Ensayos correspondientes al capítulo 14 (y último) de
La ética y la moral:Capítulo 14
Hume
Tenía Hume una cara ancha y gorda y una boca grande y carente de cualquier expresión que no fuese la de la imbecilidad. Sus ojos eran apagados y mortecinos, y la corpulencia de toda su persona se ajustaba mucho más a la idea de un concejal comedor de pichones que a la de un filósofo refinado.
James Caulfeild (el futuro lord Charlemont), citado por David Edmonds en
El perro de Rousseau
Martes 23 de septiembre del 2008/11,22 a.m.
Sería conveniente que definiese algunas de las virtudes y algunos de los vicios que figuran en mis listas y que difieren en ciertos aspectos de la opinión generalizada que despierta cada una de esas palabras.
La virtud de la austeridad esta tomada en un sentido puramente materialístico. Sería entonces la severidad y rigidez en el manejo del dinero, la morigeración extrema de los gastos. De ahí que su antítesis recaiga en el consumismo, que viene a ser el despilfarro del propio dinero en la compra de productos y servicios prescindibles e incluso dañinos. No debe nunca emparentarse este tipo de austeridad con la avaricia. El avaro no gasta porque siente una enfermiza pasión por su dinero, mientras que el austero no gasta porque no necesita gastar, porque disfruta no-gastando (en contraposición del avaro, que disfruta acumulando) y porque su economía se resentiría si gastase más de lo mínimamente indispensable. Tampoco debe relacionarse lo contrario de la austeridad, el consumismo, con la liberalidad, puesto que lo propio de la gente consumista es derrochar, es decir, malgastar su dinero en la compra de todo tipo de bienes y servicios irrelevantes dirigidos hacia sí mismo, mientras que los liberales obsequian sus dineros o sus bienes a otras personas. Desde el momento en que un consumista adquiere un objeto no para su propio deleite sino para regalárselo otro, deja de ser, en ese momento, un consumista para entrar en la categoría de liberal. Es muy común que un consumista practique cada tanto la liberalidad, pero es raro que un liberal sistemático se vuelque al consumismo, el mayor de los vicios menores (junto con la cobardía) y que por ello debe repugnar indefectiblemente a todo espíritu decididamente virtuoso.
Entiendo por comunicabilidad la facilidad en la expresión de las ideas y los sentimientos, tanto sea de palabra, por escrito, mediante gestos, ademanes o lo que fuere. La incomunicabilidad es la dificultad para esta tarea, y no debe confundirse con la cualidad de la impenetrabilidad, que no figura en mis listas pero que defino como la capacidad de ocultar las propias emociones. Es posible que el individuo sea muy comunicativo al emplear un determinado medio y muy poco comunicativo al modificarse la pauta expresiva. Tolstoi decía que los buenos escritores no saben hablar, que no manejan muy bien el lenguaje por vía oral, y Montaigne, cuya comunicabilidad fue magistral con la pluma, se consideraba "mal orador para el común, porque en todo acostumbro a decir lo más extremo y final que sé" (Ensayos, ll, 17).
El término dócil está empleado aquí, exclusivamente, para designar a las personas o animales que reciben fácilmente las enseñanzas impartidas, y el terco viene a ser el individuo completamente refractario a ellas. La virtud de la docilidad no es incompatible con la virtud de la firmeza: se puede ser permeable a la opinión ajena y a la vez mantener la propia con ímpetu y con una cuota imprescindible de dogmatismo. El propio Descartes, el creador de la duda metódica, aconseja no dudar una vez que nos hemos encaminado en una dirección por más que no sepamos a ciencia cierta hacia dónde vamos. Perdidos por perdidos en medio de un bosque, es conveniente tomar cualquier camino y seguirlo derechamente que no deambular sin plan o permanecer parado. Probablemente no llegaremos adonde queríamos llegar, pero al menos llegaremos a algún lado (Discurso del método, parte lll). Eso es firmeza.
Cuando yo hablo de misericordia pienso exclusivamente en la capacidad que presentan ciertos individuos de refrenar una determinación volitiva previa que les ordenaba producir un daño equis a otro individuo ya sometido y como en espera del castigo. La misericordia puede confundirse con la compasión, pero ésta no es una virtud sino una emoción, y ya hemos dicho que las emociones no puede ser virtudes; sólo pueden aspirar, como mucho, a la categoría de respuestas afectivas al valor. La compasión es una respuesta afectiva adecuada --puesto que pertenece al grupo de las emociones amorosas--, mientras que la misericordia es una facultad intelectual que suele venir acompañada del sentimiento compasivo. Su antítesis es la insensibilidad, llamada así en honor a la brevedad pero que puede mejor responder a la frase "dureza de corazón". Así, la insensibilidad es para mí la cualidad que nos impide condolernos del mal ajeno que estamos a punto de causar. Esta especificación es importante para no extender el concepto y hacerlo superponer con otros vicios, con el sadismo sobre todo, y lo mismo le cabe a la misericordia, que si se interpreta de un modo más general ya deja de ser misericordia para entrar derechamente al ámbito de la bondad inteligentemente activa.
El sentido del humor tiene dos facetas. Indica, por un lado, la capacidad de apreciar el costado cómico de casi todo suceso, y por otro se refiere a la comicidad, a la capacidad de hacer reír a los demás. Estas dos facetas aparecen por lo general en forma simultánea, pero puede darse el caso de un gran cómico que viva presa de la melancolía --lo que les sucede, según la creencia popular, a muchos payasos-- o de un gran reidor que sea incapaz de hacer reír a nadie. Su antítesis, el amargor, les cabe a los individuos que presentan una notable ceguera para el hecho cómico (o lo perciben con levedad, sin la fuerza necesaria como para disparar la risa) y a la vez están impedidos de provocarlo. Es el vicio intelectual por excelencia.
La belicosidad es el impulso a la lucha y agresión física y al conflicto, y la mansedumbre nos mantiene siempre al margen de tales contiendas. Pero no es cobardía, porque el cobarde huye del combate dominado por el pánico, mientras que los mansos huyen por principios y sin temor alguno. Si el manso evita una pelea no por principios, sino para no salir dañado, ya sale de la categoría de manso y entra en la de cobarde. El cristiano ideal, según Jesús, es una persona mansa; según Nietzsche, es un cobarde. Y es que el temperamento del manso suele ser tan parecido al del cobarde que no es raro ver pasar a un hombre de la mansedumbre a la cobardía en un abrir y cerrar de ojos y a cada rato. Sólo un santo, un héroe o un sabio puede llegar a ser manso y valiente a la vez. Contentémonos nosotros con ser mansos y no-cobardes, o bien con ser valientes y no-belicosos.
El belicoso, en tanto que tal, no es irascible
[1]. La irascibilidad puede llevar a la belicosidad, pero también al medroso resentimiento. No hace falta que defina la irascibilidad pero sí a su antítesis. El contentamiento es una facultad mental muy parecida al sentido del humor. Éste nos hace ver el costado cómico de las cosas; el contentamiento nos muestra su lado alegre, jovial, festivo. El irascible tiende a enojarse por naderías; el contento, por esas mismas naderías, se alegra. Las empresas que uno acomete cuando está enojado surten efectos por lo general nocivos para el prójimo, y lo mismo pero a la inversa cuando se actúa con alegría. Es por eso (y sólo por eso) que la irascibilidad es un vicio y el contentamiento una virtud.
Lo propio cabe decir en relación a la autoestima y el autodesprecio: poseídos de aquélla laboramos mejor para el mundo que sumidos en este. La autoestima difiere de la soberbia en que aquí los valores supuestos como propios no existen objetivamente y allí sí, y el soberbio vive comparándose con los demás, cosa de la que no se cuida el autoestimador, que no es un fariseo (ver la nota al pie de las anotaciones del 14/9/8)
[2].
Los demás vocablos de mi lista no difieren, o difieren poco, de la idea general que representan; me ahorraré, por ahora, el trabajo de definirlos.
Algún católico me reprochará el no incluir en mi listado a las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. A esto respondo con lo siguiente. La fe forma parte --la parte más importante-- de la virtud que di en llamar religiosidad. Decir "hombre de poca fe" es para mí casi lo mismo que decir "hombre irreligioso". Sin embargo, todos hemos visto los desastres y terrores que la fe puede causar, de modo que la religiosidad se me presenta como una virtud bien relativa. Pero es una virtud; no caigamos en el error de suponer que sin religiosidad el mundo sería más pacífico y llevadero. Los Bin Laden siempre serán los Bin Laden, y si no matan por Alá matarán por el aumento en el precio del zapallo, por la escasez de mujeres delgadas o por la demostración del teorema de Fermat.
Respecto de la esperanza, su carácter sentimental me impide considerarla una virtud. Y así como la compasión es un sentimiento que tiende a ligarse con las virtudes de la misericordia y la bondad inteligente, la esperanza es el sentimiento propio del individuo paciente y optimista. Y la caridad, desde luego, es el sentimiento propio del individuo bondadoso.
A los pecados capitales los tengo casi cubiertos. La soberbia, como vicio rey, está en la cima de cualquier ranking. La pereza, la lujuria, la codicia (como avaricia) y la ira (como irascibilidad), figuran todas en mi listado de vicios menores. También la gula, sólo que incluida en un término más abarcativo: la incontinencia. Queda solamente la envidia. Pero ésta es un sentimiento: no puede ser un vicio, es uno de los tantos sentimientos enfermizos característicos de ciertos vicios, recalando especialmente sobre los individuos irascibles y sobre los sádicos.
Quedan por considerar las virtudes cardinales en sentido teológico: prudencia, templanza, fortaleza y justicia.
La prudencia es la virtud que posibilita el recto juicio. Puede asimilarse a lo que yo entiendo por ecuanimidad.
La templanza es la virtud que armoniza y refrena nuestros deseos, en especial los concupiscibles. Puede asociarse a lo que yo entiendo por continencia.
La fortaleza consistiría en adherirse firmemente a lo recto, y en el poder resistir el mal y también atacarlo cuando nos arrincona. Es una valentía depurada, en aleación con una dosis de bondad y otro tanto de inteligencia trascendente.
Este recuento termina con la justicia. Y con un breve relato imaginado por David Hume:
Supongamos que, por destino, un hombre virtuoso cayese en una sociedad de forajidos, alejado de la protección de las leyes y del gobierno. ¿Qué conducta debería seguir en esta triste situación? El virtuoso ve que prevalece una rapacidad desesperada, que se desatiende la equidad, que se desprecia el orden y que hay una ceguera tan estúpida en lo que se refiere a las futuras consecuencias, que inmediatamente debe tomar la resolución más trágica y concluir destruyendo el mayor número y disolviendo toda la sociedad restante. Mientras tanto, él no tiene otro recurso que armarse y [...] consultar a los dictados de su autoconservación, sin atender a aquellos que ya no merecen su cuidado y atención (Investigación sobre los principios de la moral, sección tercera).
El relato describe a la perfección lo que haría en ese caso un individuo justiciero. Ajusticiaría. Por ir a favor de su impulso de justicia se pondría en contra de la bondad, de la humildad, de la mansedumbre, de la paciencia, de la serenidad, del optimismo, de la misericordia, de la religiosidad, de la cortesía, de la tolerancia, de la ternura y del contentamiento. Pero una virtud que contradice a otras doce bien reconocidas, ¿es una virtud? Pareciera que no. Pareciera que una virtud que choca frontalmente con otra virtud esconde algo podrido, no digamos ya si choca contra un ejército de virtudes. Entonces, una de dos: o la justicia es una caricatura grotesca de la virtud, o las otras doce cualidades han sido mal escogidas.
Regresemos a la escena que nos propone Hume, pero troquemos a su hombre "virtuoso" por un cristiano primitivo, o por el mismísimo Jesús. Inmediatamente, el relato cobra un final feliz. ¿Que cuál es ese final? No lo sé. Sólo sé que es un final feliz.
o o o
Miércoles 24 de septiembre del 2008/ 9,07 a.m.
Podemos observar justamente [...] que después de haber sido establecidas las leyes de justicia debido a consideraciones de utilidad general, el daño, la opresión y el mal que recibe cualquier individuo, debido a una violación de ellas, son tenidos en cuenta y constituyen una gran fuente de la censura universal que acompaña a todo mal o injusticia. Debido a las leyes de la sociedad, este traje y este caballo son míos y deben continuar perpetuamente en mi posesión: cuento con el goce seguro de ello; si se me priva de ellos, mis esperanzas son defraudadas, me desagrada doblemente y se ofende a todos los espectadores del hecho. Se trata de un mal público, en tanto que son violadas las reglas de la equidad; es un mal privado, en tanto se daña a un individuo. [...] El respeto por el bien general está muy apoyado por el respeto que se guarda al bien particular.
David Hume, op. cit., tercer apéndice
Vamos a dejar algo en claro. Yo no estoy a favor del robo. El ladrón es un ser belicoso, avariento (o consumista), deshonesto, pérfido, irreligioso, descortés, intolerante y desobediente. El ladrón es un hombre vicioso como pocos; y si no puedo afirmar que robar es malo porque ya he dicho que los juicios de valor que incluyen resortes motores (es decir, que implican acciones), si se jactan de ser universales, son siempre falsos, puedo sí expresar la idea de que robar es generalmente malo. Es probable que haya sido un error el no incluir la rapiña dentro de la lista de los 40 principales vicios menores y el respeto por la propiedad ajena dentro de las virtudes. Sí, señor Hume, no se extrañe usted: yo creo en la existencia de la propiedad y creo que es un deber respetarla. Su caballo es su caballo, y yo no se lo voy a quitar por más que usted lo haya robado a otro, o adquirido viciosamente. Lo que aquí hay que diferenciar es el derecho de propiedad y la posesión. La posesión existe (de hecho) y el hombre virtuoso la respeta, pero la respeta no porque venga respaldada por un supuesto derecho de propiedad, sino porque al violarla incurriría en algunos de esos vicios que ya he nombrado o en todos ellos. Que una persona tenga derecho a poseer 200 millones de dólares, 15 mansiones y una flota de automóviles al tiempo que los niños africanos mueren como moscas por carecer de comida, es algo contrario a toda ética civilizada, no entra en una sana cabeza. Dirá Hume que toda ley y todo derecho puede sobrepasar ciertos límites y tornarse perjudicial en ciertos casos, y que hasta las leyes divinas, por las cuales Dios gobierna el mundo, siendo las mejores leyes posibles, prescriben el dolor y la tragedia en no pocas ocasiones (cf. ídem, tercer apéndice), o sea que justifica estos desbandes propietarios como excepciones al bien general que acarrea este derecho en sentido estadístico. Pero estos desbandes, ¿son excepcionales? El 70% de la riqueza material susceptible de ser apropiada legalmente (dinero, muebles e inmuebles, tierras) está en manos del 5% de la población total del globo. El abuso al supuesto derecho de propiedad, lejos de ser una excepción, es la regla. Acierta Hume al afirmar que la manera más indicada para evaluar la moralidad o inmoralidad de un suceso es analizar las consecuencias útiles o agradables, o inútiles o desagradables, que dicho suceso tiende a producir, estadísticamente hablando, en el tejido social que lo enmarca. Pues bien: si ese 70% de la riqueza acumulada gracias al amparo del derecho de propiedad se dispersase por la tierra y recayese, como divino maná, sobre las cabezas de aquellos niños hambrientos y sobre toda cabeza plagada de necesidades extremas, ¿no se produciría un superávit escandaloso de consecuencias útiles o agradables para el grueso de la gente?
[3]Yo creo en la posesión, porque de hecho poseo cosas y las considero mías. Sin embargo, no me considero con derecho a poseerlas. Este derecho es un artificio, lo cual no sería de temer, pues la vida humana se ha ennoblecido desde que los artificios existen; el problema es que dicho artificio es contraproducente y hasta letal para el desarrollo de una civilización avanzada --no así para el desarrollo de una civilización como la nuestra.
¿Se ve claro el punto adonde quiero llegar? No me interesa si el derecho de propiedad ha resultado perjudicial o beneficioso a las anteriores civilizaciones, pero la tendencia señala que cuanto mayor es el cúmulo de riquezas materiales, mayor es el perjuicio (¡la injusticia!) comunal, de modo que la civilización futura, si ha de ser próspera en producción y en alegrías, tendrá que abandonar este derecho, o si quiere conservarlo y conservar también las ganas de vivir, tendrá entonces que abandonar la producción enfermizamente sistemática y retrotraerse a la época de las artesanías.
Desdeñar el derecho de propiedad no implica negar la posesión, sólo implica negar el concepto de injusticia que suele venir anexado a la usurpación. Lo mío seguirá siendo mío, pero no será injusto que me lo usurpen. No tendré derecho a protestar, ni a litigar, frente al robo. No podemos prohibirnos sentir la injusticia; los sentimientos no pueden autocoercerse como las acciones. Lo que sí podemos hacer es negarle realidad ontológica a ese término. De ese modo, seguiremos sintiendo, padeciendo la injusticia, pero ejerceremos una positiva coerción sobre las acciones que habitualmente los hombres ejecutan al considerarse tocados por ella. Si me roban, ¡que me roben! (o que maltraten a mi familia, pues mi cuerpo y mi familia son también mis posesiones). Al no reaccionar frente al sentimiento de injusticia, evito ejercitar la belicosidad, el sadismo, la intolerancia, etc., y ya vimos, con Aristóteles, que el ejercicio incrementa nuestros vicios o virtudes tal como incrementa nuestros músculos. Pero además de no ejercitar estos vicios, adoptando la no-litigación y la no-venganza ejercito la bondad, la mansedumbre, la paciencia y un sinnúmero de cualidades virtuosas que harán de mí un atleta de la ética.
Todos concordamos en que el estudio de la ética tiene por materia no lo que es, sino lo que debería ser.
Las acciones motivadas por el impulso justiciero existen, pero no deberían existir.
Los ladrones existen, pero no deberían existir.
Los justicieros existen, pero no deberían existir.
El derecho de propiedad existe, pero no debería existir.
La posesión personal existe... y debería seguir existiendo.
o o o
Jueves 25 de septiembre del 2008/11,50 y 5 a.m.
Tuvo aciertos y errores David Hume a la hora de investigar sobre la ética.
El primer acierto radica en su empirismo:
Ya es hora de intentar una reforma en todas las disquisiciones morales y rechazar todo sistema de ética, por más útil e ingenioso que sea, que no se funde en los hechos y en la observación (op. cit., sección primera).
A mí me costó aceptar este postulado debido a sus implicancias antimetafísicas. Empecé mis propias investigaciones morales, estas mismas que ya estoy culminando, entrometiendo a la intuición intelectual en este asunto, mas luego fui modificando mi punto de vista y me acerqué al gran David --sin por ello renunciar a mis creencias esotéricas, que se apertrecharon en el nivel conductual o práctico de mi axiología.
Después está su reivindicación del utilitarismo y del hedonismo:
El mérito personal consiste por completo en la posesión de cualidades mentales útiles o agradables a la persona misma o a los demás (ídem, sección novena).
Pero a cada quien lo suyo: no sucede que lo útil o lo agradable sean los parámetros a través de los cuales pueda definirse la bondad o la conducta ética, sino más bien los parámetros necesarios para su verificación. "Todo lo que de algún modo pueda ser valioso --dice Hume--, se clasifica tan naturalmente en la división de lo útil y agradable, que no es fácil imaginar por qué habríamos de indagar más allá o considerar la cuestión como asunto de sutil examen o investigación". El problema estriba en que si bien todas las virtudes tienden a producir actos o acciones útiles o agradables, no todas las acciones ni todos los actos
[4] útiles o agradables tienden a ser producidos por una virtud. El cólera, por lo general, causa diarrea. Si yo estoy tratando de descubrir gente colérica en medio de una epidemia, sospecharé de aquellos que presenten ese síntoma, pero nunca se me ocurrirá decir que todos los individuos diarreicos están siendo víctimas del vibrión, pues la diarrea de algunos podría deberse a otros motivos. Remplácese cólera por virtud y diarrea por utilidad o agrado y se descubrirá la falsedad del utilitarismo y del hedonismo cuando pretenden asumir el rol principal en los estudios éticos y no se conforman con la función que les ha tocado. Beber agua cuando se tiene sed es agradable, y ¿qué virtud ha provocado la hidratación? La utilidad de la defecación es incontestable; el valor ético que la posibilita, inencontrable. Se me retrucará que la hidratación y la defecación tienen valor vital y que por eso agradan y son útiles, pero aquí estamos analizando, tanto Hume como yo, el tema de la ética. Afirmar que todo lo que tiende a ser útil o agradable posee valor vital no es lo mismo que referir estas condiciones a los valores éticos.
Pero son verdaderos el utilitarismo y el hedonismo en este sentido: si alguna cualidad mental tiende a producir, estadísticamente hablando, más desagrados que agrados en el tejido social y en el largo plazo, o si tiende a ser más inútil o perjudicial que útil y servicial para los que reciben sus efectos, dicha cualidad es enfermiza, lo que significa que puede tratarse de un vicio o bien de un defecto, pero nunca de una virtud o de un talento. El buen comportamiento, pues, se relaciona directamente con las cualidades mentales útiles o agradables a los demás y sólo a los demás, sin incluir a la persona poseedora de la cualidad, a la que Hume también tomaba en cuenta. Podría suceder que la puesta en práctica de una virtud le cause inconvenientes y desagrados de todo tipo al virtuoso; no por eso dejará de serlo y de llamarse virtud su cualidad. Pero si esa cualidad tiende a causarle inconvenientes y desagrados al prójimo (tomando este prójimo en un sentido tan abarcativo en tiempo y espacio que puede considerarse antitético respecto de la etimología de la palabra), entonces ya, por definición, dejo de considerarla una virtud o un talento y la encuadro dentro de los vicios o los defectos
[5].
Lo agradable y útil sirve como verificación del empleo de una virtud, pero estoy hablando de una verificación lo más objetiva que pueda concebirse, lo cual excluye lo que pueda opinar o sentir la masa o relega este factor a un segundo plano. "La noción de la moral --dice Hume, que se presenta más democrático que yo en este aspecto-- implica algún sentimiento común a toda la humanidad, que recomienda el mismo objeto a la aprobación general y que hace que cada hombre o la mayoría de ellos estén de acuerdo en la misma opinión o decisión acerca de él" (ídem, sección novena). Pero esto sólo sirve como aproximación gruesa. Todos aprueban la buena conducta evidente y reprueban los crímenes y atrocidades; el clamor popular no nos hacía falta en estos casos para constatar el carácter virtuoso o vicioso de los hechos. Acepto, con algunas reservas, que el sentimiento popular tiende a coincidir aquí con la investigación objetiva, pero es en los casos más intrincados en donde, o no se deja oír, o equivoca el grito, y como son estos casos justamente los que, por su problematicidad, piden verificación, es de todo punto incorrecto sostener que tal verificación puede caer en manos del sentimiento general, y mucho peor es afirmar que no sólo la verificabilidad, sino la ética en su raíz "está determinada por el sentimiento", y entonces definir la virtud como "cualquier acción moral o cualidad que da al espectador el agradable sentimiento de aprobación. Y el vicio es lo contrario" (ídem, primer apéndice). ¡No, Hume, no! ¡La virtud engendra efectos benéficos, no aprobaciones o vituperios!...
[6]. La virtud produce, muchas veces, efectos que navegan soterrados, que resurgen cual cristalino manantial a kilómetros y kilómetros --espaciales o temporales-- de su nacimiento, efectos que no son percibidos por la muchedumbre y que por ende no puede aclamarlos. ¿Y quién negará que los efectos que traslucen algunas virtudes en la superficie --la austeridad, por ejemplo-- puedan resultar chocantes para cierta gente? Y sin embargo ¡cuánto bien producen, por más que sólo puedan apreciarlo unos pocos elegidos!... Este principio de que "toda acción o cualidad de cada ser humano debe ser colocada en una clase o denominación que exprese la general censura o aplauso" (ídem, sección novena) incentivó a Hume a clasificar "toda la serie de virtudes monásticas [...] en la lista de los vicios", pues ¿quién aplaude lo que hacen los monjes a escondidas dentro de sus conventos? Y sin embargo esas virtudes, operando lentamente sobre el propio ejecutor, lo modifican de tal modo que terminan convirtiéndolo en un aceitado instrumento divino, listo para beneficiar al mundo ni bien decida dejar atrás el encierro. Y todo lo que haga en pro de los demás cuando esté libre será efecto de aquellas virtudes que supo aplicarse a sí mismo y que nadie aplaudía
[7].
Ahora pasemos al egoísmo.
Hay un principio sobre el cual los filósofos han insistido mucho [...], y es el de que cualquier afecto que podamos sentir o imaginar que sentimos por los demás, no puede ser desinteresado, como tampoco ninguna pasión puede serlo; que la amistad más generosa, por más sincera que sea, es una modificación del amor a sí mismo y que, aun sin saberlo, sólo buscamos nuestra propia satisfacción mientras parecemos hondamente comprometidos en planes por la libertad y la felicidad de la humanidad (ídem, segundo apéndice).
Empieza Hume por negar que los que han levantado este principio hayan sido ellos mismos egoístas en el sentido clásico del término, ensalzando a todos ellos por sus rectos procederes. Sin embargo, no tarda en mostrarse opositor a esta escuela, y los argumentos que despliega en su contra son contundentes:
La hipótesis egoísta [...] es contraria al sentir común y a nuestras nociones más libres de prejuicios [...]. Al observador más descuidado le parece que existen disposiciones tales como la benevolencia y la generosidad y afectos como el amor, la amistad, la compasión y la gratitud. El lenguaje y la observación común han subrayado las causas, objetos y funcionamiento de estos sentimientos, y los han distinguido claramente de las pasiones egoístas.
Menciona como inexplicable dentro de una tal doctrina el llanto del amigo protector que ha perdido a su protegido, y luego el talón de Aquiles del egoísmo doctrinario: el comportamiento animal:
Vemos que los animales son susceptibles de amabilidad, tanto para su propia especie como para la nuestra, y en este caso no hay la menor sospecha de disfraz o de artificio. ¿Explicaremos también todos sus sentimientos a partir de sutiles deducciones de interés personal? Y si admitimos una desinteresada benevolencia en las especies inferiores, ¿mediante qué regla de analogía podemos rechazarla en las superiores?
No hace falta decir que coincido con todo esto, pero yo no sé si al plantear así las cosas comprendió Hume la diferencia de contexto que separa las acciones instintivas de las racionales. Porque podría muy bien el egoísta contestarle que los animales actúan y sienten por instinto, y que la teoría del egoísmo se circunscribe a los humanos porque son los únicos seres que se determinan principalmente por razones. No imagino la respuesta humeana, pero sí puedo dar la mía: el egoísmo es falso porque si bien la razón no puede salir de su influjo, las determinaciones humanas pueden escapar del influjo de la razón. La mayoría de las acciones cargadas de gran virtuosismo se manifiestan por vía intuitiva, memética o instintiva, quedando la razón muy rezagada en este contexto. Este decidido irracionalismo suena exagerado, pero yo no digo que el individuo humano se comporta por lo general irracionalmente, sino sólo cuando es excitado por una virtud superior. Y aun en estos casos, no entienda el lector que la razón está excluida del proceso previo y preordenador de la acción irracional; si así fuera, rara vez la virtud se plasmaría. Un pintor que valiéndose de la virtud cardinal esteticista, decidiese crear una de sus obras, estará, mientras la va creando, acicateado por una intuición o por sus memes
[8], pero todos los detalles anteriores a la creación y necesarios para que se produzca (la compra de los lienzos y demás materiales, la programación del día de la ejecución, etc.), dependerán generalmente de la razón del artista, que ordenará todos estos requisitos con gran esmero en la suposición --que tal vez resulte cierta-- de que pintar le causará placer o podrá evitarle algún dolor. La razón arma, configura la logística de la virtud, y luego la virtud entra en acción por otra vía. Es como el caso del hipnotizado al que se le ha ordenado que cuando despierte del trance, abra la ventana de la pieza ni bien escuche cierta palabra. Al oírla, inventará cualquier excusa --que él mismo considerará oportuna-- para cumplir la orden, como "¡qué calor que hace!", o "me siento mareado, necesito aire", y al instante, sorteando racionalmente cualquier obstáculo que se lo impidiese, abrirá la ventana. Pero la verdadera teleología de la acción será hipnótica y no racional.
Desde ya que hay virtudes que se manifiestan racionalmente, porque no hay incompatibilidad entre ciertas acciones éticamente deseables y el egoísmo. Si a mí me incomoda llegar tarde a una cita, utilizaré, con conciencia y razón, la virtud de la puntualidad para evitar esa situación; evitaré los disgustos ajenos de quienes me aguardan pero indirectamente, porque mi plan es evitar mi propio disgusto. Es egoísmo, pero el beneficio hacia los demás no ha desaparecido y por lo tanto es una buena acción. Sin embargo, cuando se trata de virtudes más elevadas que la mera puntualidad, la vía de manifestación tiende a escapar del racionalismo. Es que como bien decía Scheler, nosotros actuamos en sentido ético cuando, presas de una virtud, damos cumplimiento a un valor que no es una virtud, a un valor extramoral. El pintor del ejemplo no pinta con atención a su virtud, sino enfocado en el valor estético –o en el valor cultural-- que desea darle al cuadro. Cumplimenta este valor estético, crea belleza, debido a su virtud esteticista, pero esta virtud no se habría "enfocado" de modo adecuado si el pintor, en vez de apuntar al valor por sí mismo, hubiese querido pintar simplemente para ganar dinero, o en función de cualquier otro motivo racional, de teleología egoísta. Se puede ser puntual para evitar los reproches de impuntualidad o se puede ser puntual por respeto a las personas que nos esperan. En el primer caso, el valor de las personas que nos esperan --valor ontológico, extramoral-- es desdeñado o a lo sumo utilizado como herramienta de supresión de dolores; en el segundo caso es ese valor por sí mismo el que motiva nuestro apuro, y entonces ya no puede decirse que la puntualidad operó aquí racionalmente. ¿Operó intuitivamente? Sería exagerado admitirlo, por lo cual tengo que suponer que las acciones éticas no egoístas que se valen de virtudes relativas tienen siempre (si es que la virtud relativa no está al servicio, como punta de lanza, de una virtud absoluta), tienen siempre una vía de operación instintiva. Cuando una virtud relativa opera directamente apuntando al valor extramoral que el individuo desea concretar, la operación es instintiva siempre, y es racional cuando la virtud se aplica sobre un deseo egoísta que se valdrá del valor extramoral para concretarse. Pero esta aplicación de una virtud sobre un deseo personal no puede darse cuando se trata de virtudes relativas de gran jerarquía. Así, por ejemplo, no se puede practicar la valentía en función de que los demás nos adulen por ello: se es valiente debido a la percepción de un valor extramoral que pide realizarse, o no se es valiente en absoluto. Y volvemos a lo mismo de antes: no es que la valentía humana, por ser instintiva, tenga que manifestarse salvajemente y sin concierto. La decisión de alistarse como soldado en una guerra será instintiva (el valor valentía enfocado en el supuesto valor extramoral denominado patria), pero los aprontes previos al alistamiento y a los combates podrán servirse sin contradicción de decisiones racionales.
La razón --la razón práctica, aclaremos-- ha salido muy maltrecha, malherida, como atropellada por este tren de la eticidad al que se quiso trepar cuando ya estaba en movimiento. Y es que los seres vienen siendo buenos y vienen siendo malos desde mucho antes de que nosotros, con nuestra razón a cuestas, existiéramos. Pero entonces ¿por qué los animales son tan moderados en sus bienandanzas y el hombre alcanzó la santidad? Porque el animal no tiene, para guiar sus virtudes instintivas, esa racionalidad que por sí misma tan poco puede hacer. ¡Razón práctica, humíllate ante los instintos que se subliman en virtudes! ¡Sírveles, con la cabeza gacha, y acepta tu destino!
o o o
Viernes 26 de septiembre del 2008/9,50 y 5 a.m.
Hace un año y pico, el 16 de agosto del 2007, enumeré por primera vez mis cuatro virtudes cardinales y las dispuse gráficamente como formando los ángulos de un rombo erguido, con la virtud suprema de la bondad inteligentemente activa a la cabeza y la humildad cubriendo la superficie toda de la figura: [por motivos técnicos no puedo copiar esta imagen]
Luego enumeré algunas de las virtudes relativas o temperamentales y adopté la convención de ubicarlas en los lados de la figura. Cuatro son estos lados y cuarenta las virtudes relativas principales, de modo que conviene ubicarlas de a diez por lado:
VERACIDAD INTELIGENCIA TRASCENDENTE
· Firmeza responsabilidad
Determinación liberalidad
Cinismo mansedumbre
Laboriosidad puntualidad
Honestidad continencia
Obediencia tolerancia
Lealtad misericordia
espíritu de sacrificio religiosidad
solidaridad paciencia
· valentía autenticidad
BONDAD BONDAD
VERACIDAD INTELIGENCIA TRASCENDENTE
autenticidad ecuanimidad
autoestima madurez
optimismo serenidad
docilidad pulcritud
servicialidad perseverancia
gratitud sigilosidad
sencillez cortesía
pureza sexual ternura
contentamiento sentido del humor
amistosidad comunicabilidad
ESTETICISMO CENTRÍFUGO ESTETICISMO CENTRÍFUGO
Las virtudes relativas que aparecen muy próximas a una virtud absoluta pueden combinarse con ésta y manifestarse por vía intuitiva o memética. Para la bondad, este polo de atracción incluye las tres virtudes más próximas de cada lado, que son las de mayor importancia después de las virtudes absolutas: valentía, austeridad, solidaridad, paciencia, espíritu de sacrificio y religiosidad. Los polos metapsicológicos de la inteligencia trascendente y la veracidad pueden a su vez "chupar" cuatro virtudes relativas cada uno: responsabilidad, ecuanimidad, liberalidad y madurez, y firmeza, autenticidad, determinación y autoestima. El polo metapsicológico del esteticismo centrífugo es el de menor intensidad: sólo pueden asimilársele las virtudes de la amistosidad y la comunicabilidad. Esto no significa que siempre que se actúa motivado por estas virtudes desplazantes tenga lugar un procedimiento intuitivo o memético; en ocasiones normales, dichas virtudes eligen la vía instintiva.
Luego de las virtudes desplazantes vienen las virtudes instintivas propiamente dichas. Éstas se manifiestan por instinto la mayoría de las veces, y en raras ocasiones por la vía racional. Las más próximas a la bondad son: misericordia, lealtad, tolerancia y obediencia. Las virtudes instintivas cercanas al esteticismo centrífugo también son cuatro: sentido del humor, contentamiento, ternura y pureza sexual. Los otros polos presentan tan sólo dos virtudes instintivas cada uno: la mansedumbre y la serenidad en el caso de la inteligencia trascendente, y el cinismo y el optimismo en el caso de la veracidad.
Por último nos quedan las virtudes racionales, que tienden a manifestarse a través de la razón, aunque no es imposible que utilicen la vía instintiva. Son éstas, además, las virtudes que más se acercan al concepto aristotélico del aprendizaje por hábito: la potencia del impulso virtuoso se va incrementando conforme lo vamos llevando a la práctica. Las virtudes racionales que se aproximan a la inteligencia trascendente son: puntualidad, pulcritud, continencia y perseverancia. Próximas a la veracidad: laboriosidad, docilidad, honestidad y servicialidad. Próximas al esteticismo centrífugo: sencillez, cortesía, gratitud y sigilosidad. No existen este tipo de virtudes en las proximidades de la bondad.
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[1] Ejemplo de animal belicoso pero no iracundo es la hiena; ejemplo de animal iracundo pero no belicoso es la abeja.
[2] Contra el autodesprecio de Santa Teresa, he aquí la sensatez de Montaigne: "No se crea el hombre inferior a lo que vale. El juicio debe mantener sus derechos en todo, y es de razón que vea en eso, como en lo demás, lo que la verdad le representa. El que sea César, júzguese audazmente el mayor caudillo del mundo" (Ensayos, II, 17).
[3] Y no me vengan con eso de que "tomarían su maná, se saciarían y, cuando se acabase, volverían a su anterior indigencia". ¡Estúdiense las leyes de producción, señores! ¡Con un 10% de lo producido actualmente podría vivir bien comida y bien abrigada la totalidad de las personas!
[4] La principal diferencia entre acciones y actos radica, como ya se aclaró más arriba, en que las primeras presentan causación voluntaria y los segundos involuntaria.
[5] Los talentos éticos son virtudes pequeñas, y los defectos éticos son pequeños vicios. Son cualidades no tan virtuosas ni tan viciosas.
[6] Y si se desea conocer qué hay detrás de los vagos términos "beneficio" o "utilidad", digo que hay placer maximizado y escarchado (repartido uniformemente). Hasta aquí puedo remontarme. La definición de placer escarchado sólo es extensiva: observando (o imaginando) buena cantidad de casos, el concepto cobra significado.
[7] Nombra Hume al celibato, al ayuno, la penitencia, la mortificación, la abnegación, la humildad y el silencio como las virtudes monásticas que son en realidad viciosas. Según mi punto de vista, las únicas actitudes que implican vicio en esta lista son la penitencia y la mortificación (implican autodesprecio).
[8] ¿He dicho ya que las virtudes cardinales, además de intuitivamente, pueden operar meméticamente? Si no lo dije, lo digo ahora.