Los siguientes ensayos corresponden al capítulo 8 de La ética y la moral:
Capítulo 8
Höffding y Rousseau
...el hecho es que por sutil magia, por misterioso procedimiento, la naturaleza miente a los mentirosos.
Miguel de Unamuno, ¿Qué es verdad?
Miércoles 30 de mayo del 2007/ 4,03 p. m.
Toda doctrina moral que toma como base una autoridad --ya sea natural o sobrenatural [...]--, está, sin embargo, obligada a convenir en que la posibilidad para el individuo de hacer inmediatamente suyos los fines de la autoridad es la única base simple y segura de la moralidad, y al mismo tiempo asegura la posibilidad de rectificar constantemente aquélla. Entrar en relación con los más elevados fines reconocidos por mi propia voluntad únicamente por mediación de la voluntad de una autoridad, significa tan sólo practicar un rodeo. El amor enérgico e intelectualmente desarrollado de la humanidad suministra la única base sobre la cual los fines individuales y universales puedan inmediatamente justificarse. En comparación con semejante fuerza, toda autoridad no puede tener más que una importancia previsora y pedagógica
Harald Höffding, La moral, III, 16
Apoyo este iluminado párrafo, pero voy un poco más allá y afirmo que si la autoridad en cuestión no se limita a su tarea previsora y pedagógica y se involucra en coacciones y coerciones, pasa por eso a ser inética de suyo, aun si los principios que defiende por estos medios poseen deseabilidad ética. Siempre hablando de una sociedad de gente adulta y no loca, toda ley o edicto emanado de la autoridad debe impartirse con fines meramente persuasivos o disuasivos si no quiere ir en contra del bien universal en el largo plazo.
Pero Höffding aborrecía no tanto a las autoridades físicas como sí a las metafísicas, y eso lo descaminaba:
Desde el punto de vista moral, es dable que un hombre, aun sin alcanzar el nivel medio exigido exteriormente, realice un esfuerzo mucho mayor y denote una propia maestría y un sacrificio bastante mayores que muchos otros que fácilmente llenan las exigencias 'sociales', pero que, al contrario, no han llevado a cabo ningún esfuerzo para desarrollar sus facultades más allá del nivel medio cuando esto les era posible. ¿Implica esto, no obstante, que deba colocarse el primero moralmente más bajo que a los últimos? Ese es el absurdo en que incurre toda moral que se coloca en un punto de vista puramente objetivo (ibíd, IV, 2).
Si hablamos en sentido ético, no hay en esa jerarquía de valores que Höffding describe nada contradictorio ni absurdo. Para valorar éticamente a un sujeto (y no necesariamente tiene que ser humano, pues puedo tomar como sujetos conductuales incluso a las piedras) no se requiere bajo ningún concepto que se tenga en cuenta el esfuerzo que determinados actos, en sí deseables, le han demandado. No importa el agente causal sino como modificador de circunstancias, de suerte que puedo decir que una persona es más buena que otra si y sólo si los efectos que su accionar cotidiano provoca enderezan el universo hacia una mayor armonía que la que resulta del accionar cotidiano del otro individuo. Si esta mayor armonía se produce sin mediar un gran esfuerzo ¡bienvenido sea!; no consideraremos a ésta por debajo de otra más tosca pero más laboriosa, igual que cualquier tenista preferiría como pareja a un Roger Federer que no ha entrenado durante un mes que a mí entrenando diez horas por día durante un año. La ética no se ocupa de los esfuerzos personales sino de los placeres y dolores universales, y puede una maceta, caída en el momento preciso y en el lugar ideal, tener mayor participación en la bienaventuranza final que alguien que ha puesto todo su empeño en la concreción de obras que considera buenas. Y esta maceta será, por ridículo que parezca decirlo, más buena que nuestro esforzado filántropo (al cabo ni la maceta ni el filántropo son libres y por ende no es más meritorio el esfuerzo del señor que la gravedad y el viento que movieron a la planta).
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Miércoles 6 de junio del 2007/ 12,26 p. m.
No considerar la moral sino del lado objetivo y únicamente como la ciencia de las formas de sociedad y de las acciones exteriores, equivale, precisamente, a declarar el sentimiento subjetivo sin valor ante las circunstancias objetivas y sus exigencias. Moralistas de puntos de vista tan diferentes como Hegel y Bentham, coinciden en su desconfianza respecto a la conciencia [...]. Es fácil, como hacen estos moralistas, poner en guardia contra la confianza en sí mismo y contra lo arbitrario, y exigir que nos inclinemos ante una ley objetiva. No obstante, es preciso siempre que la ley a que obedecemos, se nos dé a conocer bajo la forma de la conciencia. La luz que nos ilumina todo el resto debe, en definitiva, encontrarse en nosotros mismos.
Höffding, ibid, IV, 3
Aclaro que Höffding llama moral a lo que yo llamo ética[1]. Teniendo esto presente, coincido con él en que la luz que ilumina nuestro accionar más elevado nos viene de dentro, pero esto no significa que las leyes de la ética sean subjetivas. Son tan objetivas como las leyes de la física, pero muchísimo más complejas, y por eso no nos es dable visualizarlas en una fórmula. A mí siempre me disgustaba, en el colegio, tener que demostrar cualquier teorema del que se nos daba el enunciado. ¿Para qué demostrarlo, si ya "sabemos" que es verdadero? Esa repugnancia por las demostraciones me continúa, pero ahora se desplazó hacia el terreno de la ética. Los postulados de la ética son demostrables... metafísicamente, o sea que podrían demostrarse valiéndose de un razonamiento metafísico, mismo que sólo es concienciable dentro de una mente metafísica. Nosotros carecemos de dicha mente, motivo por el cual nos vemos precisados a aceptar estos principios sin más, sin poder explicarlos, pero no cometamos la torpeza de decir que porque no podemos explicarlos, no tienen explicación objetiva. Por lo demás, entiendo lo que Höffding quiere precisar y lo avalo: en los seres intuitivos, el sentimiento subjetivo acerca de lo que hay que hacer en circunstancias cruciales es mucho más confiable que cualquier reglamentación exterior que pueda tener alguna relación con el asunto.
Pero Höffding vuelve a descaminarse, y de una manera espantosa:
Desde el punto de vista moral, una acción nociva, ejecutada con la convicción de que era buena, debe colocarse por encima de una acción buena cumplida con la convicción de que era mala. En el primer caso, el origen era puro; en el segundo, corrompido (ibíd, IV, 3).
Si las consecuencias de una acción terminan siendo más dolorosas que placenteras, su origen estaba muy lejos de ser puro. Podría ser considerado así por quien la ejecutara, subjetivamente, pero en sí misma era una acción impura. Si nos atenemos a lo que aquí dice Höffding, el Tercer Reich debe colocarse, desde el punto de vista moral, por encima de mi afición a las bebidas espirituosas, pues Hitler tenía la firme convicción de que su accionar era bueno para el mundo[2] y yo también la tengo respecto de que mi vicio es malo. El mismo Höffding lo dice desde la cita del otro día: la mejor justificación moral la suministra el amor enérgico e intelectualmente desarrollado de la humanidad. Subrayo lo último para dejar bien en claro que el amor ciego no basta, que el amor desprovisto de inteligencia puede ser más peligroso que el odio mismo, y que por eso siempre digo que el fundamento de la moral no es la compasión a secas, sino la compasión inteligentemente activa, que es la que no se limita a compadecer sino que procura poner término al dolor que origina el padecimiento... pero de forma tal que la erradicación de dicho dolor no acarree en el futuro males mayores que los que ahora suprime. Con la convicción de que su acción es buena, una madre, al ver la delicada piel de su bebé taladrada por picaduras de mosquitos, la refresca frotándola con algodones empapados en alcohol fino. El bebé se siente aliviado y ya no llora, por lo que cree conveniente repetir este procedimiento una y otra vez... hasta que al fin el niño deja de llorar para siempre. El amor de la madre guió el algodón, pero como era un amor estúpido, su convicción resultó inmoral; su buena intención no sirvió para tornar puro a este asesinato.
Claro está, señor Höffding, que usted no creía en el infierno. De otro modo hubiera tenido muy presente que los caminos que conducen a él están empedrados de buenas intenciones[3].
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Viernes 8 de junio del 2007/ 11,32 a. m.
Spencer parte (como Kant) de la idea de que el sentimiento del deber está necesariamente unido a un sentimiento de coacción, y, por consiguiente, de pena. Pero la idea del deber sólo implica que una consideración más limitada se subordine a otra más amplia, sin que tal diferencia u oposición de superior a inferior deba necesariamente experimentarse como una violencia. Este sentimiento puede desaparecer sin que el deber haya prescrito todavía.
Höffding, ibid, IV, 7
El sentimiento del deber se manifiesta como tal cuando surge a la conciencia una determinada intuición metafísica que nos recomienda ejecutar o abstenernos de ejecutar determinado acto y nuestra razón, o nuestro instinto, o nuestros memes opinan lo contrario de lo que la intuición anhela. Se produce aquí una suerte de disputa interior de la que saldrá victorioso el motivo de mayor peso, y no siempre, ni casi siempre, gana la intuición. Pero lo curioso es que la sensación de coacción, si bien existe, existe hacia el otro lado del que muchos opinan que se manifiesta: los que nos coaccionan son los motivos contrarios a la intuición. Seguir los dictados intuitivos es dejarse llevar, oponerse a ellos es luchar contra un titán benévolo que sólo pierde su fuerza si se lo ignora, si se le da la espalda y se vive como si no existiera. Viene, pues, el deber acompañado del sentimiento de coacción, pero la coacción no está en el deber mismo sino en nuestra conciencia lógica, instintiva o memética que lo rechaza. El santo actúa frente al deber como una valija en una cinta transportadora; la valija se dirige hacia donde la cinta la lleva sin oponer resistencia ni sentirse coaccionada. Pero el santo es un ente de ficción; los hombres siempre querrán, en más o en menos, ir a favor o en contra de la dirección de la cinta. Si caminan a favor, lo harán con placer, y el sentimiento del deber desaparecerá (desaparecerá el sentimiento, pero no el deber mismo, que se estará cumpliendo); si caminan en contra, experimentarán una sensación fatigosa que en general es penosa (aunque a veces puede llegar a ser placentera, sobre todo en quienes están habituados al atletismo espiritual). La coacción se presenta si rechazamos nuestro deber, no si lo aceptamos. No puede uno resignarse a cumplir su deber; la resignación aparece cuando el deber ha sido vapuleado. Un misionero que, resignadamente, trabaja sin descanso en un inmundo leprosario, es un misionero que no está cumpliendo con su deber; su deber está en otro lado, por más que su razón, sus memes o su instinto, o todos juntos, opinen lo contrario.
De aquí no se sigue, desde luego, que todo aquel que trabaja con alegría está cumpliendo con su deber. Si le damos la espalda al titán, desaparecerá de nuestra conciencia, y ya podremos vivir tranquilos --tranquilos, incluso contentos, pero jamás felices-- simplemente armonizando lo más posible aquellas tres facetas de nuestro diario vivenciar que no aspiran a conocer lo absoluto ni a broncearse con sus rayos.
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Sábado 9 de junio del 2007/ 2,09 p. m.
La ley moral se introduce, según Kant, en la naturaleza humana, de misterioso modo, como revelación procedente de otro mundo.
Höffding, ibid, III, 9
"Mi reino no es de este mundo" decía Jesús, y lo mismo cabe decir de los imperativos categóricos de la ética. Este aserto molestaba mucho a Höffding, primero porque Haroldo era un pensador reacio al misticismo y segundo porque no podía tolerar la inconsecuencia kantiana de haber situado la ética en una dimensión distinta de la que ostenta la causalidad. "El interés de Kant por la moralidad --dice--, le conduce a asignar a la ley moral un lugar en el mundo inteligible [noumenal], o a considerarla, por lo menos, como permitiendo el acceso a este mundo, mientras que no está dispuesto a atribuir tal dignidad al principio causal, que le es análogo" (Historia de la filosofía moderna, tomo II, libro VII, cap. 4, secc. C). Aquí le doy la razón al danés: los principios éticos tienen para mí la misma jerarquía gnoseológica que los principios causales. La diferencia entre nosotros estriba en que para evitar esta inconsecuencia, Höffding rebaja los principios éticos al mundo de los fenómenos, mientras que yo elevo el principio de causalidad al mundo de los nóumenos.
o o o
Lunes 11 de junio del 2007/ 1,48 p. m.
¿Conducen realmente al bien la evolución de las facultades y de las fuerzas humanas, el desarrollo de la cultura y su conjunto? Sin duda, la cultura tiene por objeto aumentar los medios de que dispone la especie y desarrollar facultades y aptitudes que no existían antes. Más ¿por ventura, no aumentan, al propio tiempo, las necesidades, tanto materiales como morales, y, por consiguiente, las posibilidades de privación, de dolor y de turbación interior?
Höffding, La moral, VII, 2
Esto es lo que sostenía Rousseau: la civilización moderna, lejos de aumentar la felicidad general, la disminuye. "El salvaje --dice Juan Jacobo desde la segunda parte de su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres--, el salvaje vive de sí mismo; el hombre social, siempre fuera de sí, no sabe vivir más que en la opinión de los demás; y de ese único juicio deduce el sentimiento de su propia existencia". Y en el párrafo siguiente concluye la idea con una impecable disertación:
No es mi propósito demostrar cómo de semejante disposición nació tanta indiferencia por el bien y el mal, juntamente con tan hermosos discursos de moral; cómo, reduciéndose todo a las apariencias, hízose todo ficticio y aparente: el honor, la amistad, la virtud y, con frecuencia, hasta los mismos vicios, cuyo secreto para glorificarlos se encuentra en definitiva; cómo, en una palabra, preguntando siempre a los demás lo que nosotros somos, y no ateniéndonos a preguntarnos a nosotros mismos, en medio de tanta filosofía, de humanidad, cortesía y máximas sublimes, no tenemos otra cosa que un exterior superficial y engañoso, honor sin virtud, razón sin sabiduría y placer sin felicidad. Me basta con haber probado que este no es el estado original del hombre y que solamente el espíritu de la sociedad y de la desigualdad que ésta engendra son los que cambian de ese modo todas nuestras inclinaciones naturales.
De esas inclinaciones naturales, la más benigna y pura es la de la compasión, que según Rousseau está presente hasta en el más primitivo de los humanos; y si bien no es su propósito demostrar por qué razón este sentimiento compasivo suele opacarse demasiado dentro del hombre civilizado, hay una palabra clave que a este respecto no conviene soslayar: propiedad:
El primero a quien, después de cercar un terreno, se le ocurrió decir «esto es mío» y halló personas bastante sencillas para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, muertes, miserias y horrores habría ahorrado al género humano el que, arrancando las estacas o arrasando el foso, hubiera gritado a sus semejantes: «¡Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son para todos y que la tierra no es de nadie!». Pero bien podemos suponer que entonces no habían llegado las cosas al extremo de no poder ya durar tales como eran; porque esa idea de propiedad, como depende de muchas ideas anteriores que no han podido nacer sino sucesivamente, no se formó de un golpe en el espíritu humano (ibíd, primer párrafo de la segunda parte).
En efecto, este flagelo social llamado propiedad (propiedad privada o propiedad común; el carácter necrofílico del término no disminuye modificando el adjetivo que lo acompaña) comenzó a gestarse cuando el hombre concibió en su poco desarrollado cerebro el concepto de prestigio:
A medida que las ideas y los sentimientos se suceden y que el espíritu y el corazón se ejercitan, el género humano se domestica, los vínculos se extienden y los lazos se aprietan. [...] cada uno comenzó a mirar a los demás y a querer ser mirado él mismo, y la estimación pública se la consideró como un premio. El que cantaba o bailaba mejor, el más hermoso, el más fuerte, el más diestro o el más elocuente, llegó a ser el más considerado, y éste fue el primer paso hacia la desigualdad y al mismo tiempo hacia el vicio. De estas primeras preferencias nacieron, por una parte, la vanidad y el desprecio, y por otra, la vergüenza y la envidia; y la fermentación producida por estas nuevas levaduras produjo al fin compuestos fatales para la felicidad y la inocencia (ibíd, segunda parte).
Es en este punto de la civilización, y no antes, que aparece la crueldad; el hombre primitivo no la conoce, es erróneo el aserto de Hobbes respecto de que posee una maldad natural:
Tan pronto como los hombres hubieron comenzado a estimarse mutuamente, y que la idea de consideración se formó en su espíritu, todos pretendieron tener derecho a ello, y no fue posible que impunemente faltase para nadie. Y aquí nacieron los primeros deberes de la cortesía aun entre los salvajes, y he aquí que toda sinrazón voluntaria llegara a ser un ultraje [...]. He ahí cómo, castigando cada uno el desprecio que se le había manifestado, en proporción de la estimación que de sí mismo tenía, las venganzas se hicieron terribles y los hombres sanguinarios y crueles. [...] Por no haber distinguido suficientemente las ideas, observando cuán lejos estaban ya los pueblos del primer estado de naturaleza, es por lo que muchos se han apresurado a deducir que el hombre es naturalmente cruel[4] y que necesita una autoridad que le suavice, siendo así que nada hay más tranquilo que el hombre en su primitivo estado, cuando expuesto por la naturaleza a igual distancia de la estupidez de los brutos y de la funesta ilustración del hombre civilizado, y llevado por el instinto y la razón juntamente a prevenirse contra el mal que le amenaza, se siente cohibido, por la piedad natural a hacer mal a nadie por causa alguna, aunque él lo haya recibido. Porque según el axioma del sabio Locke, “no es posible que haya injuria en donde no hay propiedad”[5].
Parados aquí, entre la civilización y la barbarie, es en donde, a gusto de Rousseau, debimos habernos quedado:
Así, aunque los hombres hubiesen llegado a ser menos sufridos, y la piedad natural hubiera experimentado ya alguna alteración, este periodo del desarrollo de las facultades humanas, que mantenía un justo medio entre la indolencia del estado primitivo y la pretensiosa actividad de nuestro amor propio, debió de determinar la época más feliz y duradera.
Mientras los hombres se contentaron con sus cabañas rústicas; mientras se limitaron a coser sus vestidos de pieles con espinos o zarzas, [...] a tallar con piedras aguzadas canoas de pescador o toscos instrumentos de música; en una palabra, mientras sólo se dedicaron a obras que cualquiera podía hacer por sí, y a las artes que no necesitaban del concurso de muchas manos, fueron libres, sanos, buenos y felices, cuanto podían serlo por su naturaleza [...], pero desde el momento en que un hombre tuvo necesidad del auxilio de otro, desde que se advirtió que era útil a uno solo tener provisiones para dos, la igualdad desapareció, introdújose la propiedad, fue indispensable el trabajo y las extensas selvas se trocaron en sonrientes campiñas, que hubieron de regarse con el sudor del hombre, y en las cuales viéronse muy pronto germinar y crecer, juntamente con las semillas, la esclavitud y la miseria.
Ya tenemos los conceptos de prestigio, avaricia y explotación[6]; sólo falta que aparezcan en escena la metalurgia y la agricultura, verdaderas precursoras del derecho de propiedad:
Son el hierro y el trigo los que, al mismo tiempo que la civilización, trajeron la perdición del género humano. Así, uno y otro eran desconocidos para los salvajes de América, que por esto permanecieron siéndolo siempre. Los demás pueblos parece que continuaron en barbarie mientras que practicaron una de estas artes sin la otra; y una razón quizá de las mejores de que haya sido Europa, si no más pronto, al menos más constantemente ordenada que las otras partes del mundo, es que, al mismo tiempo que abundante en hierro, es la más fértil en trigo.
Desarrolladas estas dos artes, sobrevino la propiedad, y con ella la riqueza y la pobreza, y con estas últimas la legislación coercitiva, invención del rico desde luego, pues "lo más racional es creer que una cosa ha sido inventada por aquellos a quienes es útil, más bien que por aquellos a quienes perjudica”. El derecho de propiedad, tan precaria y arbitrariamente fundamentado, no impedía por sí mismo que turbas hambrientas lo violaran todo el tiempo; fue entonces cuando,
desprovisto de razones valederas para justificarse y de fuerzas suficientes para defenderse, aplastando fácilmente a un particular, pero destruido él mismo por cuadrillas de salteadores, solo contra todos, y no pudiendo, por sus recíprocos celos, unirse con sus iguales contra enemigos unidos por la común esperanza del robo, obligado por la necesidad, el rico concibió por fin el proyecto más reflexivo que jamás ha entrado en el espíritu humano; y fue emplear en su provecho las mismas fuerzas que le atacaban, tomar a sus adversarios por defensores suyos, inspirarles otras máximas y darles otras instituciones que fuesen para ellos tan favorables como adverso les era el derecho natural.
Describe a continuación Rousseau el pérfido pero persuasivo discurso que hubo de pronunciar el rico para convencer a las naciones desposeídas de la conveniencia de instituir leyes, jueces y policías:
Unámonos --les dijo--, para proteger a los débiles contra la opresión, contener a los ambiciosos y asegurar a cada uno la posesión de aquello que le pertenece. Fundamentemos leyes de justicia y paz, a cuya conformidad se obliguen todos, sin excepción de nadie, para que de esta manera se corrijan los caprichos de la fortuna, sometiendo por igual al poderoso y al débil al cumplimiento de recíprocos deberes. En una palabra, en lugar de volver nuestras fuerzas contra nosotros mismos, reunámoslas en un poder supremo que nos gobierne según sabias leyes, que proteja y defienda a los asociados, rechace a los comunes enemigos y nos mantenga en constante armonía.
Escuchaban estas palabras
hombres incultos, fáciles de seducir, que además tenían demasiados negocios que desenredar entre sí, para poder arreglárselas sin árbitros.
El resultado fue inevitable:
Todos corrieron al encuentro de sus cadenas, creyendo asegurar su libertad; porque con demasiada razón, para sentir las ventajas de una fundación política, no tenían bastante experiencia para prever los peligros de ella.
Así fue que, de común acuerdo entre propietarios y desposeídos, pero ideadas por los primeros, aparecieron las primeras leyes coercitivas,
que dieron nuevas trabas al débil y nuevas fuerzas a rico; destruyeron sin esperanza de recuperarla la libertad natural; fijaron para siempre la ley de propiedad y de desigualdad; hicieron de una torcida usurpación irrevocable derecho, y por beneficio de algunos ambiciosos, sujetaron a todo el género humano para lo sucesivo al trabajo, a la servidumbre y a la miseria.
Por último, una vez avalado "legítimamente", el derecho de propiedad parió su fruto mejor y más podrido: el lujo, que
imposible de prevenir entre hombres ávidos de sus propias comodidades y de la consideración de los demás, concluye muy pronto el mal que las sociedades han comenzado.
El lujo [...] es el peor de los males en cualquier Estado, pequeño o grande, ya que, para mantener multitud de lacayos y de miserables creados por el mismo, oprime y arruina al trabajador y al ciudadano, semejante a esos abrasadores vientos del mediodía que, cubriendo la hierba de insectos devoradores, quitan la subsistencia a los animales útiles y llevan la discordia y la muerte a todos los lugares donde se deja sentir (ibíd, nota 9).
"Los hombres son perversos" admite Rousseau (nota 9).
Sin embargo, el hombre es naturalmente bueno [compasivo], creo haberlo demostrado. ¿Qué otra cosa puede haberle pervertido, sino los cambios sucedidos en su constitución[7], los progresos que ha hecho y los conocimientos que ha adquirido? Admírese la sociedad cuanto se quiera; no por eso será menos cierto que lleva a los hombres a odiarse mutuamente, en la proporción en que sus intereses enfrentan a unos con otros; a prestarse en apariencia muchos servicios y en realidad a hacerse los daños inimaginables.
De aquí que se acuse al genial ginebrino de querer volver atrás, de desear la eliminación de las artes, las ciencias, los gobiernos y la religión, acusación infundada que él mismo desestimó desde los párrafos finales de la nota 9 de este Discurso y también en otros lugares[8]. Por mi parte, lo único que en este momento se me ocurre agregar a esta obra maestra, impecable, casi matemática en su concepción y en su encadenamiento lógico, es el hecho de que Rousseau no haya mencionado al instinto de territorialidad como primer precursor, como precursor subhumano, del derecho de propiedad y de las instituciones que a él obedecen. Pero claro: yo escribo esto un siglo y medio después de El origen de las especies, y la obra de Rousseau es un siglo más vieja que la de Darwin... y ni que hablar de la de Dawkins; era inevitable la omisión de este postulado. Más que esto, mucho más, me perturba el final de la nota 9, en donde Rousseau, después de vapulear como nadie ha vapuleado jamás (o al menos no con tanta clase) a las actuales instituciones civiles, se aletarga un poco y decide obedecer "escrupulosamente a las leyes y a los hombres de que ellas son autores o ministros" (aunque no por eso despreciará menos "una organización [...] de la cual, a pesar de todos los esfuerzos, nacen siempre más efectivas calamidades que ventajas aparentes"). Y no sólo decide obedecer las leyes, sino que además no quiere "confundir lo tuyo y lo mío", dándole así la razón al primigenio creador que ha olvidado que "los frutos son para todos y que la tierra no es de nadie". Hay reversas y reversas, amigo Rousseau. No es deseable que la inteligencia, ni las ciencias y las artes que nacen bajo su tutela, se atrofien y retrograden con el fin de aminorar la corrupción de las costumbres, porque si hay algo que puede rescatarnos de la presente corruptela, ese algo es el arte o es la ciencia, o la religión y la filosofía, culminaciones naturales --respectivamente-- de aquellas dos disciplinas. Pero el derecho de propiedad privada o comunal, y el capitalismo y comunismo políticos que son --respectivamente-- sus naturales culminaciones, a ésos sí que hay que desmenuzarlos bien desmenuzados y mantener nuestro accionar al abrigo de sus pestilentes emanaciones, porque son ellos, y sólo ellos (existen otros factores, pero todos concurren allí o le rozan), los que han hecho de nuestra sociedad un nido de ratas, un sitio más despreciable que apetecible, un infierno dentro del paraíso. Schopenhauer tal vez tenía razón cuando decía que hay más dolores que placeres en la vida, pero sólo cuando hablaba de esta vida propietaria y egoísta --y egoísta porque propietaria-- que nos ha tocado vivir en este momento histórico. Y mientras continuemos dándoles la derecha a esas leyes que hasta aquí nos han traído, y mientras continuemos resignándonos a ser carne de un instinto que sirvió de mucho y ya no sirve, y no sólo no sirve sino que daña; mientras permanezcamos glorificando nuestro apéndice intestinal y la peritonitis que nos obsequia en lugar de quirurgizarlo con el escalpelo del intelecto, mientras sigamos así seguirá doliéndonos la vida. Mi vida, tu vida, estimado lector, la vida de cualquiera: es la única posesión que tenemos derecho a reclamar --y ni siquiera en todos los casos y en todas las circunstancias[9].
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Jueves 14 de junio del 2007/ 11,44 a. m.
Respondiendo con mayor especificidad a la inquietud que plantea Höffding, diré que el desarrollo de la cultura capitalista es el que por definición aumenta las necesidades de la gente que lo idolatra. Hay otros tipos de desarrollos culturales que no incitan al consumo como el capitalismo y por ende no crean esa dependencia que los modernos experimentan frente a los productos y servicios que la publicidad les quiere vender. Una sociedad que base sus estándares en el altruismo y no en la lujofilia egoísta no aumentará las necesidades materiales de su población. Aumentarán sí las necesidades morales, pero este tipo de necesidades, al satisfacerlas, producen un placer tan grande que opaca con mucho al dolor de los deseos frustrados, y lo mismo pasa con las necesidades estéticas, que también aumentan exponencialmente cuando el desarrollo cultural es sano. Una inquietud artística que se sacia, sobre todo si se sacia sorpresivamente, tuerce la balanza hedonista decididamente hacia el goce, puesto que casi no hay displacer en el hecho de no estar percibiendo ninguna obra de arte cuando se tiene deseos de hacerlo. Es como el perfume de las flores: lo gozamos cuando nos asalta, pero si no nos llega, no nos duele.
o o o
Viernes 15 de junio del 2007/10,03 a.m.
Dudo que sea posible al hombre ser siempre consecuente en sus acciones; pero lo que sí afirmo, es que el hombre siempre pueda ser sincero y decir la verdad. Aquí tiene usted demostrado lo que yo pretendo hacer, decir la verdad desnuda y sin ambages.
Jean-Jacques Rousseau, Julia o la nueva Eloísa, segundo prefacio
Es por todos los que me leen conocida mi descarada inconsecuencia, sobre todo la que arrastro desde hace unos tres años, pero nunca he dejado de decir la verdad, mi verdad, en estos escritos. Ahora bien; el desafío no es la veracidad literaria (sobre todo en quien escribe sabiendo que nadie lo lee) sino la oral, el decir la verdad desnuda cara a cara, por incómoda que pueda resultar para el que la dice e injuriosa para el que la escucha. Esta es mi gran deuda para con la posteridad y sobre todo para conmigo mismo, puesto que hace ya tiempo que supongo verdadero aquel aserto unamuniano que dice que si uno quiere descubrir la verdad objetiva, la verdad científica y metafísica de las cosas, lo mejor que puede hacerse al respecto es decir siempre, sin importar las circunstancias, nuestra propia verdad, la verdad subjetiva, lo que creemos ser verdad sobre cualquier asunto, por intrascendente que parezca[10].
Dejando de lado mis cuadernos, yo soy un mentiroso inveterado, y es por eso (principalmente) que ando siempre dando vueltas alrededor de la verdad objetiva, pero nunca me acerco lo suficiente como para arrancarle siquiera un pelo a las barbas de Dios. Me urge hacerlo, pero esta doble vida que ahora llevo y este contracinismo en las formas y en el trato que siempre me caracterizó (cuando estoy sobrio) me lo ponen bien difícil. Lo tengo que hacer, porque si no mi pensamiento filosófico terminará estancado, y confío en que lo haré (o al menos realizaré una prueba piloto para ver si puedo ir por la vida cargando ese armatoste). Lo haré, pero no sé cuándo. Lo más probable es que me demore algunos años en tomar coraje, o espere a que mi padre fallezca (siempre y cuando, desde luego, venga Heracles en mi auxilio y me libere de los picotazos de esta piojosa águila fascinada por el sabor del hígado en salsa de ron. Eso sí: el fuego no lo devuelvo).
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[1] La ética es para mí un conglomerado de normativas conductuales absolutas, válidas en cualquier tiempo y lugar, mientras que a las normas morales las circunscribo por definición a un determinado punto del espaciotiempo, y sólo allí son válidas necesariamente.
[2] "El pueblo alemán --decía Hitler-- es el único que ha convertido la ley moral en un principio rector de la acción" (citado por Alessandro Ferrara en La fuerza del ejemplo, cap. 4, secc. 3, en donde también se citan estas desconcertantes palabras de Adolf Eichmann, el principal responsable del holocausto judío: "Hace bastante tiempo adopté el imperativo categórico kantiano como norma. He llevado una vida conforme a ese imperativo”).
[3] "Ama y haz lo que quieras" pregonaba San Agustín. Yo lo corregiría: "Ama, piensa, y haz lo que quieras".
[4] (Nota añadida el 10/9/9.) Respecto de la posición de Hobbes, no es exactamente cierto que este pensador atribuyera al hombre una "maldad natural". Esta impostura la desenmascara él mismo desde el prefacio al lector de su tratado De Cive (El ciudadano): "La condición de los hombres es tal, por naturaleza, que si no existe el miedo a un poder común que los reprima, desconfiarán los unos de los otros y se temerán mutuamente, y al ver que todos pueden protegerse por sus propias fuerzas con derecho, entonces necesariamente lo harán. [...] Pues vemos que todos los Estados, aunque estén en paz con sus vecinos, protegen sus fronteras con destacamentos de soldados y sus ciudades con murallas, puertas y guardias. ¿Para qué todo esto si no temiesen nada de sus vecinos? [...] Precisamente porque ésta es la forma general de obrar, tanto los Estados como los hombres confiesan su miedo mutuo y su mutua desconfianza. [...] Algunos han objetado que, si se admite este principio, se sigue inmediatamente que todos los hombres son no sólo malos [...], sino además malos por naturaleza (cosa que no puede decirse sin impiedad). Pero que los hombres sean malos por naturaleza no se sigue de mi principio. Porque aunque los malos fuesen menos que los buenos, al no reconocer a unos y a otros, aun los buenos y honrados se ven continuamente en la necesidad de desconfiar, de precaverse, de anticiparse, de someter y de defenderse de cualquier modo. Pero no se sigue por ello que los malos lo sean por naturaleza. Porque aunque por naturaleza, esto es, desde su nacimiento, por nacer animales, inmediatamente deseen todo lo que les agrada y hagan lo posible, ante los males inminentes, por huir con miedo o por rechazarlos con ira, no por ello se les suele tener por malos; ya que las afecciones del ánimo que provienen de la naturaleza animal no son en sí malas, pero sí lo son a veces las acciones que de ellas provienen, a saber, cuando son nocivas y contrarias al deber. Los niños, si no se les da todo lo que piden, lloran y se enfadan e incluso pegan a sus padres, y a esto les empuja la naturaleza; pero a pesar de ello no tienen culpa ni son malos, en primer lugar porque son incapaces de hacer daño, y además porque los que no tienen uso de razón no están sujetos a ningún deber. Pero si esos mismos en la edad adulta, adquiridas ya las fuerzas físicas que pueden hacer daño, continúan haciendo lo mismo, entonces ya empiezan a ser malos y a ser tenidos por tales. De tal forma que un adulto malo viene a ser como un niño robusto, o un hombre con mente infantil, y la malicia se equipara a la falta de razón en una edad en la que los hombres suelen tenerla por naturaleza, gobernada ésta por la educación y por la experiencia de los años sufridos. Pues a menos que se diga que los hombres han sido hechos por la naturaleza malos por el hecho de que no tengan por naturaleza la educación ni el uso de razón, se deberá reconocer que los hombres tienen pasiones, miedo, ira y demás afecciones animales por naturaleza sin que, a pesar de ello, sean por naturaleza malos".
Aclarado este punto, continúa Hobbes seguidamente asentando su hipótesis fundamental, que es, sin impostura ninguna, la que todos conocemos como marca registrada de este sociólogo: "La condición humana fuera de la sociedad civil (condición que puede llamarse estado de naturaleza), no es otra que la guerra de todos contra todos, y en esa guerra todos tienen derecho a todo. Todos los hombres, desde el momento en que se dan cuenta de semejante miseria, desean salir de ese miserable y odioso estado. Lo cual sólo es posible si renuncian a su derecho a todo por medio de pactos". Por lo demás, debo decir que los pactos que promueve Hobbes, considerando su punto de partida, son mucho más lógicos y coherentes que los que propone Rousseau considerando el punto de partida del pensador ginebrino.
[5] John Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, libro IV, cap. 3, secc. 18.
[6] Tanto en el Estudio del hombre de Ralph Linton como en la Psicología social de Otto Klineberg se toca el tema de la tendencia adquisitiva del hombre occidental moderno, y ambos autores coinciden en negar el carácter instintivo, automático, de dicha conducta. La emparentan más bien, en el marco de las sociedades incivilizadas o pre civilizadas, con el ansia de poseer un buen nombre, de adquirir prestigio frente a sus congéneres, y este apetito de prestigio, que se valdría en ocasiones de objetos materiales acumulables para evidenciarse, este sí sería un móvil conductual sumamente básico dentro del psicologismo humano, por más que no alcance la categoría de instinto y posea, como nos lo hace saber Klineberg (cap. V, p. 119), algunas excepciones.
Pues bien, yo sostengo que este apetito cuasi universal de prestigio no es, en efecto, instintivo, ni tampoco racional. Sería, en mi opinión, memético, es decir, estaría relacionado con el impulso humano por sobresalir culturalmente y dejar una huella socialmente perdurable que atestigüe de la personal existencia del hollador ante la indefinida posteridad si es posible, o si no, más modestamente, como en el caso de las tribus primitivas, que repercuta cuando menos entre los vecinos.
Todos nosotros, o casi todos, buscamos prestigio. ¿Es esta búsqueda indeseable para la salud mental del buscador? No necesariamente. Si de la mano del prestigio vienen la vanidad o la soberbia, entonces haremos mal en perseguirlo; no será igual en el caso de poder evitar estos desequilibrios. Y la única forma que a mí se me ocurre para mantenerme a salvo es la de buscar el prestigio posmorten. Así, podremos dar rienda suelta a ese impulso memético que, reprimido, nos enfermaría el alma, sin necesidad de poner en riesgo el tesoro más preciado que todo ser humano posee: la humildad. Buscar el prestigio, sí, pero humildemente: he ahí un imperativo cultural y divino a la vez; he ahí la herramienta preferida de la Evolución en su anhelo por concretizarse.
[7]Quéjase Rousseau también del actual carnivorismo y lo acusa de coadyuvar al deterioro del bienestar de los individuos, estando éstos preparados anatómica, fisiológica y psicológicamente para el frugivorismo (ver notas 5 y 8).
[8]Por ejemplo en una carta dirigida a una tal señorita D. M. (7/5/1764): "Nadie se quita la cabeza como se quita una gorra; nadie, tampoco, vuelve a la infancia, a la sencillez; el espíritu, una vez en movimiento, sigue siempre, y quienes han pensado alguna vez, piensan toda la vida. Esta es la mayor amargura del estado reflexivo". Aquí parece que Rousseau, teniendo la certeza de que no se puede retroceder, quisiera sin embargo hacerlo, pero en una carta anterior (a Scheib, 15/7/1756) asesta un principio que despeja todas las dudas, al menos en lo que respecta a las artes, las ciencias y la religión: "Cuando los hombres están corrompidos, es preferible que sean sabios a ignorantes". Yo afirmo exactamente lo contrario (ver la sección I del Apéndice del presente extracto).
[9]El progreso implica, muchas veces, regresión, atrofia de algún órgano improductivo a expensas de otros que se perfeccionan, y esto vale tanto para la biología como para la política. Aquí coinciden conmigo incluso pensadores de aburguesada vida como Gilbert Chesterton: "El socialista dice que la propiedad está concentrada en trust y en almacenes: la única esperanza es concentrarla más aún en el Estado. Yo digo que la única esperanza es desconcentrarla, es decir arrepentirse y regresar; el único paso hacia adelante es el paso atras" (El mundo al revés, nota III).
[10]Unamuno lo dice así: "Eso que llamamos realidad, verdad objetiva o lógica, no es sino el premio concedido a la sinceridad, a la veracidad. Para quien fuese absolutamente y siempre veraz y sincero, la Naturaleza no tendría secreto alguno. ¡Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios! Y la limpieza de corazón es la veracidad, y la verdad es Dios" (Miguel de Unamuno, “¿Qué es verdad?”, ensayo incluido en su libro Soledad, pág. 161). Poesía y filosofía en su máxima expresión.
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