Solamente porque el hombre se cree libre, no porque
lo sea, siente arrepentimiento y remordimiento. […] Nadie es responsable de sus
actos, nadie lo es de su ser; juzgar tiene el mismo valor que ser injusto.
Friedrich Nietzsche, Humano, demasiado humano, § 39
¿Qué opinaba
Wittgenstein del problema del libre albedrío y el determinismo? En principio,
afirmaba que dicho problema era metafísico y que por tanto carecía de sentido,
o que el asunto estaba mal planteado. “De la voluntad como sujeto de la ética no se
puede hablar” (Tractatus, § 6.423). Sin embargo, tal como era su costumbre, terminó
hablando bastante de este tema por más que “creyera” que no es un asunto
susceptible de ser analizado con palabras.
Entro en materia
aclarando, de la mano del profesor Pablo Quintanilla, de qué estamos hablando
cuando hablamos de la libertad de la voluntad. Este problema, comenta el
peruano,
aparece como
producto de una tensión entre dos premisas usualmente aceptadas: (i) Algunos
aspectos de nuestro comportamiento son voluntarios, en tanto han sido causados
por nosotros mismos o por nuestros estados mentales, por lo que podríamos haber
obrado de otra manera. (ii) Todo evento de la naturaleza tiene una causa física
que está determinada por otros eventos físicos, incluyendo nuestro
comportamiento y nuestros estados mentales. Aquí el problema emerge porque, al
parecer, hay una relación de exclusión entre el determinismo causal de la
naturaleza, donde todo efecto tiene necesariamente causas, y la idea de que la
voluntad es una suerte de causa incausada, un motor inmóvil que causa pero no
es causado por eventos externos a ella. [...] Este es el problema de la
compatibilidad. Si creemos que ambas premisas son excluyentes y no pueden ser
integradas entre sí, seremos incompatibilistas; en cambio, si creemos que no
necesariamente son incompatibles y que pueden ser formuladas de manera
integrada, seremos compatibilistas.
Según Quintanilla,
la idea de
Wittgenstein es que tanto compatibilistas como incompatibilistas intentan resolver
un falso problema, dado lo cual bastará con mostrar por qué el problema no es
tal, es decir, bastará con desconstruirlo. Mostrar cómo debiera hacerse esa
desconstrucción es parte del objetivo de Wittgenstein (Pablo Quintanilla,
“Wittgenstein y la autonomía de la voluntad”, artículo disponible en internet).
En primer lugar,
Wittgenstein, siguiendo en esto al pragmatista Charles Peirce, duda que el
axioma “todo efecto tiene una causa” sea necesariamente verdadero. Podrían
existir eventos sin causa, con lo que les guiña un ojo a Kant y a los
albedristas:
Es perfectamente posible que
determinados fenómenos psicológicos no puedan investigarse fisiológicamente,
porque fisiológicamente no les corresponde nada.
[...] ¿Por qué no debe existir una regularidad psicológica a la que no
corresponda ninguna fisiológica? Si esto viola nuestros conceptos de la
causalidad, entonces ya es hora de echarlos por tierra
(Zettel, § 609 y 610).
La causalidad no es
para Wittgenstein, como no lo era para Hume, un proceso susceptible de ser
analizado empíricamente y por ende lo relega al ámbito de la metafísica. Y una
vez determinado que el concepto “causalidad” es metafísico, ya no le interesa
si es verdadero o falso[1].
Por eso se niega a “explicar” cualquier fenómeno, afirmando que lo correcto no
es explicar sino simplemente describir: “Toda explicación tiene que
desaparecer y solo la descripción ha de ocupar su lugar” (Investigaciones
filosóficas, § 109). La explicación implica
una búsqueda de regularidades causales; la descripción, sin negar las
regularidades, no las considera imprescindibles y se limita a postular un orden
más simple y familiar para dar cuenta de lo más complejo. El nexo causal, dice
Wittgenstein, “parece creado por un mecanismo que une dos partes de una máquina”
(Investigaciones filosóficas, § 613).
Según esta imagen, la causalidad solo puede operar mecánicamente, entre
objetos, nunca entre un objeto y una mente o entre dos mentes. No cree
Wittgenstein que haya ninguna relación causal entre el querer y el actuar; es
un error categorial emplear terminología causal, restringida a las
descripciones físicas, para una descripción psicológica. El deseo es
inseparable de la acción, pero no es su causa. Para él, “la descripción física
y la psicológica iluminan dos aspectos diferentes de la realidad descrita”
(Quintanilla, op. cit). Esto emparienta a Wittgenstein, según la opinión de
Quintanilla, con una bastante reciente teoría que en filosofía de la mente fue
llamada “del doble aspecto”: la persona tiene en sí misma dos tipos de rasgos,
físicos y psicológicos, pero ni lo psicológico emerge de lo físico ni es una
realidad superpuesta a lo físico. Inmediatamente, al pensar en esto, me vienen
a la mente las palabras de Spinoza:
El orden y la conexión de las ideas es el mismo que
el orden y la conexión de las cosas. [...] El alma y el cuerpo son una sola y
misma cosa, concebida ya bajo el atributo del Pensamiento, ya bajo el de la
Extensión (Ética, II, 7 y III, 2
escolio).
Sí, esta teoría del doble aspecto me huele
mucho a paralelismo psicofísico. Sin embargo, bien sabemos que el paralelismo
psicofísico de Spinoza, o el de cualquiera, tiene que derivar forzosamente, por
una cuestión de engrane lógico, en un férreo determinismo, por lo que tiene que
haber alguna diferencia entre tal paralelismo y la teoría del doble aspecto.
Wittgenstein había
leído a Spinoza y estaba familiarizado con su filosofía. Incluso se dice que el
nombre en latín de su libro principal, el Tractatus Logico-Philosophicus --título que le fue sugerido por Moore-- es un homenaje al Tractatus Theologico-Politicus del pensador holandés. El isomorfismo lingüístico de Wittgenstein podría
derivarse también del isomorfismo psicofísico de Spinoza. Incluso es posible
que una esquirla del determinismo de Spinoza se haya incrustado en la cabeza
del primer Wittgenstein. “Los hombres se creen libres —dijo Spinoza— por esta
sola causa: porque son conscientes de sus acciones e ignoran las causas que los
determinan” (Ética, III, 2 escolio);
y Wittgenstein replica como un eco: “La libertad de la voluntad consiste en que
no podemos conocer ahora las acciones futuras” (Tractatus, § 5.1362). Pero las discrepancias aparecen prontamente
de la mano del principio de causalidad, tan caro a Spinoza y tan desdeñable
para Wittgenstein:
“No podemos inferir los acontecimientos futuros de los presentes. La fe
en el nexo causal es la superstición” (Tractatus, § 5.1361)[2].
Para Spinoza, nos creemos libres porque desconocemos las relaciones causales
que nos constriñen; para Wittgenstein, esas relaciones causales no existen. El
pensamiento y la extensión, el espíritu y la materia, son para ambos pensadores
diferentes atributos de una misma sustancia, pero mientras que Spinoza y su
paralelismo psicofísico aceptan que la causalidad opera en ambos planos,
Wittgenstein, acercándose a la teoría del doble aspecto, la restringe al plano
de la extensión y la materia. Así, Wittgenstein se aleja en este punto de
Spinoza y se cobija en el ámbito trascendental de la libertad que postulaba
Kant. No olvidemos que Wittgenstein siempre fue un fervoroso creyente
filocatólico, de modo que por mucho que renegase del problema del libre
albedrío por tratarse de un uso confuso de los términos, es evidente que se
sentía, en el fondo de su alma, metafísicamente libre para realizar el bien o
para pecar. Esto era lo que él sentía internamente, pero su doctrina de la no
injerencia en cuestiones metafísicas lo invitaba a no pensar en ello:
El problema
filosófico de las relaciones entre libre albedrío y determinismo, que ha suscitado
todas aquellas empresas compatibilistas o incompatibilistas, aparece cuando lo
que queremos es compatibilizar dos tipos diferentes de descripciones: de un
lado la mecanicista, causal y nomológica propia de la descripción física de la
naturaleza y, de otro lado, la intencional e interpretativa que es propia del
discurso psicológico. Sin embargo, como he intentado sugerir, la propuesta de
Wittgenstein es que es innecesario hacer semejante compatibilización, con lo
que todo el problema debiera ser disuelto (Quintanilla, op. cit.).
Según Quintanilla, a
medida que Wittgenstein envejecía se ablandaba un poco y comenzaba a revisar
sus posturas, con lo que aparentemente le brindó cierta cabida al tema del
libre albedrío en sus cátedras, siempre desde una perspectiva ética y nunca
metafísica. Alguna modesta prueba de este supuesto cambio lo podemos encontrar
en sus clases de su última etapa en Cambridge, recogidas por sus alumnos:
No hay razón por
la que, incluso si hubiera regularidad en las decisiones humanas, yo no habría
de ser libre. No hay nada en la regularidad que haga a ninguna cosa libre o no
libre.
No entiendo por
qué no podrían haber mantenido que un ser humano es responsable, y que al mismo
tiempo sus decisiones están […] determinadas –queriendo decir que la gente
podría encontrar leyes naturales (y nada más).
¿Sería
irrazonable pensar que las acciones de un ser humano se ajustan a las leyes
naturales, y no obstante considerar que es responsable de lo que hace? (Ocasiones filosóficas, 1912-1951, pp.
411, 413 y 415).
¿Se tornó abiertamente albedrista? De ningún modo: “Todos estos
argumentos podrían dar la impresión de que quiero argumentar a favor del libre
albedrío [...]. Pero no quiero hacerlo” (ibíd., p. 416). Lo que quiere hacer,
según Quintanilla, es acercarse un poco más a la famosa teoría del doble
aspecto:
Según esa
concepción, [...] el lenguaje físico y el psicológico son dos descripciones
diferentes del ser humano, ambas legítimas e irreducibles entre sí, donde el
concepto de determinismo pertenece al lenguaje físico y el concepto de libre
albedrío pertenece al lenguaje intencional (Quintanilla, op. cit.).
En el paralelismo psicofísico spinoziano, el concepto de
determinismo pertenece a los dos atributos de la única sustancia, tanto al
físico como al intencional, mientras que la teoría del doble aspecto —al menos
como la entiende Quintanilla— supone que el determinismo no tiene injerencia
dentro de las actividades de la mente. Da la impresión de que Quintanilla
quiere arrear a la oveja Wittgenstein, oveja descarriada, hacia su redil:
La descripción
fisicalista del comportamiento de un individuo puede conducir al determinismo
si uno asume como presupuesto explicativo el principio de la uniformidad de la
naturaleza, aunque esto no es necesario si uno prefiere presuponer, a la manera
de Peirce, que las regularidades naturales son meramente probabilísticas. La
descripción intencional, de otro lado, presupone el libre albedrío y atribuye
responsabilidad moral. Ambas descripciones son aspectos de la misma realidad,
pero ninguna de ellas tiene prioridad respecto de la otra. El comportamiento
físico y las acciones (según la descripción que se elija) han sido causadas por
eventos físicos y motivadas por razones y otros estados mentales, es
decir, por aquello que de manera genérica llamamos voluntad. Bajo la
primera descripción podríamos tener determinismo, bajo la segunda obtenemos
libre albedrío.
La conclusión de Quintanilla es que
la autonomía de
la voluntad no se ve amenazada por el determinismo. [...] Esto muestra que el
problema del libre albedrío sí es real e importante, no es un pseudo-problema,
siempre que uno lo formule de una manera diferente a como se suele hacerlo.
[...] La formulación del problema en términos morales y no metafísicos, [...]
es perfectamente legítima.
No creo que Wittgenstein, si se levantara de su tumba, aprobara
estas especulaciones. Por mucho que su cerrazón ante los problemas éticos haya
disminuido en su edad adulta, jamás habría admitido que el problema del libre
albedrío es real e importante. Para sus adentros, en sus diálogos con Dios, se
sentía libre, pero su postura oficial era que no había que perder el tiempo con
ese tipo de menudencias metafísicas. Quintanilla también se siente libre, pero
a diferencia de Wittgenstein, necesita plasmar ese sentimiento en una doctrina
coherente. ¿Por qué? Porque Pablo Quintanilla es decano de la Pontificia Universidad Católica de Lima, y a los obispos limeños
que lo educaron les hubiera resultado un chasco que su alumno predilecto
admitiera que el libre albedrío no existe o, quizá peor aún, que no tiene
sentido hablar del asunto.
[1] Yo también entiendo que el concepto de causalidad es
metafísico, pero este entendimiento no me fuerza a desecharlo de la
investigación científica: la causalidad parte
desde el fenómeno e ingresa, trascendiéndolo, al nóumeno. Dijo Claude Bernard:
"Admitir un hecho sin causa, es decir, indeterminable en sus condiciones
de existencia, no es ni más ni menos que la negación de la ciencia” (Introducción al estudio de la medicina
experimental, cap 11, § 7). Coincido enteramente. Wittgenstein, negando la
causalidad dentro mismo del ámbito de la ciencia, se comporta, sin querer salir
de ese ámbito, como metafísico. Pero como mal metafísico, porque el buen
metafísico ya se ha dado cuenta, después de todo lo andado por Kant, de que la
causalidad no puede ni debe quedar restringida al ámbito científico sino que
debe superarlo, atravesar el espacio-tiempo, y llegar hasta las puertas mismas
de la cosa en sí.
[2] Este desdén por el principio de causalidad lo
tomo Wittgenstein seguramente de William James:
“¿Qué es, por ejemplo, el principio de causalidad, sino un postulado, un
principio en el cual ocultase el deseo de descubrir algún día entre la sucesión
de los fenómenos, lazos de dependencia más hondos que esa simple yuxtaposición
arbitraria en que se nos da actualmente?” (“El dilema del determinismo”, ensayo
incluido en La voluntad de creer).
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