…En aquella época
todavía creíamos inocentemente que quien tenga en una universidad el cargo y la
dignidad de filósofo debe ser también un filósofo: precisamente carecíamos de
experiencia y estábamos mal informados.
Friedrich Nietzsche, Sobre el porvenir de nuestras instituciones
educativas
En 1947, Wittgenstein
abandonó su cátedra en el Trinity College para dedicarse a finalizar y tornear
su último libro, el que hoy conocemos como Investigaciones
filosóficas[1].
Buscando la tranquilidad necesaria para escribir, marchó a Irlanda, porque no
se sentía a gusto en “la desintegradora y putrefacta civilización inglesa”. Y a
él, a quien siempre le había costado demasiado el acto de la escritura, y que
se consideraba demasiado viejo como para que su mente pudiese volar como en la
época del Tractatus, se le dibuja en
la cara una expresión de sorpresa cuando pone manos a la obra:
A veces las ideas me llegan tan
rápidamente que siento como si mi pluma fuera guiada por alguien. Ahora me doy cuenta
de que lo más adecuado para mí era abandonar la enseñanza. Nunca habría podido
escribir esta obra estando en Cambridge (citado en RM, p. 471).
Ya frisando los
sesenta, y a pocos años de su muerte, comprende que lo peor que existe para un
pensador-escritor es la convivencia en el mismo cuerpo con un
pensador-catedrático. La cátedra le robaba el precioso tiempo que habría debido
dedicar a plasmar por escrito sus pensamientos —o no pensamientos, puesto que,
si hacemos caso a Russell, Wittgenstein no era un filósofo sino un místico que
veía la filosofía como una evasión de lo racional—. El problema era que, al
haber regalado su fortuna, debía ganarse el sustento con alguna actividad, pero
habría sido más sano para su faceta de escritor, teniendo en cuenta que era
excesivamente puntilloso y nunca le parecían sus textos lo suficientemente
acabados[2],
que se dedicase a una labor profesional que no le insumiera tanto tiempo como
la de profesor. Fernando Pessoa resolvió este problema dedicándose a traducir
cartas comerciales durante dos o tres días a la semana, y el resto de la semana
escribía; Wittgenstein, si odiaba tanto a la civilización inglesa y a Cambridge
en particular[3],
con más razón podría haber resuelto su situación financiera de parecida manera.
Pero no, porque él necesitaba su coro de aduladores y sus reuniones en el Club
de Ciencias Morales para levantar su autoestima, y por eso tardó tanto en tomar
la decisión de jubilarse.
Bien dice el refrán que
quien no es filósofo enseña filosofía. Pero en este caso no podemos aplicarlo,
porque Wittgenstein no enseñaba en Cambridge filosofía, sino gramática.
[1] Dicho sea de paso, en opinión de Bertrand
Russell, este libro no tiene nada que lo haga filosóficamente valioso: “Yo
admiraba el Tractatus de Wittgenstein
pero no su obra posterior, la cual me parecía que entrañaba una renuncia a su
mejor talento [...]. Sus doctrinas positivas me parecen triviales y sus
doctrinas negativas infundadas. No he encontrado en las Investigaciones filosóficas nada que me pareciera interesante y no
acabo de entender por qué toda una escuela encuentra en sus páginas importante
sabiduría” (La evolución de mi
pensamiento filosófico, p. 140). Lo contrario opinaba del Tractatus: a pesar de que considerara
ininteligibles alguno de sus pasajes y contradictorios otros, este libro le
hizo revisar radicalmente su propia doctrina esbozada en los Principia Mathematica, y vaticinaba, en aquel
entonces, que el próximo gran paso adelante de la filosofía vendría de la mano
de su exalumno.
[2] Demoraba tanto en finalizar un escrito, lo
retocaba tanto, que terminaba por perder vivacidad: "Hay que insistir en
que Wittgenstein era [...] un deplorable escritor, de modo que sus anotaciones
y los cuadernos que dictó a sus amigos tienen un frescor y una claridad que por
desgracia las obras cuidadosamente pulidas por él mismo han perdido"
(James G. Colbert Jr., “Aproximación a Wittgenstein”, artículo disponible en
internet, p. 17).
[3] “La vida académica era [para Wittgenstein]
detestable. Le dijo a Britton que cada vez que volvía de Londres y oía a un
estudiante exclamar, «¡Oh, desde luego!» (Oh, really!), no le cabía la
menor duda de que estaba de nuevo en Cambridge. El chismorreo de la persona que
le hacía la cama en sus habitaciones de Cambridge era preferible a la engañosa
inteligencia de profesores y catedráticos” (RM, p. 302). A Georg von
Wright, un amigo que el mismo Wittgenstein había recomendado como su sucesor en
Cambridge, y cuya solicitud fue aceptada, le dijo: “Cambridge es un lugar
peligroso. ¿Te volverás superficial? ¿Zalamero? Si no lo haces sufrirás
terriblemente” (citado en RM, p. 472).
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