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domingo, 1 de diciembre de 2019

Sobre cómo una opinión se generaliza y se transforma en dogma


Lo digo yo, lo dices tú, y, al fin, lo dice también el otro: después de tanto repetirlo, nadie ve más que lo que se ha dicho.
Pierre Bayle, Pensamientos diversos sobre el cometa

Pero ¿cómo es posible que tantas personas en el mundo (los vacunófilos y los amantes de los medicamentos farmacológicos) estén equivocadas y unas pocas (los naturistas) estén en lo cierto? Y puesto que estas mayorías no solo incluyen a la masa del pueblo sino también a los doctores, a los investigadores y a los pensadores de renombre, ¿no sería necio ir en contra de tales opiniones?, ¿no sería una muestra de terquedad intelectual? No me lo parece. Las opiniones universalmente aceptadas tienen, al igual que ciertas enfermedades, una capacidad de contagio infinita, y esta capacidad es muchas veces independiente de los razonamientos y de las evidencias empíricas que pudiesen apoyarlas.
Dice Schopenhauer:

No existe ninguna opinión, por absurda que sea, que los hombres no se lancen a hacerla propia apenas se ha llegado a convencerlos de que tal opinión es universalmente aceptada. El ejemplo vale tanto para sus opiniones como para su conducta. Son ovejas que van detrás del carnero guía adondequiera que las lleve. Les resulta más fácil morir que pensar (Dialéctica erística, o el arte de tener razón, estratagema 30).

Más adelante describe Schopenhauer el mecanismo a través del cual las opiniones de pocos mutan en dogma. El razonamiento es largo pero merece leerse con atención:

Lo que se llama opinión general se reduce, si lo examinamos bien, a la opinión de dos o tres personas; y quedaremos convencidos de ello si pudiéramos ver la manera como nace tal opinión universalmente válida. Entonces descubriríamos que, en un primer momento, fueron dos o tres personas quienes por vez primera asumieron y presentaron o afirmaron, y que se fue tan benévolo con ellos que se creyó que las habían examinado a fondo; prejuzgando la competencia de estos, otros aceptaron igualmente esta opinión y a estos creyeron a su vez muchos otros de golpe antes que tomarse la molestia de examinar las cosas con rigor. Así creció de día en día el número de tales seguidores perezosos y crédulos.
Así pues, una vez que la opinión tenía un buen número de voces que la aceptaban, los que vinieron después supusieron que tan solo podía tener tantos seguidores por el peso concluyente de sus argumentos. Los demás, para no pasar por espíritus inquietos que se rebelan contra opiniones universalmente aceptadas o por sabidillos que quieren ser más listos que el mundo entero, fueron obligados a admitir lo que ya todo el mundo aceptaba. En este punto, la aprobación se convierte en un deber. En adelante, los pocos que son capaces de sentido crítico estarán obligados a callar y solo pueden hablar aquellos que, del todo incapaces de tener una opinión y juicio propios, no son más que el eco de las opiniones ajenas. Y además son los defensores más apasionados e intransigentes de esas opiniones.
De hecho, en aquel que piensa de modo diferente, ellos odian no tanto una opinión diversa que él sostiene cuanto la audacia de querer juzgar por sí mismo, cosa que ellos no pueden hacer y en su interior lo saben pero sin confesarlo.
En suma, son muy pocos los que piensan, pero todos quieren tener opiniones. ¿Y qué otra cosa les queda más que tomarlas de otros en lugar de formárselas por su propia cuenta? Y dado que esto es lo que sucede, ¿qué puede valer la voz de cientos de millones de personas? Tanto, por ejemplo, como un hecho histórico que se encuentra en cien historiadores, cuando se constata que todos se han copiado unos a otros, con lo que, finalmente, todo se reduce a un solo testimonio.

¡Ah, pensar, pensar…! Verbo tan cacareado pero tan poco practicado por nuestros profesionales de la salud, investigadores incluidos, que prefieren hacer como que razonan para luego comerse la papilla predigerida que otros han rumiado y degustado. Pero así como las verdades científicas “duras” han sabido escapar de esa crisálida primitiva con cierta rapidez (la revolución copernicana y la teoría de la relatividad son dos ejemplos contundentes), así también las verdades médicas y sanitarias surgirán en algún momento de estas tinieblas que hoy día nos envuelven por causa de estas opiniones universalmente aceptadas por el aparato médico y por los propios enfermos. Y todo por pereza. Por la pereza de no querer pensar. Por ser, la mayoría de los hombres y las mujeres, cultos y no cultos, nada más que rumiantes de pasto ajeno. Pienso ajeno: con esto se alimentan las grandes mayorías, y en consecuencia terminan pensando con un cerebro ajeno, con un cerebro de carnero. Pero llegará el día —yo no lo veré— en que los médicos se alimentarán con pienso propio, con pienso casero. Ese día las agujas entrarán en huelga, y las nalgas y los brazos y los sistemas inmunitarios respirarán aliviados.

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