Sostiene
Nietzsche que los fuertes deben prevalecer para que el vitalismo social no
decaiga, pero pocas precisiones nos ofrece respecto de lo que entiende por una
persona “fuerte”. Algunas veces parece adivinársele una predilección por la fuerza
física, otras por la fuerza “biológica” (la resistencia que podría ofrecer un
organismo ante las enfermedades, las hambrunas, etcétera), y cada tanto
menciona como una cualidad la fortaleza espiritual. Esta imprecisión empaña sus
disquisiciones, y más empañadas quedan al sospechar, como sospecha el común de
la gente, que a la fuerza física, o tal vez biológica, que tal o cual persona
presenta se le contrapone, en gran cantidad de casos, una fuerza espiritual de
inversa intensidad. Para decirlo en criollo: cuanto más fuerza física o
resistencia, más estupidez y crasitud. Bestialidad y espiritualidad no suelen
ir de la mano. Por eso es menester que Nietzsche se defina entre la una o la
otra para saber hacia dónde apuntar, pero la definición no aparece con la
rigurosidad necesaria, como ya le achacaba desde muy temprano —en 1897, con
Nietzsche todavía vivo— aquel gran pionero de la sociología que fue Ferdinand
Tönnies:
Quien una vez
llegado aquí pida diferenciación, y acaso espere que el profundo pensamiento de
Nietzsche equilibre las consideraciones biológicas y las sociales, se llevará
una gran decepción. Nietzsche jugó con todas estas ideas, pero no consiguió
llevar a cabo una sola de ellas ni seguirlas de un modo riguroso. La selección
de un tipo más elevado es una reclamación vehemente en sus últimos escritos;
pero apenas se le ocurre probar en relación a ello los hechos económicos o las
instituciones de derecho. Tampoco parece haber preguntado cuál es la fuerza que
debería ser elevada, qué cualidades deberían tener campo libre para su puesta
en acción y en qué grado la fuerza “física” puede condicionar y fomentar la
fuerza “espiritual”, si es que no se excluyen una a la otra. Él se limita a
comparar “fuerza” y “debilidad”, “acierto” y “error”; describe el modelo
“elevado” de hombre parafraseándolo como “el de más valor, el que más merece
vivir, el de más seguro futuro”. Y por mucho que presuma de pensar “libre de
moralismo hipócrita”, para él todo el complicado problema del desarrollo social
se encuadra en el problema de la moral (El
culto a Nietzsche. Una crítica, 6).
La conclusión, tanto para Tönnies como
para mí, es la misma: Nietzsche adolece de “la más profunda ignorancia en
ciencias sociales”. Es por eso —amén de algún impedimento de orden temperamental—
que no pudo desarrollar sistema filosófico alguno, sino que apenas pudo armar
“un aquelarre de ideas, exclamaciones y declamaciones, explosiones de ira y
afirmaciones contradictorias”, aunque entremezclado con relámpagos de ingenio
“brillantes y cegadores”. Nietzsche, filosóficamente hablando, no es más que un
hombre de negocios en bancarrota “que construye palacios y ya no puede pagar su
alquiler”.
Ferdinand Tönnies, cargado de una fuerza
espiritual inigualable pero con ciertas debilidades físicas, o cualquier mozo
de cuadra, de gran fortaleza física pero tardo de entendederas: ¿a quién
sacrificaremos? A nadie, no hay por qué sacrificar a nadie. En todo caso,
sacrifiquemos el pensamiento de Nietzsche, pero teniendo buen cuidado de
preservar para la posteridad literaria su poderoso y encandilador estilo[1].
[1] No quisiera despedirme de Tönnies, este manierista de la
filosofía, sin citar el comienzo de su ensayo, en donde saluda la llegada, al
fin, de un pensador que sacude y entusiasma e invita a la lectura
multitudinaria, suceso extrañísimo en la historia de la filosofía. Es un saludo
este, pero que implica una preocupación: “Un escritor de filosofía que sea
leído por mucha gente ya es de por sí algo extraño. Pero, ni qué decir, si
además se le lee con entusiasmo, si sus lectores se reconocen como jóvenes, si
sus ideas se reciben y se propagan como liberación y revelación, si uno cree
haber ganado, a través de un pensador, un guía para el camino de la vida. Algo
así es tan extraordinario que nos remite a unas palabras de Emerson [...]:
«¡Poneos en guardia si Dios manda un pensador a nuestro planeta! Es como cuando
estalla un incendio en una ciudad sin que nadie sepa qué está a salvo y hasta
dónde pueden llegar las llamas. Nada en el mundo de la ciencia estaría a salvo
de experimentar un giro de la noche a la mañana [...]. Todas las cosas de valor
e importancia para los hombres han de ser supeditadas a las ideas que se les
han encumbrado en el horizonte intelectual y que provocan el orden actual de
las cosas. Ocurre igual que con el árbol que sujeta sus manzanas. En un
momento, un nuevo grado de cultura revolucionaría todo el sistema de los
esfuerzos humanos»”. Bienvenido el pensador poeta que revoluciona las cabezas
de nuestra desorientada juventud y las atiza para que no se duerman; malvenido
el pensador reaccionario que las revolucionó para mal, para dejarlas peor de lo
que estaban cuando no pensaban o cuando pensaban trivialidades.
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