¿Qué
son los valores?, Se preguntaba Risieri Frondizi
desde el título de su libro más conocido. Ludwig Wittgenstein también se lo
preguntó:
¿Es el valor un particular estado anímico?
¿O una forma inherente a ciertos datos de la conciencia? Mi respuesta sería:
rechazaré siempre cualquier explicación que se me ofrezca; no tanto porque sea
falsa, sino por tratarse de una explicación.
Ninguna explicación de ninguna
índole que no esté relacionada con la ciencia tiene valor, y las explicaciones
éticas no son la excepción:
Si alguien me dice que algo es una teoría,
yo diré: no, no, esto no me interesa. Incluso en el caso de que la teoría
fuera verdadera no me interesaría, no sería lo que estoy buscando. Lo ético no
se puede enseñar. Si para explicar a otro la esencia de lo ético necesitara una
teoría, entonces lo ético no tendría valor. [...] Para mí la teoría
carece de valor. Una teoría no me da nada. (Conferencia
sobre ética, pp. 48 y 49).
El
problema, para Wittgenstein, era el lenguaje gaseoso. Toda explicación que no
se circunscribiese a determinados hechos que la ciencia puede verificar está gasificada,
es palabrería huera e inútil:
El verdadero método de la filosofía
sería propiamente éste: no decir nada, sino aquello que se puede decir; es
decir, las proposiciones de la ciencia natural --algo, pues, que no tiene nada
que ver con la filosofía--; y siempre que alguien quisiera decir algo de
carácter metafísico, demostrarle que no ha dado significado a ciertos signos en
sus proposiciones. Este método dejaría descontentos a los demás —pues no
tendrían el sentimiento de que estábamos enseñándoles filosofía—, pero sería el
único estrictamente correcto (Tractatus,
6.53)[1].
En
esta concepción de lo que implica la metafísica hay mucho del pragmatismo de William
James, a quien Wittgenstein había leído. Erradicar la charlatanería metafísica
que Hegel encabeza es misión divina para cualquier pensador, pero si nos
disponemos a fumigar la casa para eliminar las cucarachas y como consecuencia
eliminamos también al perro, al gato, al canario y al abuelo que dormía en el
desván, el plaguicida que utilizamos no es muy recomendable.
La equivocación está en la
exageración, en ir más allá de lo que se necesita para revertir un estado de
cosas anómalo y absurdo. Tomemos por ejemplo el caso de Freud —quien también
había sido leído y admirado por Wittgenstein[2]—.
En la Europa del siglo XIX los temas sexuales eran tabú, y una explicación de
cualquier morbosidad nerviosa que tuviera relación con el sexo se consideraba
inverosímil. Entonces llegó Freud y sacudió el avispero: todas las neurosis tienen origen sexual. Si ya es difícil creer que
la represión sexual no tiene nada que ver con las enfermedades nerviosas, mucho
más difícil es creer que la totalidad de las enfermedades nerviosas tienen
relación con este tipo de represiones o con deseos sexuales infantiles. Se
avanza contra un problema, se arremete contra él, con tanta fuerza que
probablemente se termina con el problema, pero al precio de crear, de resultas
del excesivo envión, un problema nuevo, tal vez más pernicioso que el anterior.
Esto mismo es lo que sucedió con Wittgenstein y con su intento de erradicar el
lenguaje gaseoso de la filosofía (intento que, dicho sea de paso, no tuvo el
éxito que sí tuvo Freud al incluir al sexo como tema prioritario de la
psicología).
[1] A propósito de este aserto, escribe Ray Monk: “El
propio Tractatus, con sus
proposiciones numeradas, se aleja notoriamente de ese método. Insistir en que
estas proposiciones no son realmente proposiciones, sino «pseudoproposiciones»
o «aclaraciones», es una huida obviamente insatisfactoria de la dificultad
central” (Ludwig Wittgenstein, p. 279).
[2] Más tarde lo criticó: “Freud ha
hecho un mal servicio con sus seudo-explicaciones fantásticas (precisamente
porque son ingeniosas). (Cualquier asno tiene a la mano esas imágenes para
«explicar» con su ayuda los síntomas de la enfermedad)” (Ludwig Wittgenstein, Aforismos, p.
108). En una conversación privada, ocurrida en 1945, fue todavía más duro: “El psicoanálisis es una práctica peligrosa y
asquerosa, que ha hecho un sinfín de mal, y, comparativamente, muy poco bien”
(citado por Norman Malcolm en Recuerdo de Ludwig Wittgenstein, texto incluido en una compilación
a cargo de Ricardo Jordana titulada
Las filosofías de Ludwig Wittgenstein,
p. 55).
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