Lo digo yo,
lo dices tú, y, al fin, lo dice también el otro: después de tanto repetirlo,
nadie ve más que lo que se ha dicho.
Pierre Bayle, Pensamientos diversos sobre el cometa
Pero ¿cómo es posible que tantas
personas en el mundo (los vacunófilos y los amantes de los medicamentos
farmacológicos) estén equivocadas y unas pocas (los naturistas) estén en lo
cierto? Y puesto que estas mayorías no solo incluyen a la masa del pueblo sino
también a los doctores, a los investigadores y a los pensadores de renombre,
¿no sería necio ir en contra de tales opiniones?, ¿no sería una muestra de
terquedad intelectual? No me lo parece. Las opiniones universalmente aceptadas
tienen, al igual que ciertas enfermedades, una capacidad de contagio infinita,
y esta capacidad es muchas veces independiente de los razonamientos y de las
evidencias empíricas que pudiesen apoyarlas.
Dice Schopenhauer:
No existe ninguna opinión,
por absurda que sea, que los hombres no se lancen a hacerla propia apenas se ha
llegado a convencerlos de que tal opinión es universalmente aceptada. El
ejemplo vale tanto para sus opiniones como para su conducta. Son ovejas que van
detrás del carnero guía adondequiera que las lleve. Les resulta más fácil morir
que pensar (Dialéctica erística, o el
arte de tener razón, estratagema 30).
Más adelante describe Schopenhauer el mecanismo a través del
cual las opiniones de pocos mutan en dogma. El razonamiento es largo pero
merece leerse con atención:
Lo que se llama opinión general se reduce, si lo
examinamos bien, a la opinión de dos o tres personas; y quedaremos convencidos
de ello si pudiéramos ver la manera como nace tal opinión universalmente
válida. Entonces descubriríamos que, en un primer momento, fueron dos o tres
personas quienes por vez primera asumieron y presentaron o afirmaron, y que se
fue tan benévolo con ellos que se creyó que las habían examinado a fondo;
prejuzgando la competencia de estos, otros aceptaron igualmente esta opinión y
a estos creyeron a su vez muchos otros de golpe antes que tomarse la molestia
de examinar las cosas con rigor. Así creció de día en día el número de tales
seguidores perezosos y crédulos.
Así pues, una vez que la opinión tenía un buen
número de voces que la aceptaban, los que vinieron después supusieron que tan
solo podía tener tantos seguidores por el peso concluyente de sus argumentos.
Los demás, para no pasar por espíritus inquietos que se rebelan contra
opiniones universalmente aceptadas o por sabidillos que quieren ser más listos
que el mundo entero, fueron obligados a admitir lo que ya todo el mundo
aceptaba. En este punto, la aprobación se convierte en un deber. En adelante,
los pocos que son capaces de sentido crítico estarán obligados a callar y solo
pueden hablar aquellos que, del todo incapaces de tener una opinión y juicio
propios, no son más que el eco de las opiniones ajenas. Y además son los
defensores más apasionados e intransigentes de esas opiniones.
De hecho, en aquel que piensa de modo diferente, ellos odian no tanto una opinión diversa
que él sostiene cuanto la audacia de querer juzgar por sí mismo, cosa que ellos
no pueden hacer y en su interior lo saben pero sin confesarlo.
En suma, son muy pocos los que piensan, pero
todos quieren tener opiniones. ¿Y qué otra cosa les queda más que tomarlas de
otros en lugar de formárselas por su propia cuenta? Y dado que esto es lo que
sucede, ¿qué puede valer la voz de cientos de millones de personas? Tanto, por
ejemplo, como un hecho histórico que se encuentra en cien historiadores, cuando
se constata que todos se han copiado unos a otros, con lo que, finalmente, todo
se reduce a un solo testimonio.
¡Ah, pensar, pensar…!
Verbo tan cacareado pero tan poco practicado por nuestros profesionales de la
salud, investigadores incluidos, que prefieren hacer como que razonan para
luego comerse la papilla predigerida que otros han rumiado y degustado. Pero
así como las verdades científicas “duras” han sabido escapar de esa crisálida
primitiva con cierta rapidez (la revolución copernicana y la teoría de la
relatividad son dos ejemplos contundentes), así también las verdades médicas y
sanitarias surgirán en algún momento de estas tinieblas que hoy día nos
envuelven por causa de estas opiniones universalmente aceptadas por el aparato
médico y por los propios enfermos. Y todo por pereza. Por la pereza de no
querer pensar. Por ser, la mayoría de los hombres y las mujeres, cultos y no
cultos, nada más que rumiantes de pasto ajeno. Pienso ajeno: con esto se alimentan las grandes mayorías, y en
consecuencia terminan pensando con un cerebro ajeno, con un cerebro de carnero.
Pero llegará el día —yo no lo veré— en que los médicos se alimentarán con
pienso propio, con pienso casero. Ese día las agujas entrarán en huelga, y las
nalgas y los brazos y los sistemas inmunitarios respirarán aliviados.