Wittgenstein se alistó
como voluntario en la Primera Guerra Mundial con el objetivo de mejorar su
discernimiento. Pensaba dedicarse seriamente a la filosofía —o a lo que él
consideraba filosofía después de quitarle todo aquello de lo que no se puede
hablar—, y para poder pensar con altura era menester liberarse de la cobardía: “El motivo fundamental por el
que va voluntario a la guerra en 1914 es el de hacerse un hombre, porque [...]
solo un «hombre» (una persona de una pieza, una personalidad ética) puede
pensar en serio” (Isidoro Reguera, El
feliz absurdo de la ética, p. 35). ¿Es verdad esto? No necesariamente.
Arthur Schopenhauer, por ejemplo, era bastante pusilánime, y pese a ello
elaboró una filosofía de muy alta enjundia, y los ejemplos abundan, porque por
lo general los grandes pensadores no han sido personas activas, ni mucho menos
militaristas y temerarias, sino más bien lo contrario. De todos modos, la
valentía es una virtud, y como todas las virtudes están, como las columnas de
un edificio, encadenadas por lo bajo, concuerdo con Wittgenstein: entre dos
individuos de igual claridad mental, piensa mejor el más valiente.
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