Quería comprender todo, saber todo, realizar todo, decir todo, gozar
todo, sufrir todo, sí, sufrir todo. Pero nada de eso hago, nada, nada. Quedo
abrumado por la idea de aquello que quería tener, poder, sentir. Mi vida es un
sueño inmenso.
Fernando Pessoa, Escritos autobiográficos, automáticos y de reflexión personal,
Desgraciadamente
para él —y afortunadamente para nuestra antropofagia poética, que se alimenta
de su infortunio—, Pessoa no era un “dandy”, sino un empleado modesto que
sentía pánico ante la vida real.
Los poetas han de haber sido enviados para decir, y no para ser.
Alexandre Vinet
¿Era Pessoa un
aventurero? Sí, un aventurero de la imaginación y del pensamiento.
Un hombre puede, si posee verdadera sabiduría, disfrutar del espectáculo
completo del mundo en una silla, sin saber leer, sin hablar con nadie, solo
mediante el uso de los sentidos y el alma no saber estar triste.
Monotonizar la existencia, para que no sea
monótona. Tornar anodino lo cotidiano, para que la más pequeña cosa sea una
distracción. En medio de mi trabajo de todos los días, oscuro, igual e inútil,
me surgen visiones de fuga, huellas soñadas de islas lejanas, fiestas en
avenidas de parques de otras eras, otros paisajes, otros sentimientos, otro yo
(Bernardo Soares, LDD, § 53).
Fue
un escritor genial cuya existencia no fue genial en absoluto.
Pessoa no puso genio en su vida; ni
siquiera mal genio. Su vida discurrió mansa, cauta, disimulada, como agua que
parece estancada y cava en el fondo. Ni un tumulto que no fuese algo
remotamente imaginario, ni una aventura como no fuese en sueños (António
Cobeira, amigo de juventud del poeta, citado en CT, p. 76).
Exteriormente, su
vida fue de lo más aburrida; interiormente, era una mina de diamantes. ¿Y quién
se enriqueció con esa mina de diamantes? Todos nosotros. Un aventurero a lo
Indiana Jones no hace nada por su prójimo, se divierte solo; un aventurero
interior como Pessoa, que deja constancia escrita de sus aventuras, es el más
filántropo de los hombres. No sé si fue una renuncia voluntaria al tráfago
mundano o una renuncia impuesta por su propio temperamento; no sé si fue para
él un sacrificio vivir una vida de lápiz y papel. Lo que sí sé es que nosotros,
los amantes de la filosofía y la literatura, salimos beneficiados a raíz de su
decisión.
Pessoa
quiso vivirlo todo de todas las maneras poniendo cuanto era en cada cosa que
hacía. Paradójicamente, todo eso no sucedió en la vida misma, sino en su
escritura: su monótona existencia fue el paisaje adecuado para una de las
mayores aventuras literarias de la poesía universal. ¿Quién necesita la vida
real, pudiendo inventar cuantas quiera, como las quiera? No todos elegiríamos
la forma de vida de Fernando Pessoa, pero todos aprendemos a vivir mejor la
nuestra gracias a su elección (Martín López Vega, prólogo a Un disfraz equivocado)[1].
[1] Robert Bréchon describe
la paradoja que le representó narrar la vida —o la no vida— de Pessoa: “Como
a tantos otros, le hubiera gustado contar su vida […]. Pero he aquí que no tuvo
vida, que nada le sucedió, que su vida fue una forma vacía. Y en cierta manera
es verdad: yo, que he contado por él esa vida, no he encontrado
ningún acontecimiento relevante, ninguna acción notable (salvo Orpheu),
ningún gran amor (solo ese amor pasajero con Ofelia). Y, sin embargo, he
necesitado seiscientas páginas para relatar esa ausencia de vida” (RB, p. 131). Pero las paradojas, si agotamos los raciocinios, tienen
casi siempre su explicación, y la explicación de esta es que de las seiscientas
páginas que Bréchon escribió sobre Pessoa, unas quinientas están dedicadas a su
obra y tan solo unas cien, o menos, a su vida.
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