Estar
solo con uno mismo, o con Dios, ¿no es como estar solo con una fiera? En
cualquier momento puede atacarte.
Ludwig
Wittgenstein, Movimientos
del pensar. Diarios
1930-1932 / 1936-1937
La imagen de su padre
como un juez exigente e inmisericorde la extrapoló Wittgenstein a su intimidad
metafísica. Fue esa imagen de juez terrible —nos dice Isidoro Reguera— “la que
Wittgenstein tuvo de Dios toda la vida” (El
feliz absurdo de la ética, p. 40). ¿Cómo no terminar siendo un místico
agnóstico con ese cuadro revoloteando en su cabeza? ¿Para qué hablar de Dios,
si la idea que tenemos de Dios no nos convence?[1]
Digamos, de pasada, que
el padre de Wittgenstein era de ascendencia judía. Tal vez por eso el Dios que
representaba para su hijo tenía mucho más de judío que de cristiano (y digamos,
también de pasada, que a pesar de ser judío, su padre fue educado en la fe
protestante, y que tal vez por eso no encontraba incompatibilidades entre las
riquezas que poseía y las virtudes cristianas que creía poseer).
[1] Y sin embargo habla:
“Cómo sea el mundo, es completamente indiferente para lo que está más alto.
Dios no se revela en el mundo” (Tractatus, § 6.432). Esto parece ser una
patada al panteísmo, aunque algún estudioso de Wittgenstein lo niegue (cf. Cyril
Barrett, Ética y creencia religiosa en
Wittgenstein, p. 139). Pero ¿cómo sabe que Dios no se revela en el mundo?
¿Realizó alguna investigación empírica al respecto? No; luego, esta
proposición, a los ojos de Wittgenstein, no tiene sentido.
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