El
8 de abril de 1931, un rumor de revolución despierta en Bernardo Soares estas
reflexiones:
Todo el día, en toda su desolación de
nubes leves y tibias, ha sido ocupado por las informaciones de que había una
revolución. Estas noticias, falsas o ciertas, me llenan siempre de un
desaliento especial, mezcla de desdén y de náusea física. Me duele en la
inteligencia que alguien crea que altera algo agitándose. La violencia, sea la
que fuere, ha sido siempre para mí una forma desencajada de la estupidez
humana. Además, todos los revolucionarios son estúpidos como, en menor grado, porque
menos incómodo, lo son todos los reformadores.
Revolucionario
o reformador, el error es el mismo. Impotente para dominar y reformar su propia
actitud para con la vida, que es todo, o su propio ser, que es casi todo, el
hombre huye hacia el querer modificar a los demás y al mundo exterior. Todo
revolucionario, todo reformador es un evadido. Combatir es no ser capaz de
combatirse. Reformar es no tener enmienda posible.
El hombre
de sensibilidad justa y recta razón, si se encuentra preocupado con el mal y la
injusticia del mundo, busca naturalmente enmendarla, primero, en aquello en que
más cerca se manifiesta; y eso lo encontrará en su propio ser. Esa obra le
llevará toda la vida (LDD, § 437).
¿Combatir
las injusticias? Sí, pero únicamente las injusticias que yo mismo cometo. Las
que cometen los demás no son de mi incumbencia y me alejan, si me las tomo a
pecho, de mi real objetivo, que es enmendarme yo mismo. Allá se lo haya cada uno
con su pecado.
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