A
menos que Wittgenstein haya cambiado su opinión acerca de mí, no le gustará
demasiado tenerme como examinador. La última vez que nos vimos estuvo tan
dolido por el hecho de que yo no fuera cristiano que desde entonces me ha
evitado; no sé si su dolor a este respecto ha disminuido, pero todavía debe de
tenerme aversión, pues desde entonces nunca se ha comunicado conmigo. No quiero
que salga corriendo de la sala en mitad del examen oral, cosa que creo es capaz
de hacer.
Carta de Bertrand Russell a George Moore, citada por Ray
Monk en Ludwig Wittgenstein, p. 257
Wittgenstein
volvió al Trinity College en con una mano atrás y otra adelante, dicho esto en
sentido académico. No tenía ningún título con el cual enseñar, pero todas las
autoridades y los profesores de la universidad
querían retenerlo, debido a lo cual plantearon la posibilidad de que optara por
el doctorado
en filosofía presentando como tesis el Tractatus.
¿Y quién evaluaría las condiciones de Wittgenstein para acceder al cargo? Los designados fueron George Moore y otro viejo amigo, o examigo:
Bertrand Russell. Se dice que al entrar Wittgenstein a la sala donde tuvo lugar la
defensa de tesis y el examen oral, acotó: “No he visto nada más absurdo en toda mi vida”. Salió
victorioso de la empresa y con el título bajo el brazo, pero no sin algunos
magullones. Como cuando intentó Russell hacerlo hablar sobre el sentido del
parágrafo 6.54,
que reza lo siguiente:
Mis proposiciones son esclarecedoras de este modo:
que quien me comprende acaba por reconocer que carecen de sentido, siempre que
el que comprende haya salido, a través de ellas, fuera de ellas. (Debe, pues, por
así decirlo, tirar la escalera después de haber subido.)
Debe superar estas proposiciones; entonces
tendrá la justa visión del mundo.
¿Carecen de
sentido las proposiciones del Tractatus,
y lo que es peor, Wittgenstein lo admite?
Justo en este punto se detuvo Russell durante el
examen oral. ¿Cómo podía conseguirse transmitir a alguien, a través de una
sucesión de proposiciones sin sentido, una visión del mundo, y que además fuera
la única visión correcta? ¿No había declarado Wittgenstein de forma bien explícita,
en el prólogo a su obra, que «la verdad de los pensamientos aquí comunicados»
le parecía «intocable y definitiva»? ¿Cómo podía decir tal cosa de una obra
que, según él mismo aseveraba, solo contenía enunciados sin sentido?[1]
La pregunta no era nueva para Wittgenstein.
Ya la había oído en boca de Russell. Es más, durante años de intensa
correspondencia, había sido algo así como un tema clásico de su tensa amistad.
Russell le formuló una vez más esa pregunta «en honor de los viejos tiempos».
Es una lástima que no sepamos qué le respondió exactamente Wittgenstein
en su defensa de tesis (Wolfram Eilenberger, Tiempo de magos, pp. 76-7).
Tal vez no le respondió nada y permaneció en silencio.
Suele ser esta la mejor arma de defensa cuando un certero ataque lógico deja
nuestras incoherencias al descubierto.
[1] Alfred Ayer le
criticaría lo mismo: “Lo que resulta inaceptable es que una y la misma serie de
pronunciamientos sea a la vez carente de sentido e inexpugnablemente verdadera”
(Wittgenstein, p. 33). Howard Mounce,
hasta donde yo sé, es el único que lo defiende en este trance (cf. su Introducción al “Tractatus” de Wittgenstein,
cap. 11).
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