No tanto para
desprestigiar el lenguaje verbal pero sí para bajarlo del pedestal en el que
ahora se encuentra, George Steiner nos habla del lenguaje matemático y del
terreno que día a día viene ganando en detrimento de la palabra:
Hasta los tiempos de Goethe y Humboldt,
a un hombre de capacidad y de retentiva excepcionales le era posible sentirse a
sus anchas tanto dentro de la cultura humanística como dentro de la matemática.
Leibniz logró todavía hacer un aporte notable a las dos. Pero esta no es ya una
posibilidad real. El abismo entre los códigos verbal y matemático se abre cada
día más. A ambas orillas hay hombres que, para los otros, son analfabetos. Es
tan grande el analfabetismo consistente en desconocer los conceptos básicos del
cálculo o de la geometría esférica como el de ignorar la gramática. [...]
Nosotros, los que estamos obligados por nuestra ignorancia de las ciencias
exactas a imaginarnos el universo a través del velo de un lenguaje no
matemático, somos habitantes de una ficción animada. Los datos reales del caso
—el continuo tempoespacial de la relatividad, la estructura atómica de la
materia, el estado de onda-partícula de la energía— ya no nos son accesibles
por medio de la palabra. No es ninguna paradoja afirmar que en algunos aspectos
decisivos la realidad comienza ahora fuera del mundo verbal. Los
matemáticos lo saben (Lenguaje y silencio,
pp. 33-4).
Yo soy,
desde los comienzos mismos de mi pensar filosófico, un entusiasta pitagórico,
de modo que no puedo disentir con estos conceptos claramente vertidos por
Steiner. Sin embargo, en cuestiones de religión, de ética y de estética, la
ciencia matemática no ha logrado todavía establecerse. No digo que no pueda
llegar el día en que comuniquemos la ética mediante el sistema binario (el calculus ratiocinator leibniciano[1]), solo digo que ese día está hoy demasiado
lejano, tan lejano como el día en que podamos viajar hacia un planeta de otra
galaxia. Un par de siglos atrás, la ciencia médica era puramente descriptiva,
no había cabida en el ella para los números ni para las estadísticas. ¿Y qué
hacían entonces los médicos? ¿Se negaban a emplear su ciencia bajo el pretexto
de que no habían llegado, en ningún caso, a una respuesta matemática de los
interrogantes que se les planteaban en su área? De ningún modo: seguían curando
como podían, y a veces de manera muy acertada, pese a que solo atinaban a
emplear en sus estudios la palabra y la imagen. Pues bien, en la misma
situación está hoy en día el eticista. Si se negase, como Wittgenstein, a
explicar los valores bajo el pretexto de que la palabra es una herramienta
demasiado indigente para este menester, el eticista se estaría comportando como
una partera que, ante la inminencia de un parto en plena calle, y por no
disponer de instrumental esterilizado, se negase a dar su auxilio a la
parturienta.
La
ética se merece más, mucho más que la palabra para ser descrita y asimilada,
pero es la palabra lo que tenemos por el momento. No es la mejor herramienta,
pero eso no significa que no sea una herramienta. Guardar silencio cuando una
oración bien exclamada puede salvar una vida no nos convierte en taoístas, sino
en egoístas.
[1] “Todo nuestro razonamiento no es otra cosa
que la unión y sustitución de caracteres, ya sean estos caracteres palabras o
símbolos o imágenes. [...] si pudiéramos encontrar caracteres o signos
apropiados para expresar todos nuestros pensamientos de forma tan precisa y
exacta como la aritmética expresa los números o el análisis geométrico expresa
las líneas, podríamos llegar en todas las materias susceptibles de razonamiento
tan lejos como en aritmética y geometría. Pues todas las investigaciones que
dependieran de la razón serían realizadas mediante la transposición de caracteres
y por un tipo de cálculo [...]. Y si alguien dudara de mis resultados, yo le
diría: «calculemos, Señor», y así, tomando pluma y tintero, podríamos al
momento dirimir la cuestión” (Gottfried Leibniz, citado por John Barrow en La trama oculta del universo, p.53).
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