Deja a otros que se
dediquen a estudiar cosas del derecho, a la poesía o a hacer silogismos, tú
dedícate a aprender a morir.
Epicteto, Diálogos, II,
1, 36
Si como suponía Unamuno, y como sostuvieron Cicerón y los estoicos,
la filosofía es fundamentalmente una reflexión sobre la muerte, Wittgenstein no
se enteró.
Unos días antes de su muerte, Drury
visitó a Wittgenstein en Cambridge, y este le comentó: «Es curioso que, aunque
sé que ya no voy a vivir mucho más, nunca se me ocurre pensar en una “vida
futura”. Todo mi interés está todavía en esta vida y en lo que todavía soy
capaz de escribir.» (RM, p. 522).
Hasta
el día anterior a perder la conciencia, el 27 de abril de 1951, siguió
Wittgenstein escribiendo parágrafos de su ensayo Sobre la certeza. La muerte, se podría decir, lo sorprendió con un
bolígrafo entre sus manos. No fue un escritor “de pura cepa”, como Pessoa o
como Kafka, que no concebían la vida sin la escritura, pero creo que al final
de sus días comprendió lo que tendría que haber comprendido mucho antes, que la
filosofía se enseña mejor a través de la palabra escrita que no a través de las
cátedras, de las cofradías o de las mudas acciones.
Im Anfang war die Tat, dice Goethe en el Fausto:
en el principio fue la acción. Wittgenstein solía citar con aprobación este
verso, pero la realidad que nunca vio, o que no quiso ver, afirmaba con
estruendo que no era Goethe sino San Juan quien llevaba la razón: en el principio era el Verbo, y el Verbo era con
Dios, y el Verbo era Dios.
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