Indudablemente no hay
muchos filósofos para quienes la filosofía haya sido una cosa tan poco
especulativa como lo fue para él.
Jacques Bouveresse, Wittgenstein
Se sentía Wittgenstein atraído por la postura gnoseológica de
Sócrates que se describe en los primeros diálogos platónicos: “Cuando uno se
acerca a los diálogos tempranos, por ejemplo, al que aborda la cuestión de en
qué consiste el coraje, cabría leerlos y decir: “¿Lo ves, lo ves? ¡No se sabe
nada!”. Esto sería, supongo, lo sensato” (Últimas
conversaciones, p. 70)[1].
Sócrates no diría que no se sabe nada, sino que los que se jactan de conocer la
verdad, en relación a la virtud, no la conocen de manera precisa. Él tampoco se
jactaba de conocer la verdad última de lo que significan las virtudes, pero
decir que Sócrates no sabía nada en relación a la ética es apresurado puesto
que de la ética era de lo único que hablaba. Platón distinguía entre la
opinión (doxa) y el conocimiento (episteme)[2].
La opinión se basa en el mundo sensible, que como es una pura sombra del
verdadero mundo, es siempre provisoria, en cambio la episteme es la pura verdad, porque no proviene del mundo sensible
sino de la razón, que se remonta a las alturas del mundo inteligible. Podríamos
decir entonces que Sócrates —que nunca se ocupó demasiado de estas sutilezas de
las teorías del conocimiento que sí preocupaban a Platón— afirmaba desconocer
el coraje, la piedad y el resto de las grandes virtudes si nos remitimos a un
conocimiento epistémico, pero los conocía lo bastante bien como para emitir
opiniones relacionadas con el tema. No estaba seguro de nada, pero eso no le
impedía conjeturar una y otra vez sobre la ética. El conocimiento de lo
inteligible está reservado solo a los filósofos, diría Platón; yo digo que está
reservado a los puros de corazón, a los buenos. Sócrates era las dos cosas, por
eso estoy persuadido de que conocía las virtudes de manera epistémica, aunque
se negara a admitirlo. Nosotros, sus discípulos, tenemos que conformarnos con
la doxa, con un conocimiento
improbable. ¿Y dejaremos de filosofar por eso? ¡Qué va, todo lo contrario! Si
tuviéramos ya en nuestras cabezas un conocimiento acabado, ¿para qué indagar?
Sócrates ya tenía este conocimiento y por lo tanto no indagaba: su misión era
enrostrarles su tosquedad a quienes creían estar a su misma altura.
Wittgenstein dirá que Sócrates no definía
la virtud, sino que la mostraba. Si
la mostraba, la mostraba con palabras,
por más que la definición precisa y académica del vocablo nunca apareciera.
Sócrates hablaba, articulaba discursos, para enseñar la ética, cosa que
Wittgenstein siempre desaprobó. Y hablaba de la ética no para enseñar a los
hombres a ser buenos, sino para enseñarles lo que es la bondad; el resto es
cosa de ellos.
“¡No se sabe nada!”. Habla por ti, estimado Ludwig.
[1] Muchos años antes, en 1931, Sócrates y Platón
no le caían tan simpáticos: “Cuando se leen los diálogos socráticos se tiene el
sentimiento: “¡qué espantosa pérdida de tiempo! ¿Para qué estos argumentos que
nada prueban y nada aclaran?” (Observaciones,
p. 34).
[2] Cf. La República, capítulo
XIV.
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