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miércoles, 3 de julio de 2019

La cruzada de Wittgenstein contra el abuso de la lengua


El santo, el iniciado, no solo se aleja de las tentaciones de la acción mundana; se aleja también del habla. Su retiro a la cueva de la montaña o a la celda monástica es el ademán externo de su silencio.
George Steiner, Lenguaje y silencio

Parece que en la Viena de fines del siglo XIX la gente estaba un poco harta de la verbosidad. Wittgenstein no habría sido el iniciador de una corriente contra la charlatanería, sino el sintetizador filosófico de la misma. Ya otros artistas y pensadores austríacos se habían pronunciado en contra de la palabrería huera. El doctor Hugo von Hofmannsthal, un dramaturgo muy conocido en su tiempo, había dicho en 1895:

La gente está cansada de oír hablar. Siente un profundo disgusto con las palabras. Y es que las palabras se han puesto a sí mismas enfrente de las cosas. Estamos prisioneros de un terrible proceso en el cual el pensamiento está completamente ahogado por los conceptos. Casi nadie es capaz en nuestro tiempo de estar seguro de lo que está en su mente, de lo que entiende o no entiende, de decir lo que siente y lo que no siente. Esto ha despertado un amor desesperado por aquellas artes que se llevan a cabo sin recurrir al habla (citado por William Warren Bartley III en Wittgenstein[1], p. 64).

El lenguaje estaba en franca decadencia como medio de comunicar lo más importante, siendo solamente útil para comunicar hechos triviales y teorías científicas: tal era la opinión de Wittgenstein, de Hofmannsthal y de un nutrido grupo de intelectuales vieneses[2]. ¿Era esto realmente así? Para Bartley, la posición de estos autores era desmedida:

Se puede plantear la cuestión de hasta qué punto estaban bien fundadas las preocupaciones de Wittgenstein y Hofmannsthal respecto a la capacidad del lenguaje —especialmente el lenguaje de la moral, de la estética, de la religión y de las emociones. Hasta qué punto eran, más bien, una respuesta exagerada a un período de abuso chapucero y distorsionado del lenguaje que acompañó al traumático cambio social del mundo germanoparlante durante la última parte del siglo XIX y comienzos del XX (ibíd., p. 66).

Yo entiendo, como Bartley, que Wittgenstein tomó la parte por el todo. Un abuso circunstancial de la lengua, ocurrido en las urbes germanoparlantes y en el siglo XIX, le sirvió para esbozar una teoría que supuestamente valdría para todo tiempo y lugar, a saber, que en cuestiones de ética, de arte y de religión es mejor mantenerse callado que hablar.
“Todo el significado del libro —nos dice Wittgenstein desde el prólogo de su Tractatus— puede resumirse en cierto modo en lo siguiente: Todo aquello que puede ser dicho, puede decirse con claridad: y de lo que no se puede hablar, mejor es callarse”. No voy a ser yo, uno de los mayores adoradores del mutismo lingual en esta Buenos Aires en la que el parloteo es moneda corriente, no voy a ser yo quien desprecie las ventajas y la eminencia de ciertos momentos en los que el silencio se impone, pero hay que decir también que hay silencios y silencios, y que no es lo mismo el silencio de una persona que se queda sin palabras ante un hecho artístico, o ante una belleza natural, o ante un acto heroico, o al haber entendido o concebido una idea genial, o por causa de un estremecimiento religioso, que el silencio de un total ignorante que nada sabe ni sospecha de Dios, del heroísmo, de la verdad y de la belleza. Como dice William Bartley desde la página 62 del libro que estoy citando, “cierto silencio es profundo mientras que otros silencios nacen de tener poco o nada que decir. Wittgenstein no nos da criterio alguno para distinguir un silencio de otro”[3].



[1] De aquí en adelante, este texto aparecerá citado como WB.
[2] Grupo presidido por Karl Kraus y Adolf Loos. Destacábase también Fritz Mauthner, pensador austríaco de gran influencia en Wittgenstein (es uno de los pocos autores que menciona en el Tractatus). Mauthner afirmaba, entre otras cosas, que para conocer las verdades supremas hay que ir más allá del vocabulario escolástico y que esta labor solo podía encararse al modo de los místicos abismáticos. Decía también que el lenguaje servía correctamente para expresar emociones y estados de ánimo, pero que su función cognitiva es muy endeble. A su vez, el trío conformado por Brentano, Mach y Boltzmann, cuya orientación filosófica se basaba en el riguroso método empírico de las ciencias de la naturaleza, limitándose al estricto análisis de los hechos, también tuvo mucho peso en el momento exacto de formación y modelación de la filosofía de Wittgenstein.
[3] Leyendo Las variedades de la experiencia religiosa, Wittgenstein cambió de paradigma. Antes de William James, su anhelo era ser un filósofo; después, su anhelo fue el de ser un santo. Este cambio de miras es de lo más instructivo a la hora de averiguar por qué le tomó tanta inquina Wittgenstein a las palabras. El santo está en el mundo para entregar amor, no para entregar sermones. Nadie le impedirá que hable, pero no es esa su principal función. El problema es que Wittgenstein consideró que la función del filósofo es también como la del santo o algo parecido, lo cual es incorrecto. El filósofo, o el aspirante a tal, tiene por función describir y explicar la realidad (según Wittgenstein, solo describirla), y el medio más a propósito para realizar esto es la palabra. El filósofo puede amar y quedarse callado si lo desea, pero si ama y se queda callado todo el tiempo ya no es un filósofo. Y si habla solamente de lo que Wittgenstein aprueba que se hable tampoco es un filósofo sino un científico, o a lo sumo un epistemólogo. Esta negación al tratamiento discursivo de los problemas filosóficos más acuciantes, esta destrucción de la filosofía de manos de la gramática, continuó después, más radicalizada, con los positivistas lógicos, pero Wittgenstein fue quien abrió la brecha.

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