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domingo, 29 de agosto de 2010

Max Scheler (IX)

Viernes 19 de septiembre del 2008 11,09 p.m.
Dice Aristóteles que

la virtud es un hábito, una cualidad que depende de nuestra voluntad, consistiendo en este medio que hace relación a nosotros y que está regulado por la razón en la forma que lo regularía el hombre verdaderamente sabio (íbíd., ll, 6).

En el viejo planteamiento socrático relativo al carácter innato o adquirido de la virtud, se inclina decididamente Aristóteles por la segunda opción, afirmando que, por ejemplo, si un individuo cobarde se habitúa a realizar pequeñas acciones valerosas con asiduidad y constancia, a la larga puede adquirir la virtud de la valentía. Yo entiendo que las diferentes virtudes pueden hasta cierto punto adquirirse, pero debe ya existir una predisposición a ello de carácter innato para que el aprendizaje rinda sus frutos. Excepto la bondad inteligentemente activa y la humildad, cuyo potencial "aprendizaje" se distribuye uniformemente sobre toda la humanidad, las demás virtudes cardinales y la totalidad de las virtudes relativas, si bien pueden en teoría ser alcanzadas por cualquiera, tienden a facilitársele a cada quien según sus compatibilidades temperamentales. Cada tipo de temperamento es afín a un determinado grupo de virtudes, y es improbable (aunque no imposible) que una cualidad virtuosa se le pegue --por decirlo así-- a una persona cuyo temperamento es incompatible con la naturaleza propia de la virtud en cuestión. Así, la veracidad es una cualidad que difícilmente se le incorpore con cierta potencialidad al individuo que presenta una notable atrofia en su componente temperamental denominada somatotonía, y la inteligencia trascendente necesita de gente predominantemente cerebrotónica para poder asentarse. Lo contrario de lo que sucede con el esteticismo centrífugo, que tiende a huir al simple contacto del individuo cerebrótico y también del somatorótico, prefiriendo casi siempre a las personas que manifiesten una bien desarrollada viscerotonía[1]. Y si nos metemos en el universo de las virtudes relativas, la relación cualidad-temperamento se incrementa notablemente, siendo ya casi imposible, por ejemplo, que un somatopénico sea valiente, o que un somatorótico sea manso en grado sumo, etc.. Podría incluso confeccionarse una lista que relacione las cuarenta principales virtudes relativas con la predisposición temperamental ideal para captarlas, valorarlas y practicarlas:

valentía: alta somatotonía, baja viscerotonía
mansedumbre: baja somatotonía, alta cerebrotonía
honestidad: bc
paciencia:bs
sentido del humor:av
lealtad:bc
pureza sexual:bc,av
pulcritud:bs
puntualidad:ac,bv
docilidad:bc
comunicabilidad:av
servicialidad:bc
serenidad:bs
sencillez:av
autenticidad:bc,as
gratitud:av
solidaridad:as
amistosidad:av,bc
liberalidad:ac,bv
espíritu de sacrificio:as,bv
optimismo:bc.av
laboriosidad:as,bv
responsabilidad:ac,bv
continencia:ac,bv
cinismo:as
austeridad:bv,ac
misericordia:bs
religiosidad:bs
cortesía:av
determinación:as,bv
perseverancia:ac
tolerancia:bs
ecuanimidad:ac,bs
madurez:ac
ternura:av,bs
contentamiento:av,bc
autoestima:as
obediencia:bc,as
sigilosidad:bs,ac
firmeza:bv,as

A su vez, cada una de estas virtudes relativas posee un vicio antitético --y sólo uno-- que tiende a "pegársele" a determinados individuos temperamentalmente susceptibles a su influjo y no a otros, según se deja ver en la siguiente lista:

[por problemas técnicos que no sé cómo solucionar, esta lista no puede ser publicada]


La conclusión es que los vicios siempre, y las virtudes casi siempre, tienden a posarse sobre individuos que ya presentan un cuadro --o mejor, un triángulo-- temperamental afín. El temperamento puede, hasta cierto punto, modificarse (equilibrarse o desequilibrarse) debido al hábito, al aprendizaje y a otros factores considerados como "adquiridos" o "culturales", pero lo que nunca cambia en un individuo es su raíz temperamental. Quien ha nacido predominantemente viscerotónico, morirá en esa condición. Podrá equilibrar o desequilibrar su viscerotonía con relación a las otras componentes, pero nunca modificará su tendencia primaria. Conociendo, pues, esta tendencia, podremos educar a cada quien basándonos en los valores éticos que le serán afines y que podrá percibir y manejar con mayor facilidad, y lo mismo cuidar de no tentar al educando con experiencias que podrían despertar algún vicio dormido que posiblemente lleve a flor de piel[2].
Después está el tema de la racionalidad de las acciones virtuosas y de las viciosas. Aristóteles incluía la racionalidad en la definición misma de la virtud, de manera que cualquier acto que no haya sido ejecutado por la razón no podía ser a sus ojos considerado como virtuoso. Este punto de vista es falaz desde su misma raíz, porque la razón práctica, que es la que gobierna nuestra conducta racional, ya hemos visto que se mueve siempre debido a la teleología del interés personal. El egoísmo, ciertamente, no es incompatible con la virtud, pero si tuviésemos que aceptar este postulado aristotélico, tendríamos que decir que el egoísmo es la condición necesaria de la acción virtuosa, cosa que no tiene sentido.
Las virtudes representan predisposiciones, o facultades, o cualidades psicológicas (en el caso de las virtudes cardinales, metapsicológicas), pero la palabra "psicológico" no implica la palabra "racional" ni es equivalente a ella. Cuando yo digo que una acción que un determinado individuo ha realizado ha sido motivada por la virtud, no estoy dando a entender que la virtud se ha manifestado necesariamente a través de un comportamiento racional. Las virtudes cardinales, por ejemplo, no pueden activarse y producir sus efectos en el mundo a través de la razón: es la intuición práctica la encargada de activarlas y los actos metafísicos e irracionales del preferir y el postergar los que las transforman en respuestas a los valores percibidos. Y también es muy común que sea el instinto el nexo entre la virtud como predisposición psicológica y como productora de actos. De aquí que las virtudes cardinales, por su carácter intuitivo, sólo puedan anidar en los humanos (y quizá en los árboles), mientras que ciertas virtudes relativas pueden perfectamente manifestarse a través del reino animal. Cuando comparamos la lealtad de nuestro perro con la del soldado, no estamos extrapolando esta virtud hacia un terreno metafórico: el perro es leal, sin importar que su lealtad se manifieste a través de actos instintivos y no de acciones racionales. Tan es así, que tal vez habría que considerar que incluso la lealtad del soldado es más instintiva que racional, por muy dotado que esté para utilizar su razón en otras circunstancias más pertinentes. La virtud actúa impulsando al individuo a la realización de movimientos. Es la chispa, la generadora de la conducta ética, que luego puede servirse, según su conveniencia, incumbencia y alcance, de cualesquiera de las cuatro facetas que impulsan al hombre a moverse: la razón, el instinto, la intuición o los memes. Una virtud no está mejor o peor empleada por el hecho de haber auspiciado una conducta racional o irracional, sino por el hecho de haber resultado, en sus efectos exteriores al espíritu que la puso en práctica, más o menos beneficiosa, más o menos útil a la biomasa espaciotemporal. Hay tanta verdad en esta desacralización de las acciones racionales, que si encontrásemos un objeto inorgánico que por mil casualidades resultase que toda vez que algo lo mueve, redunda esto en un beneficio para alguien, tendríamos derecho a sospechar que también estos objetos pueden llegar a ser virtuosos, siendo el impulso mecánico inercial el agente dispensador de estas curiosas bienaventuranzas.
Lo que interesa realmente al creyente vulgar, decía Schopenhauer[3], no es tanto la existencia de Dios como la inmortalidad del alma, tomando a Dios como un simple garante de que la inmortalidad existe. Una doctrina religiosa que, afirmando a Dios, negase todo tipo de inmortalidad o metempsicosis, sería impopular en grado sumo, pues "al no haber continuidad anímica, ¿para qué creer Dios?", diría no sin cierta lógica un médium que teme perder su clientela. Y si me salgo de tema de manera tan contundente no es que la virtud de la digresividad, tan arraigada en mi espíritu, se me haya de nuevo escapado, sino que intento hacer un parangón entre Dios y la inmortalidad por un lado, y la razón y el libre albedrío por el otro.
Se supone que las acciones virtuosas deben realizarse por libre voluntad. Qué sea en verdad esta libre voluntad, es cosa que se discute, pero todos o la gran mayoría de los que apoyan su existencia la emparientan con las decisiones racionales. Así, el hombre actuaría libremente cuando piensa lo que hace, y su libre albedrío quedaría restringido o anulado al actuar impulsado por las pasiones o "inclinaciones". El comportamiento racional "garantiza", si no la existencia, la posibilidad del libre albedrío. ¡Hay razón!, dicen los moralistas ortodoxos: luego, hay libre albedrío.
Pero en el marco de las presentes investigaciones, la hipótesis del libre albedrío no es necesaria y hasta molesta. Los valores éticos, es decir las virtudes, entiendo yo que no son entidades pensables, sino impulsoras de la conducta, de los sentimientos y de los pensamientos. Cuando un ser posee una determinada virtud, ésta puede, o bien permanecer pasiva dentro de su espíritu, o bien manifestarse interna o externamente a modo de respuesta a un valor percibido. Las manifestaciones externas de dicha virtud pueden utilizar cualesquiera de las cuatro vías conductuales ya mencionadas, pero la causa detonante del accionar conforme a la virtud no será de ningún modo la vía conductual utilizada por la virtud para salir a la superficie, sino la virtud misma. Ni la razón, ni la voluntad, ni nada en este universo tiene autonomía con excepción de los valores, de manera que si existiese algo así como la libertad metafísica, se manifestaría lo mismo a través de la razón como través de los instintos, las intuiciones o los memes.
Esta posibilidad, sin embargo, es inimaginable, puesto que no podemos concebir una entidad que sea libre y a la vez carezca de voluntad, voluntad que no pueden poseer los valores en tanto que se los considere como entidades en última instancia noumenales. Lo más lógico, en este contexto, es remitirnos a los actos virtuosos y a los actos viciosos de acuerdo a los efectos que provocan, considerar secundaria la vía conductual que los genera y obsoleta la utilización de la dupla voluntario-involuntario en el campo de la teoría ética. "La ética se desvanece --protesta el rebaño de los eticistas ortodoxos-- si el libre albedrío es dejado de lado". Ese pensamiento es propio de quienes interpretan que la ética debe hacer centro en los individuos y en su existencia, cuando lo correcto es traspasar el ámbito individual y remontarse al universo de los valores. Razón, libre albedrío, mérito y demérito... ¡Qué poco significan comparados con las virtudes y los vicios!
o o o

Lunes 22 de septiembre del 2008/9,30 p.m.
Pero ¡qué! ¿Acaso los principales arqueólogos de la ética material de los valores (iba a decir "fundadores", pero no la fundaron, sino más bien la desenterraron), acaso Scheler, Hartmann y Hildebrand no creían en el libre albedrío? Por cierto que sí creían, pero esa su creencia era hija de un deseo y no tiene ningún sustento lógico dentro del sistema ético que pregonaban.

En la ética material de los valores, en la que la esencia de la moralidad se define por la realización de los mismos, es decir, de su contenido moralmente valioso, el acento tiene que recaer necesariamente en el valor, esfumándose la iniciativa moral de la persona (Carlos Astrada, La ética formal y los valores, p. 133).

Vio muy bien Astrada la incoherencia, pero ¿qué hizo al respecto? ¿Criticó a esos axiólogos por su condición de albedristas? ¡No!: criticó a esos albedristas por su condición de axiólogos:

Sin autonomía de la persona, o sea, sin la absoluta espontaneidad que es la libertad como poder ser, no hay principio moral con plenitud de validez, no hay fundamento inconcuso para una ética que pueda y deba imponerse como tal a la conciencia de los hombres (ibíd., p.133).

El deseo de ser metafísicamente libres puede llevarnos a incoherencias lógicas o, lo que es peor, a enceguecernos frente al valor de una teoría inmarcesible.
"El concepto de libertad --nos dice Astrada-- constituye el corazón mismo del problema de la ética" (p. 112). Concuerdo con él en el sentido de que lo primero que hay que hacer antes de comenzar una investigación de este tipo es fijar una clara hipótesis de trabajo: hay libertad o no hay libertad. No quiero decir que no podamos nunca dudar sobre si en verdad la libertad existe o no, sino que la teoría ética debe quedar estructurada sobre uno u otro presupuesto y no zigzaguear entre ambos como sí puede hacerlo el pensador que la desarrolla. Pues bien: esta fijación fundamental no aparece nunca en la Ética de Scheler, y está muy bien que Astrada (p.112) le critiqué la omisión[4]. Y lo mismo es atinente su crítica del valor que Scheler adjudica a las personas como supuestos entes autónomos:

Scheler intenta, en vano, fundar el concepto de la autonomía de la persona sobre el valor y los actos personales en función de éste, y dirigidos al mismo. [...] Nos dice que sólo la persona autónoma y sus actos pueden poseer el valor de un ser y un querer moralmente relevantes. [...] Ahora bien, si los valores morales se imponen a la persona con independencia de ella y desde un plano (el «mundo de los valores») de absoluta objetividad, los actos personales dirigidos al valor no pueden ser autónomos. La aceptación de los valores morales por parte de la persona --cuya función se reduce a reconocerlos, aprehenderlos y realizarlos-- le arrebata necesariamente su supuesta autonomía; esa aceptación implica, en lo que respecta a la realidad moral, una relación de dependencia y hasta una sumisión de la persona. La ética de los valores se resuelve fatalmente en una ética heterónoma. [...] para la ética material axiológica, lo esencial no es el acto personal autónomo, sino el reconocimiento y realización de lo valioso objetivo, la sumisión al valor, mediante los cuales es sustraída a la persona su autonomía [...]. Si la persona tiene que adherir a valores morales y someterse a la absoluta objetividad de los mismos, el acto que tal adhesión implica no puede llamarse autónomo. La ética material de los valores, al reconocer a éstos plena y absoluta autonomía, es, pues, una ética heterónoma carente de verdadero fundamento desde que desconoce la autonomía de la persona (pp.113-4, el subrayado es mío).

Brillante todo el desarrollo de la crítica excepto en la conclusión final. ¿Por qué una ética que desconoce la autonomía de la persona tiene necesariamente que carecer de verdadero fundamento? A mis ojos aparece nuevamente, como resucitado desde los tiempos de Galileo, como redivivo luego de la paliza que Darwin le propinara, el inmortal prejuicio antropocentrista que quiere hacer del hombre un ente más importante aún de lo que ya lo es indiscutiblemente. Si la persona humana no es el fundamento último de la ética, dice Astrada, dicha ética es errónea. Gira la ética en derredor del hombre y no el hombre alrededor de la ética. El existencialismo parece llevar las de ganar, pero no festejen anticipadamente, que ya está llegando el nuevo Copérnico que pondrá al sentido común y a las sensaciones "evidentes" en el lugar filosófico que les corresponde[5].
o o o

[1] Para comprender estos términos temperamentológicos tal como yo los aplico hay que retroceder hasta mis anotaciones del 20/10/97 (ver la sección XIII del Apéndice del presente extracto).
[2] "El desprecio de la cuestión genética en la investigación de los fenómenos de decadencia del comportamiento social del hombre civilizado, equivale a un error de método de graves consecuencias" (Konrad Lorenz, Consideraciones sobre las conductas animal y humana, ensayo ll, cap. lll, secc. 9). Esto lo decía Lorenz en 1950, y nadie lo escuchó. Después vinieron las exageraciones de la sociobiología, que tampoco fueron tomadas en consideración. ¡A ver si a mí me dan bolilla, señores pedagogos!
[3] Cf. El mundo como voluntad y representación, tomo II, pp. 177-8.
[4] Según Llambías de Azevedo (Max Scheler, secc.19), este pensador dejó entre sus papeles póstumos algunas importantes consideraciones acerca del problema del libre albedrío. Para él, la libertad no quedaría circunscrita únicamente dentro del género humano: también los animales y hasta las leyes de la naturaleza presentarían una pequeña dosis de disociación respecto del estricto determinismo causal-mecánico. Esto lo acercaría, en el plano filosófico, a la teoría del clinamen de Epicuro y a la teoría de la contingencia de Boutroux, y en el plano científico podría considerarse Scheler un precursor del indeterminismo cuántico pregonado por Heisenberg y Dirac.
[5] Es el sentido común el que sugiere que los humanos somos autónomos, puesto que autónomos nos sentimos. Pero ¿quién autorizó al sentido común a opinar en cuestión tan intrincada? Según el Diccionario filosófico de Voltaire, el sentido común es un "estado intermedio entre la estupidez y el ingenio"; y decirle a un hombre que tiene sentido común es más una injuria que un halago, "porque es significar que no es completamente estúpido, pero que carece de inteligencia”. Utilizar el sentido común en el ámbito de la filosofía es tan peligroso como intentar el cruce del océano Pacífico valiéndose de un kayak.

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