Decía Pessoa, parafraseando a Goethe, que el hombre de genio solo
es de su tiempo por sus defectos, esto es, por las limitaciones de su genio. O
lo que es lo mismo: el hombre de genio solo es de su tiempo en la medida en que
no es un hombre de genio.
Supongamos, como a veces supongo, que yo soy un genio. ¿Por qué
asunto seré admirado inmediatamente después de publicado este diario?
Primeramente, por mis narraciones disolutas, por mis desbordes alcohólicos y
sexuales. Es decir, por lo más alejado a la genialidad que tiene mi literatura.
Luego las generaciones venideras terminarán admirando mi teoría ética. Se
cumplirá así en mí la regla de Goethe-Pessoa.
9:28
a.m.
Pessoa –ya lo he dicho-- se sospechaba
genial. “Se me puede imputar la creencia de que soy un genio. ¡Me resigno a
ello sin objeciones!” (EGL, p. 48). Y Bernardo Soares lo
confirma:
Proyectos, los he tenido todos. La
Ilíada que compuse tuvo una lógica de estructura, una concatenación orgánica de
epodos que Homero no podía conseguir. La perfección estudiada de mis versos por
completar en palabras deja pobre la precisión de Virgilio y floja la fuerza de
Milton. Las sátiras alegóricas que hice sobrepasaron todas a Swift en la
precisión simbólica de los particulares exactamente ligados. ¡Cuántos Verlaines
he sido! (LDD, § 329).
Mi propia genialidad está más en duda que la
de Pessoa[1], pero tal vez sea lo que
explica mis proverbiales impericias para casi todo lo que no sea escribir:
El hombre de genio, en
la medida en que es competente dentro de su oficio, es incompetente en otros. Y
lo es en un grado superior a otros hombres, porque es esclavo de su oficio
hasta un punto al que ningún trabajador llega. Asombra más y causa mayor pesar
descubrir a un poeta capaz de dibujar, que encontrar un carpintero que sepa
cuidar flores. En este último caso, la especialización solo abarca las
facultades que cualquier obligación profesional exige; en el primero, abarca
cualidades de sentimiento, de emoción, de meditación, que no solo no
intervienen en otras actividades profesionales, sino que no deben participar, a
fin de que no peligre la ejecución perfecta. [...] El hombre de genio, en la
medida en que nace competente para su oficio creador, es inepto para un gran
número de cosas de la vida social (EGL, pp. 52-3).
¿Y
pretenden que además deje los vidrios de la casa inmaculados y conduzca como un
as del volante? El hombre de genio apuesta todo a su obra y no se ocupa que
nada que no se relacione, directa o indirectamente, con ella. Cita Pessoa el
ejemplo de Oscar Wilde, quien era un literato a medias, pues “se dedicaba a la
cultura de la conversación y de todas las complejas futilidades que la mera
convivencia implica” (p. 53). Tenía pasta de genio, pero no llegó a serlo por
haber permanecido largo tiempo imbuido en esas fruslerías de salón. Pero es que
en realidad la materia prima de la genialidad no estaba presente en alto grado
en este artista; de ser así habría sentido repulsión y no atracción por ese
mundillo de tertulias y banquetes. El propio Wilde lo dijo: “Puse todo mi genio en mi vida, y solo mi talento en
mis obras”. Fue una lástima que así haya sido.
Una lástima para la posteridad, una alegría para quienes lo trataron.
La marca del
genio —al menos del genio filosófico o artístico— es la
incomodidad ante lo social excesivo. Si después socializa, por obligación o por
lo que fuere, es otro tema, el hecho esencial es que sienta desagrado ante esta
socialización. Hay excepciones a esta regla: Sócrates es la más concluyente.
12:39 P.M.
Un joven Pessoa
escribe, entusiasmado, esta declaración el día 21 de noviembre de 1914:
Hoy,
al tomar la decisión de ser Yo, de vivir a la altura de mi tarea y por
consecuencia despreciar la idea de atraer la atención y mi sociabilidad
plebeya, he entrado en plena posesión de mi Genio y tengo la divina conciencia
de mi Misión (AP 2003).
Tenía a la sazón veintiséis
años.
¿Cuándo tomé
conciencia de mi misión divina y comencé a sospechar una posible genialidad en
mi escritura o en mis pensamientos? En 1995 (véanse las entradas del 25/7/95 y
17/10/95). Tenía a la sazón veintiséis años.
Creo que Pessoa,
previo paso por algún otro cuerpo, reencarnó en mí.
[1] También Pessoa, en
ciertos momentos de duro pesimismo, descreía de su genialidad: “¿Genio?
En este momento / cien mil cerebros se consideran en sueños genios como yo, / y
la historia no marcará, ¿quién sabe?, ni a uno de ellos, / ni habrá sino
estiércol de tantas conquistas futuras. / No, no creo en mí” (Álvaro de Campos,
“Tabacaria”, AP 163).
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