Supóngase que un futuro
cirujano, estudiante de medicina de cierta universidad, en vez de capacitarse
como lo hacen sus compañeros de estudio, inspeccionando cadáveres, estudiando
la anatomía humana, la etiología de las enfermedades, la necrosis de los
tejidos, etc., se dedicase a estudiar pura y exclusivamente las características
del bisturí que utilizará en sus operaciones: su estructura, el material con
que está construido, el ángulo exacto del filo, en fin, todos y cada uno de los
pormenores relacionados con aquel instrumento. ¿Estaríamos dispuestos a que un
cirujano poseedor de tan singulares conocimientos metiese su estudiado bisturí
en nuestras entrañas? Pues esto mismo hace Wittgenstein: estudia y analiza el
instrumento a través del cual opera la filosofía —el lenguaje—, y se
desentiende de los conocimientos necesarios para que la filosofía prospere.
Afila el bisturí, pero se jacta de no conocer ni siquiera la función que
realiza el órgano en el que lo utilizará. Este ignaro doctor y sus acólitos
vienen operando a la filosofía desde principios del siglo XX y el resto del
doctorado no parece advertir el peligro. Así está la pobre filosofía, en terapia
intensiva y con respiración asistida.
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