El historiador favorito de Nietzsche fue
Tucídides:
Mi
distracción, mi predilección, mi curación de todo platonismo ha sido
siempre Tucídides. Tucídides y tal vez el Príncipe de Maquiavelo son muy
afines a mí por el propósito incondicional de no dejarse engañar en nada y de
ver la razón en la realidad, y
no en la «razón», y menos aún en la «moral». Nadie mejor que
Tucídides para curarnos radicalmente de ese lamentable barniz coloreado del ideal
con que se pinta a los griegos, y que constituye el premio que recibe el joven
con «una formación clásica» por el adiestramiento que le proporciona la
enseñanza media para la vida. Hay que examinar detalladamente cada línea suya y
descifrar sus pensamientos ocultos (El
crepúsculo de los ídolos, “Lo que debo los antiguos”, 2).
Los pensamientos ocultos de Tucídides puedan adivinarse, por ejemplo,
detrás de este pasaje:
Los griegos de otro tiempo [...] y los
bárbaros que vivían en la costa del continente o en las islas, una vez que
empezaron a pasar con sus naves de unas tierras a otras con mayor frecuencia,
se dedicaron a la piratería [...]. Cayendo sobre poblaciones sin murallas
formadas por aldeas dispersas, las saqueaban y obtenían de allí la mayor parte
de sus medios de vida, pues esta actividad no comportaba ningún deshonor, sino
que más bien proporcionaba una cierta gloria (Historia de la Guerra del Peloponeso, libro I, “La arqueología”).
Pisotear a los débiles, a las aldeas que carecían de todo ejército,
era para los primeros griegos algo glorioso, como también lo era para Tucídides,
quien acepta de buen grado esta moral “natural” en la que el fuerte se impone
al débil sin que por ello pierda un ápice de nobleza. Una quinceañera indefensa, por ejemplo,
es para Tucídides un glorioso botín: violarla es para el
griego antiguo prácticamente un deber. Si el violador, en un arrebato de
compasión, se detiene y se aleja, será tachado de cobarde:
Tucídides
considerado como el gran compendio, la última manifestación de la objetividad
fuerte, rigurosa y dura, que había en el instinto de los antiguos helenos. Lo
que, en último término enfrenta a individuos como Tucídides e individuos como
Platón es la valentía ante la realidad. Platón es un cobarde frente a
ella, y, en consecuencia, se refugia en el ideal. Tucídides es dueño de sí
mismo, y, por consiguiente, domina también a las cosas (Friedrich Nietzsche,
op. cit).
El hombre dueño de sí mismo encara la realidad tal como viene: si hay
que violar, se viola. El individuo que carga con el peso de la moral platónica
sobre sus hombros, no ve la realidad instintiva (una niña sexualmente
apetecible) sino una idealidad (el amor, la fragilidad, la pureza), y por tanto
se abstiene de hacerle daño. Nietzsche nos dice que el que está equivocado es
este idealista, que hay que comportarse “valientemente” y violarla. Pero ¿se
puede catalogar de valientes ante la realidad a estos sujetos que se ensañan
con estas víctimas tan débiles? ¿No nos enseñan desde chicos que no nos metamos
con personas que no tienen nuestra misma o parecida edad, porte y contextura?
Si vamos a ser piratas, robémosle los tesoros a la armada inglesa, no le
robemos los aretes a la anciana señora que pasa junto a nosotros. Dispenso a
los primeros griegos, si es que así se comportaban, y a Tucídides también,
porque era de esa época; pero a Nietzsche no, porque un individuo culto del
siglo XIX no puede decir semejante disparate y salir airoso y sin cicatrices.
Violar niñas, robarles a las ancianas… acciones vistas como nobles y gloriosas…
Y lo peor, lo más vergonzoso para la filosofía, es que haya habido generaciones
de eruditos que hayan ensalzado la filosofía de Nietzsche y le hayan rendido a
su autor una incondicional pleitesía.
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