Aunque siempre querido por sus familiares, “Fernando Pessoa fue considerado
siempre un fracasado. Al fin y al cabo, no había rematado sus estudios
universitarios, no disfrutaba de un empleo estable, no había hecho fortuna ni
había ascendido en la escala social” (CT, p. 43). Yo también era considerado un
fracasado por mis familiares… hasta que conocieron mi casa en Escobar.
Literariamente, sin embargo, todavía siguen suponiendo que soy un fracaso.
12:20
a.m.
Pessoa y sus heterónimos —en
especial Álvaro de Campos— utilizaban con cierta frecuencia la palabra mierda. En eso también nos parecemos:
tan solo en mi libro primero la escribí cuarenta y cinco veces.
2:10
P.M.
Pessoa
no era un ser colérico. “Siempre fue extremadamente delicado, fácil de
contentar, no recuerdo verlo enfadado nunca”, dijo su medio hermana Henriqueta
Madalena. Y Teca —otra de sus medio
hermanas— lo confirma: “Nunca lo vi exaltado” (citadas en CT, pp. 61-2). Yo tampoco me
exalto con nadie, excepto conmigo mismo. ¿Pessoa se exaltaba con él mismo? No
hay registros. Creo que su ataraxia era mayor que la mía.
5:29
P.M.
Según Pessoa, “se crece
mentalmente hasta los cuarenta y cinco años” (carta a João Gaspar Simões,
AP 2987). Si entendemos esto en un
sentido puramente intelectual y raciocinante, yo creo también que la mente, a
una determinada edad, comienza su descenso, pero ubico este punto de inflexión
—hablando en general, puesto que no es el mismo en todos los individuos—
bastante más allá de donde lo pone Pessoa: en honor a Kant, lo supongo a los
sesenta. ¿Se me fue la mano? Veremos. Veremos qué ideas concibo dentro de diez
años.
8:30 p.m.
Habiendo sido
criado en Durban, en donde las tormentas son singulares por lo intensas y
ruidosas, quedole a Pessoa un pavor a estos meteoros que lo acompañó durante
toda su vida. Almada Negreiros, en relación a esto, relató un incidente
ocurrido en el café Martinho da Arcada, cómico para todos excepto para el
propio Pessoa:
Exploto
súbitamente una tremenda tormenta de truenos y una memorable tempestad. Lluvia
y más lluvia, con ruido, viento, relámpagos, truenos, un no parar. Fui a la
puerta y grité hacia fuera — ¡Vivan los rayos! ¡Vivan los truenos! ¡Viva el
viento! ¡Viva la lluvia! Cuando volví a la mesa ya no estaba. Pero había un pie
bajo la mesa. Era él completo. Tiré de él, pálido como un difunto transparente.
Lo levanté inerte si no muerto (citado en CF,
p. 75).
En carta a Gaspar Simões,
Pessoa parece querer explicar ese comportamiento: “Solo la falta de dinero (en
el momento mismo) o un tiempo de tormenta (mientras dura) son capaces de
deprimirme” (AP 1072). Pero ese
pie que asomaba por debajo de la mesa no indicaba una depresión, sino un terror
pánico.
Me alegro de que
en Buenos Aires —la ciudad en donde nací, la ciudad que seguramente me verá
morir— las tormentas no sean tan terroríficas como en Durban.
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