Los
primeros eugenistas fueron los espartanos. Buscaban una estirpe de guerreros
fuertes y valerosos, debido a lo cual, en determinado momento de su historia,
se propusieron desechar a los niños débiles o enfermos para que no pudiesen
crecer y reproducirse y generar otra camada de niños débiles o enfermos. Los
espartanos sabían lo que buscaban, no les interesaba el resto de las cualidades
que el individuo pudiese ostentar; de ahí que su eugenesia, en el sentido en el
que ellos la aplicaron, les funcionara.
Ahora
pasemos al siglo XX, momento de la historia en el cual, debido a los esfuerzos
de Sir Francis Galton, rebrota en occidente la doctrina eugenésica.
En
1904, un pensador alemán que luego sería leído con asentimiento por Adolfo
Hitler, escribió:
Condenar
a muerte a los recién nacidos débiles, como lo hacían los espartanos con un fin
de selección, no sería, racionalmente, cometer un asesinato, aunque así lo
quieran nuestras leyes modernas. Por lo contrario, merecía considerarse como
una medida bienhechora para la víctima y la sociedad (Ernst Haeckel, Las maravillas de la vida, tomo I, p.
33).
Más allá del contraste entre lo
que implica esta afirmación y el título del libro, más allá de la ausencia de
compasión que denotan estas palabras y de la mentira que conllevan (porque
decir que matar a un niño débil que no padece dolores es algo deseable para el
mismo crío es decir una estupidez completa), el problema con este tipo de
tácticas eugenésicas es que si se llevan a cabo con rigor, desaparecen, además
de la debilidad (hereditaria), otras cualidades que tal vez sean deseables y
que son características de la gente débil o enfermiza. Matar a todos los niños
débiles nos garantizaría (hasta cierto punto) un futuro carente de hombres
débiles, pero no carente de mentecatos, sádicos, soberbios, etcétera,
cualidades que también, seguramente, querríamos eliminar. Y ¿qué sucedería, en
un mundo que autorizase la matanza de los niños débiles, si alguien con las
condiciones intelectuales de un Shakespeare o un Einstein naciera corporalmente
disminuido? ¡A la basura con el infante!, diría Haeckel, y así el planeta se
privaría de dos personas que habrían contribuido a embellecerlo en grado sumo,
tanto más que lo que harían millones y millones de "saludables"
bebés. No se puede adoptar un
criterio eugenésico, a saber, en este caso, la fortaleza corporal, y desdeñar
el resto; eso sería reducir las expectativas espirituales del hombre del futuro
a niveles casi simiescos.
Quiso Hitler,
apoyado en esos ideólogos de cartulina a lo Haeckel, fundar en Alemania una
nueva Esparta, una nación pura y exclusivamente de guerreros. Pero nuestras
sociedades ya no son tan sencillas como las griegas de aquel entonces. Los
espartanos pretendían mejorar un solo aspecto de la individualidad humana —la
fortaleza— y el resto no les importaba, y por eso su ideal eugenésico funcionó.
También funciona con la selección artificial que se ha llevado a cabo durante
siglos en nuestros animales domésticos, porque buscamos en ellos una única
característica, o dos, que nos interesan de cada especie, y el resto de su
animalidad no nos importa. Pero que este razonamiento que busca “mejorar” a los
animales domésticos pueda aplicarse a las modernas sociedades humanas, eso es
algo imposible o temerario. Isaac Asimov (quien se contagió con el virus HIV en
1977 y murió en 1992, pero no de sida sino por insuficiencia renal) explica
esta imposibilidad con algún detalle:
En relación con nuestra ignorancia de la genética
humana, se señala a veces que el hombre ha logrado "mejorar las
razas", controlando el cruzamiento de los animales domésticos, y esto se
hizo a pesar de que la genética de los caballos y ganado es casi tan mal
conocida como la del hombre. En efecto, la mayor parte de los mejoramientos
producidos por estos cruzamientos tuvieron lugar en épocas en que no se tenía
ni la más vaga noción de que la ciencia de la genética existiera o pudiera
existir.
Si es así, ¿no podríamos mejorar
la raza humana trabajando en la misma forma intuitiva?
El argumento parece bueno, y se
utilizó 700 años antes de Cristo por los antiguos espartanos, los cuales
perdonaban e incluso aprobaban el adulterio cuando "el otro hombre"
tenía características deseables, y señalaban en la explicación que a la raza
humana se le debería dar por lo menos el mismo cuidado que se otorgaba al
cruzamiento del ganado, y que un macho con buenas características debía en
ambos casos tener la mayor cantidad de descendencia posible.
Y, sin embargo, semejante
argumento carece de validez. Sabemos exactamente qué es lo que buscamos con la
"mejoría de la raza" en los animales domésticos. Si queremos una vaca
que dé mucha leche, cruzamos toros y vacas que desciendan de buenas lecheras, y
tomamos lo mejor de las crías (a este único respecto) para nuevos cruzamientos.
Al final, obtenemos especialistas lecheras que son apenas algo más que fábricas
vivientes, diseñadas para convertir el pasto en mantequilla.
¡Muy bien!, pero ¿qué más hemos
producido en el ganado mientras nos hemos concentrado en obtener más leche? No
nos importa mucho: lo único que queremos es leche. Nuestro ganado manso actual
es suficientemente plácido y estúpido para no ser capaz de proteger sus carneros,
ni siquiera protegerse ellos mismos contra los animales salvajes. Los caballos
de pura sangre constituyen magníficas máquinas de carrera, pero son también
criaturas increíblemente neuróticas, que necesitan más y mejores cuidados que
un niño humano. Los cerdos se han convertido en desgarbados seres productores
de grasa que no sirven para nada más que comer y ser comidos. Hemos
transformado a los perros en psicópatas agresivos, como los pequineses, o les
hemos hecho una nariz tan chata que apenas pueden respirar, como el bulldog
inglés, y así sucesivamente.
Todo esto está bien, criamos a
los animales domésticos para que desarrollen una sola característica, a
expensas de su supervivencia integral, porque nosotros los cuidamos y, en todo
caso, lo que queremos satisfacer son nuestras necesidades, no las suyas.
Pero, en el caso del homo sapiens, ¿qué criaríamos? Los
antiguos espartanos creían saberlo. Les interesaban las diversas cualidades que
forman un buen guerrero: fuerza, resistencia y valor. Esto lo lograron, su
conducta en la batalla de las Termópilas todavía nos causa admiración (aunque
pocos de nosotros desearíamos ser sus émulos). Sin embargo, el desprecio de
todas las demás características produjo una cultura espartana que, en conjunto,
es digna de todo menos de admiración y que, en realidad, es el más claro
ejemplo de cultura psicótica de larga duración que registra la historia.
En el caso del homo sapiens, ¿qué carácter
favoreceremos? ¿La capacidad atlética? ¿Las virtudes marciales? ¿La longevidad,
el genio creador, el carácter alegre, la capacidad literaria, la estabilidad
mental, el raciocinio frío, el alto sentido moral? En cierto modo, todos son
deseables, pero no existe ninguna forma conocida de hacer fecundaciones que
favorezcan todos ellos, y la experiencia que hemos adquirido con los animales
domésticos, o con los espartanos, no nos da indicaciones sobre la manera de
producir numerosas características a la vez.
También existen, por supuesto,
características extremadamente negativas, tales como la idiotez o la manía
homicida, que quisiéramos eliminar genéticamente, si supiéramos cómo. Sin
embargo, no estamos seguros de que siquiera podamos eliminar los genes
indeseables, sin eliminar también cierta porción de los deseables. [...]
El resultado es que los
geneticistas más reputados tratan con la mayor cautela todo lo relativo a la
eugenesia, y los que siente mayor entusiasmo por ella tienden a ser fanáticos
henchidos de una confianza basada solo en la ignorancia y con marcada tendencia
a derivar de la eugenesia al racismo (Isaac Asimov, Las fuentes de la vida, pp. 88, 89 y 90).
Te
preguntarás lector a qué viene todo este razonamiento en contra de cualquier
tipo de eugenesia negativa (la eugenesia positiva es harina de otro costal), y
te responderé que lo que hacen los médicos vacunófilos cuando intentan
erradicar tal o cual enfermedad en particular es algo similar a lo que hacen
los biólogos genetistas cuando buscan mejorar alguna característica particular
de los pollos o de los tomates. Buscan algo (que el tomate sea más jugoso, que
el pollo sea más voluminoso) y se desentienden de las consecuencias generales
que harán de esos productos entes muy distintos de lo que eran previamente a la
modificación genética. El tomate no se volverá más tonto si le modificamos un
par de genes, pero el pollo probablemente sí, o más lento, o más triste, o lo
que sea. No lo sabemos. Ni nos
importa. Con las personas, sin embargo, no podemos ser tan displicentes. Cuando
inoculamos vacunas estamos forzando al sistema inmunitario para que quede
alerta frente a una potencial enfermedad, pero al precio de desalertarlo frente
a otras. No llegamos al punto de modificar la genética, pero modificar el
sistema inmunológico es tal vez peor: prefiero ser un pequinés histérico con
buenas defensas que un cristiano no histérico pero inmunosuprimido.
¿Hasta
cuándo continuará esta eugenesia solapada? Hasta que la humanidad abra los
ojos… o hasta que las vacunas dejen de ser un negocio lucrativo. Pero esto
último jamás ocurrirá; no nos queda otra, pues, que abrir los ojos.
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