Dios ha llegado. Lo encontré en el
tren de las 5.15.
John Maynard Keynes, en una carta que le
escribió en enero de 1929 a su mujer para relatarle su encuentro con Ludwig
Wittgenstein, que acababa de regresar a Cambridge.
Wittgenstein no se consideraba un dios, pero en cierto momento de su vida
barajó la posibilidad de ser un santo[1]. ¿Y
qué es lo primero que tiene que hacer una persona que va camino a ese difícil
objetivo?
Venía de una de las familias más ricas de Austria. Su padre, el fundador
de la industria austríaca del hierro y del metal, fallecido en 1913, le había
dejado a él y a sus hermanos una cuantiosa fortuna. En 1919, a su regreso de la Primera
Guerra Mundial (se había alistado como voluntario), y asqueado de los horrores
de la contienda, se vuelve tolstoiano y hacen eco en él las palabras de Jesús
ante la pregunta del joven rico que desea elevarse hacia la santidad: “Si
quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y
tendrás un tesoro en el cielo. Después de eso, ven y sígueme” (Mateo, 19.21). Cuando el
joven oyó estas palabras —continúa la historia— se fue triste, porque tenía
muchas posesiones. Entonces Jesús dijo a sus discípulos: “De cierto os digo que
difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. Una vez más os digo que
es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja a que un rico entre en
el reino de Dios”. Wittgenstein tomó esta recomendación muy en serio, no quiso
quedar en la historia como aquel joven rico que no supo comprometerse
seriamente con el Evangelio, y entonces ocurrió lo impensado: repartió toda su
fortuna entre sus hermanos y se quedó sin un billete. En rigor de verdad, lo
que debió hacer, si pretendía seguir las enseñanzas de Jesús, era darles su
fortuna a los pobres, no a sus
propios hermanos, que ya nadaban en riquezas[2].
Pero este error técnico[3] no invalida el grandioso gesto de
Wittgenstein[4], gesto que yo mismo en
algún momento pensé imitar cuando heredé los cien mil dólares que por la
herencia de mi padre me tocaron, pero que como es de público conocimiento, no
tuve los huevos para hacerlo.
Sin embargo, no pierdo las esperanzas de poder armarme de valor algún día
y donar toda mi fortuna a los pobres. Y es probable que esa donación no se haga
en dinero contante y sonante, sino bajo la forma de libros, de mis libros. Al
fin y al cabo, con mi dinero los pobres podrían alimentar solamente sus
estómagos, mientras que mis libros tal vez pudiesen servirles de alimento, o de aperitivo, a sus también famélicos
espíritus.
[1] En diciembre de 1919 escribió sobre él Bertrand
Russell: “Me quedé asombrado cuando descubrí que se había convertido
en un místico completo. Lee a autores como Kierkegaard y Angelus Silesius, y
considera seriamente la posibilidad de hacerse monje” (citado en RKM, pp.
75-6). “A su amigo Parak le explicó que lo que más le gustaría llegar a ser era
sacerdote. Pero como no se sentía con ganas de iniciar unos estudios teológicos
que duraban ocho semestres, decidió hacerse maestro de escuela primaria. [...]
Wittgenstein subrayó en varias ocasiones que, si él quería hacerse maestro, era
para acercar el Evangelio a los niños” (Wilhelm Baum, Ludwig Wittgenstein, p. 106).
[2] "Cuenta un miembro de su familia que causó una conmoción enorme
cuando apareció súbitamente una mañana ante sus banqueros para declarar que no
quería saber nada de su dinero y que debía ser desposeído de dicho dinero
inmediatamente. De acuerdo con sus deseos, sus hermanos y hermanas (con
excepción de Margaret) recibieron toda la fortuna en líquido" (WB, p.
49).
[3] Uno de sus
biógrafos opina que la decisión de dejarles su fortuna a sus hermanos no fue
libre sino forzada por las circunstancias: “Hubo quienes sonrieron [...] cuando
se enteraron de que la donación era en favor de la familia del mismo
Wittgenstein, pero desde varios puntos de vista era la única solución posible.
El dinero no era un montón de oro, sino una porción de un conjunto de
propiedades interconectadas y acciones. Un extraño o una institución benéfica
no hubieran podido ser accionistas fácilmente” (Brian McGuinness, Wittgenstein. El joven Ludwig (1889-1921),
p. 364).
[4] Compárese el desprendimiento de su fortuna con este dato:
"Ludwig, el filósofo, puso a disposición del ejército austríaco durante la
Primera Guerra Mundial un millón de coronas para que pudiera fabricarse un
mortero del calibre treinta" (Wilhelm Baum, Ludwig Wittgenstein, p. 45). La transvaloración no podía ser mayor:
de rico y belicoso pasó, en un abrir y cerrar de ojos, a pobre y pacifista.
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