El santo, el iniciado, no
solo se aleja de las tentaciones de la acción mundana; se aleja también del
habla. Su retiro a la cueva de la montaña o a la celda monástica es el ademán
externo de su silencio.
George
Steiner, Lenguaje y silencio
Parece que en la Viena de fines del
siglo XIX la gente estaba un poco harta de la verbosidad. Wittgenstein no
habría sido el iniciador de una corriente contra la charlatanería, sino el
sintetizador filosófico de la misma. Ya otros artistas y pensadores austríacos
se habían pronunciado en contra de la palabrería huera. El
doctor Hugo von Hofmannsthal, un dramaturgo muy conocido en su tiempo, había
dicho en 1895:
La gente está
cansada de oír hablar. Siente un profundo disgusto con las palabras. Y es que
las palabras se han puesto a sí mismas enfrente de las cosas. Estamos
prisioneros de un terrible proceso en el cual el pensamiento está completamente
ahogado por los conceptos. Casi nadie es capaz en nuestro tiempo de estar
seguro de lo que está en su mente, de lo que entiende o no entiende, de decir
lo que siente y lo que no siente. Esto ha despertado un amor desesperado por
aquellas artes que se llevan a cabo sin recurrir al habla (citado por William
Warren Bartley III en Wittgenstein[1], p. 64).
El lenguaje estaba en franca decadencia como medio de
comunicar lo más importante, siendo solamente útil para comunicar hechos
triviales y teorías científicas: tal era la opinión de Wittgenstein, de Hofmannsthal
y de un nutrido grupo de intelectuales vieneses[2].
¿Era
esto realmente así? Para Bartley, la posición de estos autores era desmedida:
Se puede
plantear la cuestión de hasta qué punto estaban bien fundadas las
preocupaciones de Wittgenstein y Hofmannsthal
respecto a la capacidad del lenguaje —especialmente el lenguaje de la moral, de
la estética, de la religión y de las emociones. Hasta qué punto eran, más bien,
una respuesta exagerada a un período de abuso chapucero y distorsionado del
lenguaje que acompañó al traumático cambio social del mundo germanoparlante
durante la última parte del siglo XIX y comienzos del XX (ibíd., p. 66).
Yo entiendo, como Bartley, que Wittgenstein
tomó la parte por el todo. Un abuso circunstancial de la lengua, ocurrido en
las urbes germanoparlantes y en el siglo XIX, le sirvió para esbozar una teoría
que supuestamente valdría para todo tiempo y lugar, a saber, que en cuestiones
de ética, de arte y de religión es mejor mantenerse callado que hablar.
“Todo
el significado del libro —nos dice Wittgenstein desde el prólogo de su Tractatus— puede resumirse en cierto
modo en lo siguiente: Todo aquello que puede ser dicho, puede
decirse con claridad: y de lo que no se puede hablar, mejor es callarse”.
No voy a ser yo, uno de los mayores adoradores del mutismo lingual en esta
Buenos Aires en la que el parloteo es moneda corriente, no voy a ser yo quien
desprecie las ventajas y la eminencia de ciertos momentos en los que el
silencio se impone, pero hay que decir también que hay silencios y silencios, y
que no es lo mismo el silencio de una persona que se queda sin palabras ante un
hecho artístico, o ante una belleza natural, o ante un acto heroico, o al haber
entendido o concebido una idea genial, o por causa de un estremecimiento
religioso, que el silencio de un total ignorante que nada sabe ni sospecha de
Dios, del heroísmo, de la verdad y de la belleza. Como dice William Bartley desde la página 62 del libro que estoy citando,
“cierto silencio es profundo mientras que otros
silencios nacen de tener poco o nada que decir. Wittgenstein no nos da criterio
alguno para distinguir un silencio de otro”[3].
[2] Grupo presidido por Karl Kraus y
Adolf Loos. Destacábase
también Fritz Mauthner, pensador austríaco de gran influencia en Wittgenstein
(es uno de los pocos autores que menciona en el Tractatus). Mauthner afirmaba, entre otras cosas, que para conocer
las verdades supremas hay que ir más allá del vocabulario escolástico y que
esta labor solo podía encararse al modo de los místicos abismáticos. Decía
también que el lenguaje servía correctamente para expresar emociones y estados
de ánimo, pero que su función cognitiva es muy endeble. A su vez, el
trío conformado por Brentano, Mach y Boltzmann, cuya orientación filosófica se
basaba en el riguroso método empírico de las ciencias de la naturaleza,
limitándose al estricto análisis de los hechos, también tuvo mucho peso en el
momento exacto de formación y modelación de la filosofía de Wittgenstein.
[3] Leyendo Las variedades de la
experiencia religiosa, Wittgenstein cambió de paradigma. Antes de William
James, su anhelo era ser un filósofo; después, su anhelo fue el de ser un
santo. Este cambio de miras es de lo más instructivo a la hora de averiguar por
qué le tomó tanta inquina Wittgenstein a las palabras. El santo está en el
mundo para entregar amor, no para entregar sermones. Nadie le impedirá que
hable, pero no es esa su principal función. El problema es que Wittgenstein
consideró que la función del filósofo es también como la del santo o algo
parecido, lo cual es incorrecto. El filósofo, o el aspirante a tal, tiene por
función describir y explicar la realidad (según Wittgenstein, solo describirla),
y el medio más a propósito para realizar esto es la palabra. El filósofo puede
amar y quedarse callado si lo desea, pero si ama y se queda callado todo el
tiempo ya no es un filósofo. Y si habla solamente de lo que Wittgenstein
aprueba que se hable tampoco es un filósofo sino un científico, o a lo sumo un
epistemólogo. Esta negación al tratamiento discursivo de los problemas
filosóficos más acuciantes, esta destrucción de la filosofía de manos de la
gramática, continuó después, más radicalizada, con los positivistas lógicos,
pero Wittgenstein fue quien abrió la brecha.
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