En su juventud, De Quincey se encariñó con una prostituta de dieciséis años con la que llegó a convivir en la peor etapa de su vida (económicamente hablando). Era un cariño puro, no sexual (“la amaba tan entrañablemente como si fuera mi hermana”), y tuvo su clímax cuando Ann —que así se llamaba— lo salvó de la muerte. Frente a un repentino ataque estomacal que lo dejó postrado y sin reacción en una vía pública londinense, los auxilios de su protectora lo ayudaron a recobrarse. Sin estos auxilios, suponía De Quincey, “hubiera muerto en el acto o por lo menos caído en tal grado de postración que, en el desamparo en que me hallaba, pronto habría perdido toda esperanza de recobrarme”. Luego sus vidas se separaron y jamás la volvió a ver, pese a que siempre intentó reencontrarse con ella. Podría decirse que Ann fue el verdadero amor de su vida.
Hoy en día no es tan extraño entablar algún tipo de relación, de amistad, de amor, con una mujer de la calle, pero a principios del siglo XIX estaba muy mal visto el empatizar con este tipo de personajes. Esto no le importó en absoluto a De Quincey, ni tampoco le importó relatar el asunto en sus Confesiones para que todos se enterasen, sabiendo que muchos se escandalizarían. En su naturaleza no existía la palabra discriminación, y procuraba borrarla del resto de los mortales. Esta es su declaración de principios a este respecto:
En ningún momento de mi vida he pensado que pudiera mancharme el roce o la proximidad de cualquier criatura que tuviese forma humana; por el contrario, desde mi más temprana juventud he tenido a mucha honra conversar llanamente, more Socratico, con todos los seres humanos, hombres, mujeres o niños, que la suerte atravesara en mi camino: práctica que se acuerda con el conocimiento de la naturaleza humana, los buenos sentimientos y la franqueza en el trato propios de un hombre que aspira a ser reconocido por filósofo. Un filósofo no puede mirar las cosas con los ojos de la pobre criatura limitada que se llama a sí misma hombre de mundo y que, tanto por nacimiento como por educación, está llena de prejuicios estrechos y egoístas; por el contrario, ha de considerarse como un ser universal que guarda la misma relación con grandes y pequeños, con gentes instruidas o ignorantes, con culpables e inocentes (Confesiones de un inglés comedor de opio, p. 21).
Se comportó como se habría comportado Jesús, que hablaba sin distinción con cualquiera, prostitutas y publicanos incluidos: "De cierto os digo, que los publicanos y las rameras van delante de vosotros al reino de Dios” (Mateo 21: 31). De Quincey quería ser filósofo y terminó, si lo juzgamos por este párrafo, convirtiéndose en cristiano. Que es más o menos lo mismo.
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