La guerra
permanente contra los entes biológicos que han construido, regulan y mantienen
la vida en nuestro planeta es el síntoma más grave de una civilización alienada
de la realidad que camina hacia su autodestrucción.
Máximo Sandín
Reproduciré a continuación, para
concluir estas lucubraciones (o mejor dicho, elucubraciones: la RAE cambió el criterio) relacionadas con el sida
y con el dogma de la vacuna, una extensa explicación del doctor de Jaime
Scolnik que nos alerta sobre los peligros de la vacunación indiscriminada y de
la farmacología en general (citado por Carlos Casanova Lenti en El alimento
integral y crudo como medicina, pp. 1094 a 1102):
La medicina
alopática u oficial se ha embarcado en una carrera vacunista cada vez más
alocada.
Ya no se
conforma con la vacuna antivariólica, que se aplica en el mundo desde 1796,
sino que pretende «salvar» a la humanidad de muchas otras enfermedades, tales
como la difteria, fiebre tifoidea, tuberculosis, gripe, tétanos, tosferina,
etc. etc., siempre por medio de vacunas.
Con estas
últimas se pretende formar en la sangre del vacunado anticuerpos o antitoxinas
específicos, es decir, sustancias capaces de destruir los microbios o anular la
acción de sus venenos o toxinas.
Felizmente,
en la mayoría de los casos fracasa la acción de las vacunas y el individuo
contrae la enfermedad cuando llega el momento oportuno, produciéndose así la
depuración o limpieza orgánica.
Cuando, para
mayor desgracia del paciente, la vacuna produce su efecto, y la enfermedad
infecciosa no puede declararse, se produce una serie de peligrosos trastornos
fisiológicos debidos a la presencia en el organismo de las sustancias morbosas
acumuladas, que no pueden ser eliminadas ni destruidas.
La
naturaleza, entonces, al no encontrar la válvula de escape necesaria, efectúa un peligroso rodeo: frustrado el proceso agudo o
febril, el único capaz de quemar o incinerar los desechos orgánicos, se inicia
un proceso lento, tórpido, de descomposición orgánica, que acarrea las más
tristes consecuencias. [...] Así se explica la disminución de las enfermedades
agudas y el fantástico aumento de las enfermedades crónicas y degenerativas:
cáncer, diabetes, enfermedades del corazón y de las arterias, nefrosis,
enfermedades mentales y de la nutrición, etc. etc.
Las
autoridades sanitarias, siempre las últimas en enterarse de los magnos
problemas que les atañen, se limitan a expresar su asombro ante el cambio
habido; la transmutación de la enfermedad aguda en crónica. No intentan
siquiera explicar el fenómeno y sus posibles causas. ¿Para qué? Parece que eso
no les compete...
Mientras
tanto, la sociedad se ve cada vez más agobiada bajo el peso de los enfermos
crónicos, que aumentan diariamente, y que constituyen un pesado lastre
económico, biológico y social.
[...]
Como se ve,
demasiado alto es el precio que paga la humanidad a cambio de los ilusorios
beneficios que espera de las vacunas. Pues dichas enfermedades crónicas y
degenerativas matan cada año muchos más enfermos que los que podrían matar en
un siglo todas las enfermedades infecciosas juntas.
Está
demostrado que los pueblos salvajes, que viven lejos de la civilización y sus
males (entre los cuales está la vacuna), desconocen en absoluto el cáncer, la
diabetes y demás enfermedades crónicas y degenerativas.
Grave como
es el peligro representado por la vacuna en el orden físico, no termina ahí.
Encierra aún otro peligro, pero de orden moral: deja subsistir en el pueblo la
creencia errónea de que el sistema de vida que se lleva es indiferente y ajeno
al problema de la enfermedad. Según tal idea, cada uno puede vivir como se le
antoje: alimentándose irracionalmente, distribuyendo mal el tiempo para el
trabajo y el reposo, haciéndose esclavo de todos los vicios (alcohol, tabaco,
alcaloides, juego), etc., etc. La vacuna salvadora vendrá a absolverlos de sus
pecados, echará un manto piadoso sobre todos los desvíos y errores, y los
protegerá de la enfermedad. Y todas esas gangas sin hacer ningún esfuerzo y
sacrificio, bastando recibir un simple pinchazo. ¡Qué maravilla!
Si es
disculpable tamaño error en el público ignorante, no lo es en cambio en las
clases ilustradas y cultas, que deberían demostrar mayor interés en el problema
de la salud pública. ¿Qué decir entonces de los gobiernos y de la clase médica,
cuya misión específica debería consistir en destruir esa ignorancia y señalarle
al pueblo el recto camino? Pero ya revelaremos cuáles son las «poderosas
causas» que les impiden proceder como es debido. Ya pondremos el dedo en la
llaga...
La vacuna antivariólica
Antes del
descubrimiento de Jenner, se practicaba la variolización, es decir, la
inoculación con el virus de la viruela no modificado, con el fin de preservarse
de esta enfermedad.
En 1776
Jenner observó que las personas atacadas accidentalmente de vacuna (enfermedad
de las vacas o cow-pox) por contacto con los animales por razón de su
profesión, eran refractarios a la viruela. Esa observación le indujo a tentar
la transmisión de dicha enfermedad, llamada vacuna, con fines profilácticos,
tomando pus de las manos enfermas de los ordeñadores e inoculándolo a personas
sanas. En 1796 publicó las conclusiones a que había llegado.
Tal
descubrimiento produjo gran revuelo y numerosos investigadores trataron de
averiguar por su cuenta la verdad de los hechos, llegando a resultados diversos
y contradictorios. Se suscitaron discusiones y polémicas, en que fueron
severamente impugnadas las conclusiones de Jenner. Se publicaron numerosos
casos en que la vacuna había fracasado y otros en que esta había acarreado
complicaciones graves, incluso la muerte. Especial resonancia tuvo la muerte
del hijo mayor de Jenner, quien falleció a consecuencia de una tuberculosis
despertada por la vacuna que le inoculara su propio padre; razón que quizá
indujo a este último a no vacunar a su segundo hijo, contentándose con
aplicarle el antiguo procedimiento de la variolización.
Pero la
suerte de la vacuna ya estaba echada. Los círculos médicos comprendieron
perfectamente que el descubrimiento de Jenner les proporcionaba un arma
poderosa de dominio, y no estaban dispuestos a dejársela arrebatar.
Transformaron el asunto de la vacuna en un dogma científico, un artículo de fe,
en el cual es forzoso creer, y que no es permitido discutir ni negar.
Desde
entonces, hace ya más de un siglo y medio, la vacuna se aplica cada vez en
mayor escala, con carácter obligatorio, en casi todos los países del mundo.
Aunque
exponiéndose a ser excomulgados por la Inquisición Médica, los médicos
conscientes, que felizmente siempre los ha habido, en ningún momento dejaron de
denunciar los fracasos y peligros de la vacuna. [...]
Las
enfermedades infecciosas en general y la viruela en particular, tienden a
declinar desde hace mucho tiempo, aun antes del descubrimiento de la vacuna, en
casi todos los países del mundo, por el mejoramiento de sus condiciones
higiénico-sanitarias. Circunstancia que ha sido hábilmente explotada por los
vacunistas, para atribuir a la vacuna un mérito que no posee. Por la misma
razón ya expuesta, han declinado, hasta casi desaparecer, enfermedades mucho
más graves que la viruela, como la peste, el cólera y la fiebre amarilla,
contra las cuales no existe aún ninguna vacunación obligatoria.
[...]
Está
comprobado que los pueblos que viven en excelentes condiciones higiénicas no
son víctimas de la viruela, aunque no estén vacunados. Esa es la inmunidad o
protección natural, de que hablábamos antes. En cambio, los que viven en
condiciones higiénicas deficientes, son diezmados por la viruela aunque estén
vacunados y revacunados.
Esa es la
mejor demostración de que la vacuna antivariólica es innecesaria, además de
ineficaz y peligrosa. [...]
El dedo en la llaga
Después de
haber demostrado que las vacunas son ineficaces, además de innecesarias y
peligrosas, se preguntará el lector: ¿Cómo es posible que los gobiernos
continúen imponiendo la vacunación obligatoria? ¿Y los médicos, son acaso
sordos y ciegos que la siguen practicando?
[...]
Muchos de
ellos han visto los fracasos y los peligros de las vacunas. Hay algunos,
inclusive, que han sentido en carne propia o en uno de sus seres más queridos
esos perniciosos efectos. Se limitan a comentar el caso con algún colega de
confianza o con los más allegados... y nada más. A lo sumo evitarán en lo
sucesivo vacunar a los miembros de su familia.
[...]
Si alguien
tuviera la honradez y valentía de hacerlo, ya se encargarían los demás colegas
de ahogarle la voz y hacerle una política de aislamiento o conspiración del
silencio. Eso le ocurrió, entre muchos otros, al profesor Dr. Friedberger, de
la Universidad de Berlín, cuando se expidió en contra de la vacunación
antitífica y anticolérica.
Hay que
tener en cuenta, además, que cada vacuna obligatoria está sostenida por
millones de pesos, en concepto de sueldos a médicos, vacunadores, practicantes,
inspectores, etc. etc. Sin contar el capital que insumen los laboratorios en
los cuales se preparan dichas vacunas, y que constituyen una próspera
industria. Esa red o círculo de intereses creados tiene interés en que el
negocio no decaiga, sino que siga adelante.
Si aparece
algún caso sospechoso de viruela o difteria o fiebre tifoidea, etc., ponen el
grito en el cielo, alarman a toda la población con el cuco de la enfermedad
(nada más fácil que asustar a una madre) e incitan a todo el mundo a vacunarse.
Para eso cuentan con variados recursos, entre los cuales el apoyo incondicional
de la prensa mercenaria.
Los
vacunistas no tienen ningún interés en que el pueblo abra los ojos y vea la
realidad de las cosas. Al contrario. Cuanto más ignorante sea éste, más podrán
medrar los primeros.
¿Para qué
decirle al pueblo cómo debe vivir sano? ¿Para qué enseñarle a alimentarse
racionalmente, abstenerse del alcohol, del tabaco y otros vicios? ¿Con qué
objeto ilustrarle que, en caso de producirse algún foco epidémico, basta con el
aislamiento riguroso de los casos sospechosos y la adopción de otras medidas de
simple higiene, para conjurar el peligro? La industria de las vacunas no
prosperaría así...
Ahora bien,
estos señores instruidos en el dogma de la vacuna, y que directa o
indirectamente tienen intereses creados en la misma, son los que asesoran a los
hombres de gobierno, cuando estos les piden una opinión «científica». Ya es de
imaginar la opinión que darán, siendo al mismo tiempo juez y parte.
[...]
La verdadera
riqueza de la nación solo puede consistir en un pueblo sano, alegre y feliz,
única forma en que podrá marchar hacia los más grandiosos destinos.
No obstante,
los gobiernos en general prefieren explotar el vicio del pueblo, en vez de
combatirlo. Así, centenares de millones de pesos se recaudan anualmente en
concepto de impuestos al alcohol, tabaco y otros vicios, aumentando cada año en
forma increíble esas entradas.
Sin embargo,
el «negocio» que realiza el Estado es pésimo. Todo ese dinero se invierte
después en la construcción y sostenimiento de hospitales, asilos, sanatorios,
clínicas, institutos experimentales, cárceles y manicomios, que son sumideros o
«pozos negros» donde van a parar legiones de desdichados con sus lacras físicas
y morales.
Pero estos
son simples paliativos. No se combate la enfermedad creando más hospitales,
como no se combate la delincuencia creando más cárceles. Hay que ir directamente
a la causa, para eliminarla de raíz. Solo así desaparecerán los efectos.
[...]
La primera y
más urgente medida es estrechar filas, unirse, para pedir a los gobiernos la
inclusión de una Cláusula de Conciencia en las leyes de vacunación, por la cual
quede libre de ser vacunado todo aquel que por razones científicas o morales se
oponga a tal práctica. Mientras no obtengamos esa Cláusula de Conciencia, no
podremos alardear de verdaderamente libres.
Como bien dice Scolnik, cuando uno
contrae una enfermedad aguda lo hace debido a que ciertas impurezas han
penetrado en el organismo y lo atacan. ¿Cómo se defiende el organismo?
Enfermándose. Cuando cese la enfermedad, será señal de que las impurezas han
sido eliminadas. Pero ¿qué pasa si nos inoculamos una vacuna que impida que la
enfermedad infecciosa se declare? Sencillo: si la vacuna produce el efecto
buscado, la enfermedad no aparecerá, pero las impurezas, que solo una
enfermedad aguda es capaz de eliminar, permanecerán en el organismo y lo
atacarán por otro lado y con mayor virulencia. Y si nuevamente se impide con
vacunas y drogas la necesaria patología, llegará un momento en que las
impurezas, al no poder ser eliminadas, comenzarán a causar trastornos
fisiológicos, y así una simple enfermedad aguda, que no comprometía seriamente
ningún órgano vital, se habrá transformado en una enfermedad crónica o
degenerativa que irremediablemente terminará con la vida del paciente. La
misión del médico no es impedir la manifestación de la enfermedad, sino ayudar
al enfermo a sobrellevarla lo mejor posible para que así desaparezca (en forma
natural y no inducida) lo antes posible.
Por supuesto que es mejor ser una persona sana que no una enferma, pero si por
uno u otro motivo la enfermedad toca nuestra puerta, es mejor hacerla pasar,
soportarla por un tiempo y dejar que sola se vaya, porque si la quisiéramos
erradicar con drogas y vacunas lo único que haríamos sería obligarla a
esconderse dentro de nosotros, y dentro de nosotros reproducirse y violentarse
bajo formas más groseras y peligrosas. La higiene interior y exterior y una
mentalidad optimista son las únicas herramientas de que disponemos para
librarnos de toda enfermedad. Hasta tanto la gente y en especial los
médicos no entiendan esto, seguiremos aplicando vacunas y canjeando viruelas
por cánceres de colon.
(Nota añadida el 30/11/3.) El doctor
islandés Harold Olafsen, un radical entre los radicales del naturismo curativo,
afirma que la misión del médico no es ni esconder los síntomas de la enfermedad
ni ayudar al enfermo a sobrellevarlos; para él, la enfermedad es la verdadera
medicina del hombre: "El verdadero médico --dice-- debe ser un nosoforo,
es decir, un portador de enfermedades". Esta hipótesis --con la cual
coincido parcialmente-- tiene un atractivo hipnótico que querría yo compartir
con ustedes en la esperanza de que también los hipnotice. Pongamos entonces la
frase de Olafsen en su contexto y dejemos que nos explique lo que a primera
vista parece un desatino:
“Mi sistema
tiene su origen en una profunda observación de la escuela hipocrática que los
médicos, naturalmente, no han sabido ni revelar ni profundizar. Según
Hipócrates, la salud es un metron, un equilibrio entre los opuestos, y
el exceso de salud, es peligroso por cuanto denota la inminencia de la
enfermedad. [...]
“El verdadero principio se enuncia así: La enfermedad
es necesaria, en lo que respecta a la salud, a la perfección y a la duración
del cuerpo humano. Aquel que está sano, tiene, como demuestra la experiencia,
un mal escondido. Si el morbo se manifiesta es preciso respetarlo, no turbar su
curso. Únicamente en los casos en que se excede y amenaza comprometer el
equilibrio, es aconsejable inocular el germen de otra enfermedad que pueda
contrarrestar o combatir la primera. Hahnemann, el fundador de la homeopatía,
había entrevisto una parte de la verdad, es decir, que únicamente el morbo
puede combatir el morbo. Pero se hallaba dominado, como los alópatas, por el
viejo prejuicio de que la enfermedad debe ser extirpada, combatida, curada.
Error difundido pero peligroso y muchas veces homicida.
“Es preciso persuadirse de que las enfermedades no
son otra cosa que medicina. Son una válvula de seguridad, un vehículo de
desfogamiento, una reacción contra los excesos de la salud, un precioso
preventivo de la naturaleza. Deben ser acariciadas, cultivadas y, si es
preciso, provocadas. Si un hombre persiste demasiado tiempo en una salud
inquietante, es necesario someterle a una cura enérgica, es decir, transmitirle
alguna enfermedad, aquella que mejor corresponda al equilibrio de su organismo.
No ciertamente una enfermedad demasiado aguda; pero un acceso de fiebre es la
salvación de los linfáticos y una buena crisis de anemia en necesaria a los
pletóricos. [...] Que esta teoría es justa lo demuestra un hecho registrado por
todos los historiadores: que los seres enfermizos viven bastante más tiempo que
los robustos. ¡Desgraciado el hombre que no está nunca enfermo! De ordinario,
la naturaleza provee, pero si no obra es preciso el médico para reparar la
falta. Por tanto, solo en dos casos debe intervenir la Medicina racional: para
dar una enfermedad a los sanos obstinados o para darla a los que están
enfermos, bien para atenuar o para reforzar otra enfermedad contraída
naturalmente. En una palabra, el verdadero médico debe ser un nosoforo,
es decir, un portador de enfermedades. Únicamente con este método se puede
tutelar la vida de los hombres. El viejo concepto del médico que se esfuerza en
hacer desaparecer los síntomas de la enfermedad ha pasado a la historia,
pertenece a la fase barbárica de la Patología. El único motivo por el que los médicos
ordinarios persisten todavía es la cobardía humana. Los hombres temen el dolor,
no quieren sufrir, y entonces recurren a esos farsantes que se vanaglorian de
hacer cesar los sufrimientos y que tal vez consiguen adormecerlos
verdaderamente por medio de drogas benéficas y maléficas. No saben esos
desgraciados que el dolor, incluso el físico, es necesario al hombre lo mismo
que el placer, como la enfermedad es necesaria lo mismo que la salud. Pero
puede haber un exceso de morbo --peligroso lo mismo que un exceso de salud--,
nosotros podemos y debemos intervenir únicamente para oponer una enfermedad
nueva a la que se haya instalado en el paciente. [...]
“Conmigo únicamente comienza la época de la Medicina
realista y sintética. Pero hasta ahora no he conseguido convencer más que a muy
pocos, y éstos no pueden, desgraciadamente, ejercerla porque no son médicos.
Pero mi gran principio --la enfermedad como medicina-- pertenece al porvenir”
(Citado por Giovanni Papini en Gog, pp. 203 a 205).
Para
quienes, como yo, están en contra de las vacunas y las drogas curativas más por
una cuestión ética que médica, agrego el dato que dice que miles de animales
(incluida la especie humana) han sido y son torturados y asesinados en
laboratorios de investigación a los efectos de probar la eficacia de vacunas,
drogas y otros compuestos químicos destinados a mantener "saludables"
a las personas capaces de adquirirlos. El día que la industria farmacológica
logre llevar a cabo sus experimentos sin necesidad de causar dolor a terceros
será el día en que la ética deje de sugerirnos no ingresar a una farmacia
--aunque la ciencia médica, la verdadera ciencia médica, creo que se mantendrá
firme al afirmar que la salud física y espiritual del hombre nunca podrá
cultivarse o recuperarse mediante frasquitos con píldoras.