La filosofía analítica de comienzos del siglo XX tenía como una de
sus metas principales la resolución de paradojas a través del minucioso
análisis del lenguaje en el que están planteadas. Una de las favoritas de todos
los tiempos es la paradoja del mentiroso: “Esta oración es falsa”, dice
alguien, y se produce una paradoja al intentar afirmar si esa sentencia es
falsa o verdadera. Parece que ya se venía tanteando desde la Grecia antigua,
formulada en aquel entonces por Epiménides y Eubúlides, cada cual con sus
matices. Fue Bertrand Russell el primero en poner de manifiesto que diversas paradojas
como esta revelaban fallos básicos de principios lógicos y lógico-matemáticos
que hasta ese momento se habían considerado indiscutibles. Había, pues, que
revisar estos principios para solucionar esta paradoja y las restantes.
Solucionarlas o más bien disolverlas.
Ahora bien, con estos antecedentes en la mano, Wittgenstein fue
más allá y se atrevió a proponer la resolución o disolución de las
proposiciones metafísicas de manera parecida a la resolución o disolución de
las paradojas lógicas: evidenciando que tales proposiciones estaban mal
planteadas gramaticalmente y que por lo tanto su resolución o disolución
dependía del análisis del lenguaje en el que estaban escritas. Desmembrando su
lenguaje, se llegaría a la conclusión de que las proposiciones metafísicas
carecen de sentido y por lo tanto no son un verdadero problema filosófico. Y
¿tuvo éxito en esta empresa demostrativa? Para muchos pensadores británicos,
cuyos lavarropas mentales no han sido equipados de fábrica con el programa de
centrifugado metafísico, Wittgenstein acertó. No para mí, ni tampoco para
William Bartley:
Se pensó que los
añejos problemas de la metafísica, al igual que las paradojas lógicas, podrían desaparecer por medio
del desarrollo de cánones de expresiones con significado y bien formuladas;
que, en suma, estas vetustas teorías metafísicas habrían surgido, antes de
nada, solo a causa de la ausencia de técnicas de análisis lingüístico y lógico
para detectar lo que carece de significado.
[...] La historia de buena parte de la filosofía de los años 20,
claramente la de Wittgenstein y sus seguidores, es la del intento de disolver
la metafísica tradicional por medio de la aplicación sistemática de un falso
paralelismo: la suposición de que los problemas filosóficos eran generados y
podían ser evitados, en un modo paralelo a como se generan y resuelven las
paradojas lógicas (WB, p. 74).
Este intento, comenta Bartley, “estaba condenado al fracaso, ya
que es un hecho que la autorreferencia que se encuentra en las antinomias
lógicas está simplemente ausente en
la mayor parte de los problemas tradicionales de la filosofía”. Por eso estas
palabras de Wittgenstein que aparecen en el prólogo de su Tractatus,
“El libro trata de problemas de filosofía y muestra, al menos así lo creo, que
la formulación de estos problemas descansa en la falta de comprensión de la
lógica de nuestro lenguaje”, se nos aparecen a nosotros tan disueltas, tan poco
palpables, como unas pizcas de sal que han caído en medio de una pileta
olímpica.
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