utilidad o la esterilidad no pueden ni añadir ni quitar nada a ese valor.
Comparto plenamente la metáfora kantiana de la joya que brilla por sí misma: quien intenta rescatar a un náufrago y no lo logra, no por eso dejará de ser una buena persona. Pero a Kant le interesa mucho más la buena voluntad del rescatista que el rescate propiamente dicho y a mí al revés: si es deseable que haya hombres de buena voluntad, lo es en función de la capacidad que presentan para influir en el mundo y mejorarlo, por más que en algún caso puntual no logren hacerlo.
La buena voluntad está, según Kant, por encima de los hechos, pero por debajo del factor que la posibilita:
Una acción hecha por deber tiene su valor moral, no en el propósito que por medio de ella se quiera alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta (p. 37).
Actuar por deber es, para mí, actuar intuitivamente, sin estar acicateada la voluntad ni por los instintos, ni por los memes, ni por la razón. Aclarado esto, yo digo que el valor ético de una acción hecha por deber está, fundamentalmente, en la acción misma y en los efectos que producirá, y normativamente en lo que Dios se propuso al realizarla, no en el propósito del agente que la realiza, que puede presentarse ambiguo en su conciencia o incluso inexistente. No existen máximas regidoras del deber tal como Kant suponía, o si existen, existen en la mente de Dios y no pueden traducirse a ninguno a nuestros idiomas concientes. "El deber es la necesidad de una acción por respeto la ley" (p. 38). Pero a una ley divina de la que nosotros no tenemos noticias y que parece cambiar de acuerdo a determinadas circunstancias involucradas en el hecho.
Una acción realizada por deber tiene que excluir por completo el influjo de la inclinación, y con ésta todo objeto de la voluntad; no queda, pues, otra cosa que pueda determinar la voluntad, si no es, objetivamente, la ley y, subjetivamente, el respeto puro a esa ley práctica, y, por tanto, la máxima de obedecer siempre a esa ley, aun con perjuicio de todas mis inclinaciones (p. 39).
Una acción realizada por deber excluye tanto el influjo de las inclinaciones instintivas y meméticas como así también el influjo de la razón. Esto me diferencia de Kant. Él creía que la razón pura era capaz de descubrir un principio a priori --no basado en la experiencia-- que diera cuenta de una ley regidora de las acciones morales, una ley perfectamente discernible para el intelecto humano y que sugiere lo siguiente:
Yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal (p. 41).
Así de fácil es, según Kant, determinar racionalmente cuándo una acción se realiza a favor del deber y cuándo en contra (pero no es tan sencillo determinar si una acción que se realiza a favor del deber es consecuencia de una buena voluntad o de una inclinación que circunstancialmente coincide con el deber). El ejemplo que da clarifica el punto a más no poder: "¿Me es lícito, cuando me hallo apurado, hacer una promesa con el propósito de no cumplirla?" (p. 41). La interrogación versa sobre "si es conforme al deber hacer una falsa promesa". Guiándose por su inapelable hallazgo racional, deduce Kant que de ningún modo es conforme al deber, pues
¿me daría yo por satisfecho si mi máxima --salir de apuros por medio de una promesa mentirosa-- debiese valer como ley universal tanto para mí como para los demás? ¿Podría yo decirme a mí mismo: cada cual puede hacer una promesa falsa cuando se halla en un apuro del que no puede salir de otro modo? Y bien pronto me convenzo de que, si bien puedo querer la mentira, no puedo querer, empero, una ley universal del mentir (p. 42).
Pero ¿qué es una ley universal? Tomada en un sentido jurídico –que es el que Kant utiliza--, es un dictamen que impele a realizar o no realizar determinadas acciones a todos los individuos a que concierna --en este caso, a todos los seres racionales-- en todo tiempo, lugar y circunstancia. O sea que, según Kant, es absolutamente imposible que alguien haga o haya hecho alguna vez alguna falsa promesa impulsado por el deber. Puede que así sea, pero a mí me parece que existen situaciones en las que hay que mentir por deber, y hasta matar o incluso torturar por deber[2]. Estos casos, de acuerdo a su principio objetivo del querer, no pueden tomarse como generados por una buena voluntad. Yo no dudo de que, generalmente hablando, es nuestro deber decir la verdad siempre y en todo lugar, pero decirle a Hitler en dónde se hallan escondidos unos judíos, por muy verdad que sea, es un acto canallesco. Se me dirá que la máxima a cumplimentar es la de no mentir y no la de decir la verdad siempre; lo concedo. Pero el principio kantiano siempre presentará problemas de interpretación que aparecerán como irresolubles excepto en aquellos casos en que la actitud correcta salta a la vista, y entonces ¿para qué nos sirve? Lo más prudente, cuando aparece un caso conflictivo, es suspender el juicio y abandonarse a la intuición --si es que somos lo bastante buenos como para vivenciarla[3].
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Miércoles 3 de octubre del 2007/4,33 p.m.
Dice Kant que
una teoría de la moralidad que esté mezclada y compuesta de resortes sacados de los sentimientos y de las inclinaciones, y al mismo tiempo de conceptos racionales, tiene que dejar el ánimo oscilante entre causas determinantes diversas, irreductibles a un principio y que pueden conducir al bien sólo por modo contingente y a veces determinar el mal (Fundamentación de la metafísica de las costumbres, p. 57).
Esta crítica me pega en pleno rostro, porque yo coincidía con Schopenhauer en que la ética se fundamenta en la compasión, no comprendiendo que el sentimiento compasivo no es más que un presagio del deber, de ningún modo es el causante de nuestro accionar virtuoso. Asimismo, dije hace poco que de las cuatro virtudes cardinales, la de mayor importancia era la bondad inteligentemente activa, pero no en el sentido de que tal virtud determine acciones partiendo de una emoción como la compasión o la simpatía --emociones características del hombre bueno-- sino de la bondad como predisposición psicológica. Y lo mismo para las otras virtudes: tanto la veracidad como el esteticismo centrífugo y la humildad, son entidades psicológicas que, cuando se manifiestan en forma pura, determinan indefectiblemente acciones deseables en sentido ético[4]. Pero si estas entidades psicológicas, cuando determinan acciones, apuntan hacia el bien general y no hacia el bienestar individual, ¿no están violando mi principio eudemónico fundamental, el que dice que todos los actos motivados por la razón conllevan la finalidad conciente o inconciente de beneficiar sólo al individuo que los ejecuta? Pareciera que sí; y es entonces que me veo en la obligación de rejerarquizar a las entidades rectoras de las virtudes cardinales: son predisposiciones metapsicológicas. No son hijas de la razón sino que hacen de nexo entre la razón y la intuición, habiendo surgido de la última. Cuando actuamos por deber, pues, podemos hacerlo empujados por la intuición, que no depende en absoluto de ninguna elaboración lógica, o empujados por una metarrazón, que tampoco depende de un proceso lógico pero que se manifiesta en nuestra conciencia como un desprendimiento de un principio perfectamente claro a nuestro entendimiento. Así, cuando actuamos motivados por nuestra bondad inteligentemente activa, sospechamos que somos buenos, sin importar las emociones que nos embargan al realizar el acto, si que se presentan, y lo mismo sospechamos que somos humildes cuando nos motiva la humildad o que somos artistas cuando el esteticismo centrífugo se nos impone. Con la veracidad, en cambio, no hay sospecha sino total certidumbre: decimos la verdad y sabemos que la decimos, porque no se trata de la verdad objetiva sino de la subjetiva, de lo que nosotros creemos que es verdadero. (Nótese que hay más virtud en ser veraz que en decir verdades objetivas --y esto es porque la veracidad, a la larga, atrae, de misterioso modo, las verdades objetivas hacia nuestra conciencia.)
Según Kant, todos los conceptos que él llama morales y yo llamo éticos "tienen su asiento y origen, completamente a priori, en la razón", y "no pueden ser abstraídos de ningún conocimiento empírico" (p. 57). Para mí, los conceptos éticos representados por mis cuatro virtudes cardinales más la humildad aparecen a priori en nuestra mente, o sea que no derivan de la empiria sino de la intuición metafísica. Esto es prácticamente lo mismo que dice Kant, pero él prefiere llamar "razón" a lo que yo llamo intuición metafísica. Yo entiendo que la razón trabaja de tres modos: a) en el terreno ético y metafísico, partiendo de premisas obtenidas por intuición, b) en el terreno lógico y matemático, partiendo de premisas obtenidas de sí misma, y c) en todos los demás órdenes, partiendo de premisas obtenidas de la experiencia. Como Kant no cree en la intuición metafísica tal y como yo la expongo, tengo que concluir que supone que los conceptos éticos aparecen en nuestra conciencia como aparecen los conceptos de la lógica y la matemática. Esta idea, según estimo, sin llegar a ser correcta se aproxima mucho más a la verdad que aquella otra de los empiristas duros y de los relativistas que afirman que la ética se deduce de lo que se observa y se ha observado que hace la gente a través de las diferentes culturas que van pasando por el mundo, es decir, que lo que yo llamo ética se reduce a lo que yo llamo moral. Si la ética deriva de lo que observamos, y visto que se observan comportamientos de lo más dispares entre razas y civilizaciones aisladas en tiempo o espacio, entonces la supuesta objetividad de sus leyes es ficticia y no existen los comportamientos buenos o los comportamientos malos propiamente dichos. Para evitar esto es menester derivar los conceptos éticos de un único parámetro y no de sentimientos, razonamientos hijos del sensorio y experimentos que posibilitarán la confusión y el obnubilamiento. Kant los deriva de la razón pura, yo de la intuición, y por eso nos mantenemos a salvo.
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Jueves 4 de octubre del 2007/6,49 p.m.
La voluntad humana puede tomar interés en algo, sin por ello obrar por interés. Lo primero significa el interés práctico en la acción; lo segundo, el interés patológico en el objeto de la acción. Lo primero demuestra que depende la voluntad de principios de la razón en sí misma; lo segundo, de los principios de la razón respecto de la inclinación, pues en efecto, la razón no hace más que dar la regla práctica de cómo podrá subvenirse a la exigencia de la inclinación. En el primer caso me interesa la acción; en el segundo el objeto de la acción (en cuanto me es agradable)
Kant, op. cit., pp. 60-1.
Coincido plenamente hasta el final de la segunda oración. Se puede tomar interés en algo sin por eso estar obrando por interés. Tomamos interés en un acto por el hecho mismo de practicarlo cuando decimos nuestras verdades impulsados por la virtud de la veracidad, cuando auxiliamos a un ser que sufre impulsados por la virtud de la bondad o cuando creamos una obra de arte impulsados por la virtud esteticista (se puede decir la verdad, ayudar a un doliente o crear arte impulsados por motivos ajenos a las virtudes cardinales, pero en estos casos ya estamos obrando por interés). Pero estas desinteresadas tomas de interés no surgen en mi opinión de principios de la razón en sí sino, como ya se dijo, de principios intuitivos, metapsicológicos. La razón en sí misma, sin ayuda de la intuición, no puede dejar de obrar por interés. Si se libra de las inclinaciones instintivas y meméticas, obrará por interés propio; si es interceptada por un instinto que la eclipsa, obrará por interés de la especie o grupo específico; si es coloreada por la fuerza de los memes, obrará por interés cultural, por dejar algo no genético a las generaciones que la sucedan. Y este tomar interés característico de las acciones realizadas por deber no conlleva nunca, ni en las voluntades santas ni en las no santas, un resabio de desagrado, por más que en las últimas choque contra las propias inclinaciones. El conflicto, en las voluntades imperfectas, se presenta, pero la sensación de desagrado se produce si contrariamos la toma de interés en beneficio de las bajas inclinaciones y no al revés como Kant suponía (esto ya lo hablé hace poco, en mis anotaciones del 8/6/7). "Una voluntad perfectamente buena hallaríase --aclara en la p. 61-- igualmente bajo leyes objetivas (del bien); pero no podría representarse como constreñida por ellas a las acciones conformes a la ley, porque por sí misma, conforme su constitución subjetiva, podría ser determinada por la sola representación del bien. De aquí que para la voluntad divina y, en general, para una voluntad santa no valgan los imperativos: el «debe ser» no tiene aquí lugar adecuado, porque el querer ya de suyo coincide necesariamente con la ley". Esto es acertadísimo en el sentido de que los santos hacen el bien sin deliberación, sin conflicto de intereses: todas sus inclinaciones, tanto las intuitivas como las racionales, instintivas y meméticas, apuntan en la misma dirección y sentido, o se declaran inexistentes, sin peso específico en lo que hace a una determinada situación (esto puede suceder con sus instintos y/o con sus memes, y en contados casos con sus razones; las intuiciones nunca desaparecen en una voluntad santa en tanto que tal). El constreñimiento ético en las voluntades imperfectas existe, no lo niego, pero la sensación de desagrado que acompaña el pensamiento de estar a punto de actuar en contra del interés psicológico se prolonga solamente hasta que la deliberación finaliza y el acto se consuma. Si se consuma en favor del deber, hay una sensación de desahogo completamente agradable que contrasta notablemente con la primera, independientemente de que por causas inherentes al acto ejecutado se produzcan otro tipo de sensaciones desagradables (fisiológicas o psicológicas). Y si el deber no se cumple por haber sido eclipsado por algún tipo de interés, el constreñimiento también desaparece, pero no transformado en desahogo sino en remordimiento, y más remordimientos cuanto más pareja haya sido la disputa, esto es, cuanto mejor se haya vivenciado la intuición derrotada.
Es Kant de la opinión que una voluntad imperfecta que cumple con su deber es infeliz antes de cumplirlo y en el momento de hacerlo. Yo entiendo que sólo es infeliz mientras se decide a obrar moral o inmoralmente, y que el cumplimiento del deber es, en sí mismo, harto satisfactorio[5].
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Viernes 5 de octubre del 2007/3,56 p.m.
Si la razón por sí sola determina la conducta, ha de hacerlo necesariamente a priori.
Kant, op. cit., p.81
Yo digo que no, que la razón por sí sola sólo puede trabajar a priori en el campo de la matemática y la lógica --de la lógica pura, no aplicada--, y que si quiere determinar deberes debe subordinarse a las predisposiciones metapsicológicas nacidas por intuición (virtudes cardinales). "Fácilmente puede cualquiera, por medio del más mínimo ensayo de su razón [...] convencerse de cuánto obscurece la moralidad todo lo que aparece a las inclinaciones como excitante" (p. 80). Lo que no acepta Kant es el hecho de que la misma razón inclina y excita, y no siempre para el lado correcto. Hay un fin, dice desde las pp. 63-4,
que puede presuponerse real en todos los seres racionales [...]; hay un propósito que no sólo pueden tener, sino que puede presuponerse con seguridad que todos tienen, por una necesidad natural, y este es el propósito de la felicidad. El imperativo hipotético que representa la necesidad práctica de la acción como medio para fomentar la felicidad es asertórico. No es lícito presentarlo como necesario sólo para un propósito incierto y meramente posible, sino para un propósito que podemos suponer de seguro y a priori en todo hombre, porque pertenece a su esencia. [...] el imperativo que se refiere a la elección de los medios para la propia felicidad, [...] es hipotético; la acción no es mandada en absoluto, sino como simple medio para otro propósito.
Esto es lo que sucede siempre cuando la razón opera por sí misma, sin coacciones intuitivas, instintivas o meméticas: busca la felicidad (yo diría mejor: busca el bienestar o la evitación del malestar) del individuo que la utiliza. Continúa Kant a párrafo seguido:
Por último, hay un imperativo que, sin poner como condición ningún propósito a obtener por cierta conducta, manda esa conducta inmediatamente. El imperativo es categórico. No se refiere a la materia de la acción y a lo que de ésta ha de suceder, sino a la forma y al principio de donde eso sucede, y lo esencialmente bueno de la acción consiste en el ánimo que a ella se lleva, sea el éxito el que fuere. Este imperativo puede llamarse el de la moralidad.
Yo lo llamaría mejor el imperativo de la ética (pues la moral para mí es relativa), y lo situaría fuera de la razón precisamente porque la razón, cuando se aboca a determinar la propia conducta, es en esencia y a priori eudemónica o hedónica y egoísta, y el deber nada tiene que ver, en principio, con el hedonismo y el eudemonismo individuales.
5,45 p. m.
Pero la felicidad, al fin y al cabo, siempre termina emparentándose con la ética.
En realidad, dice Kant en las pp. 30-1,
encontramos que cuanto más se preocupa una razón cultivada del propósito de gozar la vida y alcanzar la felicidad, tanto más el hombre se aleja de la verdadera satisfacción; por lo cual muchos, y precisamente los más experimentados en el uso de la razón, acaban por sentir [...] cierto grado de misología u odio a la razón, porque, computando todas las ventajas que sacan, no digo ya de la invención de las artes todas del lujo vulgar, sino incluso de las ciencias --que al fin y al cabo aparécenles como un lujo del entendimiento--, encuentran, sin embargo, que se han echado encima más penas y dolores que felicidad hayan podido ganar, y más bien envidian que desprecian al hombre vulgar, que está más propicio a la dirección del mero instinto natural y no consiente a su razón que ejerza gran influencia en su hacer u omitir.
Yo no creo que el hombre vulgar sea más dichoso que el hombre ilustrado, pues el ilustrado posee la ventaja de buscar, por medio de la razón, su propio bienestar --aunque a veces lo busque por donde no le conviene--, mientras que el hombre vulgar se deja guiar por sus instintos, y los instintos buscan el bienestar de la especie y no el del individuo. La razón de que muchos hombres ilustrados añoren el estado de salvajismo radica en que los hombres semicivilizados, al ser menos concientes de su entorno y de sí mismos, sufren menos que los civilizados. Pero hay que tener en cuenta que también gozan menos, así que no creo que sea positivo retrotraernos a las cavernas. La razón humana, dentro de sus limitaciones, ha hecho bastante por acercar la felicidad al mundo, sólo que Kant no quiere admitirlo porque, según él, la razón está para cosas mayores:
Hay que confesar que el juicio de los que rebajan mucho y hasta declaran inferiores a cero los rimbombantes encomios de los grandes provechos que la razón nos ha de proporcionar para el negocio de la felicidad y satisfacción en la vida, no es un juicio de hombres entristecidos o desagradecidos a las bondades del gobierno del universo[6]; que en esos tales juicios está implícita la idea de otro y mucho más digno propósito y fin de la existencia, para el cual, no para la felicidad, está destinada propiamente la razón; y ante ese fin, como suprema condición, deben inclinarse casi todos los peculiares fines del hombre (p. 31).
Ese fin
tiene que ser el de producir una voluntad buena, no en tal o cual respecto, como medio, sino buena en sí misma, cosa para lo cual era la razón necesaria absolutamente, si es así que la naturaleza en su distribución de las disposiciones ha procedido por doquiera con un sentido de finalidad (p. 32).
No tiene por qué haber necesariamente involucrada una razón para que haya teleología; o mejor sí, pero la teleología implícita en los imperativos categóricos es de origen divino: es de la razón de Dios de donde surgen. Y estos razonamientos divinos, a la postre, terminan abonando el objetivo que en un principio parecían desdeñar:
La razón, que reconoce su destino práctico supremo en la fundación de una voluntad buena, no puede sentir en el cumplimiento de tal propósito más que una satisfacción de especie peculiar, a saber, la que nace de la realización de un fin que sólo la razón determina, aunque eso tenga que ir unido a algún quebranto para los fines de la inclinación (p. 32).
Es más probable, dice Kant, que seamos más felices haciendo el bien y pasando hambre y frío, que buscando nuestro propio provecho siempre, alimentados y vestidos como reyes. El santo es el individuo más feliz porque, haciendo el bien, ni se entera de que existe algo como el hambre y el frío, pero el individuo imperfecto que hace el bien por deber también accede a la felicidad, una felicidad matizada por el dolor de la sensibilidad y el orgullo contrariados pero más meritoria aún que la del santo si hemos de creerle a Kant:
Ser benéfico en cuanto se puede es un deber; pero, además, hay muchas almas tan llenas de conmiseración, que encuentran un placer íntimo en distribuir la alegría en torno suyo, sin que ha ello les impulse ningún movimiento de vanidad o de provecho propio, y que pueden regocijarse del provecho de los demás, en cuanto que es su obra. Pero yo sostengo que, en tal caso, semejantes actos, por muy conformes que sean al deber, por muy dignos de amor que sean, no tienen, sin embargo, un valor moral verdadero.
Pero supongamos que el ánimo de ese filántropo está envuelto en las nubes de un propio dolor, que apaga en él toda conmiseración por la suerte del prójimo; [...] si entonces, cuando ninguna inclinación le empuja a ello, sabe desasirse de esa mortal insensibilidad y realiza la acción benéfica sin inclinación alguna, sólo por deber, entonces, y sólo entonces, posee esta acción su verdadero valor moral. Pero hay más aún: un hombre a quien la naturaleza haya puesto en el corazón poca simpatía; un hombre que [...] fuese de temperamento frío e indiferente a los dolores ajenos, acaso porque él mismo acepta los suyos con el don peculiar de la paciencia y fuerza de resistencia, y supone estas mismas cualidades, o hasta las exige, igualmente en los demás; un hombre como éste [...], ¿no encontraría, sin embargo, en sí mismo cierto germen capaz de darle un valor mucho más alto que el que pueda derivarse de un temperamento bueno? ¡Es claro que sí! Precisamente en ello estriba el valor del carácter moral, del carácter que, sin comparación, es el supremo: en hacer el bien, no por inclinación, sino por deber" (pp. 34 a 36).
No puedo evitar ver aquí el autorretrato de quien, por deber y no por gusto, se apartó del mundo para dedicarse con todas sus fuerzas a pensar y a escribir la buena nueva que iluminaría el espíritu de los hombres. ¿Y has sido feliz, Emanuel, así, encerrado en tu propio mundo intelectual, dialogando sólo con conceptos, acariciando sólo máximas y preceptos sin nadie que te acaricie? Ojalá que sí. Yo voy por parecido camino y la felicidad no se me aparece, sin duda porque aún mis inclinaciones no me permiten cumplir acabadamente con mi deber.
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Sábado 6 de octubre del 2007/11,55 a.m.
El deber, según Kant, no está en absoluto relacionado con el temperamento de cada individuo. Es éste uno de los aspectos más controvertidos de la ética kantiana, y Ortega y Gasset hizo muy bien en levantar su voz de protesta en este sentido:
No, no; el deber no es único y genérico. Cada cual traemos el nuestro inalienable y exclusivo. Para regir mi conducta Kant me ofrece un criterio: que quiera siempre lo que cualquier otro puede querer. Pero esto vacía el ideal, lo convierte en un mascarón jurídico y en una careta de facciones mostrencas. Yo no puedo querer plenamente sino lo que en mí brota como apetencia de toda mi individual persona. [...] No midamos, pues, a cada cual sino consigo mismo: lo que es como realidad con lo que es como proyecto. «Llega a ser el que eres». He ahí el justo imperativo ("Estética en el tranvía", 1916, ensayo que figura en El espectador, tomo I, pp. 67-8).
Decía Kant que no interesa demasiado el hecho de que el imperativo categórico se haya o no puesto en práctica en este mundo alguna vez[7], pero ¿cómo no va a interesar? ¿De qué sirve que haya un deber que cumplir si nadie lo cumple? Lo que pasa es que Kant situaba el imperativo categórico en un escalafón tan alto, que lo hacía parecer utópico, y eso era porque al negar dignidad moral a lo que hacemos por inclinación, en realidad no queda nada por hacer, pues hasta las mismas intuiciones generan un impulso, un deseo de llevarlas a la práctica que es lo que en definitiva posibilita que las realicemos, pues la voluntad humana, lo mismo que cualquier otra voluntad, sólo se mueve a través del combustible del deseo. Este deseo intuitivo no es, desde luego, emotivo, porque las emociones no determinan comportamientos (aunque suelen aparecer anexadas al deseo y como incentivándolo), pero tampoco es racional como era la opinión del alemán. Es un deseo y nada más. No puede deducirse de máximas o principios. Tampoco --y en esto acierta Kant-- puede deducirse de la experiencia, pero esto no invalida la idea de que cada ser humano, de acuerdo a su particular inclinación temperamental, prepara inconcientemente sus propios deberes, muy distintos de los deberes de su vecino pero igual de valiosos, porque sería inútil encarpetar deberes que nunca se plasmarán, y la ética es, por mucho que Kant reniegue, utilidad. Ya se cumplen por estos días diez años de la redacción de mi estudio sobre la perfección temperamental; es ahí en donde aboné la opinión de que hay personas que nacieron para la santidad, para brindar amor, pero que hay otras que nacieron para la sabiduría y otras para la revolución, y no hay menos provecho para el mundo en el hecho de ser revolucionario (según mi propio concepto, no el general) que en el de llegar a la santidad o a la sabiduría. El verdadero error consistiría en querer ser santo sin tener "pasta" para ello, o en querer modificar las estructuras del mundo en que uno se mueve siendo uno una persona netamente introvertida. Esos errores aparecen cuando se deducen los deberes de razones a priori, uniformizándose como si todos tuviésemos el mismo rol que cumplir para que todo funcione como corresponde. ¡No, no --grito con Ortega--; el deber no es único y genérico! No argumentemos para saber qué es lo que tenemos que hacer. Empecemos por llevar adelante, a gruesos trazos, el proyecto de hombre que todos nosotros llevamos dentro[8], que después, ya bien encaminados, los impulsos intuitivos aparecerán por sorpresa y nos dirán al oído lo que al mundo, y no a nosotros, le conviene que hagamos. Será, de seguro, algo que vaya para el mismo lado que nuestras inclinaciones temperamentales, aunque también de seguro irá en contra de otras inclinaciones que tengamos, más rastreras, carnales quizá, orgullosas tal vez. Lo concreto es que somos más parecidos a la torre de Pisa que al Obelisco: podemos mantenernos de pie, sin caer jamás, pero siempre nos verán inclinados[9].
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Domingo 7 de octubre del 2007/11,37 a.m.
... Así hay que entender, sin duda alguna, los pasajes de la Escritura en donde se ordena que amemos al prójimo, incluso al enemigo. En efecto, el amor, como inclinación, no puede ser mandado; pero hacer el bien por deber, aun cuando ninguna inclinación empuje a ello y hasta se oponga una aversión natural e invencible, es amor práctico y no patológico, amor que tiene su asiento en la voluntad y no en una tendencia de la sensación, que se funda en principios de la acción y no en tierna compasión, y éste es el único que puede ser ordenado.
Kant, op. cit., p.37
Es verdad que el deber no es único y genérico y que el criterio moral que Kant centraliza en su famoso apotegma del obrar conforme a una ley universal no es tan universal como él creía, pero esto no significa en absoluto que haya que desechar los principios racionales a la hora de tomar una resolución ética. Decía Thoreau que no podía sentir compasión por los peces, y al serle imposible el compadecerlos, se los comía sin ningún cargo de conciencia[10]. Aquí vemos claramente cómo la moral rigorista y desapasionada de Kant es, sin ser perfecta, mucho más clarividente que la ética que se fundamenta en sentimientos. Si vamos a poner todo nuestro empeño en obrar conforme a la ética, no podemos esperar, para ello, que la compasión nos asalte y nos indique los caminos, porque la compasión, si bien es un indicio bastante fiable y una señal que no conviene soslayar, no siempre se presenta en tiempo y forma, y a ciertos individuos de temperamento poco amable no se les presenta casi nunca --como era el caso, seguramente, del propio Immanuel Kant. Y nada mejor que este pasaje del sermón de la montaña que Kant trae a colación para clarificar el asunto. Nadie que no sea un santo, es decir, que no posea un temperamento de tendencia viscerotónica muy equilibrado, puede ser capaz de sentir simpatía por sus enemigos. Podrá sentir, en determinados casos, compasión por ellos, pero nunca simpatía. ¿Significa esto que la regla cristiana que más de lleno se opone a la moral hebrea es impracticable, como es la opinión de un sinnúmero de moralistas (moralistas en el sentido de personas que estudian la moral)? En absoluto. Como dice Kant, es ilógico que una regla o un ser humano, o un dios, nos ordene amar, porque nuestra conciencia no gobierna nuestros sentimientos. Lo que sí se nos puede ordenar es que utilicemos nuestra bondad inteligentemente activa --la bondad no es un sentimiento, como el amor, ni es una emoción como la compasión o la simpatía, sino una predisposición metapsicológica--, que la utilicemos en provecho de nuestros enemigos de acuerdo a la propia inclinación temperamental. Así, los que tiendan a la santidad sentirán amor por ellos y procurarán contagiarles ese sentimiento, mientras que los que tiendan al heroísmo revolucionario, sin sentirse en infracción por no poder amarlos, volcarán todas sus energías en auxiliarlos, y los que tiendan a la sabiduría procurarán persuadirlos con palabras de que hacer el bien de vez en cuando no es tan displacentero como suponen. Y no es que haya equivocado aquí los términos para dirigirme al hombre malo y no al enemigo: aquellos que rozan la sabiduría --lo mismo que quienes rozan la santidad o el heroísmo-- tienen por enemigos únicamente a los hombres malos.
Pero guarda el hilo, porque si bien considero a esta máxima cristiana como desprendida de una intuición intelectual y por lo tanto esencialmente correcta, ya se ha dicho que las intuiciones, por sí mismas, no son racionalizables en el sentido de que puedan traducirse a un principio rector o ley sin perder en esta transmutación parte de su absolutez. Lo que quiero decir es que tal principio no debe ser aplicado mecánicamente ante cada situación que lo amerite; el detonante de nuestro accionar ético, como siempre, ha de ser el impulso intuitivo, ese deseo sui generis que nos coacciona (o, con más probabilidad, nos coerciona, pues me sigue pareciendo más verosímil esta modalidad utilizada por el demonio socrático, la disuasión ética, que su acompañante la persuasión, aunque no descarto tajantemente a esta última) como sabiendo más de lo que la razón conoce. Vemos así que los partidarios del sentimiento ético tampoco estaban errados del todo: éticamente se actúa, en última instancia, siempre gatillados por un sentimiento, o mejor dicho por un pre-sentimiento que nos indica qué resolución adoptar en cada caso particular. Pero este presentimiento, en primer lugar, no se manifiesta como una emoción primaria, la cual puede aparecer, sin duda, conjuntamente con él, pero seguir la emoción sin haberse presentado el impulso intuitivo es errar el camino. Y en segundo lugar, no crea el lector que ante cada resolución que se nos presenta en nuestra cotidianeidad ha de aparecer este impulso intuitivo. Se presenta en las decisiones críticas, fundamentales de nuestra vida y sólo cuando nuestra voluntad está como desconcertada y sin saber de dónde agarrarse. En los otros casos, es decir en el 99% de nuestras diarias decisiones, conviene hacer sencillamente lo que nos viene en gana. ¿Libertinaje? Nada de eso. Las intuiciones, como los impulsos, podrán aparecer muy de vez en cuando, pero permanecen todo el tiempo en nuestra conciencia sosteniendo aquellos principios rectores que, merced a ese sostén metafísicamente frío, marcan el rumbo general de la conducta diaria de aquellos hombres que ansían elevarse. Estos principios racionales pero de base intuitiva son como el piloto automático de la ética: en situaciones normales, es bueno relajarse y dejar todo en manos de la computadora de a bordo, pero ningún aeronavegante cuerdo, ante un aterrizaje de emergencia, dejaría de guiar la nave con sus propias manos.
o o o
Miércoles 10 de octubre del 2007/7,22 p. m.
Todos los hombres se piensan libres en cuanto a la voluntad. Por eso los juicios recaen sobre las acciones consideradas como hubieran debido ocurrir, aun cuando no hayan ocurrido. Sin embargo, esta libertad no es un concepto de experiencia [...]. Por otra parte, es igualmente necesario que todo cuanto ocurre esté determinado indefectiblemente por leyes naturales, y esta necesidad natural no es tampoco un concepto de experiencia, justamente porque en ella reside el concepto de necesidad y, por tanto, de un conocimiento a priori. Pero este concepto de naturaleza es confirmado por la experiencia y debe ser inevitablemente supuesto, si ha de ser posible la experiencia, esto es, el conocimiento de los objetos de los sentidos, compuesto según leyes universales.
Kant, op. cit., p.125
Estamos por asistir al segundo gran intento de conciliación --el primero fue el de Leibniz-- entre los conceptos de necesidad y libre albedrío. Leibniz intentó conciliar la libertad de la voluntad con el principio de razón suficiente, principio éste que Kant troca por el de causalidad, pero nada cambia, pues el primero es el armazón lógico, teórico, del segundo. Comienza Kant admitiendo que la necesidad natural es confirmada por la experiencia, mientras que la libertad "es sólo una idea de la razón, cuya realidad objetiva es en sí misma dudosa" (p.125). Entiende Kant por "idea de la razón" un concepto que no es deducido o inducido a través de la experiencia. También la causalidad es una idea de la razón, pero confirmada por la experiencia, lo que no sucede con la libertad. (Las ideas que se toman de la experiencia son para él conceptos del entendimiento y nada tienen que ver con la razón.) Pero los hombres, dice Kant, se piensan libres (yo diría mejor que se sienten libres, pues todos sentimos eso, incluso los que no creemos en el libre albedrío), y entonces nace
una dialéctica de la razón, porque, con respecto a la voluntad, la libertad que se le atribuye parece estar en contradicción con la necesidad natural; y en tal encrucijada, la razón, desde el punto de vista especulativo, halla el camino de la necesidad natural mucho más llano y practicable que el de la libertad; pero desde el punto de vista práctico es el sendero de la libertad el único por el cual es posible hacer uso de la razón en nuestras acciones y omisiones [es decir, tomar decisiones prescindiendo de toda experiencia particular, cultural o genética]; por lo cual ni la filosofía más sutil ni la razón común del hombre pueden nunca excluir la libertad. Hay, pues, que suponer que entre la libertad y necesidad natural de unas y las mismas acciones humanas no existe verdadera contradicción; porque no cabe suprimir ni el concepto de naturaleza ni el concepto de libertad (pp. 125-6).
No alcanzo a discernir por qué "ni la filosofía más sutil" puede nunca excluir el concepto de libertad. Basta con negar, al mismo tiempo, que la razón tenga la capacidad de trabajar a priori, esto es, sin valerse de la experiencia como primer escalón, y que la intuición metafísica exista. Negando estos dos postulados, no existe impedimento lógico alguno que impida negar la existencia del libre albedrío. Muchos empiristas del siglo XIX procedieron así. ¡Y no me digan que la filosofía de esta gente tiene algo de sutil!
Pero Kant se da cuenta muy rápidamente de que cometió un exabrupto y retrotrae a la categoría de cuerdos a los deterministas:
Es imposible evitar esa contradicción si el sujeto que se figura libre se piensa en el mismo sentido o en la misma relación cuando se siente libre que cuando se sabe sometido a la ley natural, con respecto a una y la misma acción (p.126).
El hombre que actúa motivado por el deber, según Kant, no se mueve debido a causas antecedentes, sino que lo hace merced a principios de conducta que la razón extrae a priori de sí misma, y entonces estos movimientos quedan excluidos de las leyes del mundo físico en el sentido de que no son originados por ellas, aunque debo suponer que los efectos de ese supuesto accionar libre sí hay que tomarlos como pertenecientes al mundo físico y obedientes de sus leyes en el sentido de que, a partir de ellos, se inician nuevas cadenas causales completamente deterministas. Todo acto libre inicia una espontánea serie causal; todos tenemos, en potencia, la capacidad de crear algo de la nada --de la nada sensitiva. Kant es partidario del politeísmo; aún más: del hiperteísmo.
Después pretende argumentar en favor de la existencia del libre albedrío en base a que no tiene sentido que nuestra razón nos tome por idiotas: dice que la libertad y la causalidad
no sólo pueden muy bien compadecerse, sino que deben pensarse también como necesariamente unidas en el mismo sujeto; porque, si no, no podría indicarse fundamento alguno de por qué íbamos a cargar la razón con una idea que, si bien se une sin contradicción a otra suficientemente establecida, sin embargo, nos enreda en un asunto por el cual la razón se ve reducida a grande estrechez en su uso teórico (pp. 126-7).
A mí me parece que el libre albedrío, antes que un concepto, es una sensación que todos los seres racionales vivenciamos. Después algunos --casi todos-- deducen de tal sensación el concepto, o sea que lo deducen a posteriori, valiéndose de la experiencia; pero la razón, según Kant, no puede trabajar así: las deducciones a posteriori son cosa del entendimiento, la razón se mueve a priori. Luego el libre albedrío no es, en el esquema kantiano, una idea de la razón. Pero supongamos que no, que el libre albedrío es antes que nada una idea que la razón extrae de sí misma, sin auxilio de la experiencia, igual que la causalidad. La razón, entonces, estaría provocando un enredo de conceptos que no estaría justificado a menos que ambos conceptos sean verdaderos. Pero este principio que sostiene Kant de que a la razón no le gusta enredarnos[11], ¿es él mismo verdadero? Antes bien me parece ser verdadero su contrario, pues el propio Kant admite que los conceptos más trascendentes que la razón elabora son los morales, y ¿no vivimos en un perpetuo enmarañamiento en lo relacionado con nuestra conducta? Me dirá Kant que no, que él tiene muy en claro que la máxima a respetar es la del imperativo categórico y la que hay que subordinar a ésta es la de la felicidad personal, pero no se trata de él sino del común de la gente, que no termina de decidirse nunca entre cuál principio subordinar a cuál y transita por la vida zigzagueando entre ambos, si no es que cae de lleno en el principio de placer. La opción del placer es "falsa": nos aleja de la bienaventuranza terrenal y celestial (según Kant, esta elección nos manda derechamente al castigo eterno; según yo, simplemente aminora la calidad de los goces terrenos y escatológicos). Y sin embargo, siendo la opción incorrecta, ¿por qué la razón una y otra vez la recomienda? Pues porque a la razón le fascina enredarnos. Y así como nos enreda en problemas morales, también nos tiende trampas metafísicas para ver cómo las solucionamos. Y así como a casi todo el mundo le parece obvio que si quiere ser feliz debe dedicarse a gozar de los placeres de la vida y no a comportarse buenamente --lo que es falso tanto para Kant como para mí--, así también casi todos los hombres persisten a través de los tiempos en creer que la causalidad del mundo (físico y metafísico) está subordinada a las decisiones de la razón, siendo que es la causalidad (física y metafísica) la que gobierna y la razón la que obedece. Pero la razón gusta de engañarse a sí misma, sobre todo cuando lo que está en juego es el placer (y es que el motor de la razón práctica, diga Kant lo que quiera, es la búsqueda del personal bienestar) o un instinto ligado desde siempre a la conservación del ser (que es el que despierta en nuestra conciencia la necesidad del derecho penal, que a su vez necesita del concepto de libre albedrío para legitimarse). Subordinar el propio beneficio al beneficio universal: he ahí la opción éticamente correcta. Subordinar las decisiones racionales a los designios divinos: he ahí la opción lógicamente correcta. Quien quiera seguir enredándose, enrédese bajo su propia cuenta y cargo.
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[1] Finalmente, concluye Kant que quien se masturba es peor que una alimaña: "El onanismo contradice claramente los fines de la humanidad e incluso se contrapone a la condición animal; el hombre degrada con ello su persona y se coloca por debajo del animal" (Lecciones de ética, p. 210).
[2] Por ejemplo, es un deber amputar una pierna gangrenada por más que no dispongamos anestesia. En cambio, mentir por deber no creo que sea posible. Acá cometí un error, que será reparado en la siguiente nota a pie de página.
[3] Esta opción le causaba espanto a Kant; no podía entender la ética sino a través de máximas explícitas que no aceptaran excepciones. "Si se pudieran justificar el robo, el asesinato y la mentira por mor de la necesidad, el caso de necesidad vendría a sustituir a toda la moralidad, y quedaría a juicio de cada cual qué haya de considerarse como un caso de necesidad y, al no existir un criterio preciso para determinar eso, se tornan inseguras las reglas morales" (Lecciones de ética, p. 274). Y sin embargo, inexplicablemente considerando la inflexible consecuencia lógica con que suele manejarse, en ese mismo párrafo pone reversa justo contra su ejemplo predilecto de máxima moral: "El único caso en que está justificado mentir por necesidad se produce cuando me veo coaccionado a declarar y estoy asimismo convencido de que mi interlocutor quiere hacer un uso impropio de mi declaración". Y da un ejemplo: si alguien te pregunta por la calle si traes dinero con la clara intención de quitártelo, es éticamente lícito mentirle diciéndole que no. La metida de pata no podía ser más precisa, y es que justo eligió Kant al principio de veracidad para relativizarlo cuando en realidad es este principio ético el único que ostenta un carácter absoluto por provenir directamente de una virtud cardinal. Todos los demás principios éticos o morales admiten excepciones, pero éste no: nunca, absolutamente nunca es bueno mentir. En el ejemplo kantiano, si no miento me asaltan; ¿y qué? ¿Desde cuándo hay que modificar el concepto del deber para evitar perder la billetera? Nunca sabremos si actuamos motivados por pura bondad inteligente, o por pura humildad, o por puro esteticismo centrífugo y por eso sólo podemos sospechar que en tal o cual caso actuamos bien... excepto cuando somos veraces. Ahí sí que tenemos la certeza de haber actuado bien, porque ser veraz es actuar conforme a una virtud cardinal; y, por contraste, mentir es malo en cualquier circunstancia, por más que la billetera de Kant esté de por medio. (En el caso de los judíos escondidos, ante la pregunta de Hitler debemos responder lo siguiente si no queremos faltar a la ética: "Sí señor, yo sé dónde se ocultan, pero no se lo voy a decir".)
[4] No menciono a la inteligencia trascendente porque la misma es una virtud puramente contemplativa, incapaz de determinar acciones por sí misma (ver anotaciones del 16/8/7).
[5] Ya sobre el final del tratado (pp. 132-3) admite Kant que "para querer aquello sobre lo cual la razón prescribe el deber al ser racional afectado por los sentidos, hace falta, sin duda, una facultad de la razón que inspire un sentimiento de placer o de satisfacción al cumplimiento del deber". Si esta es su definitiva opinión, me disculpo por la crítica y pasó coincidir con él en este punto, sin interesar que en el mundillo filosófico se dé por sentado que según Kant hacer el bien por deber es desagradable.
[6] Seguramente pensaba Kant en Rousseau mientras escribía esto.
[7] "Para impedir que caigamos de las alturas de nuestras ideas del deber [...], nada como la convicción clara de que no importa que no haya habido nunca acciones emanadas de esa pura fuente, que no se trata aquí de si sucede esto o aquello, sino de que la razón, por sí misma e independientemente de todo fenómeno, ordena lo que debe suceder y que algunas acciones, de las que el mundo quizá no ha dado todavía ningún ejemplo y hasta de cuya realizabilidad puede dudar muy mucho quien todo lo funde en la experiencia, son ineludiblemente mandadas por la razón" (op. cit., p. 51).
[8] "Para mí, ser santo significa ser yo mismo. Por lo tanto, el problema de la santidad y de la salvación es, en verdad, el problema de saber quién soy yo y de descubrir mi verdadero ser" (Thomas Merton, Nuevas semillas de contemplación).
[9] Kant no niega que haya querer, esto es, deseo, en una voluntad que obra por deber, pero dice que allí se desea por principios derivados de la ley moral y no por inclinaciones. Yo estimo que al obrar por deber el deseo parte de una virtud cardinal y no de la sensorialidad, pero no puedo dejar de llamar inclinación a ese deseo, porque lo siento así, siento que me inclina hacia una determinada resolución, y es irrelevante si me inclina por causas fisiológicas, psicológicas, espirituales, lúbricas, etc.
[10] Así lo explica Thoreau: "Cuando vivía en la laguna, a veces deseaba añadir pescado a mi dieta a fin de variarla. En realidad, pescaba por la misma necesidad que movió a los pescadores primitivos a hacerlo. Cualquier benevolencia que contra ello pudiera yo evocar sería totalmente ficticia, y tendría que ver más con mi filosofía que con mis sentimientos. [...] No compadecía ni a los peces ni a los gusanos; simplemente era cuestión de costumbre" (Walden, o la vida en los bosques, cap. XI).
[11] Seguramente tomó Kant esta idea de Descartes, quien afirma en sus Principios de filosofía, primera parte, artículo XXIX, que a Dios le repugna engañarnos.
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