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viernes, 24 de abril de 2020

Heidegger y el nazismo


Nuestro objetivo de investigación crítica consiste en demostrar que lo que parecía mentira es verdad: el holocausto tiene su propia filosofía de la existencia y se encuentra en la obra maestra del, dicen, mayor pensador del siglo XX.
Julio Quesada, “Adiós a Heidegger”

La tarea de emparentar a Nietzsche con la filosofía de Calicles y de Trasímaco y de coronarlo como el preanunciador del nazismo por antonomasia, no fue tan compleja: ahí están los textos que hablan por sí mismos. Nietzsche es demasiado claro, demasiado honesto cuando habla, muy poco escondedor de sus pensamientos como para que la confusión se presente. Pero con Heidegger sucede muy distinta cosa. Me gustaría, en esta mi tarea de cotejarlo con el nazismo y de investigar si su filosofía ya no lo preanuncia, como la de Nietzsche, sino que es el nazismo en su más pura expresión, me gustaría valerme de los textos de Heidegger tal como me valí de los de Nietzsche. Pero Heidegger mismo me lo impide cuando avisa que su prosa es intraducible y que no se puede pensar en otro idioma que no sea el alemán. No me queda otra, pues, que penetrar en el pensamiento de Heidegger a través de los exégetas, mal que me pese, porque no conozco el idioma alemán, e incluso ni conociéndolo creo que podría adentrarme en sus libros, que se asemejan a verdaderas trampas para tontos en las que posiblemente habría yo caído. A pesar de bandearse hacia el ateísmo, conservó Heidegger de su educación como seminarista católico la manera de escribir, y tal vez de discurrir, de los intelectuales medievales. Leer a Heidegger es como leer a un Tomás de Aquino enloquecido, porque matiza la jerga escolástica dándose aires de poeta, oscureciéndola más de lo que ya oscura era, tornándola impenetrable a la razón y agregándole neologismos que fungen como clave esotérica para los iniciados. Pero los iniciados, ¿lo comprenden? Si lo comprendieran, no lo defenderían, porque un nazi no tiene defensa, como no sea la de un abogado profesional que a ello se ponga. No, no lo comprenden. O empezaron por no comprenderlo y después, gracias a los ojos vigilantes de Apel, de Habermas y de tantos otros, terminaron entrando en razón, pero ya era muy tarde, ya sus cabezas estaban formateadas por Heidegger y renegar de su pensamiento habría sido como admitir que se estuvo viviendo dentro de una casa de fantasía. Esa actitud de humilde reconocimiento del error intelectual no es común, es casi imposible, dentro de la filosofía occidental y en particular de la filosofía académica. Las excepciones son honrosas (Franco Volpi), pero se cuentan con los dedos de una mano.
Habermas nos advirtió que la ideología personal de Heidegger se venía tornando fascista, o que se había vuelto fascista en paralelo al fascismo político que se venía gestando en Alemania, pero dijo también que en la época de su obra cumbre, Ser y tiempo, que es anterior a la aparición de Hitler en la escena política de alto impacto, estaba más o menos libre de tal sospecha. A eso se atuvieron muchos de los existencialistas franceses, que basaron su admiración por Heidegger en este libro, al parecer emancipado de algunas contaminaciones ideológicas posteriores. Yo no comparto este punto de vista: no me parece que exista un “salto” entre la década de los veinte y la de los treinta sino una elocuente continuidad de sus ideas sociopolíticas. Y como los alemanes, hasta muy entrada la década de los ochenta, no supieron otorgarle a su revisionismo un adecuado ropaje que sirviera para escindirlo del mero debate académico e instalarlo en un ámbito más abarcativo[1], tendrá que llegar un tercermundista, un chileno, para gritarle al mundo que todos los Heideggers conocidos, incluido el anterior a 1933, estaban contaminados por el virus del totalitarismo. Se trata de Víctor Farías, que publicó su investigación en 1987, causando otra vez, como lo causara Habermas en 1953, un gran revuelo (la publicó en Francia, la cuna del furor heideggeriano), pero no el suficiente como para que los existencialistas entraran en razón. (De todos modos, la expresión “entrar en razón”, para estos apologistas de la irracionalidad, podría considerarse un anatema.)
“La intención de mi trabajo —declara Farías desde el prólogo a la edición española— es una y compleja: poner de manifiesto el germen de inhumanidad discriminadora sin el cual la filosofía de Martin Heidegger no es pensable como tal”. Según Farías, no se puede comprender cabalmente a Heidegger si no se asume que su adhesión al fascismo ha sido integral y contundente:

La totalidad de los trabajos que pretenden morigerar el grado de compromiso de Martin Heidegger con el nacionalsocialismo, o que quieren ver en él un sentido más profundo y «metafísico», se caracterizan, entre otras cosas, por la ignorancia sistemática de los textos en los que Heidegger nos informa de su fe nazi ligada a la persona de Adolf Hitler. El hechizo al que sucumbieron millones de alemanes se apoderó también de Heidegger (Heidegger y el nazismo, p. 134).

Comprometido estaba Heidegger con el pensamiento totalitario y segregacionista desde antes de la aparición de Hitler en escena (su admiración, que se remonta a su época de estudiante de teología, por el monje austríaco Abraham a Sancta Clara, un jovial y pintoresco antisemita del siglo XVII, certifica esta tendencia[2])[3], pero el nacionalsocialismo le vino como anillo al dedo. Uno de sus alumnos más destacados, Karl Jaspers, en pareja con una judía, detecta la admiración que profesa Heidegger por Hitler y se lo reprocha:

En una conversación de julio de 1933, Jaspers le pregunta a Heidegger: “¿Cómo pudo usted pensar que un hombre tan inculto como Hitler podría gobernar Alemania?”. Heidegger respondió: “La cultura no tiene importancia. ¡Observe qué maravillosas son sus manos!” (autobiografía de Jaspers, citada por Farías, op. cit., p. 134).

La cultura no tiene importancia: he ahí el leitmotiv del nazismo, que es también el de Heidegger. La cultura no importa, importa la fuerza, la valentía, la voluntad de poder… y las manos[4]. “El propio Führer y solo él es la realidad alemana de hoy pero también del porvenir y su ley”, escribe Heidegger en un artículo de revista que data de noviembre de 1933 (citado por Farías en ibíd.., p. 134). Importa destacar el hecho de la admiración que sentía Heidegger por Hitler, porque se habla de que a Heidegger, si quería mantenerse en la Universidad de Friburgo, no le quedaba otra que “tolerar” al jefe de los nazis y seguirle el juego; pero no: estaba tan compenetrado con el movimiento que incluso instituyó como obligatorio, durante su rectorado, el saludo nazi, que de ningún modo era recomendado por las autoridades políticas dentro de las universidades. Y cuando dejó de ser rector, y el rector posterior lo quitó, quiso restituirlo:

En una carta del 24 de julio de 1952, Jaspers le recordó a Heidegger los acontecimientos de aquellos años: «Cuando la señorita Drescher (candidata junto con Jaspers al doctorado), en 1937-38 asistía a sus clases, informó de su vano intento de mantener el saludo hitleriano, que el entonces rector ya no consideraba necesario». Esta información de Jaspers ha sido ratificada por otros alumnos de Heidegger que entonces asistían a sus clases (ibíd., p. 268)[5].

Los cañones de Heidegger apuntan hacia las dos grandes corrientes filosóficas que se habían hecho fuertes en el pensamiento occidental: el positivismo y el marxismo, el primero encarnado en los Estados Unidos, el segundo en la Unión Soviética. Por eso, cuando los norteamericanos ingresaron en la guerra sintió que su profecía podía llegar a cumplirse: todos los invitados ya estaban en la mesa. En uno de sus cursos universitarios de 1942, dijo lo siguiente:

Hoy sabemos que el mundo anglosajón del americanismo está decidido a destruir Europa, esto es, la patria, el inicio de occidente. Pero lo inicial es indestructible. La incorporación de América a esta guerra planetaria no constituye un ingreso a la historia, sino que es el último acto americano de la americana carencia de historia y autoaniquilación (citado en ibíd, p. 290).

Los americanos, enfrentándose a “lo inicial”, estaban firmando su propia sentencia de muerte. Solo los alemanes podrán encargarse, al mismo tiempo, de desarmar los dos colosos, siempre y cuando no se alejen de sus raíces:

El planeta está en llamas. La esencia del hombre se está deshaciendo. Sólo de los alemanes puede esperarse que tengan sentido histórico universal, siempre que encuentren y sepan preservar «lo alemán» (citado en ibíd, p. 290).

Estos cursos dictados en plena guerra demuestran que el compromiso ideológico de Heidegger con el nacionalsocialismo se extendió mucho más allá de lo que duró su rectorado. “Durante mi estancia en Friburgo (1938-1943) todo el mundo consideraba a Martín Heidegger un nazi; para mí era Hitler en la cátedra”, le comentó a Farías el profesor Heinz Bollinger (p. 223). Era Hitler en la cátedra; y en la cátedra, supuestamente “ontológica”, solo se hablaba, directa o indirectamente, de Hitler.
Los alemanes, pese a las profecías de Heidegger, perdieron la guerra. Sin embargo, esta derrota militar no se tradujo, para el profesor de Friburgo, en una derrota ideológica:

Aquí todo el mundo no piensa en otra cosa que en el hundimiento (Untergang). Pero la verdad es que nosotros, los alemanes, no podemos hundirnos porque aún no hemos surgido. Debemos seguir marchando a través de la noche (citado en ibíd, p. 294).

Jamás se arrepintió de su militancia nazi, porque de haberse arrepentido habría clausurado su propia ontología; así de emparentadas estaban su vida y su filosofía.
A varios de sus exalumnos y amigos, muchos de los cuales eran de ascendencia judía, les aclaró, finalizada la contienda, que solo fue partidario del nazismo durante su rectorado, pero que luego se distanció ideológicamente del movimiento[6]. Herbert Marcuse, una de las principales figuras del pensamiento surgidas bajo su ala, no le cree:

Usted me decía que desde 1934 se había distanciado completamente del régimen nazi, que en sus clases había hecho observaciones extraordinariamente críticas y que había sido vigilado por la Gestapo. No quiero poner en duda sus palabras. Pero sigue siendo un hecho que usted en 1933-34 se identificó de tal manera con el régimen que aún hoy es considerado por muchos como uno de los pilares espirituales más incondicionales del mismo. Prueba de ello son sus discursos, escritos y acciones de aquella época[7]. Usted nunca se ha retractado de ellos públicamente, ni siquiera después de 1945. Nunca ha manifestado públicamente que hubiera llegado a unas conclusiones diferentes de las declaradas y llevadas a la práctica en 1933-34. Después de 1934 usted permaneció en Alemania, a pesar de que en cualquier lugar del extranjero habría encontrado un lugar de trabajo. Usted jamás ha denunciado públicamente ni uno solo de los hechos ni la ideología del régimen nazi. Por todas esas circunstancias, todavía hoy se lo identifica con el régimen nazi. Muchos de nosotros hemos estado esperando, y durante mucho tiempo, una palabra suya, una palabra que lo liberase clara y definitivamente de esa identificación, una palabra que expresara su postura auténtica y actual frente a todo lo sucedido. Usted no ha pronunciado esa palabra [...]. Usted solo puede luchar contra la identificación de su persona y de su obra con el nazismo (y con ello contra la extinción de su filosofía) si hace una confesión pública de su cambio y conversión (y solo en este caso podremos luchar nosotros contra esa identificación (carta de Marcuse del 28 de agosto de 1947, citada en ibíd, pp. 296-7).

La confesión pública nunca se hizo. Pero esto no es lo extraño, lo extraño es que a pesar de la no retractación, no sucedió con su filosofía lo que temía Marcuse, no se extinguió. ¿Será entonces que los pensadores actuales que lo siguen aplaudiendo, los existencialistas y los posmodernos, son adictos a la ideología nazi o al fascismo en general? A primera vista no, y esa es la locura. Y entonces empieza la sospecha de si estos existencialistas y posmodernos, que en el fuero externo de su propia conciencia parecen adoptar posiciones más bien izquierdistas, no son en realidad fascistas encubiertos, encubiertos incluso para ellos mismos[8]. La duda es razonable: aplaudir a un fascista y no ser fascista es algo complicado[9].
Heidegger le contestó a Marcuse afirmando que lo que esperaba del nacionalsocialismo era una “una renovación espiritual de la vida entera, una reconciliación de los contrastes sociales y la salvación de occidente de los peligros del comunismo”, y que cuando esa renovación espiritual no se concretó, o se apuntó para otro lado, dejó de creer en esa opción de gobierno[10]. Pero el que no le cree es Marcuse, quien no se explica

que usted, que ha sido capaz como ningún otro de comprender el pensamiento occidental, pudiese ver en el nazismo una "renovación espiritual de la vida entera" y una "salvación del ser occidental frente a los peligros del comunismo" (que, en mi opinión, constituye un componente esencial de esa realidad). Esto no es un problema político, sino casi un problema de cognición, diría yo, un problema intelectual, de conocimiento de la verdad. Usted, el filósofo, ¿ha confundido la liquidación del ser occidental con su renovación? ¿No era evidente esa liquidación en cada una de las palabras del Führer, en cada uno de los gestos de las SA, ya mucho antes de 1933?

Lo que más indignó a Marcuse fue la comparación que hizo Heidegger, en su carta de respuesta, entre los campos de exterminio nazi y la emigración forzada que impusieron los Aliados en la Alemania del Este:

Solo quiero comentar un párrafo de su carta, no sea que mi silencio pueda ser interpretado como aquiescencia; usted escribe que todo lo que digo sobre el exterminio de los judíos vale exactamente igual para los aliados si en vez de judíos ponemos a los alemanes del Este. ¿No se coloca usted con esta frase fuera de la dimensión lógica; es posible explicar, saldar y "aprehender" un crimen, alegando que también otros han perpetrado acciones parecidas? Más aún, ¿cómo es posible poner la tortura, la mutilación, la aniquilación de millones de seres humanos en el mismo plano que el traslado forzoso de grupos étnicos, en cuyo transcurso no se cometieron ninguna de esas atrocidades (dejando aparte quizás algunos casos excepcionales)?

Esta nueva carta de Marcuse quedó sin respuesta. Puesto contra las cuerdas, ya no supo Heidegger cómo contragolpear.
Este libro de Farías, fundamentalmente por su pormenorizado trabajo investigativo, marcó un antes y un después respecto del problema Heidegger. Ya son muchos los que afirman que Heidegger fue un fascista convencido siempre, antes de su rectorado de Friburgo, durante su rectorado y después de finalizada la guerra. Queda por saber ahora, que ya sabemos (o creemos saber) que Heidegger fue un nazi de pies a cabeza, si la filosofía de Heidegger es nazi de pies a cabeza, si no hay aspectos importantes de su obra que puedan ser rescatados, que estén descontaminados o que sean susceptibles de descontaminarse. Pero para eso necesitaremos (¡quién lo diría!) a un francés.
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[1] "El tema «Heidegger y el nacionalsocialismo» ha sido tratado con mucha frecuencia [en Alemania] desde Georg Lukács y Karl Lówith hasta Hugo Ott, pasando por Paul Hühnerfeld, Christian von Krockow, Theodor W. Adorno y Alexander Schwan, mientras que en Francia Heidegger fue desnazificado a todo correr e incluso promovido a miembro de la resistencia. Pero hay que reconocer que en nuestro país los efectos de tal crítica han sido escasos. Ni la exposición crítica que hizo W. Franzen de la evolución política de Heidegger ni las recientes averiguaciones de Hugo Ott y Otto Pöggeler sobre el compromiso político de Heidegger han trascendido los círculos especializados" (Jürgen Habermas, Identidades nacionales y postnacionales, p. 63).
[2] A propósito de la inauguración de un monumento dedicado a este monje en Kreenheinstetten, el 15 de agosto de 1910, Martin Heidegger escribe uno de sus primeros artículos, del cual extraigo las siguientes oraciones: "Personajes como Abraham a Sancta Clara deben seguir vivos entre nosotros, actuando silenciosamente en el alma del pueblo. Quiera Dios que sus espíritus circulen siempre entre nosotros, que su espíritu [...] se convierta en un fermento poderoso para la conservación de la salud y, cuando la necesidad lo imponga, para el restablecimiento de la salud del pueblo" (citado por Farías, op. cit, p. 49). El término “salud del pueblo” es recurrente en Heidegger. En 1933, ya como rector de la Universidad de Friburgo, pronunció un discurso en el Instituto de Anatomía Patológica de aquella universidad, que dio en llamar, justamente, “La salud del pueblo”, en donde afirmó que “para lo que es sano y enfermo, cada pueblo de cada época se da su propia ley en función de la grandeza y amplitud interior de su propio estar (Dasein)”. En la propia cara de los médicos que lo escuchan avala la idea de que en el nazismo, la cuestión de quién está sano y quién está enfermo ya no está determinada por los profesionales de la salud sino por la pertenencia a un pueblo u otro. El hecho de que este curioso argumento sanitario aparezca ya esbozado en 1910 nos da la pauta de que el pensamiento nacionalista y totalitario de Heidegger se venía gestando desde mucho antes de la aparición de Hitler en escena.
Cabe mencionar que en aquel artículo de 1910 aprovechó también para elogiar "al inolvidable Karl Lüger", exalcalde de Viena, otro reconocido antisemita que luego sería calificado por Adolf Hitler como "el más grande de los burgomaestres alemanes de todos los tiempos" (Mi Lucha, p. 108).
[3] Según Karl Jaspers, "en los años veinte Heidegger no era antisemita" (cf. Martin Heidegger/Karl Jaspers: Correspondencia (1920-1963), p. 229). Si hubiera leído la carta que Martin le envió a Elfride el 18 de octubre de 1916, posiblemente habría modificado su opinión. Luis Moreno Claros no niega el antisemitismo del Heidegger seminarista, pero lo matiza considerando que se vio arrastrado a él por el ambiente escolástico de su educación (cf. su Martin Heidegger, p. 23). Rüdiger Safranski directamente niega la posibilidad: “¿Fue Heidegger antisemita? No lo fue en el sentido del delirante sistema ideológico de los nacionalsocialistas. Pues llama la atención que ni en las lecciones y los escritos filosóficos, ni en los discursos y panfletos políticos aparezcan observaciones antisemitas o racistas” (Un maestro de Alemania, p. 299). Cabe aclarar que si una persona experimenta un vivo resentimiento hacia los judíos, es antisemita por más que no exprese ese sentimiento públicamente. Podría decirse, si se quiere y hasta cierto punto, que Heidegger no fue una antisemita militante, pero de eso no se deduce que no haya sido antisemita.
[4] "Cuando escucho la palabra «cultura» —había dicho Göring—, quito el seguro de mi revólver".
[5] ¡Qué diferencia con la actitud adoptada por Nicolai Hartmann! Cuando a Hartmann lo saludaban, en la Universidad de Berlín, con el consabido Heil Hitler! ("salve a Hitler"), este respondía, provocativamente, Rette ihn! ("¡sálvelo usted!"). La anécdota me la refirió Ricardo Maliandi.
[6] En realidad, su dimisión al rectorado de la Universidad de Friburgo se debió a que algunos intelectuales del nazismo no lo soportaban:  "Esta renuncia fue consecuencia de una gran frustración personal, luego de haber sido postergado en su ambición de ser el líder y vocero de la reformada universidad y de la naciente cultura de la Nueva Alemania, por obra de las inevitables mediocridades intelectuales del nazismo (como Erich Jaensch y Ernst Krieck) que removieron cielo y tierra e intrigaron ante Alfred Rosenberg, Ministro de Cultura, a fin de cerrar el paso a Heidegger dentro del sistema e impedirle ser lo que se proponía: «el filósofo del Nacional Socialismo»" (Mario Vargas Llosa, “Führer Heidegger", artículo incluido en su libro Desafíos a la libertad). Digamos también que gran parte del apoyo político de Heidegger provenía de las SA, y al ser asesinado Röhm y toda la cúpula del "ala popular" del nazismo en la Noche de los cuchillos largos, Heidegger se sintió desprotegido y decidió apartarse. (En realidad, presentó su renuncia días antes de la fatídica noche: ya se la veía venir.)
[7] En su Heráclito, que data de 1943, escribe: "El planeta está en llamas. La esencia del hombre está desarticulada. Solo desde los alemanes puede llegar una reflexión histórico-mundial —si, esto es, encuentran y perseveran su germanidad [das Deutsche]". Vemos así que nueve años después de haber abandonado el rectorado, y ya bien entrada la guerra, todavía supone que Alemania representa el "poder salvador" de la humanidad, en lugar de su azote.
[8] Hay quien afirma que los pensadores posmodernos, debido a su particular lenguaje —imitación de Heidegger—, no apto para la discusión sino para la imposición de conceptos, se alinean de manera irrestricta con el capitalismo de última generación que los cobija y que campea desde el final de la Segunda Guerra. “La misma resonancia vacía que Adorno advierte en las habladurías de los auténticos puede rastrearse en la jerga neoliberal”. De este modo, el ser ahí heideggeriano muta como por arte de magia en un “ser en el mercado” (cf. Jorge Miceli, "Subjetividad política y lenguaje: De la crítica adorniana a la idea de jerga a la crítica del neoliberalismo", en línea).
[9] ¿Realizarán los posmodernos el juramento antimodernista, tal como lo realizaban los profesores católicos en la primera mitad del siglo XX? Curiosa hermandad sería esta del posmodernismo y el catolicismo para enfrentar al enemigo común.
[10] Heidegger exigía que su adhesión al nacionalsocialismo sea ubicada en el marco de sus reflexiones sobre la esencia de la técnica extendida a escala planetaria. Mostrará que el nacionalsocialismo, desde el comienzo, se planteó un enfoque correcto del problema que representaba la mundial tecnificación, pero que después de ese buen comienzo el movimiento quedó frustrado por la incapacidad filosófica de los dirigentes y devino tan dependiente de la tecnología como la Unión Soviética y los Estados Unidos. Pero ¿cómo pretendía Heidegger expandirse y anexar territorios –objetivo que todo nazi conocía y buscaba, puesto que Mi lucha lo especifica claramente– sin valerse de la “maquinación” (Machenschaft) y de las modernas tecnologías? ¿Habría preferido sitiar a los rusos a puros piedrazos?

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