La
historia de la aprobación del AZT como medicamento regular contra el sida, lo
mismo que la historia del HIV, es un cuento de hadas al revés, porque el final
feliz muta en tragedia, muerte y desesperación.
En un frío día de enero en 1987, dentro de una de las más
potentemente iluminadas salas de reunión del monstruoso edificio de la FDA, un
grupo de 11 de los más importantes doctores del SIDA calibraban una muy difícil
decisión.
Habían sido requeridos por la FDA para considerar el dar la
aprobación a toda velocidad a un fármaco altamente tóxico sobre el cual había
muy poca información.
Llamado clínicamente Zidovudina, pero apodado AZT por sus
componentes, se decía que el fármaco había mostrado un efecto portentoso en la
supervivencia de los pacientes de SIDA. El estudio que había reunido al grupo,
había causado un gran revuelo en la comunidad médica. Era la primera llama de
esperanza —la gente se moría antes en el grupo de placebo que en el del fármaco—...
según este estudio.
Pero existía una gran preocupación con respecto al nuevo
fármaco. En realidad, había sido creado tres décadas antes para la
quimioterapia del cáncer, pero se había arrinconado y olvidado por ser
excesivamente tóxico, de fabricación muy costosa y totalmente ineficaz contra
el cáncer. Poderoso, pero indiscriminado, el fármaco no era selectivo en su
destrucción de las células.
[...]
En la reunión, había mucha incertidumbre y descontento con
respecto al AZT. Los doctores que estaban siendo consultados sabían que el
estudio era defectuoso y que los efectos a largo plazo eran desconocidos. Sin
embargo, el público estaba casi literalmente «aporreando la puerta».
Comprensiblemente, se estaba ejerciendo una tremenda presión sobre la FDA para
que aprobara el AZT [...].
Ya a punto de aprobar el fármaco, uno de los doctores del
grupo, Calvin Kunin, recapituló el dilema existente entre ellos. «Por un lado —dijo—,
privar de un fármaco que disminuye la mortalidad en una población como ésta
sería impropio. Por otro lado, utilizar este fármaco de forma generalizada, en
áreas en las que no ha sido demostrada su eficacia, con un agente
potencialmente tóxico, podría resultar desastroso».
«No sabemos que pasará de aquí a un año», dijo el
presidente del grupo, el Doctor Itzhak Brook. «Los datos son todavía prematuros
y las estadísticas no están muy bien hechas, en verdad. El fármaco podría ser,
de hecho, perjudicial». [...]
El voto de Brook fue el único en contra de la aprobación
del fármaco. «No había los suficientes datos. No había seguimiento suficiente
—recuerda—. Muchas de las preguntas que hacíamos a la compañía eran respondidas
con un “no hemos analizado todavía los datos”, o un, “no lo sabemos”. Pensé que
algunos datos eran prometedores, pero estaba preocupado por el precio que
habría que pagar por ellos. Los efectos secundarios eran tan severos... Era
quimioterapia. Los pacientes necesitarían transfusiones de sangre. Eso es cosa
seria».
«El comité se sentía inclinado a darme la razón —dice Brook—,
en que debíamos esperar un poco, ser más cautelosos. Pero, en cuanto la FDA se
dio cuenta de que queríamos rechazarlo, pasaron a la presión política. Sobre
las 4 p.m., el jefe del centro del FDA de biología y farmacología, pidió
premiso para hablar, lo cual es francamente inusual. Normalmente nos dejan
solos, pero él nos dijo: “Mirad, si aprobáis el fármaco, os aseguramos que
trabajaremos en conjunto con Burroughs Wellcome [la fundación biomédica que lo
produciría] y nos encargaremos que se suministre a la gente adecuada”. Era como
si estuviese diciendo “Por favor, decid que sí”».
[...]
La reunión finalizó. El AZT, sobre el cual algunos miembros
del consejo se sentían aún inquietos y temerosos de que se convirtiese en una
bomba de relojería, fue aprobado.
[...]
Cuando la aprobación del AZT se dio a conocer las acciones
de Burroughs Wellcome se dispararon. A un precio de 8.000 dólares por paciente
y por año (sin incluir transfusiones de sangre), el AZT se convierte en el
fármaco más caro en la historia del mercado (Celia Farber, “El nacimiento
escandaloso del AZT”, artículo disponible en internet).
Esto fue en enero de 1987.
Dos años después, el 3 de diciembre de 1988, la revista The Lancet publicó un artículo titulado “Efectos de la zidovudina
en 365 pacientes consecutivos con sida o complejos relacionados con el sida”.
La publicación estaba basada en un estudio realizado en el Hospital Claude
Bernard de París. Los biólogos franceses habían descubierto lo que muchos
médicos norteamericanos ya habían comprobado en sus propios pacientes: el AZT
era demasiado tóxico para ser tolerado en la mayoría de los casos, no tenía
efectos duraderos sobre los niveles de VIH en la sangre y dejaba a los
pacientes con menos células T-4 que al principio. A pesar de que al inicio se
había constatado una notable mejoría en la producción de células T-4, la
opinión final era que “al cabo de seis meses, estos valores retornaban a los
niveles anteriores al tratamiento y tenían lugar diversas infecciones
oportunistas, enfermedades y muertes”. El informe del equipo francés terminaba
diciendo: “Los beneficios del AZT se limitan a unos pocos meses en los
pacientes de SIDA y ARC”. Tras unos meses, el AZT era completamente ineficaz.
Luego de este lapidario
artículo, la prescripción de AZT fue disminuyendo paulatinamente, primero en
Europa y luego en América, hasta que llegaron los nuevos cócteles y desapareció
por completo. En el camino quedaron miles de seropositivos, que no murieron de
sida, sino de AZT. Muertos asesinados por un virus, pero no por el HIV, sino
por el virus de la codicia, del prestigio político y del renombre. No sé si
estos virus son tan contagiosos como el HIV, pero son muchísimo más insalubres.