Neófito, no hay muerte.
Fernando Pessoa, “Iniciación”
“¡Luz,
más luz!”. Esas fueron, según la leyenda, las últimas palabras de Goethe. Fernando Pessoa, admirador del
poeta alemán, no se quiso quedar atrás. Después de tres días de internación en
el Hospital San Luis de los Franceses de Lisboa, y ya en plena agonía,
abrió los ojos, miró en torno, y viendo que no veía [...], pidió que le dieran sus lentes. “Denme los anteojos”,
murmuró, semicerrando los ojos neblinosos. Fueron estas sus últimas palabras.
Como Goethe, pero sin ostentación ni solemnidad, con la modestia de un
“corresponsal extranjero de casas comerciales”, el poeta pedía la única cosa
que, en verdad, le volvía el mundo más claro, en su ilusoria apariencia: los
anteojos que el oftalmólogo le había recetado (JGS, p. 497).
Goethe pidió luz. Pessoa ya la tenía, solo necesitaba sus anteojos para
poder aprovecharla. Hasta en sus últimos momentos quiso ver. Quizá, como
Alberto Caeiro, quiso ver sin entender; quizá quiso las dos cosas. ¿Y qué vio y
qué conoció en ese instante postrero? Lo que, como iniciado que era, anhelaba:
Avispero
de contradicciones, polípero de imágenes, enjambre de personalidades, ventarrón
de concepciones; de una verdad estaba seguro finalmente: de que muriendo
comenzaba a vivir (ibíd., p. 499).
Si comenzó para él la vida
eterna en ese instante, no lo sabemos. Sí sabemos que comenzó este mundo
terrenal a conocerlo, a venerarlo e incluso a quererlo como en vida no lo
quisieron. Fernando Pessoa, muriendo, se hizo eterno en nosotros, comenzó a
vivir en nosotros. Su literatura consiguió ese milagro. El otro, el que
realmente interesa, mejor que quede en el misterio.
No busques ni creas: todo es
oculto.
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