No he
hablado con un solo matemático que no tuviese un pésimo concepto de Wittgenstein. Uno en concreto, tan indignado
como elocuente, se refirió a la famosa proposición número 7 de
Wittgenstein —De lo que no se puede hablar hay que callarse— en estos términos:
“Consigue, ardua proeza, ser solemne e insustancial al mismo tiempo”.
Rebecca Goldstein, Gödel:
paradoja y vida, p. 107
En
1939, Wittgenstein dictó en Cambridge varias clases especiales que versaban
sobre los fundamentos de las matemáticas. Con ellas pretendía desacralizarlas,
desplatonizarlas. Según Platón, las matemáticas existen fuera de la mente
humana y son descubiertas por ella (en filosofía de las matemáticas, esta
es la teoría realista);
según Wittgenstein, las matemáticas son convencionales, no son descubiertas
sino inventadas por nuestra mente (esta es la teoría constructivista). La postura platónica es la que
sustentaba el matemático (y examigo de Wittgenstein) Godfrey Hardy:
Ningún matemático puede ver con
simpatía una filosofía que no admita, de una manera u otra, la validez
inmutable e incondicional de la verdad matemática. Los teoremas matemáticos son
verdaderos o falsos; su verdad o falsedad es absoluta e independiente de que
los conozcamos o no. En cierto sentido, la verdad matemática es parte de
una realidad objetiva... [las proposiciones matemáticas] son, en uno u otro
sentido, y por muy elusivo y sofisticado que pueda ser ese sentido, teoremas
que se refieren a la realidad... No son creaciones de nuestra mente (“Prueba
matemática”, conferencia dictada por Hardy en 1929, citada en RM, p.
307).
Este
tipo de observaciones exasperaban a Wittgenstein, y estas clases o conferencias
estaban dedicadas principalmente a desmontar este aserto de las cabezas de sus
alumnos, utilizando un lenguaje lo menos técnico posible para que la
explicación sea accesible a quienes no tenían conocimientos especializados de
esta ciencia.
La técnica de
Wittgenstein no era reinterpretar ciertas pruebas en concreto, sino redescribir
la totalidad de las matemáticas de tal manera que la lógica matemática
apareciera como la aberración filosófica que él creía que era, y disolviendo
enteramente la imagen de las matemáticas como una ciencia que descubre hechos
acerca de los objetos matemáticos (números, series, etc.). «Una y otra vez»,
decía, «intentaré mostrar que lo que se denomina un descubrimiento matemático
haría mejor en llamarse una invención matemática» (RM, p. 383).
Las
clases eran abiertas para todos quienes estuviesen interesados en el tema, y en
ellas solía presentarse el matemático Alan Turing, que por ese entonces también
daba clases en Cambridge. Cuando Turing aparecía, la clase se transformaba en
un debate entre ambos pensadores. Wittgenstein quería que admitiera que la
“inexorabilidad” de las matemáticas no consiste en un cierto conocimiento de
las verdades matemáticas, sino en el hecho de que las proposiciones matemáticas
son gramaticales.
Pero no iba a
convencer a Turing. Para él, al igual que para Russell y para la mayoría de
matemáticos profesionales, la belleza de las matemáticas, su mismísimo
«hechizo», residía precisamente en su poder de proporcionar, en un mundo por
otro lado incierto, verdades irrebatibles. («¡Irrefutabilidad, tu nombre es
matemáticas!», tal como lo expresó una vez W. V. Quine.) (RM, pp.
383-4).
Sin
embargo, la desavenencia fundamental no era esta sino la que ponía en tela de
juicio el principio de contradicción:
Todas las
corrientes de pensamiento convencionales en el campo de los fundamentos de las
matemáticas —logicismo, formalismo e intuicionismo— están de acuerdo en que si
un sistema tiene en su seno una contradicción oculta, entonces hay que
rechazarlo con el argumento de que no es consistente. De hecho, todo el asunto
de proporcionarles a las matemáticas unos sólidos fundamentos lógicos tenía que
ver con que el cálculo, tal como se considera tradicionalmente, es
manifiestamente inconsistente.
En sus
clases, Wittgenstein ridiculizaba esa preocupación por las «contradicciones
ocultas», y era a eso a lo que Turing oponía su desacuerdo más enérgico y
obstinado. [...]
Estaba
claro que Turing tenía que explicar no solo por qué era desconcertante, sino
por qué era importante. El verdadero perjuicio causado por un sistema
que contiene una contradicción, sugería, «no aparecerá hasta que se aplique, en
cuyo caso podría caerse un puente u ocurrir algo de ese tipo» (RM, pp.
385-6).
Wittgenstein
afirmaba que los puentes se caen si uno se equivoca en el cálculo, no si
aparece una contradicción. Las contradicciones, según él, no tienen injerencia
en los cálculos. Uno no puede hacer un cálculo erróneo con una contradicción,
pues simplemente no puede utilizarla para calcular.
Al poco tiempo, comenta Monk,
Turing dejó de
asistir, convencido sin duda de que si Wittgenstein no admitía que una
contradicción era una mácula fatal en un sistema matemático, entonces no había
nada en común entre ellos. De hecho, debía de necesitarse bastante coraje para
asistir a esas clases como único representante de todo lo que Wittgenstein
atacaba, rodeado de los acólitos de este y viéndose obligado a discutir los
temas de una manera que le era poco familiar (RM, p. 386).
Mis escasos conocimientos de lógica matemática no me
permiten emitir una opinión fundamentada en propios argumentos, pero por
supuesto estoy en el bando de Turing: con el principio de contradicción no se
juega.
No fue Turing el único matemático que se opuso a las
concepciones de Wittgenstein. Georg Kreisel, que había sido su alumno en 1942,
lo criticó luego acerbamente: “Las opiniones de Wittgenstein concernientes a la
lógica matemática no valen gran cosa, porque sabía muy poco, y lo que sabía se
limitaba a la línea de investigación de Frege-Russell”; y cuando se publicaron
los Cuadernos azul y marrón, su rechazo se expresó en términos aún más
contundentes: “Como introducción a los problemas significativos de la filosofía
tradicional, los libros son deplorables” (citado en RM, p.
454).
¿Estaba o no
estaba capacitado Wittgenstein para filosofar sobre las matemáticas? Según él,
si nos disponemos a incursionar en alguna disciplina científica tenemos que
abarcarla por completo, conocerla bien a fondo en todos sus intersticios y no
pecar de diletantes (ver la entrada del 4/4/19). Tendría yo que suponer
entonces que Wittgenstein conocía muy bien de lo que hablaba cuando hablaba de
matemáticas, pese a lo que opinen Turing, Kreisel, Hardy y los matemáticos con los que habló Rebecca Goldstein.
Esta postura estrictamente platónico-pitagórica se
debe en parte a la influencia que sobre Hardy ejerció Srinivāsa Aiyangār
Rāmānujan, su alumno predilecto, de origen indio, a quien, sin estudios
específicos en matemática avanzada, se le revelaban en sueños complejísimas
ecuaciones, dictadas por algún dios según afirmaba.
“Apenas
si se puede decir que estas reuniones fueran «conferencias», aunque este es el
nombre que Wittgenstein les daba. Pues, para empezar, en estas reuniones se
llevaba a cabo una búsqueda original. Wittgenstein hablaba sobre ciertos
problemas del modo que hubiera hablado de estar solo. Además, las conferencias
consistían, en su mayor parte, en conversación” (Norman Malcolm, Recuerdo de Ludwig Wittgenstein, texto
incluido en una compilación a cargo de Ricardo
Jordana titulada Las filosofías de
Ludwig Wittgenstein, p. 41).